17.- Se describe cuanto sucedió en Lisboa, Évora y Villa Viçosa y, después, en el reino de Castilla, en Toledo y en Mantua Carpetana (o Madrid).
León: Nos describiste anoche tan bien la belleza de Lisboa que, ya estuviera despierto o dormido, me parecía verla con mis propios ojos. Pero continúa hablando y no temas por el hastío de los oyentes, sino que ten por segura y cierta su avidez por escuchar más.
Miguel: No hay nada que tema menos que vuestra saciedad, pero dificulta y obstaculiza mis palabras la magnitud de lo que relato y mi poca habilidad hablando. Con todo, me gustaría añadir algún otro detalle sobre la comarca de Lisboa, que es tan salubre y genera con tanta fertilidad todos los productos necesarios para vivir que no queda por detrás de ninguno de los lugares más agradables y fértiles de Europa. Se puede conjeturar cuán grande es la variedad de cultivos a partir de este sorprendente hecho: en un solo terreno se descubrieron 76 variedades distintas de peras, tal y como se consignó en un libro muy fiable.
Así pues, en esta comarca de Lisboa hay tantas y notables villas que apenas podrían contarse. El contorno de esta comarca abarca treinta ligas [unos 66 km], en la cual se encuentran muchísimas ciudades y castillos que pertenecen a la jurisdicción de Lisboa, pero lo ennoblece particularmente que en algunos lugares los reyes portugueses quisieron tener un lugar que sirviera para aliviar sus cuitas y tener un lugar para complacer sus deseos y gustos. De estos, los más conocidos son las ciudades de Almeirim, Penha Longa y Sintra, en las que se pueden contemplar con admiración magníficos palacios, cotos de caza de cualquier clase de animal, aviarios repletos de infinitos pájaros, estanques que rebosan de innumerables peces, abundantes manantiales perennes de aguas frías y toda clase de elementos que provocan placer. Sin embargo, tengo intención de repartir la descripción de estos destacados elementos, que abundan en toda Europa, entre muchos reinos y provincias: por esto, considérese que más o menos ya he dicho todo lo que quería decir de estas destacadas villas dedicadas al placer rústico. Quiero resumir, sin omitir nada, la magnificencia del resto a partir de un solo lugar de todos los del mismo tipo.
Lino: Actúas con prudencia, Miguel, pues deseas satisfacer adecuadamente a todos pero evitar su envidia. Ahora esperamos escuchar lo que hicisteis en Lisboa.
Miguel: Antes dije que se nos acercó el ilustrísimo cardenal Alberto, que en nombre del rey Felipe administra Portugual y todo cuanto queda bajo su jurisdicción. Ahora escuchad con qué benevolencia nos recibió. Este ilustrísimo cardenal es hijo del emperador Maximiliano y hermano de Rodolfo, que todavía vive; es sobrino, por parte de su hermana, de Felipe, rey de toda España, que lo puso al frente de toda la administración portuguesa, todavía joven, merced a su admirable prudencia y otras virtudes y dones de la naturaleza. Así, este príncipe, aunque goza de tal nobleza e importancia en temas sagrados y profanos, nos recibió con enorme bondad y elegancia, como era propio de alguien como él: aunque lleva el timón de todo Portugal y suele usar el mismo boato y aparato que antaño usaban los reyes portugueses, fue tan amable y bondadoso con nosotros que, las tres veces que lo vimos en el espacio de casi un mes que estuvimos en Portugal, siempre conversó con nosotros con gran bondad y no permitió que besáramos su mano sagrada, una costumbre y ritual de respeto que observan todos los reyes y nobles. Y no solo nos mostró su cariño, sino que, entre otras cosas, también nos ordenó una y otra vez que nos acomodáramos en su coche, en el que suele ser transportado por la ciudad y con el que nos llevaron a recorrer los lugares famosos de Lisboa. Tanto él como el resto de señores europeos nos acogieron de tal manera que fácilmente demostraron el amor que sienten hacia nuestra gente.
Lino: ¿Los europeos sienten amor por nuestra gente? ¡Pero si yo pensaba que ellos apenas tenían noticias de que existíamos!
Miguel: Te equivocarías totalmente, mi querido Lino: cualquiera que pienses que es disposición que sienten los padres de la Compañía sobre nosotros, esa misma es la que debes pensar que han despertado los padres por parte de los europeos hacia nosotros con las cartas que frecuentemente les han enviado. Con esas cartas, ciertamente, han alabado a nuestro pueblo y nuestros modales y han ensalzado tanto nuestra habilidad militar y, especialmente, nuestra admirable propensión a la fe cristiana que, aunque vivamos tan separados de unos europeos a los que nunca hemos visto, nos tienen en alta estima.
León: Eso que acabas de decir nos agrada y vigoriza especialmente. Como pensábamos que los padres de la Compañía que vivían entre nosotros no entendían del todo bien nuestras costumbres, creíamos que, con las cartas que enviaban a Europa, podríamos ofender antes que agradar a los europeos; por contra, tú afirmas que la situación es todo lo contrario.
Mancio: Es tal cual ha afirmado Miguel: los padres de la Compañía adoptan con nosotros el papel de progenitores y maestros; cada vez que hablan con nosotros, preocupados por nuestro bien, critican nuestras costumbres señalando que son erróneas, que no son adecuadas para la vida en comunidad y se enfrentan a la ley divina y la luz de la naturaleza, y las persiguen, cuanto pueden, con sus palabras. Pero cuando envían cartas a los europeos sobre Japón, no olvidan su amor paterno y les relatan los dones de la naturaleza y del trabajo que hay en nosotros de una forma tal que casi se callan y ocultan nuestros defectos. Por esto sucede que, una vez que llegaron esas cartas a Europa, no sufrimos ninguna deshonra sino más bien abundaron las más altas alabanzas y reconocimiento.
Martín: Desde luego, a partir de los conocimientos que sobre nuestras costumbres habían llegado a Europa supimos que los padres de la Compañía sienten un gran amor por nosotros, por el que alaban nuestra forma de ser hasta tal punto que le añaden un brillo y esplendor mayores de los que tiene: esto puede deducirse por el renombre que tienen en toda Europa nuestros nobles. De hecho, las hazañas tanto en tiempos de guerra como de paz de Nobunaga han aumentado tanto de tamaño entre los europeos que ningún hombre de nuestra nación podría anunciarlas en público.
Julián: ¿Y qué se puede decir de fama y prestigio de Quambaquundono, el cual no podría haber encontrado a unos heraldos y trompeteros mejores para sus méritos que los padres de la Compañía, gracias a cuyas cartas tiene una fama no menor que la de los límites del curso del Sol? Si aquel lo supiera, sin duda que colmaría a los padres con muchos regalos y dádivas antes que aceptar de buena gana los falsos rumores que han esparcido hombres malvados.
Miguel: Mis amigos se han explicado muy bien: en efecto, por la propia situación y por las acciones de los europeos y especialmente de los padres, hemos sentido algo similar a un amor paternal. Con todo, para seguir con el hilo propuesto, los padres de la casa de profesores de Lisboa se acercaron a recibirnos nada más bajamos del barco, como si acogieran a unos queridísimos hijos que vuelven, tras una larga espera, sanos y salvos de los peligrosos azares de la mar. Así, permanecimos 25 días en Lisboa; nos habríamos quedado mucho más allí si no fuera porque nuestras tareas nos incitaban a visitar al rey y a besar los sagradísimos pies del sumo pontífice Gregorio XIII. Por tanto, tras pedir la venia del cardenal Alberto y despedirnos de los padres, tomamos el camino hacia Roma el 5 de septiembre acompañados de nuestro preceptor, el padre Jacobo Mezquita (el padre Noño Rodrigo se había adelantado para cumplir con unos quehaceres), y por este mismo camino nos entrevistaríamos con el rey de Hispania, Felipe, que residía en Madrid. Quiso acompañarnos el dirigente de la Compañía de Jesús en Portugal hasta los límites del país, el reverendo padre Sebastián Morales, al cual después consagraron obispo de Japón y que he comentado previamente que murió en ruta de camino a la India.
Cruzamos, pues, el río Tajo, cuya orilla más lejana, a la que fuimos transportados, dista tres ligas de la ciudad, y viajamos unos pocos días más a través de la provincia transtajana, muy fértil en cereales y olivos, hasta llegar a la ciudad de Montemor-o-novo, muy habitada por caballeros. Nos aguardaba en esta ciudad un ecónomo el arzobispo de Évora, al cual el arzobispo, enterado de nuestra llegada, lo había enviado para que nos acogiera en aquel lugar y nos tratase de la mejor manera posible, esperándonos con un coche y otros utensilios domésticos. Aquel actuó ciertamente de la forma que entendería que más grata le resultaría al arzobispo y, con su compañía, llegamos a Évora, a cinco ligas de distancia. Esta ciudad es, después de Lisboa, una de las tres más importantes de Portugal y presume de haber sido fundada por el ilustre general romano Sertorio; la ennoblecen muchos edificios antiguos y modernos. No tengo intención de describir cada parte de la ciudad, pues hay suficiente con la descripción que hice de la primera. No puedo pasar por alto, sin embargo, que esa ciudad es famosa por su abundancia de agua, a la que llaman de plata, que traen a la ciudad desde fuera de la ciudad a través de acueductos que se extienden hasta más allá de dos ligas. Estos acueductos, una construcción de gran renombre, están soterrados durante liga y media y durante la media liga restante se elevan poco a poco. A través de ellos entra tal cantidad de agua en la ciudad que hay construidas cuatro ingeniosísimas fuentes públicas de muchos caños que reparten este enorme caudal de agua y esta misma agua está comunicada con las fuentes privadas de los claustros de los monasterios masculinos y femeninos, a las que llega en abundancia.
Embellece la ciudad el hecho de ser la cuna de nacimiento de algunos santos, principalmente de San Vicente y sus dos hermanas, así como del mártir San Mancio, del cual todavía resta un célebre recuerdo: la columna a la que fue atado por un cruel tirano y donde se dice que, tras recibir azotes y otras torturas, recibió la palma de la victoria celestial. Hay además en un convento de sagradas vírgenes una estatua de una composición ingeniosísima, que representa a Cristo nuestro Señor en forma de bebé, que recibe una gran veneración por parte del pueblo, porque el propio Dios, cuando se Le realizan oraciones ante la columna con ánimo religioso, a menudo responde a los deseos y votos de los suplicantes a través de muchos milagros, liberando a algunos de graves enfermedades y rescatando a otros de otros peligros de la vida (y todos estos milagros están atestiguados en documentos muy fiables).
Además, pueden verse en esta ciudad magníficos e ilustres edificios, que son muchos, tanto profanos (debido a la multitud de linajes nobles lusitanos que tienen su residencia en esta ciudad) como religiosos para hombres y mujeres, pero tan solo quiero hablar del colegio de la Compañía, que fue nuestro alojamiento. Este colegio fue fundado y generosamente construido por orden el santísimo rey Enrique, mientras ocupaba el cargo de arzobispo de Évora. Este rey, que destacó por su piedad, cuando vivían su hermano mayor, el rey Juan III de Portugal, y otros muchos hermanos, se consagró a la vida religiosa y primero fue elegido arzobispo de Braga, después de Évora y por último cardenal. Sin embargo, cuando murieron Juan III y después Sebastián, su nieto, sin hijos, llegó la corona de Portugal a Enrique y, tras él, a Felipe, el poderosísimo rey de Hispania, según el derecho hereditario. Así pues, mientras el ilustrísimo Enrique ocupaba el cargo de arzobispo de Évora, como tenía en alta estima a los padres de la Compañía, ordenó que se construyera este colegio, consagrado al Espíritu Santo, sin escatimar en gastos.
Hay muchos motivos por los que conmemorar este colegio, que explicaré ahora rápidamente. El principal es que no solo es un colegio de la Compañía, sino que funciona también como una de las dos universidades públicas de Portugal, en la que los padres enseñan a los jóvenes que allí acuden de todas partes las mejores ciencias y conocimientos: allí destacan especialmente, además de la lengua latina, los estudios de Filosofía y de las dos Teologías, la que especula sobre Dios y la que trata sobre las costumbres. Es más, para que hubiera una mayor asistencia de estudiantes y fuera mayor su entrega al estudio de las buenas artes, el ilustrísimo Enrique, organizó unas pocas residencias de estudiantes en las que no pocos jóvenes, entregados algunos al estudio de la Filosofía y otros a alguna de las Teologías, son alimentados espléndida y cumplidamente, gracias a las rentas adscritas a perpetuidad a estas instituciones para asegurar su continuidad. Este aspecto ennoblece no poco a esta Universidad y le añade un atractivo mayor a los jóvenes estudiosos para que se entreguen al estudio de las buenas artes con mayor empeño y cuidado.
El propio edificio del colegio podría calificarse de regio, pues está adornado con muchas y muy notables obras. En primer lugar, hay un amplísimo claustro que alberga en el centro una exquisita fuente, en el que además, obviamente, de una multitud de columnas de mármol requetepulido, se puede ver unas amplias aulas, en las que los diversos profesores congregan a una gran multitud. El propio templo es una construcción admirable, no solo por las muchas capillas que lo decoran a ambos lados, sino también de una variedad sorprendente por las diversas estatuas de santos y por las imágenes primorosamente pintadas en ambas paredes. Estas pinturas, como son tan preciosas, no siemper están expuestas, sino que en los días normales están cubiertas con un lienzo; se pueden contemplar en los días festivos y solemnes. También los utensilios sagrados están realizados con la misma calidad de confección, ya tomes en consideracón los cálices de oro o plata o las diversas vestimentas de gran valor.
¿Qué puedo decir del interior de la residencia de los padres? Allí el claustro no es menos magnífico, las habitaciones son muy cómodas para vivir, el agua fluye abundantemente en muchos lugares, el comedor es de no poco tamaño y calidad: en definitiva, se encuentran todas las comodidas necesarias para la vida de unos religiosos. El número de padres supera los ciento veinte, gracias a las bastante generosas rentas donadas por el mismo rey Enrique. Esta cantidad de padres no solo instruye perfectamente a la juventud y a toda la ciudad en el camino de la piedad cristiana y el conocimiento de Dios, sino que también se esfuerza en salvación de las almas de toda aquella región allende el Tajo a través de la prédica popular, entre otras acciones.
Así pues, tras entrar en este colegio acompañados del padre provincial de Lusitania, nos invadió una gran alegría, además de por el aspecto del colegio y de los padres, porque fuimos acogidos por el propio arzobispo Teotón. Aunque pertenece al linaje real, es tío del duque de Braganza y disfruta de unas amplísimas rentas (cada año, cincuenta mil monedas de oro), no dejó pasar la ocasión de visitarnos y de mostrarnos su alegría por nuestra llegada y durante los siete días que estuvimos en Évora nos envió comida en abundancia. Además, en el día consagrado a la exaltación de la Santa Cruz, nos invitó a celebrar esa festividad en la catedral y a comer en un banquete privado.
La solemnidad de aquel día fue digna de admiración: tras una procesión, el propio arzobispo ofició el acto sagrado y el inquisidor hizo el sermón sobre los crímenes de fe (el cual, durante su sermón, aprovechando sus palabras sobre el triunfó de la cruz, pasó a hablar de Japón y a celebrar nuestra llegada con tal elegancia que infundió en nuestros espírituos una gran alegría.
¿Y qué decir de la humanidad que hizo gala el ilustrísimo arzobispo cuando, una vez acabada la misa, nos llevó al banquete? ¿De la magnificencia del banquete, que fue digno de un príncipe de tal calibre? ¿De la humanidad del mismo arzobispo para con los pobres? Pues tiene por costumbre (como hizo ese día) invitar a doce pobres a otra mesa cuando celebra un banquete, donde sus propios criados les sirven de todo en abundancia. Emula, pues, en este aspecto a los antiguos pontífices cristianos, que tenían por costumbre mostrarse extremadamente caritativos con los pobres y, especialmente, el ilustre sumo pontífice Gregorio Magno: se esforzaba tanto por invitar al almuerzo a los pobres con gran bondad que se dice que una vez acogió hasta a algunos ángeles y al mismo Señor de los ángeles oculto bajo el disfraz de un pobre.
Una vez empezado el banquete, el propio arzobispo nos llevó a ver su capilla privada, una capilla adornada de la mejor manera posible, no solo con la elegancia de la obra y la decoración sino también con las reliquias de insignes santos. Estas reliquias dijo que se las regalaba a nuestro Japón y que las guardaría hasta nuestra retorno para dárnoslas, cosa que así hizo. Además nos regaló cuatro alfombras de una calidad maravillosa, tejidas con seda y oro y con unas imágenes bordadas insuperables. Estas alfombras mostraban un lujo digno de un rey y, si no las hubiésemos perdido en el naufragio de una nave contra unos escollos en la India, nos habrían servido como argumento de la magnificencia de los europeos ante nuestros compatriotas. Añadió, además, doscientas cincuenta monedas de oro para los gastos durante el viaje, a los que añadió otros mil cuando volvimos, con los que compramos algunas objetos bonitos de Europa de regalo a nuestras familias. En definitiva, fue tan grande la bondad que mostró este arzobispo para con nosotros que puedo afirmar que su memoria merece quedar grabada en nuestros corazones y puedo asegurar que todo Japón ha quedado obligado con un príncipe tan merecedor y tan apasionado de todo lo japonés.
Ahora voy a hablar de la otra ciudad que el duque de Braganza ennoblece con su dominio y presencia: Vila Viçosa, un nombre que en portugués suena bello y agradable. Llegamos desde Évora el 14 de septiembre, transportados en el coche del propio arzobispo, para visitar al duque de Braganza, su sobrino e hijo de su hermano. Este duque de Braganza es muy conocido en Hispania por sus lazos de sangre, ya que es familia por ambos progenitores de los reyes de Portugal. Además de que por parte de padre está relacionado con Juan, el primer rey de Portugal con ese nombre, por parte de madre es todavía más cercano: Catalina, su madre, es nieta del rey Manuel y prima hermana por parte de padre de Felipe, rey de Hispania. A esta nobleza de sangre hay que sumarle el riquísimo patrimonio de este duque, ampliado con enormes rentas, que sus antepasados le han legado y que él mantiene y aumenta: todas las rentas que recauda se estima que alcanzan más de cien mil monedas de oro. Así las cosas, su propio hogar, que sus mayores siempre cuidaron muchísimo, tiene unos enseres tan refinados y tal multitud de criados que no pensarías que está sometido a ningún rey, sino que vive libre y sin someterse a nadie. Tanto destaca entre todos los adornos que recuerdo que lo consideraría el primer noble de todo Portugal.
Cuando este duque se enteró por mensajeros de que nos acercábamos, nos envió, como su tío, también un coche en el que nos llevasen hasta la ciudad. Nada más entrar, marchamos hacia un templo, donde el propio duque con una multitud de nobles nos aguardaba: se acercó a las puertas del templo, nos acogió muy bondadoso y nos invitó con grandes honras a entrar en la misa solemne que en ese momento tenía que celebrarse. ¿Qué os podría decir de la dulzura y armonía del canto con el que se celebró aquella misa? ¿Y de la variedad de instrumentos musicales? ¿Y de los preciosos bordados de las sagradas vestiduras? Todo esto mostraba la magnificencia no de un duque, sino de un rey. ¿Y que os podría relatar del servicio, más que pulcro y hermoso, con el que fuimos acogidos en el palacio del duque tras acabar la misa? Por expreso deseo del duque, lo primero que hicimos fue visitar a su madre, la ilustrísima Catalina, nieta del rey Manuel, que nos recibió con no menos amor que una madre que se reencontrase con cuatro hijos que acaban de llegar de un lugar lejano. Después, el duque dio inicio a un banque muy pulcro y de gran pompa, que nos dejó asombrados por sus varios platos, los vasos de oro y plata y una vajilla preciosísima, hasta tal punto que incluso el barreño donde se limpiaban los platos de plata era de la mejor plata.
No voy a extenderme más en el resto de elementos de regia categoría; por la tarde, tras otros deleites y placeres, Catalina, la madre del duque, quiso vernos vestidos de nuevo con nuestras ropas japonesas y que pasáramos una parte de la tarde con ellos en su charla privada. Le gustó muchísimo vernos vestidos con nuestras ropajes y oírnos hablar de Japón y sus costumbres, con tal atención que podíamos vislumbrar en su rostro, como una señal imposible de pasar por alto, la enorme pasión que ardía en su piadoso pecho cristiano por convertir todo nuestro Japón a la fe cristiana. Y como una muestra nada desdeñable de su pasión por lo japonés, ordenó que le entregásemos nuestros ropajes y que se confeccionaran otras siguiendo su patrón para su segundo hijo, Eduardo, y nos invitó bondadosa al día siguiente para que viésemos a un joven noble japonés. Hete aquí que entonces se presentó ante nosotros Eduardo, su hijo, vestido con ropajes japoneses y divirtió enormemente a todos los asistentes.
Además de todo esto, el duque quiso agasajarnos con una distracción campestre y nos llevó a un coto de caza enorme, en el que a menudo aparecen diversas fieras, acompañado de ciento cincuenta jinetes. Así no solo nos entretuvimos con una entretenidísima cacería de fieras salvajes sino también con el juego medo, contemplando la admirable agilidad de los caballos.
Después de estas y otras muestras similares de su cariño, nos despedimos del duque, su madre y todo su servicio y aceptamos las doscientas monedas de oro que el propio duque nos regaló para los gastos del viaje y otros regalos como recuerdo de su amor. Nosotros debemos reconocer que hemos quedado unidos a estos dos señores, el arzobispo de Évora y el Duque de Bragança, por un lazo eterno de agradecimiento.
Tras partir de Villa Viçosa 18 de septiembre, pasamos por Elvás, una ciudad de Portugal, y Pax Augusta (vulgarmente conocida como Badajoz), otra ciudad de Castilla que está en la comarca de Mérida, y cinco días después, el 23 de septiembre, nos alegramos de llegar al famosísimo convento de la orden de San Jerónimo, cuyo templo está consagrado a la Virgen María y tiene la apelación de Guadalupe. Este monasterio es muy reconocido en Hispania por muchos motivos: por la magnitud de la construcción, por la cantidad de sus rentas o, especialmente, por los frecuentes milagros que Dios, el Mejor y Más grande, tiene la honra de manifestar en ese lugar mediante la advocación a la Virgen María. Estos milagros están confirmados no solo por multitud de testimonios, sino también por muchas inscripciones y tablas colgadas del techo del templo, no solo por las que ya llevan mucho tiempo allí sino también por las nuevas que cada día observan testimonios oculares. Por este motivo, los reyes y nobles de toda Hispania han ornamentado este templo con muchos y variados regalos, de tal modo que resulta admirable la magnificencia del templo y de los utensilios sagrados y cincuenta lámparas de platas iluminan constantemente la imagen de la Virgen María.
Tras confesar las manchas de nuestras almas y concluir los ritos sagrados, seguimos avanzando y llegamos a Toledo, la capital del reino de Toledo o de Castilla la Nueva, una ciudad antiquísima y destacada por diversos motivos, donde los padres de la Compañía tienen una residencia de profesores y un colegio de estudiantes. Hay muchos y muy variados edificios, entre los que se pueden contar sesenta o más templos de distintas órdenes y ocho hospitales. A todos estos edificios los supera la maravillosa magnitud de la catedral, que, dividida en cinco partes (o espacios con techos distintos), tiene tal amplitud que, además de la capilla mayor y otra que suele llamarse “de los reyes”, alberga a ambos lados veinte capillas, cada una de las cuales podría ser un templo no pequeño – así podéis deducir la enorme magnitud del templo en su conjunto. El tamaño de la capilla mayor se ajusta al más que considerable aforo del templo, cuyo retablo mayor está pintado y adornado con tales imágenes que nunca hemos visto una obra mejor en madera – fácilmente hubiésemos creído que se había gastado una enorme cantidad de oro en su construcción.
Sorprende la hermosura que otorga a este mismo altar mayor el sagrario en el que se guarda la Santa Eucaristía, de una factura admirable. Sobre su puerta hay ubicada una escultura de la Santísima Virgen con su querido hijo en brazos, bajo cuya advocación se producen allí muchos milagros: por esto todas las almas de los allí presentes sienten una piedad especial por ella y a su alrededor ocho lámparas de plata brillan con un fuego interior. Habéis de saber, además, que todas las otras capillas son de la misma factura, especialmente la que se denomina “de los reyes”, en la que antiguamente los reyes de Castilla solían recibir sepultura. Hay además en este templo un destacado coro con muchísimas sillas talladas, en las que suelen sentarse los canónigos concentrados en el recitado de los rezos sagrados. Cada silla está realizada con tal artesanía que se estima que cada una de ellas vale mil monedas de oro, y hay setenta y cuatro en total, dispuestas en filas. ¿Qué os podría decir de los sagrados utensilios de aquel templo, los cálices, las cruces, los relicarios y el resto, todos confeccionados de oro y plata? De entre todos ellos goza de especial fama una píxide en la que se transporta la Sagrada Eucaristía en las procesiones públicas. Tiene tal tamaño que para llevarla en unas angarillas son necesarios veinte sacerdotes y está tan recubierta de perlas de todos los tamaños que apenas puede estimarse su valor. Unida a estas construcciones hay construida una torre que destaca por su altura de siete plantas, en la que hay ubicadas unas afamadas campanas fabricadas con aleaciones, once de número, entre las que hay una, la más conocida, que tiene cuarenta y seis palmos de circunferencia.
En definitiva, el templo mayor de Toledo se cuenta entre los más notables de toda Europa: se tiene por seguro que levantarlo ha costado más de un millón de monedas y hay tal abundancia de sacerdotes y servidores sagrados que su multitud es increíble. Tan amplias son sus rentas que aquellos sacerdotes que ocupan un cargo remunerado reciben veinticinco mil monedas de oro cada año y el propio arzobispo alcanza las doscientos mil y no solo tiene el poder eclesiástico sino que también ejerce un señorío civil sobre muchas ciudades. Por este motivo no resulta sorprendente que este templo este repleto de tantas y tan valiosas obras.
Pasamos en la ciudad de Toledo veinte días, atorados porque caí enfermo, y vimos algunas otras obras públicas, de las que tan solo mencionaré dos: la primera es la construcción de unas sorprendentes conducciones de aguas con las cuales, contra natura, obligan de una determinada manera al agua del famosísimo río Tajo (que ya describí cuando hablé de Lisboa) a subir hasta una plaza de la ciudad que se eleva cuarenta y cinco palmos sobre el nivel del río. En primer lugar, se han construido unas terrazas que van desde la margen del río hasta la plaza; sobre estas terrazas se elevan, sostenidos sobre maderos, unos conductos de bronce, con unas bocas mucho más amplias por donde reciben el agua que después expulsan por pequeños tubos. Unidos entre sí por articulaciones y conectados y enganchados por debajo con cadenas de hierro, están dispuestos de tal manera que cada vez que el inferior, que está en la orilla del río, recoge el agua, la transmite con su propia fuerza al superior y así uno tras otro mantienen ese orden y el agua que recogen los inferiores se traslada hasta los superiores, hasta que alcanza la cima. Toda esta maquinaria la mueven dos ruedas que tienen su parte inferior en contacto con el río y está cubierta por un tejado, para que ningún mal del cielo pueda perturbar la disposición de esta obra de un carácter realmente regio.
La otra obra ilustre es un reloj elaborado con una habilidad sorprendente: aunque apenas se eleva cuatro palmos, imita todas las rotaciones de las estrellas y los encuentros, oposiciones, eclipses y otros fenómenos de los planetas con tal fiabilidad que no carece ni de los movimientos contrarios de la primera esfera ni el movimiento de la octava (que popularmente se conoce como “trepidación”) ni el discurrir de los siete planetas con las diferencias de horas del Sol y de la Luna ni, por último, el inicio y final de los doce signos del zodiaco. Así, allí puede verse el recorrido de la primera esfera en un solo día, la órbita de Saturno de casi treinta años, el sol durante un año, la luna mes a mes y al resto de orbes celestes completando sus propios movimientos a su debido tiempo; llega a tal punto que no hay movimiento celestial de los que contemplan los astrónomos que este ingenio no pueda marcar su duración en años, meses y días con gran habilidad y precisión, tras mostrar también el número áureo y la letra del día en el que caerá el día del Señor en cada año. Esta obra alberga mil ochocientas esferas diminutas, que están fabricadas con tal habilidad que ninguna de ellas está repetida. Se tardó veinte años en idear este artefacto y después, para sorpresa de todos los que lo vieron, tres años y medio para completarlo. De ambas obras, de la conduccción de agua y del reloj, fue el autor un tal Juanelo Turriano, de Cremona, un hombre de reconocidísimo prestigio por toda Europa y al que tanto Carlos V como Felipe, rey de Hispania e hijo suyo, colmaron de regalos en recompensa por sus laboriosísimas obras.
León: Todas esas cosas que estás recordando nos llenan de la máxima admiración y nos convencen con facilidad del admirable ingenio y de la hermosura y magnificencia de sus obras. Con todo, dudo cómo pudo suceder que un inventor, con la fuerza de su pensamiento e inteligencia, pudo conseguir construir estas obras.
Miguel: Esa duda, Miguel, la eliminarías de tu espíritu si concieras la inteligencia de los europeos, cultivada en tantas disciplinas que lo que parece increíble lo llevan a término. Pero todo lo que comentaremos en los demás coloquios te hará pensar así sobre los europeos.
Podrían decirse muchas más cosas sobre la real ciudad de Toledo, ya que está colmada de todo aquello que da hermosura al resto de ciudades europeas. Sin embargo, lo podréis imaginar fácilmente gracias a lo que ya dijimos de Lisboa. No pasaré por alto, eso sí, la honra y bondad con la que nos trató el ilustrísimo Juan Mendoza, entonces arzobispo de la iglesia de Toledo y ahora afamadísimo Cardenal, durante toto el tiempo que estuvimos allí. No solo nos visitó a menudo y nos llevó a diversos lugares sorprendentes y famosos de la ciudad acomodándonos en su coche, sino que también nos invitó a un banquete privado que tuvo lugar en su casa, que tenía la pompa y honra que correspondía a un hombre tan noble e ilustre. Pertenece a la ilustrísima familia de los Duques del Infantado, y su hermano, que actualmente es el duque, se cuenta entre los más poderosos y ricos de los nobles de Hispania y fuimos acogidos por este hombre con tal benevolencia que confesamos que nos tendrá vinculados y ligados a su bondad para siempre. Por este motivo, cuando supimos, en el puerto de Macao, que el sumo pontífice Sixto V lo había incluido entre el número de cardenales (entre otros de los que hablaremos más adelante), llenó nuestros corazones una alegría nada pequeña.
Se acercaron también a nosotros muchos nobles y notables de la ciudad, demostrando un amor más que fervoroso hacia nosotros. Aun así, no puedo explicar con palabras el cariño paterno que nos profesaron los padres de la Compañía, en cuya residencia de profesores residimos. Además, yo reconozco que les estoy particularmente en deuda, porque caí enfermo de varicela, una enfermedad que a los japoneses nos suele resultar muy pesada, y tras llamar a los médicos más expertos me suministraton todos los medicamentos necesarios con tal diligencia y cariño que no los podría haber distinguido de mis propios padres.
Además de la residencia de profesores, hay también un colegio de la Compañía en la misma ciudad, edificado por el arzobispo de Toledo Gaspar Quiroga unos pocos años antes de ser nombrado cardenal. Como la benevolencia de la Compañía es grande y entiende que sus frutos redundan en beneficio de todos, invirtió generosamente en levantar otro colegio en Talavera de la Reina, otra ciudad que cruzamos de camino.
Una vez que me recuperé, como dije, de la enfermedad, salimos de la ciudad el 19 de octubre y al día siguiente llegamos a la Mantua carpetana o Madrid, villa real, donde se encuentra la famosísima corte del muy poderoso rey Felipe de Hispania. Mientras nos acercábamos a la ciudad, salieron muchos notables, incluyendo algunos hijos de duques y condes en coche, a encontrarse con nosotros, y tras saludarnos, cada uno de ellos, para honrarnos y mostrarnos su benevolencia, nos acogió a uno de nosotros en su coche y nos acompañó hasta el colegio de los padres de la Compañía, con una demostración de amor como si estuviésemos acostumbrados a coincidir a diario desde antiguo. Mientras estábamos despidiéndonos de aquellos nobles y entrando al templo, nos recibieron los padres de la Compañía con enorme bondad. Pero como todo lo sucedido en Madrid requiere de otro coloquio, pongamos aquí fin al actual.
Lino: Bien dicho, Miguel: mañana por la noche dedicaremos el oportuno coloquio a la villa real de Madrid y lo que allí sucedió.