Capítulo V editar

A los gritos de Alicia subió la portera consternada, temiendo encontrar algún cadáver en el descanso de la escalera. Baranda salió a abrirla en calzoncillos.

-¿Qué ocurre? -balbuceó la portera-. ¿La señora está enferma?

-¿Qué quiere usted que ocurra? Lo de siempre. Los malditos nervios.

-Era lo único que te faltaba -voceó Alicia saliendo de su cuarto-: chismear con la portera.

Y encarándose con ésta, a medio desnudarse, la dijo:

-No hay tales nervios. Es que me ha pegado.

Después, volviéndose a Baranda, y cerrando bruscamente la puerta, añadió:

-¡Cobarde, cobarde! En la calle te haces el sabio, el analítico y aquí me insultas como el último souteneur.

-Pero ¿no comprendes -respondió el médico- que esta vida es imposible?

-¿Y a ti te parece bien lo que haces conmigo? Yo entré muy tranquila, sin decirte palabra, y de pronto, sin motivo alguno, empezaste a llamarme imbécil.

-Y tú ¿por qué me llamaste cínico y mentiroso delante de esa gente que sabes que me odia?

-Porque lo eres. Hace más de un año que no vives maritalmente conmigo, pretextando que estás enfermo.

-Y lo estoy, de los riñones.

-Sí; pero para ver a la otra no estás enfermo ¡Farsante!

-¿Es que yo no puedo tener una amiga?

-Una amiga, sí; pero esa es tu querida. Tu querida. ¡Niégalo!

-Es la huérfana de un amigo a quien quise mucho. Mi deber es atenderla.

-¡La hija de un amigo! ¡Si eres otro François Prieur! ¿Quién te hace caso? Tan pronto dices que es la hija de un amigo como que es tu amante. Después de todo, nada se opone a que sea la hija de un amigo y al propio tiempo tu querida. ¡Ah, hipócrita!

Después de una pausa, continuó:

-Lo que quiero que me digas es por qué me sedujiste. ¿Por qué te casaste conmigo? Yo estaba tranquila en mi pueblo hasta que tuve la desdicha de conocerte. Tu fama, tu figura, tu aire melancólico y dulce..., todo contribuyó a fascinarme. Me conociste virgen. Yo no había tenido un solo novio. Me entregué a ti desde la primera noche, sin la menor resistencia. ¡Lo que lloré cuando te fuiste! Pensé que no volvería a verte.

Recuerdo que, a poco de casados, me engañaste. Me dejabas sola en el hotel, en un país extraño cuya lengua yo no hablaba, y te ibas con las cocotas. Y yo te suplicaba llorando que no me abandonases. Temblando de frío y de sueño te esperaba hasta el amanecer, y tú te aparecías diciéndome que habías pasado la noche con un enfermo. ¡Y yo lo creía! Claro, era una infeliz sin mundo ni malicia. Y saltándote al cuello te besaba, te besaba, loca de amor y de angustia. Y ahora que vuelvo los ojos atrás, recuerdo que volvías la cabeza y me rechazabas. ¡Como que venías harto!

Y el médico se paseaba nervioso, medio afligido, pero sin dar su brazo a torcer. -Sí, harto... de ver miserias y oír lamentos.

-Y ahora -continuaba Alicia- porque me rebelo, porque no quiero ser plato de segunda mesa, ¡me insultas y me ultrajas! Yo seré una histérica, como tú dices, pero tú eres un miserable. Yo no he leído en los libros; pero he leído en la vida y ya nadie me engaña. ¿Y quién es más digno de censura: yo, pobre lugareña, sin principios ni cultura intelectual, o tú, sabio, educado en París, hecho a la vida del refinamiento, como llaman los parisienses a todas esas porquerías de alcoba? Asígname una renta con que poder vivir y verás qué pronto se acaba todo. ¡Yo no quiero vivir así, no quiero! -Y pateaba en el suelo furiosa, dando vueltas de aquí para allá, desgreñada y en camisa.

El médico, en jarras, la miraba fijamente, meneando el busto con mal reprimida cólera.

-Habla sin gritar -la decía.

Ella continuaba, poseída de un deseo irresistible de hablar sin tregua.

-Me echas en cara que no quiero tener hijos. No, no les quiero. ¿Para qué? ¿Para darles el triste espectáculo de nuestra vida? ¡Oh, no! Tú eres uno de tantos maridos a la francesa, sin escrúpulos, sin corazón, para quienes la mujer legitima no cuenta. ¡Eres de la madera de los cornudos!

-¿Qué me quieres decir con eso? ¿Que me la pegas? ¿A mí qué? Cuando no hay amor...

-Soy más decente de lo que imaginas. Tú lo que merecías era eso: una mujer que te la pegara hasta con los mosquitos. Pero yo, sin saber leer ni escribir, tengo más sentido moral que tú. ¡Verdad es que más sentido moral que tú le tiene un perro!

-¡Pero no grites, pero no grites! -la dijo, tapándola la boca con la mano.

-¡Canalla! ¡Canalla! -gritaba ella ahogadamente, pugnando por desasirse.

Cada uno dormía en su cuarto. Baranda entró en el suyo cerrando la puerta con estrépito.

-¡Ah, qué harto estoy! -suspiraba-. ¿Cuándo tendré el valor de abandonarla?

En el silencio de la noche, mientras todo dormía, los sollozos de Alicia sonaban conto el maullido lastimero de un gato que se queda en la calle bajo la lluvia.