​A Roma​ de José Zorrilla
del tomo tercero de las Poesías.

Aun niño, me contaron
Un no sé qué de césares y reyes,
De alcázares que alzaron,
De imperios que asolaron
Para escribir con sus escombros leyes.

Y yo me imaginaba,
Allá en mi débil pensamiento loco,
Cuando en Roma pensaba,
Que cuanto grande hallaba
Para fingirlo en Roma, era bien poco.

Palacios imperiales,
Circos y templos, acueductos, fuentes,
Trofeos colosales,
Obeliscos triunfales,
Termas, jardines, pórticos y puentes;

Perfumes, y oro, y ruido,
Y sabios, y vestales, y guerreros,
Soñé desvanecido;
Y todo confundido,
Como los días de mi edad primeros.

¡Pobre niño ambicioso!
No contó con las sordas tempestades
Del tiempo proceloso,
Que arrebata impetuoso
Reyes, palacios, gentes y ciudades.

Y ciego y exhalado,
A impulso de mi joven fantasía,
Voló desatentado
A ver lo atesorado,
Lo que pensaba yo que no moría.

Tras ese haz de despojos
Que al ancho Tíber las espaldas doma,
Me prosterné de hinojos,
Para tornar los ojos
A sorprender la eternidad de Roma.

Y ahí encontró tendida
Esa Roma, terror de las naciones,
Desplomada y hundida;
Ramera embrutecida,
Hija de lobos, madre de Nerones.

Leona agonizante,
Que rabiosos los tigres dividieron,
Y a su raza triunfante,
La presa palpitante
De sus cachorros en venganza dieron.

Púrpura del tirano
Que dio su vida en prenda de mil muertes,
Y el esclavo villano,
Con insolente mano,
Echó sobre ella y sobre el trono suertes.

¿Qué se hicieron, señora,
Tus severos y nobles senadores?
Tu gente vencedora,
¿En dónde oculta ahora
El sitial de tus libres dictadores?

¿Dó están los ciudadanos
Que nacían señores de la tierra,
Vasallos soberanos,
Cuyas potentes manos
Daban al universo paz o guerra?

¿Dó están esas legiones
Que a su placer la púrpura ofrecían,
Y por altas razones,
A las otras naciones
Enviaban nuevo rey cuando querían?

¿Dó están esos valientes
A quien seguían miles de soldados
A avasallar las gentes,
Arrastrando insolentes
Los vintos reyes a su triunfo atados?

¿Dó está, Roma caída,
Aquella multitud que iba serena
A tus circos, servida
Con ver cómo la vida
Jugaban sus esclavos en la arena?

¡Tú sola te perdiste!
¡Tú sola ¡oh Roma! tu grandeza hollaste,
Pues la prez que te diste
Velarte no supiste,
Y tu seno con crímenes manchaste!

Porque diste humillada
A un César un puñal y una corona,
Su raza entronizada
En tu cerviz hollada,
Por eso cantos de furor entona.

Por eso en sus salones
Tus matronas tomó por concubinas;,
Por eso a sus legiones,
Con tan torpes lecciones,
Hizo a Roma poblar de Mesalinas.

Y en su embriaguez y hartura,
Contando como perros sus vasallos,
Quisiera en su locura
Esa progenie impura,
Palacios levantar a sus caballos.

Y por eso, de flores
Coronada la sien, iban beodos
Esos emperadores,
Los crímenes mayores
A presenciar, para saberlos todos.

Por eso ardías, Roma,
Mientras Nerón al resplandor cantaba;
Y al par que se desploma
Tu grandeza, el aroma
Del humo ardiente tu señor gozaba.

Por eso en tus hogueras
Morían inocentes los cristianos,
Y tus legiones fieras,
En dobladas hileras,
Apoyaron la ley de tus tiranos.

Por eso del Oriente,
Tras el pendón del Redentor divino,
Bravo tropel de gente
Vino, y clavó en tu frente
El Lábaro triunfal de Constantino.

Y por eso más tarde,
Tu hora fatal atentos esperaban
¡Y ansiando que no tarde!
Los que en vejez cobarde
Del desierto al lindel te contemplaban

El desierto dejaron
Los que tu fértil, opulento y rico
Imperio devastaron;
Y en sangre se bañaron
Las formidables hordas de Alarico.

Del desierto vinieron
Los hijos de esa raza que aniquila
Cuanta pompa en ti vieron;
Y tus muros se hundieron
Bajo el caballo del sangriento Atila.

«¡Sangre! ¡Exterminio! ¡Fuego!
»¡Cebaos ahí en carne de villanos!»,
Gritaba, de ira ciego.
«¡Que no se encuentre luego
»Uno con libertad de esos romanos!

»Sangre a beber vinimos.
»¡Hartaos de sangre, mis sedientos perros!
»¡Doquiera que estuvimos,
»Que muestre que vencimos
»La marca funeral de nuestros hierros!

»¡Sangre! ¡Exterminio! ¡Fuego!
»¡Sangre, lebreles! Si sus dioses hallo
»Y hasta su templo llego,
»Venid a verlos luego
»Atados por los pies a mi caballo.»

Y así Atila clamando,
Giró en carrera rápida y violenta,
Sus tigres azuzando,
La ancha espada mostrando
Hasta el torcido gavilán sangrienta.

¡Fiesta horrible, espantosa;
Festín de sangre en tu recinto dieron!
¡Oh Roma poderosa!
La sangre generosa
De tus hijos, los bárbaros bebieron.

La compasiva luna
Requirió los cendales enlutados
De la sombra oportuna,
Por no ver tu fortuna
Hecha presa y botín de sus soldados.

¿Qué te quedó aquel día
¡Oh Roma! de tu espléndida grandeza?
¿Quién lloró tu agonía?
¿Quién, como tú, gemía,
Sosteniendo en sus brazos tu cabeza?

¡Otra amorosa gente,
Víctima del furor de tus tiranos,
Enjugó diligente
El sudor, de tu frente
Con maternales y dolientes manos!

Otra raza más pura,
En vez de tus Penates y tus Lares,
Te prestó en tu amargura
Otro Dios de ventura,
Otro templo mejor y otros altares.

Mas tú, infame ramera,
Por el antiguo vicio ya estragada,
A tu maldad primera
Volvistes altanera,
Tal vez sin fuerzas, pero no cansada.

Y tornaron más fieros,
Con leyes de piedad, otros Nerones,
Que lobos carniceros,
Con pieles de corderos.
Volvieron a dar sangre a las naciones.

Y tornaron, profanas,
-A levantarse torpes cuncubinas
Tus bellezas livianas,
Tornaron las romanas
A aprender el papel de Mesalinas.

Y tornaron ladinos,
En lugar de tus monstruos imperiales,
Otros reyes dañinos
En faz de peregrinos,
Ornados de capelos y sayales.

¡Tuya es la culpa ¡oh Roma!
Tuya es la culpa y de tu suelo ardiente
Si te hundió tu carcoma,
Del rojo sol que asoma
Por ese azul y voluptuoso Oriente!

Culpa es de esos jardines
Que brotan fuentes, y árboles, y flores,
Y toldos de jazmines,
Que inspiran los festines
Y el vértigo carnal de los amores.

Ciudad de las ciudades,
Aguila vieja, cuya frente hollaron
Las negras tempestades
En que tus mil edades
Sobre tu cana frente reventaron.

¡Adiós, con tus señores!
Y ¡guay! que mientras tú duermes tranquila,
No tornen vencedores
Los tigres vengadores
De las legiones del sangriento Atila.

¡Guay, no vuelva azuzando
Sus tigres de su cólera violenta,
Sin compasión clamando,
La ancha espada mostrando
Hasta el torcido gavilán sangrienta!

«¡Sangre! ¡Exterminio! ¡Fuego!
»¡Sangre, lebreles! Si sus dioses hallo
»Y hasta en templo llego,
»Venid a verlos luego
»Atados por los pies a mi caballo.»