La embajada japonesa ante la curia romana/1.- Las causas de la embajada japonesa
Primer diálogo: Causas de la embajada japonesa
León: No puedo explicar fácilmente con palabras, mi queridísimo hermano Miguel, qué alegres nos pusimos cuando os vimos a ti, a Mancio, a Martín y a Julián entrar en este castillo de Arima entre los aplausos y el jolgorio de todos.
Miguel: ¡No hacía falta que lo dijeras! Bastante claro me quedó, mi estimadísimo León, el gozo con el que Lino, mi amadísimo hermano, y tú acogisteis nuestra vuelta a casa, tal y como os lo pedían nuestros estrechos lazos de sangre y nuestro antiguo amor; al mismo tiempo, nosotros también nos alegramos mucho de veros con tanta salud, ya mayores, y reconocemos que el placer es mutuo.
Lino: Además de la alegría de veros que comentaba León, también se añade el vehemente deseo que tenemos de conocer de vuestros labios las muchas y variadas cosas que os sucedieron en tan largo viaje.
Mancio: Es un motivo que me complace. A no ser que fuera un estúpido, ¿quién pensaría que ya conoce al detalle todo cuanto nosotros aprendimos en los ocho años y medio de viaje que pasamos?
Lino: ¡Dios mío! ¿Han pasado ocho años y medio desde que os marchasteis?
Mancio: Sí, si descuentas unos pocos días. Zarpamos de Nagasaki el 10 de febrero del año 1582 desde la Salvación de la humanidad y hemos atracado en este puerto en julio de este año, el 1590.
Lino: Desde luego, ha pasado tanto tiempo que me creería que os hubieses olvidado ya de lo que sucedió al principio del viaje; no dudo de que, si se lo preguntase a Martín y a Julián, fácilmente estarían de acuerdo conmigo.
Martín: Lo podrías creer, sí, si miras lo dilatado del tiempo, que suele llevar al olvido los acontecimientos pasados; sin embargo, tal fue la magnitud de este viaje en nuestra mente que estos hechos han quedado marcados y fijados en nuestras mentes como si acabaran de suceder.
Julián: Lo que dice Martín es cierto: lo que es banal y de poca importancia, fácilmente se olvida, pero el discurrir de nuestro viaje, repleto de grandes e importantes acontecimientos, lo rentendremos en lo más hondo de nuestra mente como si nos hubiera sido grabado.
León: Nada podríais haber dicho que se acercase más a nuestros deseos: ambos, tanto Lino como yo, ardemos de un increíble deseo de escuchar de vuestros labios cuanto os sucedió en el viaje o aquello con lo que pudisteis alimentar vuestros ojos y saciar vuestras mentes a lo largo de tan variadas regiones. De hecho, es la principal razón por la que hemos solicitado esta reunión y os rogamos que satisfagáis nuestro no injusto deseo.
Miguel: Nos apasiona fervientemente satisfacer vuestros deseos, aunque el límite del tiempo es un obstáculo: ¿quién podría pensar que todo cuanto sucedió a lo largo de ocho años lo podríamos relatar en tan breve momento?
Mancio: Estoy de acuerdo con nuestro Miguel: son tantas, tan importantes y tan inauditas en nuestro país las cosas que hemos visto y sentido o han llegado a nuestros oídos por otros medios que necesariamente requeriría más tiempo presentároslas.
Lino: Efectivamente, compartimos la misma opinión que vosotros y nunca tuvimos intención de obligaros a encajar vuestra historia en un solo día. Con todo, dado que disponemos de tiempo libre, podréis presentar vuestro tan esperado relato a lo largo de los diversos días que destinaremos a estas reuniones.
León: Unas palabras muy acertadas: los hombres libres se diferencian de aquellos que deben ganarse el pan con sus manos y oficio en que siempre deben buscar una ocupación con la que emplear su tiempo – y ninguna ocupación puede resultar más placentera que esta.
Miguel: Por lo que respecta al tiempo, ya habéis tomado una decisión correcta; ahora, propongo que le otorguemos el papel de narrador a nuestro querido Mancio y nosotros, si algo se le pasa por alto, fácilmente podremos socorrerle.
Mancio: No deseo ese papel de narrador para nada; te corresponde a ti, Miguel, especialmente en esta fortaleza de Arima frente a tus queridísimos hermanos, que tanto desean escucharlo de tus labios y a los que todo lo que digas les resultará más agradable; yo me reservo esta tarea para el reino de Bunga, donde no faltarán quienes, de forma similar, deseen escuchar esta narración de mi boca.
Juliano: A mí me parece muy bien la idea y argumentos de Mancio: lo que dicen nuestros familiares emparentados por el amor y la sangre entra con mucha más dulzura en nuestros oídos y nuestra mente.
León: Pues bien, por nosotros, nos parece igual de bien que sea Miguel o Mancio quien asuma el papel del narrador; sin embargo, como todos unánimamente le entregáis esta tarea a Miguel, también lo aprobamos, especialmente cuando en una reunión tan grande es forzosamente necesario que unas veces uno y otras veces otro se hagan cargo de la narración.
Lino: Muy buena solución. Sin embargo, para que no se nos vaya todo el tiempo en esta discusión por el papel de cada, empieza ya, Miguel. Venga, inicia la narración y explica sobre todo por qué motivo hicisteis un viaje tan largo. Habida cuenta de nuestra tierna edad cuando partisteis, no fuimos capaces de entenderlo y, si nos los repites, formará una excelente base para la narración.
Miguel: Con mucho gusto creo que debo aceptar lo que todos me pedís, con el permiso de nuestro querido Mancio, y les pido, a él y al resto de mis compañeros, que con sus ánimos me den el impulso necesario para narrar nuestra experiencias y que enderecen mi discurso con sus palabras cuando, de vez en cuando, me aparte de nuestro objetivo.
Inicio, pues, mi relato, gracias principalmente a la fuerza que me otorga el hecho de que tenga delante de mí a todos estos oyentes y testigos de todo lo que voy a decir -- quien relata grandes novedades sin un un testigo presente a veces puede verse arrastrado a superar los límites de la verdad, a una cierta exageración, o, por el contrario, puede quedar por debajo y restarle importancia; en cambio, quien tiene a su vera a unos testigos que le puedan discutir sus palabras si quizás se equivocase, por naturaleza habla con más cautela y no busca mostrarse audaz con sus palabras sino la certero, como un navegador de confianza despliega sus mapas ante sus ojos. Esto mismo es lo que yo me propongo hacer hoy.
León: ¿A dónde quieres llegar, mi estimado Miguel, con esa mención a los testigos? La dignidad de tu persona y las característicos de los hechos que vas a relatar eliminan cualquier sospecha de falsedad; además, los hombres de sangre noble no suelen baldar su reputación con la fama de mentiroso ni esos hechos, por más extraños que sean, te pueden inclinar a la falsedad debido a tu orgullo y amor propio. Así pues, siguiendo la opinión de Lino, empieza por aquellas causas por las que se organizó esta larga expedición vuestra y no nos mantengas más en suspense.
Miguel: Me preguntáis, mis queridísimos hermanos, por las causas de nuestra expedición. En efecto, fueron muchas y muy imporantes, y las conocimos mucho mejor cuando llegamos a Europa, pero voy a mencionar brevemente unas pocas de todas. La principal fue que, cuando el padre Alejandro Valignano, visitador de la Sociedad de Jesús, navegó desde Europa hasta Japón y comprobó directamente, en primer lugar, lo mucho que se diferenciaban las costumbres japonesas de las europeas y, en segundo lugar, que, debido a la enorme distancia entre los dos lugares, el tamaño y la riqueza de los reinos europeos, la grandeza y poder de los sus líderes y otras muchas cosas dignas de admiración apenas habían llegado a las islas de Japón y solo a través de lejanos rumores. Además, como nuestros compatriotas no creían a los padres de la Sociedad cuando hablaban con ellos de estos temas, tenían lugar muchas situaciones incómodas que perjudicaban a sus espíritus y aminoraban el deseado fruto final, organizó un consejo y mesuradamente decidió organizar una expedición para que algunos nobles y notables de nuestro país navegasen hasta Europa y con sus ojos observasen y, por así decirlo, con sus manos palpasen la forma de ser de aquella región, de la que nos habían llegado noticias por boca de tantos viajeros. Así, al volver a su patria y libres de toda sospecha, podrían ser unos testigos muy fiables para su gente y eliminar la multitud de falsas concepciones de las almas de nuestros compatriotas sobre las costumbres europeas.
León: Una razón muy noble; sin embargo, para entenderlo mejor, explícanos, por favor, qué región es la que se denomina Europa.
Miguel: Una pregunta muy acertada y adecuada para conocer lo que viene a continuación. Aunque los japoneses habitamos en estas islas tan alejadas de aquel otro mundo (por así llamarlo) y es escaso el comercio y contacto que tenemos con él, teníamos con todo un conocimiento certero y conocido de nuestro Japón y de los reinos de China y Siam; además, existía un cierto y oscuro rumor sobre Nambagin, como ya dije, el llamado reino del Sur (también llamado Namba o, en China, Nansa), de donde oíamos decir que los mercaderes y los padres de la Sociedad llegaban hasta nosotros. Sin embargo, ahora que nosotros hemos llegado hasta allá, sabemos, como si hubiésemos abierto los ojos y casi como si se hubiese levantado la niebla que las cubría que hay muchos otros reinos y regiones repartidas por el mundo, célebres por su tamaño, de un número casi infinito, hasta tal punto que las tres regiones que conocíamos (Japón, China y Siam), comparadas con el resto, parecen una pequeña parte del mundo.
Para explicaros brevemente las principales partes del mundo, sabed que el conocimiento de los hombres más sesudos divide el mundo en cinco porciones principales, Europa, África, Asia, Amércia y, finalmente, la tierra que los escritores denominan “incógnita”. Aunque los marineros, mientras navegaban hacia el este, la han vislumbrado después de que los empujara una fuerte corriente hacia el sur durante mucho tiempo, todavía no está claro qué pueblos la habitan, cuáles son sus costumbres y cuál es la naturaleza de su tierra y de su clima, por lo que se la denomina comúnmente “incógnita”. A la parte que se denomina Asia pertenecen las tres regiones que conocemos: Japón, China y Siam; además, hay muchas otras regiones y reinos, pero sería muy largo enumerarlos. Aunque en nuestra navegación estuvimos algún tiempo en algunos reinos de Asia muy alejados de aquí y rodeamos las costas de África, dado que nuestro destino fue Europa, la región más noble de todas, la he mencionado con mayor atención al explicar el motivo del viaje al principio.
Lino: Todo lo que dices, Miguel, me llena de admiración y al enumerar todas esas partes del mundo nos das pie a preguntar muchísimas cosas.
Miguel: No faltarán temas para preguntar, pero es necesario esperar el momento adecuado para así poder mantener el orden adecuado y que la confusión no vuelva oscuras mis palabras. Si respondiéramos a cada una de las preguntas enseguida, perderíamos el hilo cada vez y sería muy difícil volver al tema. Por esto, es necesario determinar que cada tema se tratará en su momento y que es necesario escuchar al narrador con paciencia mientras este desarrolla el tema todo lo ordenadamente que le sea posible. Así pues, ya hemos desarrollado lo suficiente cuáles son las cinco partes de la tierra; ahora os explicaré las demás como si el mundo fuera una figura.
León: ¡Qué bien has hablado, Miguel! Si a cada cosa que dices le queremos hacer una pregunta y así acabamos preguntando por toda la forma del universo, ¿cómo podríamos llegar a cumplir con nuestra primera pregunta sobre las causas de esta expedición?
Miguel: A esa primera causa se le añade esta segunda: cuando los padres llegaban a Japón para difundir entre nosotros la luz de la verdad divina, que antaño fue transmitida por Dios, y extender la ley sancionada por el supremo legislador, se encontraron conque esta ley y doctrina era desconocida para nuestros compatriotas, cuyas almas estaban obcecadas en el culto al sintoísmo y al budismo y que les resultaba especialmente difícil apartar a los japoneses de esas vacías creencias y convencerles de que eran sus enseñanzas las que eran acordes con la verdad absoluta. Si bien los dogmas de fe que escuchaban de boca de los padres les resultaban, para su sorpresa, razonables, apenas sentían deseos, acostumbrados por largo tiempo a esa forma de actuar, de cambiar sus antiquísimas creencias en dioses vacíos por la más verdadera doctrina divina, especialmente cuando por aquel tiempo todavía no se había difundido cuánto se había extendido a lo largo y ancho del mundo, cuántos pueblos, repartidos por todo el mundo, la habían acogido y qué brillo y ornato otorgaba a sus seguidores. Por tanto, como los padres que habían llegado hasta aquí vivían entre los nuestros, según las reglas de su orden, con humildad y poco lujo y boato, y, como extranjeros, no tenían ningún poder ni dominio, difícilmente podría haber conocido nuestro pueblo la majestad y poder del nombre de Cristo a partir de sus ropas y modo de vida: ciertamente, por su apariencia externa, podría hacerse el juicio (o, más bien, determinarse) que la doctrina que ellos promulgaban quedaba contenida en su abyecto modo de vida... y también caer en otras supersticiones (como después se vio que sucedió): por todo esto, se retrasaba el avance del nombre de Cristo entre unos japoneses que estaban distraídos entre varios pensamientos.
Así las cosas, se consideró oportuno llevar a algunos hombres de ilustre linaje de nuestro país hasta Europa, donde florece la religión cristiana, para que así alcanzasen un conocimiento certero con sus ojos, palabras y experiencia (y no a través de pequeños rumores traídos de lejanas habladurías y oídos entre sombras) y, al volver a su patria con este conocimiento de primera mano, pudiesen hacer partícipe a todo nuestro pueblo de qué grande es el brillo y ornato que la luz divina otorga a la mente humana, cuánto ha facilitado la religión cristiana al género humano una vida feliz y dichosa y, finalmente, qué diferencia hay entre aquellos que han sido iluminados por esta luz y aquellos que todavía viven entre tinieblas.
Mancio: No puedo evitar confirmar ahora mismo el peso de esta razón que acaba de exponer Miguel, la del testimonio: si no hubiéramos contemplado con nuestros propios ojos el estado de la Cristiandad, nunca podríamos haber concebido algo que hiciera justicia a tan gran magnificiencia. Y, lo que todavía nos angustia, tan excelente es su situación que con nuestras palabras solo podremos esbozarlo, de ninguna forma transmitirlo.
Lino: Habéis sido tan contundentes en vuestras afirmaciones que fácilmente me llevan a creer en que así son las cosas: me parece muy acertado esa segunda causa.
Miguel: A esta, por así decirlo, se le suma la tercera, que tampoco te desagradará. Es necesario que recordéis lo que ya habéis oído, que hay un sacerdote supremo (o Pontífice) para todo el pueblo cristiano, que representa en la tierra la autoridad de Cristo y de la fe cristiana en el verdadero Dios, que reside desde hace ya muchos siglos en Roma, la más noble y conocida ciudad de Europa, la cual casi siempre ha dominado la mayor parte del mundo. Desde allí, como si fuera el oráculo más fiable del mundo, el Pontífice dicta leyes, ofrece respuestas a temas de gran calibre y gobierna sobre toda la Cristiandad a la manera del más elevado pastor. Ante él los principales hombres, ante él los más importantes sacerdotes, ante él los mismísimos reyes acuden a menudo, si pueden, a prostrarse ellos mismos como suplicantes ante el más alto Padre; cuando no pueden acudir, reconocen su santidad y suprema majestad en la tierra a través de embajadores: así se mantiene la debida unión entre los miembros y la cabeza, entre el pastor y su rebaño.
Así pues, aunque una parte no pequeña de nuestro pueblo había oído y aceptado la ley de Cristo y, por tanto, había entrado en el dominio del Señor y de su supremo representante y se contaba entre su feliz pueblo, tan solo habían llegado hasta nuestros oídos unas lejanas habladurías sobre Roma, los romanos y el supremo Pontífice; de igual manera, a él apenas le había alcanzado el ligerísimo rumor de la existencia de Japón y de los príncipes japoneses y no tenía forma de saber en una región tan remota qué tipo de hombres eran nuestros japoneses, si ingeniosos o lentos, si ávidos de honor y gloria o despreocupados de la fama y el renombre, si entregados a las artes liberales o rudos e inexpertos en tales artes y así muchas otras características, a excepción de las que había aprendido de las cartas de los padres. Se pensó que era particularmente necesario que, si bien los propios reyes japoneses que ya se había bautizado no podrían acudir ante el supremo sacerdote y prostrarse a besar sus sagrados pies con un gran gozo espiritual siguiendo la costumbre del resto de reyes de su misma religión, se podrían enviar a algunos jóvenes de su propia familia, que harían las veces de unos embajadores en nombre de su rey y así el pueblo de Japón, hasta ahora solo mencionado en oscuras referencias, sería mucho más reconocido en Roma, el más ilustre teatro de la tierra: así el mismo padre supremo los podría abrazar como a sus hijitos recién nacidos, alejados del deseado amor y favor paterno, y, con estas muestras de benevolencia y amor paterno, atraer a otros pueblos todavía no iluminados por la fe cristiana a aceptarla lo más rápido posible.
Estas fueron, pues, la principales causas por las que el padre Alejandro Valignano, visitador de la Sociedad de Jesús, se esforzó en organizar esta embajada y fue las que ofreció a los reyes Francisco y Protasio, reyes de Bungo y Arima, y a Bartolomé, rey de Omur, en una conversación para conseguir que estos reyes nos enviasen a nuestro querido Mancio y a mí, junto con nuestros estimadísimos colegas Martín y Julián. Para que saliera adelante con mayor facilidad, se unió a nosotros como guía de la expedición, y escogió al padre Jacobo Mezquita como maestro y preceptor y al hermano Jorge Loyola, un hombre de nuestro pueblo, como nuestro acompañante, con gran alegría para nosotros, para conservar mejor la lengua japonesa y así, con unos buenísimos auspicios, se decidió nuestro rumbo.
León: Me han gustado la exposición de los motivos para realizar el viaje; ahora me gustaría que pases a hablar del propio viaje.
Miguel: ¿No ves, mi querido León, que nuestra conversación ya se ha alargado hasta altas horas de la noche? Si te parece bien, vayamos a dormir y mañana proseguiremos con nuestra narración, ahora ya organizada.
Lino: Bien dicho, Miguel. Por tanto, interrumpamos nuestra conversación por esta noche y descansemos un poco, para que así mañana repitamos esta reunión con más ganas. Os deseo un apacible descanso.
Miguel: Nosotros también rogamos que disfrutéis de una muy apacible noche y que mañana sea un día muy feliz.