XXIII

Serían las diez cuando sonaron golpes en la puerta de la casa, semejantes a los que turbaron su reposo una noche del mes de febrero de 1821. Monsalud, separándose de Soledad, a quien había colocado en las habitaciones de Naranjo, salió a abrir. En el marco de la puerta, a la luz de una linterna que ellos mismos traían, destacáronse varios hombres que terminaban por lo alto en morriones y bayonetas. Al frente de ellos venía D. Patricio Sarmiento desplegando en toda su longitud el escueto cuerpo, y radiante de orgullo.

-Con permiso -dijo entrando-. ¡Ah! está aquí el Sr. D. Salvador. ¿Es que se nos ha anticipado para sorprender a la pillería?

-¿Qué buscan ustedes aquí -preguntó Monsalud de muy mal talante?

Sarmiento sacó un papel y acercando la linterna leyó:

«El Excmo. Ayuntamiento... etc... Hace saber: Que muchos guardias han quedado ocultos en las casas o quizás estos miserables han hallado un asilo compasivo en la generosidad de los mismos a quienes venían a asesinar...». En resumidas cuentas, Sr. Monsalud, ya conoce usted el bando de hoy. Muchos esclavos se han escondido en las casas, y nosotros venimos a ver si está aquí el alférez de guardias D. Anatolio Gordón... En cuanto al Sr. Naranjo y al Sr. Gil también tenemos orden de llevárnoslos, chilindrón, porque hoy se ha acabado el imperio de la canalla, y ya se puede decir a boca llena, para que tiemble el infierno: ¡Viva la Constitución!

D. Patricio lo dijo con toda la fuerza de sus pulmones, y repitiéronlo del mismo modo sus compañeros.

-Silencio, animales -dijo Salvador-. Hay un muerto en la casa.

-Sí, sí -gruñó Sarmiento con la risa estúpida del hombre ebrio-. Tal es su sistema. El despotismo conspira para asesinarnos; pero cuando se ve cogido y vencido, se hace el muerto. Lo mismo pasa allí.

-¿En dónde?

-En la casa grande. ¿Conque un muerto?

-Sí, el Sr. Gil de la Cuadra ha fallecido.

-¿Y Naranjo? -preguntó Sarmiento con vivísimo interés-. ¿Ha espichado también?

-Ha huido.

-A mí con esas... Registraremos la casa. Si tropezáramos con D. Víctor Sáez o con otro pajarraco gordo, ¡qué gloria, muchachos, qué gloria para nosotros!

Pero sus pesquisas no les dieron la satisfacción de prender a nadie, y cuando el bravo don Patricio salía iba diciendo:

-Bien muerto está; ¡por vida de la chilindraina! A fe que no se ha perdido nada... Vámonos de aquí que esto da tristeza, y hoy es día de felicidad... ¡Viva la...!

Salvador le tapó la boca, y empujándole violentamente le echó fuera de la casa. Los demás habían salido antes.