Segunda parte

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Capítulo I

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Alicia, convertida en madame Baranda, recibía los jueves en su elegante aparteman, como ella decía, de la rue de la Pepinière.

A la entrada del recibimiento, separado de la sala por una cortina de raso color de malva, había un biombo chino. El mobiliario era de estilo de Luis XVI. Junto a un piano de cola, que casi nunca se erguía, como un avestruz en una pata, una gran lámpara japonesa con su pantalla pajiza. La alfombra, que cubría todo el piso, era azul. En los ángulos, palmeras y otras plantas de estufa abrían sus hojas finas y verdes. Un retrato, de cuerpo entero, del doctor ocupaba el hueco entre los dos balcones de la calle. De las otras paredes pendían, en trípticos de marcos dorados y verdes, reproducciones de Filippo Lippi, de Ghirlandajo y Botticelli. Sobre la chimenea, a cuyo pie ardía una salamandra, se destacaba un reloj de bronce entre dos candelabros de Sajonia. En el centro del salón, sobre una columna de ónix, se veía otra lámpara, estilo Imperio, de ónix también; no lejos, una mesa de marquetería y esparcidos aquí y allá, en caprichoso desorden, veladores de malaquita y mosaicos, cuajados de bibelots de toda clase. En el pasillo, a pocos pasos de la entrada del piso, se extendía una chaise-longue con cojines, y a cierta distancia, un gran cofre que hacía veces de sofá y de cama. El gabinete de consultas, muy espacioso, estaba unido a la alcoba del médico. En el centro había una mesa, para los reconocimientos y las operaciones, con un colchón y una almohada de cuero; junto al escritorio, atestado de papeles y revistas, una biblioteca giratoria sobre la cual resaltaba un lindo busto de mujer, de Julia, la primera novia que tuvo Baranda en Santo, muerta a los diez y ocho años; un diván y dos armarios, con puertas de cristal, repletos de libros, los más de medicina: pegado a la chimenea, un chubesqui; en las paredes, dos acuarelas de Gustavo Moreau, una cabeza de árabe, de Delacroix, y dos copias perfectas, la una, del Cristo de Velázquez, y la otra, de la parte inferior de la maravillosa muerte del duque de Orgaz, del Greco. También había una gran butaca de cuero rojo, y en la pared una especie de vasar con frascos rotulados e instrumentos de cirugía cuidadosamente colocados en un gran estuche de terciopelo.

Mientras el doctor permanecía en su consultorio, Alicia charlaba, en el salón o en el saloncito, en un francés roto, mezcla de español y patois, con una serie de señoras extravagantes y cursis, entre las cuales figuraba madame Diáz, esposa de don Olimpio -monsieur Diáz-. En parte por imitación, y en parte por seguir a Alicia, don Olimpio, no queriendo ser menos que los demás compatriotas suyos, se vino a París donde radicaba, no sin haber dejado sus negocios en regla. Empezó por vender la tienda y colocar parte de su dinero al diez por ciento, en Ganga y el resto en New York, al tres. No era rico. Todo aquel papel moneda convertido en oro le rentaba lo suficiente para vivir con holgura.

El amor, o lo que a él se le antojaba amor, que sentía por Alicia, se evaporó tan pronto como puso el pie en París. Alicia le parecía tan fea, tan india, al lado de estas mujeres que, si bien costaban un ojo de la cara -un oeil de la figura, como él decía-, ¡eran tan seductoras, tan elegantes, tan lascivas y complacientes! Pero no por eso olvidaba «la trastada» del doctor. Le detestaba hipócritamente, movido por una envidia inconfesable. No podía admitir el hecho de que un hombre con quien había vivido en su casa, con quien había comido a diario, fuese superior a él. No admitía otra superioridad que la del hombre inaccesible, soberbio y desdeñoso.

Don Olimpio solía venir los jueves: tomaba una taza de té y se iba sin ver muchas veces al doctor. Si estaba madame de Yerbas, entonces se quedaba.

-¡Ay, hija mía! -exclamaba Alicia perezosamente echada en el sofá sobre una montaña de cojines-. El matrimonio es una estupidez. Lo mejor es vivir sola, sin hombres, porque los hombres son todos unos canallas, unos canallas sin excepción.. N'est ce pas, madame la marquise?

-C'est vrai -contestaba la marquesa de Kostof, una polaca venida muy a menos en dinero y en belleza. De puro pintada, parecía un cadáver. Pasaba de los cincuenta; pero ella aseguraba no tener sino cuarenta cumplidos. Se apretaba el corsé que daba grima, logrando disimular el vientre, pero no las caderas, que se desbordaban montuosas. Olía a persona que no se asea y a vaselina rancia. Al pronto se la tomaba por una prestamista o una alcahueta.

Doña Tecla recurría a cada triquitraque a Alicia para que la tradujese lo que se hablaba.

-Por eso hacen bien las parisienses -continuaba Alicia- en amarse entre sí, porque los hombres ¡son si rosses! ¡Para lo que sirven los hombres! N'est ce pas, madame la marquise?

-C'est vrai -apoyaba la marquesa con sus ojos de cordero agónico.

-Pues, hija, yo no soy de tu opinión -objetaba Nicasia, una cubana viuda, inteligente y honesta, que la profesaba sincero afecto. Yo quise mucho a mi marido...

-Lo de todas las viudas -repuso Alicia riendo.

-Que resucitase y veríamos. No, no; todos, sin excepción, son unos granujas. Convéncete.

-Pues si alguien no debe quejarse eres tú. Mira que el marido que tienes...

-¡Ma... rido!

-¿Sabes, mi hija -dijo doña Tecla-, que mi pobre marimonda se me muere?

-Claro. ¿A quién se le ocurre traer monos a París? ¿No ve usted que son de tierra caliente?

-El frío les mata -añadió Nicasia.

-¿Y cómo no nos mata a nosotras? -preguntó cándidamente doña Tecla.

-Porque no somos monos. ¡Mire usted qué gracia! -exclamó Alicia.

En esto tocaron a la puerta. Era Plutarco. Alicia le saludó con marcada frialdad, echándole una mirada de sordo rencor así que se dirigía hacia el gabinete, en busca de Baranda.

Luego, guiñando un ojo a doña Tecla, hizo un mohín desdeñoso.

-Parece que quiere mucho al doctor... -dijo doña Tecla subrayando la tercera palabra.

Así parece -contestó con desabrimiento Alicia-; pero yo no me fío -agregó por lo bajo-. Sabrás que Eustaquio le costea los estudios. En fin, que le ha hecho gente.

-A lo menos es agradecido -siguió doña Tecla con malignidad.

Alicia se levantó desperezándose. Vestía con elegancia llamativa, de mal gusto. Se peinaba a la griega colocándose en un lado un clavel rojo, su color predilecto.

-¡Qué frío hace! -exclamó.

-Tú siempre tienes frío -dijo Nicasia.

-¡Siempre! Cada día echo más de menos el clima de mi tierra. No sabes cuánto daría por un rayito de aquel sol -y empezó a pasearse frotándose las manos-. Este clima de París, este cielo siempre gris, me producen una tristeza indecible...

-Y a mí -agregó doña Tecla.

-¿Quién te hizo esa falda? -la preguntó Nicasia tocando la tela.

-Paquín, que es quien me viste siempre.

-Ya te habrá costado.

-¿A mí? ¡Ni un sou! El doctor paga. Es para lo único que sirven los hombres. Pero siempre se están quejando de lo mucho que gastamos... las mujeres legítimas. N'est-ce pas, ma chère?

-C'est vrai -contestó la marquesa, pensando en otra cosa.

-¿Dónde compras este té? Es excelente -preguntó Nicasia acabando la taza.

-En la rue Cambon. ¿Verdad que es delicioso?

-Bueno, querida, yo me voy -dijo doña Tecla levantándose-. Nos veremos mañana en la Capilla española.

-Y por la noche en la Comedia Francesa -agregó Alicia.

-¿Qué dan?

-No lo sé. Creo que Le Passé, de Porto-Riche. Madame de Yerbas me dijo ayer que iba. Iremos todos.

Ya en la puerta, hasta donde la acompañó Alicia, hubo de decirla al oído, después de plantarla en las mejillas dos ruidosos besos:

-Ten cuidado con Plutarco, mi hija.

-¡A quién se lo dices! Adiós.

La marquesa también se disponía a irse; pero volvió a sentarse, visiblemente preocupada. Cuando el salón quedó vacío, se puso a mirar los cuadros uno por uno.

-¿Sabe usted, Alicia, que tiene usted aquí obras de mucho mérito? -tartamudeó, con el pensamiento en otra parte.

-Ni me he fijado.

Luego, volviéndose de pronto, añadió:

-Alicia, ¿me puede usted hacer un favor?

-Usted dirá, ma chère.

-¿Me puede usted prestar, hasta la semana próxima, doscientos francos?

-Eso y más -contestó Alicia sin poder disimular su sorpresa.

Doña Tecla, al llegar a su casa, tuvo una disputa con el cochero. Se empeñaba siempre en pagar un franco por la carrera.

-En Ganga nadie paga más -decía.

-Espèce d'imbécile!-gruñía el automedonte furioso-. Salope, va!

Doña Tecla no entendía.