XXII

En la noche de aquel día, todo estaba en sosiego, y la plenitud del triunfo aseguraba a los milicianos y a la tropa largo y reparador descanso. La mayor parte, seguros de que los guardias dispersos no habían de volver, no pensaba ya más que en los preparativos para el Te Deum que debía cantarse al siguiente día en la Plaza Mayor.

Solita salió de su casa por tercera vez, al fin con fortuna, porque cerca de anochecido pudo encontrar ya libre de servicio a su protector y amigo, el cual la siguió con vivos deseos de servirla.

Entraron en la casa. Ni uno ni otro hablaban nada. Al llegar arriba, Monsalud dijo:

-¿Has mandado buscar un médico?

-Ha venido esta tarde y ha dado pocas esperanzas.

-¿Recetó algo?

-Que siguiera en la cama; que no le molestáramos con medicinas; que se le dejara tranquilo. Eso quiere decir que la ciencia es inútil... Si al menos pudiera pasar en calma sus últimas horas... Pero acabadas las batallas vendrán a prenderle, porque esa gente de la policía no se olvida de su oficio. Serán tan malos, que le llevarán en una camilla a la cárcel... Estando tú aquí, ¿no lo podrás impedirlo?

Salvador no respondía. Penetraron en la salita que precedía a la alcoba del enfermo, y apareció entonces D.ª Rosa, con aquella cara de Pascua y aquella bendita sonrisa que conservaba aun en los momentos de mayor apuro. Soledad entró a ver a su padre, acercándose al lecho muy despacito para no hacer ruido, y al poco rato salió:

-¿Ha venido alguien? -preguntó a la vieja.

-Sí, hija mía, hemos tenido visita: hace un momento acaba de salir.

-¿Quién?

-Una señora -dijo en voz baja D.ª Rosa, haciendo extraordinarios aspavientos con las flacas manos-. Una señora muy linda.

Salvador y Soledad prestaron gran atención.

-¿Y qué buscaba?

-Venía muy sofocada... Preguntó por el Sr. Naranjo. Cuando le dije que se había marchado no lo quería creer. ¡Qué afán traía la señora!... Pues nada; empeñábase en que el señor Naranjo estaba escondido por miedo a los tiros... «Entre usted, señora, y registre la casa toda» le dije... Virgen Madre, ¡qué entrecejo ponía! Estaba furiosa la madama, y cuando se convenció de que había sido chasqueada, daba unas pataditas en el suelo...

-¿Y no dijo más? -preguntó Monsalud con muy vivo interés.

-Me preguntó que dónde tenía sus papeles el Sr. Naranjo... ¡Yo qué demonches sé!... Ya me iba amostazando la tal señora... También hablaba sola, y decía como los cómicos en el teatro: «¡Cobardes, traidores!».

-¿Era hermosa? -preguntó Sola.

-Como el sol.

-¿Y rubia? -preguntó Salvador.

-Rubia, con unos ojos de cielo, como los míos ¡ay! cuando tenía quince años.

-¿Y vino sola?

-Subió sola; pero me parece que abajo la esperaban dos hombres... ¡Ah! ya me acuerdo de otra cosa. Me preguntó por D. Víctor, si había venido D. Víctor... ¡Yo qué diantre sé de D. Víctor! Creo que es aquel clerigón gordo... Después de marearme bastante, registró todo lo que había en el cuarto del señor Naranjo; pero no debió de encontrar lo que buscaba, porque seguía dando pataditas y diciendo entre dientes: «¡Ese cobarde nos va a comprometer!».

-¿Y no entró aquí?

-También entró y vio al enfermo; pero no tenía trazas de interesarse por él -dijo doña Rosa-. Yo no me pude contener al fin, porque mi genio es muy quisquilloso, y le dije: «Señora, hágame usted el favor de no ser tan entrometida y márchese de aquí, que no nos hacen falta visitas».

-¡Bien dicho! -afirmó Soledad-. Yo la hubiera puesto en la calle desde que llegó.

-¿No dijo su nombre? -preguntó Monsalud.

-¿Qué había de decir?

-¿Sospechas tú quién puede ser? -preguntó Soledad a su hermano.

-No -repuso este secamente, mirando al suelo.

D.ª Rosa, observando la familiaridad con que ambos jóvenes se trataban, no volvía de su asombro, pues no conocía pariente ni deudo alguno de los Gil de la Cuadra, ni jamás vio entrar en la casa al hombre en aquellos instantes presente.

-Este caballero -dijo con sorna-, será médico o cirujano.

Ni Monsalud ni Sola le respondieron. Ambos tenían el pensamiento en otra parte, quizás en una misma parte los dos.

-¿Y qué se dice por ahí? -preguntó la vieja-. ¿Es cierto que los guardias han sido acuchillados en el camino de Alcorcón, y que no queda uno para un remedio?

Tampoco recibió contestación.

-Pues la de hoy ha sido estupenda -continuó, resuelta a sostener el diálogo consigo misma-. Parece que han muerto más de trescientos hombres. Algunos guardias en su fuga parece que de un salto se han puesto en Arganda... ¿Es cierto que les cogieron la bandera coronela? El Señor nos tenga de su mano... ¿Pero este caballero, no entra a ver al enfermo? Yo creo que si se le diera una sopa de vino... porque esto no es más que debilidad, debilidad pura.

Monsalud miraba al suelo como si estuviera leyendo en él un escrito de suma importancia. Indiferente a todo, menos a un solo pensamiento, alzó por fin los ojos, y poniéndolos en el acartonado semblante de la anciana, habló así:

-¿Cuánto tiempo hace que salió?

-¿Quién?

-Esa señora.

-¡Ah! Ya no me acordaba de ella. Hará poco más de media hora que salió.

El joven se levantó maquinalmente.

-¿Te vas? -le preguntó Soledad fijando en él sus ojos llenos de lágrimas.

-No... no me voy -repuso Salvador volviendo en sí-... Me he levantado no sé por qué... pero ya ves, me vuelvo a sentar.

Así lo hizo. En el mismo momento dejose oír la voz de D. Urbano que gritaba:

-¡Anatolio, Anatolio!

Soledad corrió a la alcoba.

-Ha llegado, ha llegado ya -exclamó el anciano con voz a que daba fuerza y claridad el delirio-. ¡Ven acá, ven a mis brazos, querido hijo!

Solita procuró tranquilizarle; pero en vano. Gil de la Cuadra sacudía las ropas de su lecho, se incorporaba, extendía los descarnados brazos buscando una sombra.

-¿Por qué no traes luz? -dijo pasándose las manos por los ojos.

En el mismo instante D.ª Rosa entraba en la alcoba con la lámpara.

-¡Luz, más luz! -repitió el anciano-. No veo nada.

-¿No la ve usted?... Es que duerme. Mejor; a dormir, padre, que es muy tarde.

-Te digo que no veo nada -prosiguió Gil de la Cuadra, revolviendo los sanguinosos globos de sus ojos y palpando con las flacas manos en el aire-... ¡Ah! sí, ya veo algo; pero sombras, unos negros bultos que van y vienen. ¿No está ahí Anatolio?

Soledad vaciló un momento en contestar. En el mismo momento Salvador penetró en la habitación, situándose a los pies de la cama.

-Anatolio, querido Anatolio -gimió el viejo llorando-, ya te veo... eres tú. ¡Cuánto, cuánto has tardado, hijo de mi corazón!

Como si estas palabras agotaran en un segundo todas las fuerzas de su cuerpo y de su espíritu, cayó hacia atrás, extendiendo los brazos, cual masas inertes, sobre el lecho. Continuaba con los ojos abiertos, y entre dientes murmuraba algo que no pudo ser oído. Atentos todos a su agonía, apenas respiraban.

Gil de la Cuadra pronunció con voz entera estas palabras:

-¡Gracias a Dios que estáis casados! Hija mía, abraza a tu esposo.

Salvador hizo, mirando a su hermana, un gesto que quería decir: -Consintamos en un engaño, que hará feliz su última hora.

-Anatolio, hijo mío -añadió el enfermo con voz más débil-, abraza a tu esposa.

Soledad y Monsalud se abrazaron.

-Más fuerte, abrázala más fuerte, con la efusión de un verdadero cariño.

Salvador, ante tan extraña escena, sentía su corazón traspasado por el dolor. Avivose en él, tomando mayor fuerza, el gran cariño fraternal que a la infeliz muchacha profesaba, y la estrechó entre sus brazos, viendo en ella, más que una mujer, un débil y hermoso niño desvalido. Su pecho se humedecía con el raudal de las lágrimas de ella, y oprimiéndole dulcemente la cabeza, le dio cariñosos besos en la frente y en el pelo.

-Así, así, así -murmuró Gil oyendo el rumor de los besos.

Después se aletargó un instante.

Monsalud, sintiéndose menos fuerte que su emoción, salió de la alcoba con los ojos húmedos.

-Dejémosle reposar ahora -dijo en voz alta.

Aquellas palabras llegaron a los oídos del enfermo, que sacudiéndose vivamente abrió los ojos y alzó la cabeza.

-¿Qué voz es esa?... -exclamó con sobresalto y azoradamente-. Sola, Anatolio... yo he oído una voz...

-No hay nadie... ¡Padre, por Dios!... -gritó Soledad abrazándole.

Pero más furioso Gil pugnaba por incorporarse, gritando:

-¡Anatolio, mátale, mátale!

-¿A quién?... ¡Padre, por Dios, no se debe matar a nadie!

-He oído su voz... Está aquí.

Soledad sintió en su mente una inspiración divina. Arrodillada junto al lecho, tomó las manos del viejo, y estrechándolas con fuerza convulsiva, exclamó así:

-Padre, perdónale.

Gil de la Cuadra movió la cabeza a un lado y otro. Después dijo con voz ronca:

-No, no.

Hubo otra pausa. El mismo enfermo, cuyo febril espíritu luchaba con la miserable carne que lo expelía sacudiéndose, fue quien rompió de nuevo el silencio. Su voz denotaba ahora serenidad y gozo al decir:

-¡He delirado, hija mía!... Sin duda tengo calentura. ¡Pero qué cosa tan rara! Ahora no veo nada, absolutamente nada. Me figuraba oír una voz... ¿En dónde está Anatolio, mi querido hijo y tu esposo?

Salvador volvió a entrar. Gil de la Cuadra, por la dirección de sus ojos, demostraba no ver nada.

-Hija, hijo... ¿dónde estáis? -continuó el anciano, mezclando con las palabras blandos quejidos-. Siento una cosa extraña en el corazón... No es dolor, no es punzada... es una cosa que se va, que se desvanece... ¡ay! adiós. Abrazadme los dos.

Soledad le abrazó por un lado del lecho. Salvador por el otro.

-¡Ah! ¡qué feliz soy! -murmuró Gil-. Estáis unidos para siempre; sois marido y mujer. ¡Bendito sea Dios!... Muero contento... sois dichosos. Abrazadme más fuerte, pero más fuerte... Bendito sea Dios.

Salvador sintió que el cuerpo que tenía entre sus brazos perdía su elasticidad y pesaba, pesaba cada vez más. Dilatáronse las extremidades y la cabeza cayó hacia atrás, como si la guillotina la separase del tronco. Cesó la respiración, como un reloj que se para, y al semblante del anciano infeliz, sustituyó una máscara tranquila e imponente, y a la expresión de dolor, una gravedad ceñuda, detrás de la cual, donde antes moraba el pensamiento, no había ya nada, absolutamente nada. Al observar esto trató de apartar de allí a su pobre hermana que era ya huérfana.