A fuego lento: 16
Capítulo IV
editarSalían de la «Comedia francesa».
-La noche está espléndida -dijo Baranda-. Podemos ir a pie.
Y echaron a andar por la avenida de la Ópera, hacia los bulevares.
-¡Qué hermosa avenida! -exclamó doña Tecla-. Parece un salón de baile.
Sobre el asfalto brillante y terso, como la luna de un espejo bituminoso, resbalaban sin ruido fiacres y automóviles. Por las anchas aceras iban y venían ondulantes mujeres de exquisita elegancia y caballeros de frac. En el fondo de la calle rectilínea y fulgurante se destacaba la fachada sombría de la Gran Ópera.
Se detuvieron un instante para contemplar la rue de la Paix, iluminada por dos filas de faroles. A lo lejos, la columna Vendôme, imitación de la de Trajano, de Roma, recordaba los triunfos de la Grande Armée.
-¿Qué te ha parecido Le passé? -preguntó Alicia a Nicasia.
-Interesantísimo.
-E inmoralísimo -agregó don Olimpio, que durante la representación no cesó de cuchichear con la Presidenta, mientras doña Tecla dormitaba.
-Pues a mí -continuó Alicia- el tipo de la Dominique me parece falso. Yo no me explico que se vuelva a recibir, a no ser a tiros, al hombre que, si más ni más, toma la puerta y... ¡ojos que te vieron ir!
-¿Qué quieres, hija mía? Así aman las francesas. Son mujeres sin pasiones -agregó la Presidenta.
-El amor, según Stendhal -dijo el doctor- es una fiebre que nace y se extingue sin intervención de la voluntad.
-No siempre -dijo Nicasia.
-El único personaje -prosiguió Alicia aludiendo a Baranda- que me parece real, es François Prieur. Es mentiroso, mujeriego y voluble como todos los hombres. No comprendo cómo Dominique puede amarle.
-¿Quién te ha contado a ti -la arguyó su marido- que el amor le pide su hoja de servicios a nadie? Una mujer inteligente y honesta puede enamorarse de un hombre abyecto, y a la inversa. El amor siente, no analiza.
-No tan calvo, doctor -dijo la Presidenta-. Pero ese tipo -interrogó Nicasia- ¿por qué planta a una mujer tan buena, tan leal y tan noble?
-Porque así son los hombres -contestó Alicia.
-Porque, como dice Schopenhauer -arguyó Plutarco-, una vez satisfecho el deseo, viene la decepción.
-Nada, hija -repuso la Presidenta, dejando a don Olimpio con un requiebro en la boca-; los hombres son como los animales: después que nos poseen...
-Os eructan en la cara -agregó Plutarco riendo-; como dice Shakespeare por boca de...
-Gracias -respondió don Olimpio sin medir el alcance de lo que decía-. Todos se miraron sorprendidos, menos doña Tecla, siempre en Babia.
-En todo amor -observó Baranda- hay siempre una víctima...
-Y dilo -recalcó Alicia.
-Hay siempre uno que ama y otro... que se deja amar.
-¡Cínico! -exclamó Alicia nerviosa.
-Ni que decir tiene -indicó Nicasia- que la víctima es siempre la mujer.
-O el hombre -contestó Baranda.
-Las mujeres no aman -saltó Petronio que venía detrás con Marco Aurelio, hablando de cocotas y requebrando a cuantas pasaban junto a él. Las mujeres son como nosotros. Ni más ni menos. Usted, doctor, tendrá mucha ciencia; pero usted no conoce a la mujer.
El doctor no se tomó el trabajo de contestarle.
-¡Ese Prieur, ese Prieur! -continuó Alicia-. ¡Qué admirablemente pintado! Es una fotografía.
-¡Cómo miente! -añadió Nicasia.
-Y miente, como dice Dominique, por el placer de mentir. ¡Qué granuja! -exclamó Alicia echando una mirada de rencor a su marido.
-Todo hombre -reflexionó Baranda- que gusta a las mujeres, tiene que mentirlas. Y la razón es obvia. La leyenda del casto José no pasa de ser una leyenda. Por otra parte, el hombre, en general, es polígamo.
-¿Por qué se casa entonces? -rugió Alicia-. Que sea franco, al menos. Pero eso de que nos jure amor y fidelidad ante un juez y un cura para echarse al día siguiente una querida, sin contar las conquistas callejeras, me parece el colmo de la desfachatez.
-En Oriente -dijo la Presidenta- los hombres son menos hipócritas. Tienen abiertamente sus serrallos y no hablan de matrimonios ni de adulterios. Pero aquí cada hombre tiene un harén escondido y, con todo, no cesa de predicarnos una fidelidad que no practica ni en sueños.
-Verdad -dijo Nicasia.
-El matrimonio, al fin, desaparecerá. El divorcio es el primer paso -intervino Baranda-. Y desaparecerá porque está en contradicción con las leyes naturales. Además, la mujer no se resigna con su papel de madre, sino que se obstina en querer, prolongar al través del matrimonio, sepulcro del amor, como dijo el otro, estados de alma que la intimidad y la monotonía de la vida en común hacen imposibles.
-¿Y los hijos? -preguntó Nicasia.
-Eso es harina de otro costal -repuso Baranda-. Los padres tienen la presunción de creer que ellos son los únicos capaces de educar a sus hijos. ¡La educación! Ahí es nada. Llaman educar al ceder a sus caprichos o al oponerse a sus inclinaciones. Opino que el hijo debe educarse lejos del regazo materno y de la vigilancia del padre.
-¡Qué horror! -exclamó la Presidenta.
-La pedagogía -continuó Baranda- es la ciencia más complicada, la que exige mayor suma de conocimientos de todo linaje, empezando por la antropología y acabando por la estética. ¿Cuántas son las madres que saben de patología, de terapéutica, de higiene...? De los padres no hablemos. Se figuran que con aconsejar autoritariamente a los hijos, intercalándoles alguno que otro bofetón en el texto, están al cabo de la calle. Son los menos llamados a educar porque, aparte de su ignorancia, no pueden seguir paso a paso, a causa de la esclavitud de sus quehaceres, las propensiones del niño, de las que sólo se enteran por lo que les cuentan las madres, que serán todo lo solícitas que se quiera, pero carecen de facultades críticas. Cada padre se jacta de conocer a su hijo como nadie, y resulta que el primer extraño le conoce mejor.
-¡Música! -le interrumpió Alicia con desdén.
-Según usted -objetó la Presidenta-, hay que echar los hijos al arroyo como a los gatos. ¡Qué ideas tan originales las suyas!
Don Olimpio, que no se atrevía a meter baza, sacudía la cabeza sonriendo en señal de no estar concorde con el sentir de Baranda.
-El problema social -prosiguió Baranda dirigiéndose a Plutarco, sin hacer el menor caso de los demás- reside ante todo en eso. ¿Qué logramos con una buena legislación si desconocemos el organismo individual? Lo primero es estudiar al hombre, puesto que la sociedad se compone de hombres. Las reformas vendrán luego espontáneamente, como una necesidad colectiva, nacidas de la constitución mental del individuo.
-Conformes, doctor -dijo Plutarco.
-Ustedes dos siempre están de acuerdo -dijo Alicia con sarcástica risa.
-¿Quieren ustedes que tomemos algo en la Taverne Royale? -preguntó Marco Aurelio.
-No, gracias, es muy tarde -contestó Alicia-, y Misia Tecla tiene sueño.
-No es tanto el sueño, mi hija, como el dolor de los callos -contestó doña Tecla, que se arrastraba cojeando y dormilenta.
-¿Por qué no llama usted a un pedicuro? -preguntó la Presidenta-. Sufre usted porque quiere.
-Se lo he dicho muchas veces -añadió don Olimpio-. ¡Como si no!
-Pues entonces nosotros nos despedimos aquí -dijo Marco Aurelio, sombrero en mano.
-Sí, puedes irte -contestó la Presidenta-. Don Olimpio me dejará en casa, si no le sirve de molestia.
-No diga usted eso, mi señora. Para mí es un placer-. Y cambiaron una mirada de inteligencia.
Mientras Petronio y Marco Aurelio entraban en el Café Americano, los otros tornaban hacia el bulevar Haussmann.
Luego de dar una vuelta por el café, subieron al restaurante donde tocaba una orquesta de zíngaros. Allí estaba todo el cocotismo de los cafés conciertos. Mujeres provocativas, relampagueantes de joyas, casi en cueros, se paseaban de mesa en mesa pidiendo que las invitasen a cenar. Petronio pidió un cognac; Marco Aurelio, un jerez. El desfile de ancas y senos, multiplicado por los espejos, en aquella atmósfera afrodisíaca, impregnada de perfumes y de olor a carne limpia, ligeramente entenebrecida por el humo de los cigarrillos, fue encalabrinando a Petronio, que miraba a todos lados aturdido y anhelante.
-¡Qué lata nos ha dado el doctor! -exclamó a la segunda copa- ¡Cuidado que es pedante!
-Pero sabe. Le tienes tirria porque te desdeña.
-¡Qué ha de saber! Di tú que lleva muchos años en París y algo se pega. Y en cuanto a desdeñarme... -Monsieur? monsieur?
-¿A quién llamas, hombre?
-Al mozo.
-Pero al mozo no se le dice monsieur. Se le dice garçon.
-Bueno. Es igual. Otro cognac. Esta noche me la amarro -contestó llevándose la copa a los labios con mano temblorosa.
-Como todas las noches.
Chispo ya, tuteaba manoseando a todas las prostitutas.
-Il ne se gène pas -exclamó una de ellas a quien plantó un sonoro beso en la nuca-. De quel pays êtes vous? Du Brésil? Espèce de rastá...! -y le volvió la espalda.
-¿Cómo se dice -le preguntó a Marco Aurelio- acostarse de balde?
-A l'oeil.
-Oye, tú; tu veux coucher avec moi a l'oeil?
-Tout de suite -respondió la horizontal en tono de burla-. Tu est si joli garçon! Et surtout tu est si bien élevé!
-¿Qué dice? ¡Tradúcemelo! -preguntó Petronio casi seguro ya de haber hecho una conquista.
-¡Que te vayas a la porra!
-¡Ah grandísima tía! -Y se levantó dispuesto a pegarla. Marco Aurelio intervino sacándole por un brazo del café.
-París no es Ganga, querido. Aquí no se puede levantar la mano. Y menos a las mujeres. Además, cada una de esas tiene su macró que la defiende.
-Yo me jutro en París y en los macrós. Le pego un tiro a uno y en paz. -Y se llevaba la mano al revólver que portaba siempre consigo. Bajo el imperio del alcohol era capaz de eso y mucho más. No pocas veces tuvo que ver con la policía, porque, cuando se embriagaba, se volvía pendenciero y procaz.
-Bueno -dijo Marco Aurelio, cambiando la conversación-. ¿Cuánto tienes encima?
-Tres luises -contestó Petronio tambaleándose.
-Yo tengo seis que me dio don Olimpio. ¿Quieres que probemos fortuna?
-Andando.
-Y se fueron al Cercle Voltaire.
Por los bulevares subían y bajaban cocotas de todo pelaje, atacando a los transeúntes: una mulata de la Martinica, gorda y desfachatada; una vieja rubia, con un perro, maestra en sabias pornografías; otra vieja, de bracero con una niña al parecer de diez años: pálida, con el pelo suelto y las piernas al aire; unos mozalbetes muy pintados, de andares ambiguos, subían y bajaban, parándose en las esquinas, mientras los gendarmes les seguían a distancia con los ojos. Algunos tipos patibularios simulaban recoger colillas mirando aviesamente bajo la visera de la gorra embutida hasta el cogote. Los coches rodaban muy despacio. En las esquinas, tiritando de frío, con uno o dos números bajo el brazo, zarrapastrosos granujas voceaban La Presse y Le Soir. El mundo noctámbulo de la crápula, del hambre y el crimen, se desparramaba por el bulevar Montmartre, husmeándolo todo, como perros, con andar tortuoso y vacilante, parándose aquí y allá. Eran souteneurs, rateros, mendigos, ladrones y asesinos: la triste legión de degenerados que nutren la crónica diaria de las miserias de las ciudades populosas.
-El souteneur -dijo Marco Aurelio- vive de la prostituta, a quien apalea y asesina cuando no le da dinero. Pues ese souteneur, cuando trabaja, es decir, cuando mata y roba, colma de regalos a su querida. Si ha ganado en el cabaret, la obsequia con un ramo de violetas de diez céntimos. Ya ves que no le falta su nota sentimental.
-¡Qué curioso! -dijo Petronio.