Al día siguiente se levantó José con alguna incomodidad en la garganta. No le dio valor y lo atribuyó a un resfrío que tenía. Con todo, después de tomar un café, se dirigió a la Botica de Andrés.

Le pidió algo, y el joven farmacéutico le llenó un cartuchito con pastillas de clorato de potasa.

Luego, olvidando la causa que le había llevado allí, se puso a conversar alegremente de temas generales.

-¡Ah! ¿sabes una cosa? -dijo de pronto su amigo: por poco no se me pasa, y es lo que más tenía presente para decirte.

-¿Qué?

-¡Hombre! esa pobre de Josefina.

-¿La has visto?

-Sí; anteanoche hablaron aquí de ella varios jóvenes, y si después no hubiera visto lo que decían, no lo habría creído.

-¿Pero qué es lo que hay?

-La pobre, completamente ciega y con pústulas en la cara, pide ahora limosna en el atrio de San Nicolás.

-¡De veras!

-Yo no lo creía y fui ayer a cerciorarme: era la misma, la acompaña una chiquita que ignoro de dónde la habrá sacado: los ojos no se le ven, porque están ocultos con un pañuelo que tiene atado por detrás de la nuca.

-¡Pobre Josefina!

-La pobreza debe haberla resuelto a dar ese paso; ella que era tan orgullosa; si vieras con qué vestido anda. No puedo negarte que a mí me hizo su efecto: estaba tan acostumbrado a verla de terciopelo y llena de alhajas, que no era para menos.

-Es nuestro deber socorrerla.

-También lo pensé: ¿pero quién nos garante que el miserable de su querido no la sigue explotando?

-Eso se averiguará.

-Difícil, muy difícil me parece.

-En fin, yo tengo muchas cosas encima, y cuando pueda, trataré de hablar con ella.

Conversó de otras cosas y al poco rato se despidió.

Había hecho grandes esfuerzos para no descubrir ante Andrés toda la pena que sentía.

Fue a su casa, sacó un papel de cinco mil pesos, y se dirigió enseguida a la iglesia de San Nicolás. Serían las nueve y cuarto de la mañana. En la puerta del atrio estaban varios pobres: dos viejos italianos, mugrientos y de barba crecida, dos mulatas que en su pereza, invocaban la caridad de los fieles, sentadas; y de pie, con la mano extendida, la desdichada ramera.

Josefina estaba tan cambiada, que José tuvo que adivinarla, y ¡cosa extraña! el joven no se conmovió y la miró fríamente. No era esa la Josefina que tenía en la cabeza, y al acercársele, comprendió que estaba muy lejos de ella. Su entusiasmo enfermizo se disolvió prontamente, como una bola de jabón. Un resto de compasión, sin embargo, pugnaba por ablandarle las entrañas, pero se defendió a sí mismo haciendo razonamientos mentales y ahogó su enternecimiento. Acabó por pensar que nada había de común entre él y Josefina. Entró al templo, entonces, fluctuando sobre lo que debía hacer y salió al momento. Al pasar por el lado de la ciega le dejó caer en la diestra extendida, un billete de cien pesos moneda corriente, bien convencido ahora, que habría cometido un disparate dándole cinco mil como fue su primera intención.

Fue a su casa; almorzó, y ya olvidado de Josefina, se puso a consultar un presupuesto que había confeccionado de lo necesario para fundar un Registro, pues esta idea no le abandonaba y quería realizarla, tanto más cuanto así lo tenían entendido en casa de misia Carlota.

Tenía poder general de Dorotea, y aun cuando se opusiera esta, pensaba ir adelante y aun vender el Café en caso necesario.

La libreta del Banco había descendido a cincuenta mil pesos: en menos de un mes llevaban gastados casi treinta mil. Dorotea se excusaba con las deudas pagadas, sin embargo de que estas nunca ascendieron a más de cinco mil pesos.

¿En qué se había gastado tanto dinero? En nuevos muebles para la sala, en trajes para Victoria y María y en un préstamo de diez mil pesos que había hecho Dorotea al Mayor Paz.

José se había puesto al habla con el dependiente principal de don Guillermo, el cual le comunicaba datos y aun le dio esperanzas de ser su socio. Bastante versado en esta clase de negocio comprendía que el capital era pequeño y pensaba solicitar dinero del Banco de la Provincia. Esperaba para esto la llegada de un tío que estaba en Montevideo, al cual iba a pedirle la firma. Si conseguía el descuento harían sociedad, pero como estaban ya entusiasmados empezaban a discutir puntos generales.

Estando don Guillermo en su estancia, José iba todos los días a hablar con el dependiente.

Ese día cuando José entró le enseñó lleno de alegría una carta de su tío. Celebraba la idea y le decía que contara con su firma para dentro de ocho o doce días, en que regresaría a Buenos Aires.

José con excelente humor se retiró a comer y por la noche habló de todos estos proyectos en casa de misia Carlota.

Después conversó con su novia de la instalación.

Carlota le dijo, con mucha franqueza, que ella lo seguiría a cualquier parte, pero que si se resolvía a vivir con su madre la daría un gran contento.

-¡Oh! -contestó el joven, en nuestra casa mandará Vd.; podrá hacer y deshacer como mejor le parezca.

-¡Ah! Vd. no sabe cómo le agradezco. Mamá me pedía que no le hablara de esto, pero se lo pasaba llorando al pensar que tal vez tendríamos que vivir separadas. Vd. le encontrará razón; hágase cargo que no tiene más familia que yo, y a su edad, sola... bastante motivo tenía la pobre para entristecerse.

-Debo confesarle que soy un gran egoísta. No había pensado en esto, pero Vd. debió decírmelo antes.

-¿Qué quiere Vd.?...

-Ahí viene su mamá: dígale que en vez de uno, tendrá dos hijos.

Carlota lo hizo así y la buena señora lloró de alegría, y como la casa en que vivían era demasiado reducida, tres piezas solamente, se pusieron de acuerdo para buscar una algo más espaciosa.

El joven se despidió hasta la noche siguiente, y se acostó, como de costumbre, acariciando risueñas perspectivas para el porvenir.

Esa noche tuvo algún insomnio; a las doce, mas o menos, consiguió dormir, pero su sueño fue intranquilo. Despertó dos hora después, ya con alguna fiebre; encendió luz y se sentó en la cama. La garganta le picaba un poco, y como comprendiendo algo, muy pálido y haciendo un gesto desesperado, se tiró del lecho, y desalado, lleno de angustia, abrió el cajón del lavatorio, tomó de allí un espejito de mano y poniéndolo muy cerca de la vela empezó a examinarse la boca.

Descubrió su desgracia. ¡Eran llagas las que tenía!

La orgía a que había asistido siete noches antes empezaba a dar sus tristes frutos.

El joven, consternado, no pudiendo aún medir el alcance de su enfermedad, se vistió silenciosamente, y hasta que llegó el día no hizo otra cosa que consultar al pequeño espejo. De pronto una acerba desesperación le punzaba las entrañas y crispando los puños maldecía de la vida y de su horrible suerte; luego se calmaba y el bálsamo de la esperanza descendía a endulzar su corazón ulcerado: se entregaba a la ilusión y creía entonces que sanaría pronto. Tenía tan turbadas las ideas que casi sin transición, después de una blasfemia, se ponía a orar o invocaba al buen Dios de su infancia, que hacía años lo había olvidado, prometiéndole adorarlo por toda la vida y ser siempre bueno si lo salvaba de aquel trance.

A las seis y media fue a buscar a Andrés. Estaba todavía en cama y tuvo que despertarlo.

El boticario lo reconoció y le dijo que esperase que fuesen las diez, hora en que acostumbraba pasar por la Botica el Dr. Catay.

-Pero, ¿qué crees tú?

-Tal vez sean las antiguas, y si son reliquias de la otra noche, puede que sean benignas: no te asustes y espera a Catay como te digo.

-¿Crees tú que puedo entregarme a sus manos?

-¡Cómo no! Tiene mucha práctica en estas enfermedades.

Andrés tenía por Catay el mismo entusiasmo que don Isidro.

José estaba muy nervioso. Se cansó pronto de esperar y demostró a Andrés su impaciencia. Este le dio un diario del día, pero el joven apenas lo hojeó: su situación lo aislaba del mundo y le hacía mirar desganadamente todo lo que no se relacionaba con su enfermedad. Se empezó a pasear; parecía que tenía azogue en el cuerpo. Al fin le fastidió la calma con que Andrés arreglaba las cosas de la Botica. Su cerebro loco no podía comprender la vida regular. Le pareció eso demasiado estúpido y que Andrés no se preocupaba como era debido de su situación. Salió a dar una vuelta prometiendo regresar antes de las diez.

Vagó por las cercanías, anduvo por el Mercedo del Plata, y de pronto, sin quererlo, se encontró frente al atrio de San Nicolás. En su sitio de costumbre, como una figura de cera, rígida, quieta, con la mano extendida, divisó a Josefina; inválida de la crápula, reducida al triste estado de pedir a la caridad pública el pan de su sustento, después de haber dejado en los lodazales del vicio su juventud, los sentimientos de su alma y la luz de su mirada. José tuvo horror, y febriciente, zumbándole los oídos, con un turbión de ideas lúgubres, se dirigió a la Botica cabizbajo y alimentando los más tristes presentimientos.6

Tuvo que esperar más de media hora a Catay. Este llegó, al fin, en su tílburi, algo apurado, porque ahora tenía más clientela y se daba mayor importancia. En lo de Andrés estaba todos los días un momento; veía si había alguna novedad y seguía: la noche la reservaba para la nueva Botica de don Isidro.

Andrés lo impuso de la novedad que sentía José, y entonces Catay lo llamó:

-Pase para acá, Dagiore.

Fue el joven a la habitación en que jugaban al mus en otro tiempo los contertulios de don Isidro; Catay lo llevó a la puerta que daba al patiecito para tener mayor luz y le hizo abrir la boca.

-¿No ha tenido otra manifestación? -preguntó.

-No, señor.

-Es lo más probable que tenga. Voy a recetarle -y mientras escribía, seguía diciendo-: de esta bebida tomará tres cucharadas al día y con la otra preparación hará gárgaras, con tanta frecuencia como le sea posible. Cuídese y no haga desarreglos.

-Ah, doctor, si salgo de esta todo eso habrá concluido.

-Así dicen todos cuando caen; pero después que pasa el susto, se olvidan de la lección y vuelven a las andadas. Había sido Vd. muy calavera. Caramba, que le dio buen susto la otra noche a mi amigo el diputado.

José ni siquiera sonrió: maldecía esa noche desde lo más íntimo de su alma, pero ya tarde.

Catay se despidió:

-Véame mañana a esta misma hora, y tenga ánimo que lo hemos de remendar, porque en estas enfermedades no se cura nunca radicalmente.

El pobre joven quedó abismado con ese equívoco consuelo.

Con todo, esperaba que no serían más que las llagas: una voz secreta, la eterna sirena de la esperanza, lo alentaba y le decía que era imposible una desgracia mayor.

Llevó los remedios y con cierta unción, lleno de fe, se curó todo el día: a la noche fue a hacer su visita de costumbre: la idea de que no pudiera realizar su matrimonio en la época concertada abatía su ánimo y lo ensimismaba cretinamente.

Carlota le notó algo extraño. Pensó que José podría haber tomado a mal algún dicho suyo y en vano se devanaba la cabeza, porque no recordaba la menor palabra que pudiera haberlo resentido.

El joven estaba sombrío, y su silencio de esa noche contrastaba con la alegre verbosidad de que había hecho gala en las visitas anteriores.

Carlota había entrado en cuidado, pero no se animaba a preguntarle nada.

De pronto José lanzó un triste ¡ay! suspirando; fue aquello impensado, sin creer que pudiera ser oído.

-¿Está Vd. enfermo? -preguntó entonces Carlota con el más vivo interés.

José tardó en contestar.

-Sí, tengo un dolor de cabeza horrible, lo he tenido todo el día.

La joven se levantó y fue a buscar un poco de agua de colonia.

-Póngase un poco en las sienes -dijo-, presentándole el frasco: eso le hará bien.

La madre vino después y le dio tres o cuatro recetas infalibles para el dolor de cabeza.

Todas estas atenciones ponían más triste al joven porque si bien lo hacían comprender los mimos y el cariño que le esperaban, estaba también seguro que el casamiento ya no podría tener efecto en el plazo convenido. Ciertas punzadas que estaba sintiendo y que le auguraban muchos dolores le hacían creer que Catay no se había equivocado. Se levantó mucho más temprano de lo que acostumbraba y se despidió:

-Hasta mañana -le dijo su novia-: cúrese.

-¡Ah! esos dolores de cabeza hacen sufrir mucho, pero tienen de bueno que pasan pronto-, agregó la señora.

-Hasta mañana -repitió José, haciendo un soberano esfuerzo: el gran desaliento que ya había sufrido otra vez se estaba apoderando nuevamente de todo su ser.

Esa noche tuvo mucha fiebre y durmió muy poco. A eso de las doce de la noche empezó a sentir una dolorosa retención de orina que se acentuó mucho más, después.

A la madrugada escribió unas líneas llamando a Andrés. Este acudió en el acto y le recetó algunas cataplasmas y remedios sencillos como para calmar los dolores, y prometió volver a las diez con Catay.

Cuando entró el doctor, le tomó el pulso y se asustó.

-¡Ah! mi amigo -dijo-, Vd. se ha asustado y así no es fácil que lo sanemos. Es preciso valor.

-Lo tengo, doctor.

-Así me gustan los hombres; veamos lo que hay.

-Hum, en fin, no es nada, podría ser más: ¿y las llagas cómo van?

-Lo mismo, doctor.

-Bueno, Andrés, tú le vas a poner doce sanguijuelas y antes una sonda. Por hoy basta. No desmaye, mi amigo, y hemos de salir adelante. Trate sobre todo de no moverse mucho en la cama.

Andrés dejó la Botica en manos de su dependiente y acompañó todo el día a su amigo enfermo.

Serían las dos de la tarde cuando golpeó la puerta un muchacho que traía muchos folletos debajo del brazo.

-¿Está el señor Dagiore? -preguntó.

-¿Qué se te ofrece? -le dijo Andrés.

-Traía esto para él -contestó el muchacho, entregando uno de los folletos.

-Está bien.

Andrés miró la carátula y vio que era la tesis de Juan Diego, que antes de presentarla a la mesa examinadora ya la estaba repartiendo entre sus relaciones.

José la reclamó, vio que trataba sobre enfermedades del corazón; dobló luego la carátula, varias páginas más en que se dedicaba la obra al abuelo, al padre, a los vivos y a los muertos, y antes de comenzar el texto verdadero de la obra, descubrió una dedicatoria escrita. Decía así: A mi querido amigo José Dagiore en recuerdo de la soberana tranca de la otra noche.


EL AUTOR.


José se puso muy serio al leer estas líneas. Culpaba a Juan Diego de su enfermedad, pero no se atrevió a comunicárselo a Andrés, porque como también el boticario había tenido su parte, temía que se resintiese.

A la tarde se fue Andrés. José le rogó se pasara por lo de Carlota y anunciase que estaba enfermo en cama.

-Mira -le dijo-, hazme este servicio, pero con mucha cautela: diles allí que tengo una fiebre muy fuerte.

Entonces subió Carlos a hacerle compañía.

El rudo italiano, en vez de consolarle lo afligió, refiriendo enfermedades que había padecido, cuando lo que necesitaba el pobre joven eran distracciones y que su espíritu se alejara de las negras ideas que su situación le inspiraba.

-Lo que es Vd., no tiene nada -decía Carlos-: ¡ah! si me hubiera visto a mí cuando ahora dos años tuve que entrar a curarme al Hospital: allí me daban una servilleta a morder con eso uno bufa y no grita. Entonces el médico con tijeras y bisturí corta la carne como podría hacerlo un carnicero: ¡ah, diablo! allí sí que se sufre.

José le oía estremeciéndose.

Al día siguiente Catay volvió a examinarlo. Lo encontró mal y le recetó un ungüento mercurial.

Andrés y el dependiente principal de don Guillermo lo acompañaron hasta hora avanzada.

A eso de las dos de la tarde, entró la china de misia Carlota.

José compuso la cama y ocultó varios frascos y dos sondas que estaban encima de la mesita de noche y la recibió entonces.

La china dio su recado y le entregó un fragante ramito de flores de parte de Carlota.

Cuando salió la sirvienta, José muy enternecido, no pudo contener las lágrimas, y con ese llanto, se escapaba también de su alma la energía que le quedaba.

Andrés trató en vano de consolarlo.

-¡Ah! soy muy desgraciado-, decía sollozando: la felicidad no se ha hecho para mí.

-Si vas a sanar: ten valor y paciencia.

-¡Ah! es que si la madre llega a descubrir algo hará que su hija me desprecie.

-Si vas a hacer tantas suposiciones es claro que has de encontrar algún lado malo: no exageres tu situación.

Así pasaron varios días, y más que la enfermedad, puede decirse que lo aniquilaba su preocupación moral. No había ya resistencia en aquel cuerpo trabajado por las pasiones.

Hacía tres años que seguía impávido el curso de una corriente de cieno. Varias veces fue salpicado y en cada enfermedad se había curado a la ligera. Creía que sanaba, y era su naturaleza joven que ocultaba el mal. Todas estas heridas mal curadas se habían abierto con los excesos que cometió la noche de la orgía.

Ahora tenía una cruel orquitis y se le habían formado dos abscesos.

Juan Diego al saber su enfermedad ocurrió inmediatamente y ayudaba al médico de cabecera.

Los abscesos supuraban mucho y Catay comprendió que había llegado el momento de abrirlos.

Participó esta opinión Juan Diego y le pidió que lo preparara. José al saber lo que le esperaba recordó asustado los cuentos de Carlos.

Se sobrepuso y dijo a su amigo:

-Mira: antes de eso quiero saber una cosa: invoco para ello la amistad que nos une.

-Lo que quieras... di.

-Tú sabes que estoy comprometido a casarme: he fijado el plazo y sólo falta para que se cumpla casi un mes y medio: para dejarme operar y estar tranquilo quiero arreglar esto antes: lo que te pido pues, es que hables con Catay y me digas en qué tiempo podré estar en condiciones de cumplir mi compromiso: así, yo escribiría a la madre de Carlota y veré de arreglarme.

Juan Diego lo escuchó muy serio y contestó después:

-Voy a hablar con Catay.

Pasó a la otra pieza y comunicó al doctor lo que José quería.

-Es preciso mentirle -dijo Catay-: se requiere estar loco o muy enamorado para ponerse a pensar en casamiento en este estado.

-¡Ah! no, doctor; hagámonos ilusiones, si usted quiere; pero yo tengo que darle una contestación aproximada a la verdad: lo quiero mucho y así se lo he prometido.

-Vamos a ver: ¿qué piensa Vd.?

-Pienso que dentro de seis u ocho meses podría casarse.

-Es mucho decir: lo que es yo no quisiera ser la novia: al abrirlo los abscesos... ¿ha visto Vd. cómo son?... al abrirlos, digo, se herirán necesariamente las túnicas albugíneas, y sanará por ese lado, pero después de producida la atrofia de los órganos, con lo cual quedará como Abelardo el desdichado amante de Eloísa.

-¡No vaya Vd. a decirle eso, por Dios!

-Es que hay más: ¿le ha reconocido Vd. bien el paladar? Ya eso no se detiene: ese joven se ha curado muy mal sus enfermedades anteriores: tiempo más, tiempo menos, póngale Vd. un año, habrá que colocarle un paladar artificial.

Juan Diego estaba consternado.

Volvió a la pieza del enfermo y le dijo:

-Debes tener valor: tu enfermedad te ha agarrado fuerte, pero podrás casarte antes de un año.

-¡Un año! -repitió José-, eso no tiene nombre, ¡Dios mío! y con un inmenso desaliento dejó caer su cabeza sobre la almohada.

Juan Diego comprendió que lo asesinaba y trató de corregir su falta.

-Sí, pero esa es la opinión de Catay, lo que es yo, creo que dentro de seis meses...

-Eso es peor: no me engañes, te conozco que tratas de tranquilizarme: tu misma cara me está diciendo que estoy muy grave.

-Si lo quieres tomar así, es claro: ¿acaso podría estarme riendo aunque lo que tuvieses fuese un simple resfrío? Siento de veras tu enfermedad, pero esto no implica que ella sea muy grave. Te diré todo: tu mejoría depende más de lo que tú hagas que de la ciencia de los médicos: debes tratar de tranquilizarte y estar bien para que te operemos mañana. Será cosa de un momento, nada más, un dolor pasajero.

-¡Ay! -contestó el enfermo; si ahora sufro tanto, ¡qué será después de eso!

-Sufrirá menos entonces: es preciso que te decidas: Catay acaba de retirarse y yo he quedado en buscarle mañana para venir juntos.

-Hagan lo que quieran.

-Bueno, queda resuelto: ¿no es verdad?

-Sí.

Serían las doce del día próximamente. Juan Diego se despidió hasta la tarde y José quedó con Andrés.

Una hora después entró la china de misia Carlota a informarse de la salud del enfermo, trayendo el ramito de flores que le enviaba su novia. Esta cariñosa prueba de simpatía le hacía mucho mal. Lo desesperaba horriblemente, pensando que no merecía a Carlota. Cada momento que pasaba era un tormento para él y no encontraba excusas ni palabras; algún medio, en fin, razonable, que explicase el pedido de un plazo más largo, y luego, ¿qué enfermedad simular, si dentro de uno o dos meses lo verían en pie? Concluía en lo mismo; viéndose despreciado y rechazado por misia Carlota y su hija.

Fueron horas tremendas para el joven. Tomó entonces su resolución y se convenció a sí mismo con razones que le parecían de una lógica terrible, de que debía darse la muerte.

Pensaba en medio de una angustia suprema, que Catay debía haber dado un pronóstico horrible, cuando Juan Diego se había decidido a decirle que recién sanaría dentro de un año. Los agudos dolores que sufría contribuían a afirmar en él esta idea. Proyectó escribir, pero su desaliento y su resolución le habían infiltrado una indiferencia desesperante. La idea que genera siempre el orgullo en estos trances y que hace pensar en un mañana que no se verá, no alcanzaba a irritar su pobre espíritu languidecente.

Andrés lo estorbaba. Leía un libro cerca del balcón, esperando así que su amigo lo llamara o que llegara la hora de darle un remedio.

-Andrés -dijo-, yo estoy abusando de ti, eras muy buen amigo, te estoy demasiado agradecido, pero no quiero que desatiendas tanto la Botica.

-¡Qué ocurrencia! Si no lo hiciera con gusto, pase.

-Ya sé, pero no es necesario que te incomodes tanto: ¿por qué no te vas ahora y vuelves a la noche a acompañarme otro poco?

-A la noche vendrá Juan Diego: si me voy vas a quedar solo.

-No, de día no quiero que te embromes, así: tu presencia es necesaria en la Botica; mira, puedes irte, y llamarlo a Carlos de paso para que se quede conmigo.

Andrés convino en esto, sin sospechar ni remotamente las intenciones de su amigo.

Se despidió y fue a llamar a Carlos.

Cuando salía, José le gritó:

-No dejes de venir luego: adiós.

-Adiós, hasta luego -contestó Andrés.

Entonces José abrió el cajón de la mesita de noche y sacó su revólver Bulldog. Lo examinó fríamente y viendo que tenía sus cinco balas lo puso debajo de la almohada.

Al poco rato entró Carlos.

-¿Cómo se siente? -dijo.

-Mejor, pero muy cansado: todo el día me han estado embromando las visitas y tengo sueño: voy a ver si duermo un poco: déjame solo y entorna la puerta: si viene alguien di que no puedo recibir.

Carlos salió, y entonces José volvió a apoderarse del arma: tuvo un desfallecimiento: el recuerdo de Carlota y de su familia lo enternecieron, pero fue un breve rato: secó sus lágrimas y en medio de una turbadora zozobra llevó el revólver a su sien derecha: al sentir el frío del cañón volvió a desmayar. En una de estas angustiosas tentativas creyó oír pasos en la escalera, escondió el arma y escuchó: nada, se había equivocado.

Pensó entonces, en que si venía alguno de sus amigos, tal vez quisiese pasar allí la noche, recordó después la operación que le esperaba al siguiente día, volvió a turbarse, todo lo vio negro en su porvenir. Su naturaleza gastada no fue capaz de una reacción violenta y sus ideas tétricas impidieron que sonriera en su espíritu la acariciadora luz de la esperanza, siempre lejana y siempre brillante, como los astros de primera magnitud. Se precipitó al arma, y tomando con la izquierda el cañón, afirmó el puño sobre el ángulo facial y con la otra mano completó de arreglar la dirección a la sien, y apretó entonces el gatillo: antes de disparar el tiro hizo un movimiento instintivo que no consiguió desviar la bala. El cuerpo del suicida se sacudió violentamente un instante para quedar casi boca abajo reposando sobre el costado izquierdo. La mano crispada había abandonado el revólver en una de las convulsiones de la agonía y estaba completamente manchado de sangre su pecho. La bala perforó el cráneo y fue a detenerse en el parietal izquierdo. De la herida manaba copiosa la sangre; se mancharon todas las ropas del lecho y después empezó a caer por uno de los bordes de la cama.

Nadie en la casa sintió la detonación.

Una hora después, al caer la tarde, se presentó el dependiente principal de D. Guillermo: venía a anunciarle que ese día había presentado la solicitud al Banco, la cual sería considerada al siguiente.

Carlos le dijo que estaba durmiendo, pero como la visita insistía se decidió a acompañarlo. Entró al cuarto, y aunque no había mucha luz, vio la sangre. Dio un grito y el dependiente de D. Guillermo se precipitó a la habitación. Los dos hombres quedaron mudos y sintieron calambres en las piernas. Retrocedieron espantados ante aquel cuadro de horror.

Sin saber lo que hacían bajaron nuevamente la escalera. A los gritos y los comentarios, acudió un vigilante, el cual llamó a otro.

Subieron, miraron el cadáver y quedó uno de ellos de guardia en la puerta mientras el otro fue a dar cuenta de lo sucedido.

Andrés llegó luego y le comunicaron la noticia. No daba crédito a lo que oía, se turbó y dijo con voz idiota:

-Para chanza es muy pesada: ¿se quieren burlar de mí?

Cuando se convenció de que era cierto y vio al vigilante que no dejaba entrar se le nublaron los ojos y hubiera caído si no lo sostienen.

Después vino Juan Diego. Quería morirse, y se puso a llorar como un niño.

A las ocho de la noche el médico de policía lo había reconocido y la autoridad dio permiso para que la familia se hiciera cargo del cadáver.

Dorotea estaba ya preparada y había intentado varias veces salir para ver a su hijo muerto; pero algunas personas que la acompañaban se lo impidieron.

Para que no fuera tan violenta la escena de la traslación, el Mayor Paz, que andaba en todo esto, decidió que se arreglara antes la mesa mortuoria y se prendiesen los cirios en la sala de la casa de Dorotea.

Después algunos changadores trajeron el cadáver de José colocado ya en el cajón.

Juan Diego y Andrés lo vistieron, y la cara, más que con agua se la habían lavado con lágrimas.

Dorotea y sus hijas, a quienes retenían varias personas en las piezas interiores, se abrieron paso y como unas locas se precipitaron en la sala. D. Juan y Dª Margarita las seguían. Allí rodearon el cajón y cubrieron de besos y de lágrimas el rostro macilento del pobre muerto.

Cuando se desahogaron un poco las sacaron en brazos, porque se resistían a salir.

Más tarde llegó el abogado, y conversando, dijo que ese día había hablado de José con Víctor.

-¿Dónde? -preguntó Andrés.

-En la calle de la Florida: anda ahora de guarda-marina y el padre le ha permitido bajar a tierra por ruegos de la abuela.

-Pues voy a escribirle dos líneas -dijo Juan Diego-: si no puede venir esta noche estoy seguro que nos acompañará mañana al cementerio.

-¡Qué noche fatal aquella! -dijo el abogado.

-Pobre José: quién lo hubiera dicho entonces -agregó Juan Diego.

-¿Y a Vds. no los ha sucedido nada? -preguntó el abogado.

-Nada: parece que el pobre José fue el solo desgraciado.

-No tanto. A mí y a Víctor también nos pringaron.

-¡Qué barbaridad! -replicó Andrés, por decir algo.

-¿Qué le vamos a hacer? Así es el mundo.

Media hora después llegó Víctor.

Se acercó silenciosamente al cadáver y le tomó una mano.

Después salieron al patio.

Allí conversaron tristemente. De cuando en cuando veían al Mayor Paz pasar por entre los grupos de los conocidos o amigos de la familia, grave, pero siempre haciendo conocer las dotes que poseía de adaptarse a las circunstancias: convidaba con coñac a unos, hacía dar mate a otros y no olvidaba que cada cuarto de hora era necesario despabilar las velas. Parecía un pariente lejano de la familia, pero muy comedido. Él había dado la noticia a Dorotea, contrató el precio del servicio fúnebre y mandó los avisos de invitación a los diarios y se prometía conseguir temprano, al siguiente día, el certificado de la parroquia y el permiso de la Municipalidad.

Victor se despidió, porque su padre tomaría a mal que pasase fuera la noche, pero prometiendo al otro día.

A media noche el Mayor Paz llamó al abogado, y le dijo:

-Me han dicho que Vd. conoce al Cura de la Recoleta.

-Es cierto.

-Pues Vd. va a hacer un favor a la familia. La madre de José está temiendo con que no lo van a enterrar en tierra santa: ¿podría Vd. arreglar esto?

-Es muy fácil: la iglesia es cierto que niega la tierra en sagrado a los suicidas, pero se hacen muchas excepciones: por ejemplo, tratando de probar que estaba trastornado cuando se quitó la vida: no le diga esto último a la señora, pero puede garantirle de mi parte que no habrá en esto ningún entorpecimiento y que se le aplicará el responso de costumbre: para mayor seguridad mañana temprano iré yo a la Recoleta.

-Mil gracias, voy a decírselo.

La noche se pasó sin ninguna novedad, salvo los sollozos intermitentes de la madre y las hermanas de José, que más de una vez insistieron en volver a la sala, pero se las contuvo.

A la mañana volvieron algunos que se habían retirado temprano para descansar unas horas. Quedaron estos y entonces se fueron otros que habían velado toda la noche.

Poco después el Mayor salió a despachar las diligencias que tenía que hacer; el abogado fue a la Recoleta y Andrés y Juan Diego quedaron al lado del pobre amigo muerto.

En las piezas interiores estaba Dorotea, acompañada de su madre. D. Juan, vencido por el sueño, se había dormido en un viejo confidente.

Hacía algunas horas que doña Margarita y Dorotea habían conseguido que las niñas se acostaran. Allí quedaban, sin misión que cumplir sobre la tierra, esperando un marido que nunca llegaría. Ignoraban que el brusco ascenso en el rango social que había dado la madre, equivalía a haber quemado las naves a este respecto, pues sin fortuna nadie las pretendía, y con sus humos de princesas oponían un cordón sanitario a sus naturales pretendientes: Carlos, el dependiente del Café, los puesteros del Mercado y otros mozos por el estilo: dormían quietamente debido a su temperamento linfático, soñando con novios que nunca vendrían, estas pobres vestales contra su voluntad y por arte de un sistema social imperfecto.

A las tres de la tarde se soldó la caja y se clavó el cajón.

Dorotea quiso despedirse por última vez de su hijo, pero no la consintieron; toda deshecha en su cuarto contenía los sollozos para no despertar a sus hijas. Dª Margarita la acariciaba en vano.

En el patio se hicieron a un lado los acompañantes todos vestidos de negro, y D. Juan, Andrés, Juan Diego, Víctor, el Mayor y el abogado, sacaron el cajón.

El convoy fúnebre partió con dirección al Cementerio del Norte.

En los primeros coches iban nuestros jóvenes, pálidos, tristes y reconcentrados.

Llegaron a la Recoleta. Allí bajaron el cajón los mismos que lo subieron conduciéndolo a la mesa mortuoria de la capilla del Cementerio.

Vino un sacerdote y le echó el responso de costumbre.

Volvieron los amigos de José, y su abuelo, a tomar la carga, y se perdieron con el séquito en una de las callejuelas: se dirigían a la bóveda de la familia de Juan Diego, que es donde iba a reposar el infeliz suicida.

Llegaron; Juan Diego abrió el sepulcro, un peón bajó con unas sogas y otros dos que retenían los extremos precipitaron el cajón, el cual corrió sobre la puerta del sótano produciendo un chirrido destemplado; el sepulturero lo acomodó en uno de los catres y los otros recogieron las sogas.

Cuando salió el que había descendido cerró el sepulcro y Juan Diego tomó las llaves.

¡Todo había concluido!

Volvieron tristemente. D. Juan, que era el único pariente de José, se adelantó, porque le había enseñado Dorotea que tenía que despedir el duelo en la puerta del Cementerio.

El pobre hombre estaba ya muy viejo y se encontraba incómodo entre los elegantes jóvenes que habían sido amigos de su nieto. Hacía, también, mucho tiempo que no vestía de negro y la levita arrugada que llevaba puesta le sentaba desastrosamente.

Carlos se puso a su lado.

Al llegar el grupo de los acompañantes, el abogado, que recién la noche anterior había hecho relación con D. Juan, dijo:

-Bueno, viejo, estamos despedidos: todos nosotros nos reputamos amigos y hermanos del pobre José: váyase a descansar.

Sin embargo, se cruzaron algunos apretones de mano.

Después la pequeña concurrencia fue a buscar sus carruajes.

Al salir en grupo nuestros jóvenes, se encontraron con el cura de la Recoleta.

-¡Ah! -dijo, divisando al abogado-: ¿ya cumplió Vd. con su deber de amigo?

-De eso venimos.

Algunos coches partían.

-Esperen, muchachos -dijo el abogado.

Los presentó al cura.

Unos cuantos mendigos italianos de cara torva y frente deprimida, que habían salido del asilo contiguo les trababa el paso.

-Una limosna.

-Estamos muy pobres.

-Un cigarrito.

-Vayan; vayan para allá -dijo el cura apartándolos-, estas hermanas se descuidan y los dejan salir -agregó.

Caminando volvieron a entrar al Cementerio.

-Me han dicho que era muy buen joven el amigo de Vds.

-Ah, señor; puede creerlo Vd. -contestó Andrés con sentido tono.

-¿Pero nosotros tal vez lo interrumpimos? -dijo el abogado.

-De ninguna manera: venía a ver al Administrador del Cementerio por una cosa de escaso interés: al contrario, me hacen Vds. favor.

Entonces se hizo referir la muerte de José.

-¡Ah! caramba, caramba -murmuraba el sacerdote, y luego como todas las personas imbuidas en una sola idea que la generalizan para todos los casos, agregó-: ¿saben Vds., mis jóvenes amigos, por qué suceden estas cosas? Se los diré: por la falta de fe, porque ahora en la escuela se descuida la enseñanza religiosa.

-Pues yo creo -replicó Juan Diego-, que eso sucede porque sucede, y el pobre José tiene tanta culpa de lo que le ha sucedido como el transeúnte a quien aplasta un ladrillo que cae de un andamio.

-Ah, señor -contestó el sacerdote-, eso es blasfemar: Dios ha hecho libre al hombre, y por lo tanto es responsable de sus actos; de lo contrario se debería abrir las puertas de las cárceles.

-No -dijo el abogado, al cual le chispeaban los ojos-: eso se hace porque la sociedad forja un sofisma: no venga a nadie ni reparte justicia, sino que se resguarda de un mal por el instinto de su egoísmo: es lo mismo que cuando aísla a un enfermo contagioso.

El sacerdote estaba escandalizado.

Incidentalmente habían caído en una de las cuestiones más grandes del Derecho y la Filosofía.

-Pero, señor -respondió-, advierta que Vd. me niega que haya hechos malos y buenos.

-Precisamente: un deseo es lógico; es, más bien dicho, con prescindencia de todo; pero son las circunstancias tales, que al satisfacerse hiere otras ideas, otros intereses y ciertas bases establecidas, y de aquí, el criterio que se forma para calificar un hecho de bueno o malo; no siendo nada bueno ni malo en absoluto: estas ideas las desarrolla de otro modo y mucho mejor Schopenahuer...

-Siempre Vds. con esos autores extranjeros.

-Vamos al caso -dijo Juan Diego-, y dejemos a Schopenahuer: yo lo nombro a Vd. juez: ahora bien, ¿condenaría Vd. a José?

-Eso -respondió el cura-, sólo corresponde a Dios.

-Pues yo digo que es inocente -exclamó el abogado.

-Y yo que es culpable, aunque la misericordia del Ser Supremo es infinita.

-Es preciso distinguir -dijo Andrés-: en mi opinión se es inocente de aquellos actos en que se incurre por ignorancia, y culpable, cuando se cometen teniendo experiencia y pudiéndose prever los resultados.

-No -contestó el abogado-, hay imanes fatales en la vida y cosas irresistibles.

-Para eso está el deber y la religión -respondió el sacerdote, que ya se sentía cansado de la discusión.

-Hay pasiones que arrastran todos los diques, y vuelvo a decir que los que se encuentran en el caso de nuestro pobre amigo son inocentes.

-Culpables -replicó suave pero tercamente el buen cura.

Se despidieron.

Desde la verja aún se dio vuelta el abogado y agitando su mano en ademán de saludo, gritó:

-¡Inocentes!

-¡Culpables! -respondió el sacerdote.

Los sauces y los cipreses del Cementerio, agitados por la brisa, detuvieron un momento estas palabras, y al rato volvieron a repercutir, devueltas por el eco de las tumbas...