Capítulo VII editar

No tenían hijos; pero, en cambio, tenían un perrito lanudo que era el niño mimado de la casa. En sus ojillos negros y húmedos y en su cola retorcida se reflejaban las alegrías o las tristezas de su amo. ¿Estaba el doctor de buen talante? El perrito, poniéndose en dos pies, le saltaba encima, le lamía las manos ladrando de puro contento. ¿Estaba abatido y caviloso? Se echaba a sus pies, mirándole larga y sumisamente, como implorándole que le contase sus penas.

El perrito, que respondía por Mimí, tenía su historia. Perteneció primero a un ciego, a quien guiaba; después a unos gitanos, y por último, a un guitarrista ambulante que, en pago de una cura gratuita que le hizo Baranda, se le regaló. Pasó hambres, fríos y miserias, y recibió palos y puntapiés... Por eso tal vez era sufrido y apenas ladraba a no ser a la gente haraposa, por la que parecía sentir inveterada inquina. No se daba con Alicia en cuyas faldas temblaba de miedo cada vez que le cogía por el pescuezo, de las piernas de Baranda.

-¡Sinvergüenza, feo, granuja! -le gritaba, sacudiéndole el hocico y dándole azotillos en las ancas. Mimí se acurrucaba silencioso, con las orejas gachas, haciéndose un ovillo en el regazo de Alicia. ¡Cuán otro se mostraba con el médico! Una sola caricia suya le desarticulaba de alegría la columna vertebral.

-¿No vale más la compañía de un perro que la de un hombre? -solía preguntarse Baranda, pasándole la mano por el lomo.

El perro nos comprende, a su modo; nos ama con más absoluto desinterés; de la exudación de nuestro cuerpo extrae como el óleo con que unge su cariño inalterable; nos huele a distancia, nos obedece con un gesto, nos oye cuando le hablamos y nos responde meneando la cola y las orejas, chispeantes y parleros los ojos. Llora y enferma cuando enfermamos y hasta muere de dolor cuando morimos. ¡Y el hombre es tan ingrato, que llama cínico a lo desvergonzado y canallesco! ¿Por qué? Porque el perro, profundamente olfativo y lúbrico, no se recata como el elefante, por ejemplo. No hay animal más sociable. Entre los perros hay clases como entre los individuos: les hay aristócratas y plebeyos. Una mirada hosca, un silencio prolongado bastan para hacerles sufrir. Poseen una sensibilidad exquisita y aman con un refinamiento comparable sólo con el del hombre.

Les hay filántropos y justicieros; egoístas, ladrones, sinceros e hipócritas. Las obras de los naturalistas y los relatos de los viajeros rebosan de anécdotas sorprendentes de sus extraordinarias facultades psicológicas.



Estaba el doctor en su despacho, con Mimí sobre las piernas, cuando entró mistress Campbell, una vieja inglesa extravagante que trajeaba con llamativo lujo, impropio de su edad. Se pirraba por los colores chillones. Su cara era redonda y prognata, a trechos rubicunda; sus ojos, azules e incisivos. No hallaba gato en la calle a quien no le hablase, besuqueándole, con su voz de ventrílocuo: -Tu as fait ta toilette, cheri? -A los perros flacos les compraba ella misma huesos y piltrafas en la carnicería más próxima, con mofa de los granujas que la rodeaban como a un sacamuelas.

Era una maníaca ambulatoria. Tan pronto estaba en el Cairo o en París como en Nueva York o en Sevilla. No podía permanecer una semana en parte alguna. A pesar de sus sesenta años cumplidos, no hablaba sino de amor -era su idea fija-, y los más de sus viajes obedecían al deseo que la devoraba de hallar un marido o un amante. Pasaba por los países como una exhalación, acordándose sólo de las joyerías, de las tiendas de antigüedades y de ropas. Ver un cuadro o unos zarcillos viejos y querer comprarles en el acto era todo uno. Poco la importaba el mérito de la tela. Lo principal para ella residía en su antigüedad.

Se apasionó de Baranda, como de otros muchos, y sabedora de sus disensiones con Alicia, trataba hipócritamente de separarles.

-Mi querido doctor -le decía-, ¡cuánto le compadezco! ¡Pobre amigo, pobre amigo! -Y le atizaba un beso en la frente.

Baranda no sabía ya cómo quitársela de encima. Ni frialdades, ni desdenes; nada podía con ella. Simulaba no enterarse.

Iba a su fin y de lo demás se la daba un ardite. Todos los días, como un cronómetro, estaba allí, en su gabinete, so capa de consultarle respecto de su salud.

-You sweet dear! -decía besuqueando a Mimí, que pugnaba ariscamente por escaparse de sus brazos.

-Debíamos endilgársela a Petronio -dijo Plutarco-; a él que anda en busca de una vieja rica.

Mistress Campbell no entendía el castellano, pero adoraba en los españoles. Su leyenda de apasionados y celosos la desconcertaba en términos de que al ver a alguno, se ponía pálida y trémula.

-¡Oh, los españoles! -exclamaba-. ¡Dicen que son tan ardientes! ¿Es verdad, doctor?

Jugaba con dos cartas. A la vez que demostraba al doctor la más férvida simpatía por sus contrariedades, aconsejaba a Alicia que se divorciase.

-¡Oh, dear! No comprendo cómo puede usted seguir viviendo con semejante hombre. Yo que usted, me separaba.

A menudo salían juntas Alicia y ella. La conversación, por lo común, versaba sobre el mismo tema.

-Mi matrimonio -decía la inglesa- fue un idilio. ¡Qué amor el que me tuvo aquel hombre! Siempre andábamos unidos. No me dejaba ir sola ni a la esquina. No volvía una vez a casa sin traerme un regalo. He was perfectly charming.

Y Alicia, ignorante, de que el marido de la inglesa fue un badulaque, un borracho que murió de delirium tremens, exaltándose poco a poco con la pintura de aquel idilio imaginario, antítesis de su revuelta vida conyugal, acababa por contarla sus más recónditas intimidades. La inglesa experimentaba al oírlas un regocijo inefable que salía a sus ojos penetrantes y duros.

Nunca logró que Baranda se explayase con ella y mucho menos que la demostrase la menor inclinación física. Era una vieja ilusa, cuyo erotismo, unido a su fortuna, la hacía creer en sexuales correspondencias fantásticas. Su vida entera era un tejido de desengaños por el estilo. En el Cairo halló cierta vez a un joven que fingió amarla para cogerla los cuartos. Auto-sugestionándose se forjaba en la fantasía las mis ridículas escenas de amor.

Iba a ver al médico vestida con lujo, saturada de afrodisíacos perfumes indios. Creía en el poder fascinador de la toilette. -Una mujer -decía- vestida interiormente de seda, pulquérrima y olorosa, por vieja que sea, puede despertar apetitos genésicos en un joven.

¡Cuántas veces llegó a aquel gabinete con el propósito deliberado de violar al médico, excitándole con todo género de estímulos libidinosos! ¡Y cuántas veces también salía, desengañada y macilenta, arrastrando su fiebre insaciada de caricias por la vía pública llena de hombres que ignoraban las convulsiones de su carne!