A fuego lento: 12
Capítulo XII
editarLa desaparición de Baranda, primero, y la de Alicia, después, produjeron en Ganga escándalo formidable. Petronio Jiménez publicó en una hoja suelta, con el pseudónimo de Alejandro Dumas, un artículo furibundo. La publicación de las hojas sueltas era una epidemia entre los gangueños.
Por un quítame esas pajas, estaban durante días y días disparándose hojas volanderas en que se ponían de oro y azul.
Cuando la polémica, agriándose, amenazaba pasar a vías de hecho, la policía citaba a los contendientes, exigiéndoles una fianza personal que prestaba verbalmente cualquier amigo con residencia fija. Por manera que el duelo era punto menos que imposible.
En Ganga, según un chusco, no se batía más... que el chocolate.
«La hospitalaria y generosa Ganga -decía Petronio en su pasquín- ha sido víctima de la perfidia de un extranjero advenedizo, para quien los gangueños no tuvieron sino alabanzas, obsequios y distinciones. ¿Qué nos traen esos aventureros que vienen de París de Francia sino los vicios de aquella inmunda Babilonia? ¡En guardia, gangueños! ¡Ojo con los intrusos que se introducen hipócritamente en nuestros hogares para profanar el tálamo de la esposa inmaculada, para seducir a nuestras puras e inocentes hijas, para contarnos cuentos verdes que la decencia y la moral de todos los tiempos reprueban y condenan, digan lo que digan esos espíritus superficiales encenagados en la crápula. Los pueblos no pueden vivir sin moral y sin religión, y ¡ay de aquellos que las olvidan o menosprecian! Roma cayó por sus vicios, como Nínive, Venecia, Palmira y Napoleón I.
A nosotros nunca nos engañó el doctor Baranda. Al través de su fisonomía dulce escondía un alma doble y pequeña. El hombre que sostenía que el cerebro humano es una máquina; que no hay responsabilidad moral -y ahí está el ilustre doctor Zapote que puede testificarlo-, no podía haber obrado de otro modo. El árbol se conoce por sus frutos...»
Don Olimpio felicitó al libelista que se pavoneaba en e sos días por el Camellón, borracho, con los pantalones caídos, sin corbata ni chaleco, y el casco embutido hasta el cogote. Zapote publicó a su vez en La Tenaza otro artículo no menos declamatorio y ofensivo.
Se trató de elevar al gobierno francés, por iniciativa de don Olimpio, una instancia o cosa así escrita en un francés patibulario por un marsellés, expulsado de todas partes por anarquista, y firmada por todos los vecinos, a fin de que entregase a Baranda los tribunales «de la república hispano-latina».
Zapote les llamó la atención sobre lo descabellado y ridículo de pretensión semejante.
En la farmacia, en el parque, en los cafés, en todas partes se formaban corros que discutían a gritos, con vehemencia tropical, la conducta infame del doctor. Algunos de esos altercados, verdaderas justas oratorias, acababan en palos, y todos en borrachera.
-¡Sí, ha sido un canalla! -voceaba el dueño del Café Cosmopolita, repitiendo los argumentos de Petronio-. ¡Ha faltado a los deberes de la hospitalidad, a la decencia, a la moral!
-Canalla ¿por qué? -objetaba un parroquiano escéptico-. Después de todo, ¿quién es Alicia? Además, caballeros, en un país como el nuestro donde las madres venden a sus hijas al mejor postor, no hay derecho para alarmarse por tan poca cosa. Con un catre, una máquina de coser y un techo de paja, ¡no hay virgo que resista entre nosotros!
-¡Eso es mentira!
-¿Mentira? No nos hagamos los pudibundos. ¿Quién de nosotros, casado o soltero, no tiene por ahí un chorro de hijos naturales? No me refiero a las señoras, a las damas, que suelen ser virtuosas porque no las queda otro remedio. Todos en Ganga nos conocemos y espiamos.
-¡No calumnies a Ganga! -gruñía Garibaldi-. Y en París y en Londres, ¿no pasa lo mismo? ¿No hay allí trata de blancas? La sociedad es igual en todas partes.
-Sí, pero en Europa se persigue y castiga al traficante de carne humana, al paso que aquí... ¿Cuántas indias y negras de esas que venden a sus hijas están en la cárcel? Yo no sé de ninguna...
Las señoras, a su vez, comentaban por lo bajo el suceso.
-¿Qué te parece, hija mía? -murmuraba misia Tecla-. ¿Habrá sinvelgüensa?
-Y la peladita no era fea. ¡Tenía unos ojos! Nadie lo hubiera creído.
-No, y lo que es el doctor, tampoco era feo. ¡Qué simpático! ¿Verdad?
Y cada una envidiaba interiormente a Alicia, no pudiendo menos de admirar su audacia. Este sentimiento era acaso el único real que latía en el fondo de todo aquel barullo.
-Es verdad. ¡Quién lo hubiera creído! Si parecía que no rompía un plato...
-Mi hija -agregaba misia Tecla- ¡es india!
Don Olimpio rumiaba en silencio la carta que Alicia, momentos antes de partir, le había escrito, por mano de Plutarco, diciéndole por qué les abandonaba. Aspiraba a una vida mejor, y la posición social que Baranda la ofrecía no era para desdeñarla. Rumiaba a la vez su despecho de lujurioso burlado. Y cerrando los ojos la veía con el pelo suelto, meneando las caderas, tembloroso el pecho, fresca la boca, pasar junto a él siempre desdeñosa y altiva.
Entristecido, casi lloroso, iba a su cuarto donde todo estaba lo mismo, y allí permanecía largo rato, mirando a la cama vacía que aún conservaba el olor de su cuerpo... ¿En qué pensaba? No pensaba, sentía.
La Cuaresma se venía encima. Misia Tecla bordaba un manto para la Virgen de los Dolores y las beatas no se daban punto de reposo, metidas a toda hora en la sacristía, ayudando a los curas y monaguillos a limpiar la iglesia y guarnecer las imágenes. En un rincón de la Catedral colgaban de la pared piececitos, narices, piernas, manos y ombligos de cera, mechones de pasa cerdosa, alpargatas y estampas de santos.
Todo esto servía como de marco a un San José desmedrado y amarillento, que temblaba en una urna de cristal a la luz polvorienta de varias lamparillas de aceite.
Desde muy temprano el clamor de las campanas alternaba con el estrépito de las charangas que recorrían las calles bajo un sol de justicia. Todo ardía entre espesas oleadas de polvo.
Detrás de los soldados, indios y cholos canijos que marchaban en pintoresco desorden, agobiados por el peso de los máusers, de los morriones y las mochilas y por la saña canicular, iba una legión de pillos, medio en porreta, armados de palos de escoba y tocando en latas de petróleo.
El orgullo de Ganga era el ejército, el cual, según don Olimpio, podía rivalizar con los mejores de Europa en punto de valor, disciplina y equipo. El uniforme no podía ser más adecuado al clima. Vestían como los soldados rusos.
Don Olimpio iba a la cabeza del batallón, sable en mano, caballero en reluciente mulo. Su aspecto tenía de todo, menos de marcial.
La ciudad entera se echó a la calle ese día. Las negras, escotadas, con pañuelos de yerbas en la cabeza y en el cuello, y quitasoles rojos y verdes en las manos, se preguntaban de una acera a otra, gritando, por su salud y la de sus familias. Por algunas aceras se alargaban, como cordones de ovejas blancas, anémicas jovencitas que acababan de hacer la primera comunión. Negros gigantescos, vestidos como verdugos inquisitoriales, con el capuchón caído sobre la nuca, pasaban de prisa con gruesos cirios apagados en las manos. Eran los sayones o nazarenos, quienes habían de pasear en andas las imágenes por la ciudad. De pronto reventaba en pleno arroyo, con susto del transeúnte, un racimo de cohetes o caían del cielo, disueltos en lágrimas multicoloras, voladores con dinamita.
Los perros ladraban o fornicaban entre las piernas de la muchedumbre, sin el menor respeto a la solemnidad del día.
Al salir de la iglesia la procesión, se armó el gran remolino: palos, carreras, llantos y quejidos. ¿Qué ocurría?
Que el populacho intentó despachar al otro barrio al anarquista marsellés por no haberse quitado el sombrero al paso de la Virgen. El más furioso de todos era un negro.
-Sí, que se lo lleven a la cáice, po hereje. ¡Sinvegüensa! ¿Po qué no se quitó e sombrero cuando pasó la santísima Vingen?
Hubo mujeres desmayadas, cabezas rotas y hurtos de relojes y carteras.
La policía tuvo que arrancar a viva fuerza de las garras de aquellos salvajes borrachos al marsellés que gritaba colérico: Tas de cochons!
A un lado y otro de los ídolos de palo se extendían hileras de negras y mulatas viejas con hachones que movían sus lenguas rubicundas. Petronio, Garibaldi, Zapote y Portocarrero, llevaban los cordones de la Virgen, cuya corona de laca con lentejuelas azules y amarillas temblaba rítmicamente a compás del paso de los sayones. Todo el mundo se descubrió, poniéndose de rodillas con fanatismo búdico. Los chiquillos se trepaban a los árboles, a las ventanas y a los faroles para ver bien el cortejo. Curas panzudos y hepáticos, de fisonomía mongólica, iban a la cabeza hisopeando al gentío y gruñendo latines. Las campanas volteaban sin descanso los cohetes estallaban horrísonos, los perros ladraban y la charanga tocaba pasillos y danzones.
Del abigarrado oleaje popular se exhalaba un olor acre a ginebra, a ganado lanar y agua de Florida.
De súbito se oyó un grito desgarrador, como de un cerdo a quien degüellan. Era el negro de marras a quien el marsellés acababa de dar una puñalada.
Las imágenes se quedaron abandonadas en medio de la calle. Los curas huyeron; las puertas se cerraron brusca y estrepitosamente. Los soldados repartían culatazos a diestro y siniestro sobre la multitud que corría atropellándose, maldiciendo y quejándose, poseída de un miedo contagioso. Muchos, que habían subido a las ventanas y los faroles, recibían a patada limpia a los que agarrándose a sus piernas querían trepar también. A una mulata la habían desgarrado el corpiño y mostraba el torso desnudo. Una chinita, a quien su madre llevaba en vilo, se había prendido, como un cangrejo, de las pasas de una negra. Dando alaridos rodaba por el suelo, bajo los pies de los que huían, un amasijo de niños y viejas.
Por una de las bocacalles desaguaba un torrente oscuro agitando los brazos y retorciéndose como los posesos de un grabado de Hondius.
Al través del lenguaje mímico de aquellos ojos abiertos, de aquellas bocas contraídas y de aquellas manos crispadas, se leía el efecto mecánico de un miedo invencible. Las caras menos expresivas eran las de los indios, y las más grotescas las de los negros.
Don Olimpio, empujado y envuelto por la marea humana, subido al atrio de la catedral, se metió a medias en el templo, a imitación del Raimundo Lulio, de Núñez de Arce.
En la noche propincua, las nubes de polvo caliente y asfixiante, agujereadas por las luces rojizas de los cohetes y las bengalas, fingían un incendio entre cuyas llamas se debatían gritando centenares de víctimas.