¿Inocentes o culpables?/XI
Hacía pocos días que Dagiore estaba en el Manicomio, y ya su familia parecía resignada de semejante desgracia.
Los primeros días Dorotea y sus hijas sólo hablaban de él, pero luego perspectivas más risueñas dieron rumbo opuesto a sus pensamientos.
José se había mandado confeccionar un traje de yaquet. Dominado por una fiebre loca de derrocho no reparaba en precio para las compras que hacía. Amuebló regularmente las piezas y volvió a llenarse de libros.
Parece que deseaba desquitarse de las privaciones sufridas anteriormente.
Ahora satisfacía su pasión por la lotería de una manera inconsiderada.
Vigilaba mucho a Carlos, y al principio pensó en despedirlo para vengarse de las veces que le había negado dinero, pero encontró dificultades al buscar quien lo reemplazara. No se le ocultaba tampoco, que el dependiente de Dagiore conocía a la clientela, y que por lo tanto, sabía a qué personas se podía fiar, pues el consumo dado al crédito importaba casi la mitad de las utilidades que dejaba el Café. No hubo pues innovación en esta parte, y el negocio siguió su marcha de costumbre.
La mayor parte del día la pasaba José en sus habitaciones, acompañado de sus libros, de buenos licores y mejores cigarros.
Meditaba muchas cosas y la idea del Registro venía de vez en cuando a halagarlo dulcemente.
Luego pensaba que era poco el dinero de que podía disponer, pero se aquietaba creando en su imaginación un socio con mayor capital.
Todos eran sueños y proyectos sin arribar a nada práctico y concluyente.
La imagen risueña de Carlota se asomaba también a sus recuerdos y entonces se devanaba la cabeza por encontrar un medio fácil para regularizar su vida y reconquistar su posición anterior.
Tan pronto ideaba escribir a la madre como presentarse de nuevo en la casa.
Borroneaba papel y luego rompía lo escrito.
No encontraba una excusa que lo satisfaciera, y en el mayor desconsuelo, concluía por pensar que misia Carlota le impediría ya para siempre que visitase a su hija.
Entonces se paseaba a grandes pasos por la habitación. Se confundía y aturdido salía a la calle. Vagaba, se aburría, entraba a comer a algún Restaurant de moda, pedía los mejores vinos, daba una exorbitante propina al mozo y volvía a salir con una ansiedad loca, sintiendo un vacío en el alma, rabioso de no encontrar un conocido. Pasaba por lo de Carlota, iba a la iglesia, a todas las partes en que suponía podría encontrar a la joven, y nada; parecía que a Carlota se la hubiese tragado la tierra. De nuevo tornaba a sus habitaciones, disgustado de encontrarse solo.
La vida civil moderna es monótona y de una disciplina de cuartel, y es el trabajo el único agente que puede moderar los espasmos de una actividad que desborda sin aplicación útil.
La ociosidad de José era la causa del cansancio que sentía. Ya no alcanzaba a leer una página de cualquier libro sin bostezar.
Como de costumbre, se paseaba intranquilo y febriciente por la habitación; cuando sintió que golpeaban la puerta.
-¡Adelante! -dijo.
Era Clara que venía a traerle una carta que habían llevado para él a casa de Dorotea.
La tomó, y despidió a su antigua niñera.
José rasgó el sobre y se puso a leer. A medida que fue recorriendo las líneas sus ojos recobraban cierta animación.
Al concluir de leerla, puede decirse que se sentía alegre.
Se restregó las manos y exclamó:
-¡Vaya! esta noche sabré muchas cosas.
La carta decía así:
Señor don José Dagiore.
Mi querido José: Al fin pasé el rubicón. Este año, los exámenes han principiado muy temprano a causa de que había muchos estudiantes y los viejos parece que quieren salir al campo. No ha sido poco el susto, pero pasé perfectamente. Dentro de quince días mi tesis estará impresa.
Andrés también está de plácemes. Se ha recibido de farmacéutico y don Isidro, que está por abrir una Botica muy lujosa en la calle de Victoria, le ha dejado a partir de utilidades la que tú conoces en la calle de Cuyo.
Festejamos estos dos acontecimientos esta noche con un peludo y otras yerbas.
Espero que no dejarás de venir con eso celebramos la despedida que hacemos a la vida de estudiantes. Será la última, porque ya vamos a entrar a la vida seria. No te rías.
Si nuestros quehaceres nos han tenido alejados estos últimos meses es preciso que nos reconozcamos esta noche amigos hasta la muerte. Seremos cuatro no más, Andrés, tú y Víctor: al pobre Guillermo lo extrañaremos, pero qué vamos a hacerle.
Punto de reunión: Café Tortoni, a las ocho.
Te abraza:
Juan Diego.
Cosa extraña. José al imponerse de esta carta no pensó más que en Carlota. Hablaría de ella con Víctor. Ya antes había cruzado esta idea por su mente, pero lo incomodaba ir a buscar al hijo de Ferreol. Así es, que ahora que se presentaba espontánea la oportunidad, quedó lleno de alegría.
Comió temprano y se echó al bolsillo todo el dinero que tenía: cerca de diez mil pesos. Consultó el reloj y vio que todavía no era hora de acudir a la cita. Fue a hacerse afeitar y compró en la Peluquería una corbata, que estrenó, tirando la que llevaba puesta.
Al salir de aquí se dirigió al Café Tortoni. Habría andado una cuadra cuando se cruzó con una mujer que pasó por su lado como una sombra. Se dio vuelta el joven y reparó que la misma cosa había hecho ella. Avanzó entonces y con alguna dificultad reconoció a Amalia.
Tanto esta como él estaban muy cambiados.
José no era el de antes: la fiebre de las pasiones había impreso huellas profundas en su rostro: tenía ahora un color amarillo y los ojos lánguidos y marchitos; estaba, además, muy flaco. Amalia notó esto último.
-Qué delgado estás, pichón -le dijo.
-Sí: he estado enfermo.
-Se conoce.
-¿Y tú qué haces?
-También he andado de desgracias: vivo sola ahora; pero siempre puedo servir a los amigos.
-¿Ya no tienes la casa?
-¡Qué tiempo! Hace ya más de dos meses.
-¿Y Josefina?
-La pobre ya está dada de baja.
-¿Cómo?
-Ha seguido muy enferma de la vista: no quería escuchar mis consejos: últimamente se agravó mucho y como todos se le iban retirando empezó a beber como una bárbara: es cierto que siempre le había gustado el trago; esto no es malo, pero no hasta caerse y hacer escándalos como le había dado. En conclusión, te diré que tuvimos que reñir. Nos separamos, el peluquerito no la socorrió y fue a curarse al Hospital. Me han dicho que los médicos la operaron, pero no sé más.
-¡Pobre Josefina! -balbuceó José conmovido. Miró con desprecio a Amalia y abrevió palabras para cortar el diálogo.
-Si me necesitas, ya sabes, vivo ahora en la calle de Tucumán Nº...
-Bueno, adiós.
A José no le fue fácil reconocer a Amalia porque andaba bastante bien arreglada: llevaba un vestido de satiné negro muy rico, que se confundía con la seda: la bata era muy adornada con buches y puntillas; pero se comprendía que deseaba engañar, pues ocultaba las espaldas y el talle con un pañuelo grande de merino.
Cuando se separó de José entró a la primera casa de buena apariencia que encontró. Con inaudita audacia pegó dos fuertes golpes al llamador.
Era la sexta u octava vez que repetía esta escena en ese día.
Preguntaba por la dueña de casa y al aparecer ésta sacaba varias alhajas, y con tono compungido decía:
-Señora: una pobre viuda que tiene siete hijos me ha encargado que le venda estas prendas: las da regaladas por la necesidad que tiene, si a Vd. le interesa alguna hará una buena compra y una obra de caridad.
La señora, mujer al fin, se entusiasmaba, iba con las consultas adentro y compraba algo; la más de las veces sucedía esto, porque Amalia tenía buena vista para abordar las casas; sin embargo, en los casos negativos la astuta mujerzuela no se desconcertaba y con palabras muy comedidas emprendía la retirada e iba con la oferta a otra parte.
Todas estas alhajas que estaba vendiendo, procedían de robos efectuados por su querido y garantías dejadas por muchos jóvenes cuando ella estaba al frente de la casa de tolerancia.
A las ocho y media entraba José al Café Tortoni.
Juan Diego y Andrés, que ocupaban una mesa, lo llamaron.
-Así me gusta -dijo el primero: no te hubiera hablado más si dejabas de venir.
-Aquí estoy a las órdenes de Vds.: hagan de mí lo que mejor quieran; soy materia dispuesta.
-¿Qué vas a tomar?
-Una goma con soda.
-Estás muy flaco -le observó Andrés.
-Hombre, debe ser cierto, pues todos me lo dicen. Sin ir muy lejos, acabo de encontrar a Amalia y me dijo lo mismo.
-Hace tiempo que ha cerrado la casa -dijo Andrés.
-Esta tarde recién lo he sabido. Me dio muy malas noticias de la pobre Josefina: la han operado en el Hospital.
-Pues sabes poco -replicó Juan Diego-; ha salido del Hospital completamente ciega.
-¿Estás seguro?
-Hablé de ella el otro día con el practicante interno del Hospital, la conocía de tiempo atrás, y según parece, Josefina no le había dejado muy gratos recuerdos.
-¡Pobre! no pueden figurarse la impresión que me causa su desgracia. Desearía llevarle algún socorro. ¿No saben Vds. dónde la encontraría?
-Es difícil.
-Por Amalia tal vez se sepa algo.
-No es el asunto para afligirse tanto, también, -exclamó Juan Diego.
-No debe ser uno así -contestó José-, algo le debemos viendo bien las cosas.
-Sí, algunas reliquias.
-Te acepto, pero no me negarás que uno de nosotros, es decir, de los muchachos que solicitaban sus favores, alguno la clavó a ella primero.
-¿Y tengo yo la culpa de que se haya expuesto de esa manera?
-No, pero nada perderías compadeciéndola.
-Dejen de disentir -dijo Andrés- y consultando su reloj, agregó: las nueve menos doce; caramba; tarda Víctor.
José volvió a la carga con nuevos argumentos. Recordó un pasaje de Rolla y comparó a Josefina con María; después agregó con énfasis:
-Te diré con Víctor Hugo: ¡no insultéis a la mujer caída!
-Basta, por Dios -interrumpía a ratos Andrés-: que se dé el asunto por suficientemente discutido.
En esto apareció Víctor, acompañado de un abogado calavera que conocían bastante nuestros jóvenes.
-Hola, doctor: ¿Vd. por acá?
Cambiaron saludos y los recién llegados tomaron asiento alrededor de la mesa.
José se puso a hablar con Víctor.
Preparó el camino: le siguió en una conversación sin interés, hasta que al fin, preguntó por Carlota.
-Hace tiempo que no la veo, pero sé que está buena. ¿Vd. todavía tiene interés por ella?
José se puso muy pálido y maquinalmente se le salieron estas palabras de la boca:
-¡Oh! ¡siempre, siempre!
-¿Cómo me habían dicho que Vd. ya no visitaba?
-¡Ah! sería preciso que le contara muchas cosas: he tenido a mi padre muy enfermo y yo mismo... después le contaré a Vd. todo.
-Puedo darle una buena noticia entonces. Carlota fue a varios de los recibos que se dieron en casa, y cómo Vd. no estaba, otros se aprovechaban; porque parece que la prenda es muy codiciada: entre estos, Burgos era el más entusiasta; la pidió formalmente y sé que lo desahuciaron de la manera más fea, aunque con bonitas palabras.
-¿De veras? -preguntaba José, no dando crédito a lo que oía.
Después se franqueó más y le expuso su perplejidad de volver a la casa.
-Eso es lo de menos -dijo Víctor siento que se hayan suspendido los recibos en casa porque allí se presentaría la oportunidad para que Vd. se disculpase con mi tía, pero no nos hemos de ahogar en tan poca agua: yo lo acompañaré y le haremos una visita a mi tía.
José quedó enajenado: de buena gana hubiera ahogado con un fuerte abrazo a Víctor.
¡Y cosa extraña! Pensaba en la desgracia de Josefina, se llenaba de júbilo al ver cercano el momento de reanudar sus relaciones con Carlota, y estas dos cosas, que podrían haberle inspirado la idea de separarse de sus compañeros, le producía una fiebre nerviosa, ansias de embriagarse y de hacer locuras en las casas de tolerancia.
Esta aberración se producía también en los otros jóvenes.
-¿Qué hacemos aquí? -dijo Juan Diego.
-Salgamos, entonces -contestó José.
-Yo los dejo -exclamó el abogado.
-De ninguna manera -replicó Juan Diego. Vd. viene con nosotros.
-Es que tenía que esperar aquí a un cliente.
-Déjese de eso: mañana tendrá tiempo para atenderlo.
-Pero vamos a ver; yo no me entrego así no más: explíquenme su programa.
-En dos palabras: recorrer la costa: cenar donde diga la mayoría y llenar los claros imprevistos del modo mejor que se pueda.
-Bueno; los acompañaré, pero no toda la noche: pasaremos primero por casa, no los detendré un instante; tengo que cerrar allí mis piezas y apagar la luz que había dejado encendida.
Salieron los cuatro y se dirigieron a la casa del abogado, que estaba cercana.
No quisieron entrar los jóvenes y esperaron en el zaguán.
El doctor entró, arregló algunas cosas, tomó su revólver y todo el dinero que había en uno de los cajones de su escritorio.
Volvió a reunirse a la pandilla y siguieron calles abajo.
-Si Vds. quieren -dijo el abogado-, yo los guiaré.
Convinieron y poco después se encontraban en una casa clandestina de tolerancia.
Salieron de esta y fueron a otra, y así recorrieron en poco más de dos horas cuatro o cinco casas.
En la última que entraron produjeron un pequeño barullo y el rufián, por mandato de la madama, fue a desatar el perro.
En muchas casas de tolerancia tienen un mastín de aspecto poco tranquilizador, escondido en el fondo, y que desatan en momentos de conflicto para intimidar a los barulleros.
El que nos ocupa estaba muy enseñado: olfateaba como un tigre y no cesaba de gruñir.
El rufián lo entró a la sala, reteniéndolo con sus dos manos de la cadena.
-Hagan barullo y verán -gritaba la madama encolerizada.
Nuestros jóvenes, que ya habían apurado algunas copas, no revelaban el menor asomo de temor. Sin embargo, obedeciendo a un impulso instintivo de propia conservación, treparon a las mesas.
El abogado así trepado parecía un orador de plaza pública o más bien un rematador, porque para mayor semejanza sacó su revólver.
-Suelta el perro, roñoso innoble -le gritó con voz tremenda, o te parto el cráneo.
Se convenció la madama que no le sería posible imponerse a los jóvenes, y entonces empezó a tocar el pito llamando a la policía.
El rufián se llevó el perro. Entonces Andrés se acercó a la madama y pidió que les abriera la puerta.
-¿Y el gasto? ¿quién lo paga?
José y el abogado se precipitaron furiosos.
-¿Qué se ha creído Vd.?
-¿Por quién nos ha tomado?
-Ahí tiene plata, cóbrese.
-Déjeme a mí, a mí me toca.
Todos peleaban por pagar y al fin venció el abogado.
Cuando salieron de aquí fueron a cenar. Pidieron los mejores vinos y un poco después de la una, habiendo pagado José una cuenta exorbitante, decidieron ir a tomar más Champagne a lo de Luisa.
-Vamos, entonces -dijo Víctor.
-No, espera -replicó José, mordiendo un habano-: mandemos al mozo que nos traiga un carruaje.
La idea fue aprobada y cuando llegó el vehículo subieron los cuatro y dieron la dirección al cochero, que ya se la presumía.
La casa de Luisa estaba como de costumbre con bastante concurrencia.
Juan Diego tomó a María, la húngara, y Víctor, estragado de placeres, optó por conversar con Irene.
El abogado y José continuaron una célebre discusión filosófica que habían iniciado mientras cenaban.
El doctor defendía a Schopenhauer y José a Leopardi, dando cada uno más mérito a sus respectivas simpatías, pero conviniendo en las conclusiones a que arribaron ambos.
-¿Pero cómo me quiera comparar Vd. a un poeta con un filósofo?
-Ahí está -objetaba José-: Leopardi tiene más mérito porque ha cantado al dolor humano sin pretender hacer sistema.
-Luego eso no es filosófico, ni científico: es, se puede decir, acertar por carambola -y en su entusiasmo puso su flamante galera sobre la mesa, dejando ver una calvicie prematura. Cosas de la vida: Venus y las Pandectas lo habían rapado un poco.
Enseguida, agregó:
-Pero precisemos: ¿ha leído Vd. las obras de Arturo?
-¿De quién?
-De Arturo Schopenahuer; yo lo llamó así.
-Hombre, no le conocía el nombre de pila: he leído extractos y después la Filosofía de lo inconsciente de su discípulo Hartman.
-Es preciso que Vd. lo lea: ahí aprenderá la ciencia de refutar, porque Arturo deshizo con su talento las teorías de Fichte, Schelling y Hegel. Su mejor obra es «La raíz cuadrada de la proposición de la razón suficiente».
-¿Cómo? -dijo Juan Diego, que había oído algo.
El doctor volvió a repetir el título.
-Hijito, se me erizan los cabellos: madama, que me traigan una copa de la proposición de raíz cuadrada.
José mismo tuvo que reír.
Entonces Andrés dijo terciando:
-Dejen esas discusiones para otra oportunidad.
-Para ninguna -repuso el abogado: con Vds. no se puede discutir seriamente: a ver una lora que quiera venir conmigo -agregó, dirigiéndose a las mujeres que había en la sala.
-Eso es lo mejor -replicó José, llamando a la galleguita.
Había una nueva mujer en este serrallo público, una lindísima joven alemana; era muy preferida y acertó a entrar en ese instante.
El doctor, que ya tenía noticia de ella, se adelantó y la tomó del brazo, chasqueando de esta manera a otros más tímidos que la esperaban desde horas antes.
La sentó en sus rodillas y empezó a conversarla pero aquí surgió una dificultad: la alemana no poseía el español.
Con una sonrisa amanerada se limitaba a decir:
-¿Pagas cerveza?
No sabía más.
El abogado no se acobardó: recordó sus locuras de estudiante parrandero e hizo un esfuerzo para rememorar unas cuantas palabras en alemán que había estudiado, y que en otros tiempos eran su caballo de batalla en las casas de tolerancia y con las cuales despertaba la hilaridad general.
Así es que contestó con una voz precipitada:
-¿Cerveza? Maerz august eins vier sontag montag dinstag domerstag neun zhen sieben acht!
Esto quería decir: marzo, agosto, uno, cuatro, domingo, lunes, martes, miércoles, nueve, diez, siete, ocho.
El doctor se excedía a sí mismo: de todas partes le saludaban con aclamaciones de risa.
Él entonces volvía a vomitar una nueva combinación de meses y de fechas, recorriendo las diversas escalas de la entonación.
Usando las mismas voces hablaba melifluamente o se hacía el irritado, con la sola diferencia de que cuando se resolvía a elevar el tono se acompañaba de frecuentes estornudos, por lo cual usaba entonces con mayor frecuencia la palabra acht.
La misma alemana reía de la ocurrencia.
En esto fue llamada desde el patio por Luisa.
El abogado creyó que sería para advertirle cualquier bagatela o darle una lata, pero al poco rato la madama llamó a la galleguita, la cual estaba con José.
Nuestros jóvenes se alarmaron entonces y Andrés, que se asomó a la puerta que daba al patio, dijo:
-Los han fumado.
-¿Por qué?
-Han entrado a la sala reservada.
-Eso no podemos consentirlo -gritó el abogado.
-Lo que es yo -agregó José muy pálido- voy a sacarla de allí.
-Bien, hermano, yo te acompaño -le contestó Juan Diego.
-Es claro, eso debemos hacer -opinó Víctor-, ¿qué acaso pueden ser mejores que nosotros los que están en la sala? ¡Bah! me parece que los veo; algunos viejos eunucos y crápulas.
Bastante marcados por la bebida salieron al patio.
En él encontraron a Luisa
-¿Qué es eso? se van.
-Oiga, madama -dijo el abogado-: hemos recibido un gran desaire y Vd. lo va a pagar.
Quiso Luisa aplacarlos, pero todo fue en vano.
Entonces puso en práctica su conocido recurso, haciéndose la enérgica.
-Pues yo mando aquí y si no les gusta, ahí está la puerta.
No bien acabó Luisa de decir estas palabras el abogado la derribó de una bofetada.
-¡Adelante, muchachos! -dijo, y atropelló la puerta de la sala reservada.
Los cuatro se precipitaron por ella.
Luisa entro tanto se había levantado furiosa y gritaba:
-Bautista, toca el pito; fuerte, fuerte -y con gran arrojo siguió a los jóvenes.
En la puerta chocó con Víctor que salía con la cara muy asustada.
Irene, que estaba en los cuartos de arriba, oyó el alboroto y las voces, y práctica en estos casos comprendió que algo grave sucedía y corriendo a un balcón de la calla empezó a llamar con un pito a la autoridad.
Veamos lo que pasaba en la sala reservada.
El abogado había entrado con su revólver en mano y lo mismo le sucedió a José que enseñaba el Bulldog que ahora le pertenecía, el mismo con que Dagiore hirió a Victoria.
Pensaban pelear y dar algunos mojicones a la galleguita y a la bella alemana, pero cuál no sería la gran sorpresa que los sobrecogió cuando se encontraron con el doctor Ferreol, Catay y dos diputados por provincias, siendo uno de estos aquel pedante que en todo metía al Presidente.
Los jóvenes contuvieron sus bríos, y Víctor al reconocer a su padre no pensó más que en disparar.
El Ministro, Catay y los diputados se asustaron al principio, pero el primero que se repuso fue Ferreol al reconocer a los jóvenes.
-¡Víctor! -gritó; pero su hijo sólo pensó en desaparecer.
El abogado se acercó a Ferreol y le explicó el desaire que les habían hecho.
-Señor -le dijo el Ministro, ya con su sangre fría habitual-: no pido explicaciones.
-Pues nosotros tampoco las damos-, replicó encolerizado José, mortificado de ver que ni en ese trance perdía Ferreol su altanería-: y Vd., caballero -agregó dirigiéndose al diputado que siempre hablaba del Presidente-, me dará una satisfacción, porque esa mujer que está con Vd. estaba comprometida conmigo.
-Llévesela, señor, yo no tengo que ver nada con ella: aquí la han traído sin yo saber-, contestó el diputado con voz insegura.
-Dagiore -dijo Catay-, como amigo le pido que sea prudente: mire que va a comprometernos.
Un vigilante ya estaba en la ventana, y como no se atrevía a entrar solo, llamaba a otros tocando furiosamente su pito.
-Muchachos -dijo José-, de todas maneras vamos a ir a la Comisaría, pues que nos lleven entonces con razón -y uniendo la acción a la palabra tomó de un brazo a la galleguita.
-Yo te voy a enseñar, loca del diablo -le dijo.
Luisa se abrazó de él pretendiendo quitarle el revólver, pero Juan Diego le dio una patada feroz que obligó a la madama a dejarle.
El abogado por su parte arrastraba a la alemana. Ferreol sumamente disgustado se apartó con su grupo a un extremo de la sala.
Nuestros jóvenes por cierto rumor que oían comprendieron que los agentes de la policía se acercaban y pretendieron ponerse en salvo.
Era ya tarde. Salieron al patio con girones de vestidos en las manos.
Se dirigieron a la sala general, que estaba solitaria. Al principio del barullo los que se encontraban allí habían ido a ocultarse en los dormitorios.
-Estamos perdidos -dijo Juan Diego.
-Hagamos zafarrancho -entonces, propuso el abogado.
José empezó: volcó la mesa: Juan Diego abrió la tapa superior del piano y arrojó allí varias copas y botellas.
El abogado, no queriendo ser menos, cogió otra botella y la apuntó al gran espejo que al quebrarse en varios pedazos produjo un gran estrépito.
El rufián se había escondido y Luisa no se animaba a abrir la puerta de fierro temiendo que alguno de los jóvenes le disparase un balazo.
Los agentes de la policía empujaron con violencia la puerta, pero no les fue posible abrirla. Entraron entonces por la casa del lado seis vigilantes con un oficial.
Los barulleros se encerraron en un cuarto y cuando bajaron los vigilantes ganaron las azoteas vecinas. Ponían en práctica el sálvese quien pueda. Un vigilante que había quedado de centinela los vio y les dio el grito de ¡alto!
Como no obedecieran hizo un disparo al aire para contenerlos.
-¡Eh! no sea bárbaro -gritó el abogado deteniéndose.
-¡Alto o lo mato! -volvió a gritar el agente.
Vinieron otros a los gritos y consiguieron tomar al abogado, a Andrés y a José.
Luisa entre tanto, llegaba con tres vigilantes de los que habían bajado al patio.
A Juan Diego no se le encontró.
Resultó para los tres presos una coincidencia feliz: el oficial de Policía era íntimo amigo del abogado y habría por él perdido hasta su empleo.
-¿Qué es lo que ha pasado? -le preguntó.
El abogado empezó a hablar, pero Luisa lo interrumpía a cada momento: todavía se resentía dolorosamente de la bofetada, del puntapié y de sus muebles rotos.
-Cállese, señora -decía el oficial-: no puedo atender a dos a la vez.
Pero esto era imposible para Luisa. Entonces el oficial llevó aparte al abogado.
-Tienes que venir a la Comisaría; ¡caramba! se precisa no tener el menor juicio para hacer esto.
El abogado le impuso, al fin de todo.
-¡El doctor Ferreol! -dijo.
-Sí, ahí está o ha estado -agregó el abogado-: él ha sido el causante de este alboroto, porque por él se llamaron a nuestras compañeras: es preciso que nos acompañe a la Comisaría lo mismo que la madama y las loras.
-Estas últimas irán, pero ¡un Ministro!
-Y dos diputados nacionales.
-¡Sopla!
El oficial se acercó a la madama y le preguntó si estaban los otros señores en la sala.
-Sí -contestó Luisa-, pero ellos no tienen ninguna culpa.
-Voy a verlos.
Ferreol no temía que lo viese la policía, pero si hubiera podido evitarla le habría agradado más.
Así es que cuando entró el oficial, lo llevó aparte y le dijo:
-Usted ya sabrá el escándalo que acaba de pasar: es inaudito y haré valer mi influencia para que se castigue a los promotores. La policía también tiene su parte y no cumple con su deber.
-¡Señor! -exclamó el oficial al ver la arrogancia de aquel magnate, que no reparaba en su crítica posición para hablar tan soberbiamente.
-Sí -continuó Ferreol, que antes que todo era abogado y sabía encontrar una puerta de escape en los trances más difíciles-, ¿sabe Vd. por qué me encuentro aquí?
El oficial no pudo menos que sonreír y contestó por contestar:
-No, señor.
-Pues sepa que he venido tras de un hijo mío, menor de edad y que la policía debía impedir la entrada a estas casas.
-Señor -dijo el oficial-: el Reglamento de la Prostitución permite la entrada a los jóvenes desde la edad de dieciséis años: no es, pues, que la policía falte a su deber.
-Está bien -contestó Ferreol-, lleve Vd. presos a esos tres individuos: faltan dos más que yo mañana los haré prender.
Luisa le había noticiado que a Víctor y a Juan Diego no había sido posible tomarlos.
El oficial salió y volvió a conferenciar con su amigo el abogado.
-¡Ah! -decía este-, él no va, pues bien, yo me resisto y tendrás tú que ordenar que me den de sablazos.
-Sé sensato: yo tengo que respetarlo porque es un Ministro.
-Te equivocas; todos somos iguales ante la ley y él no tiene inmunidades y aunque las tuviera ha provocado un escándalo y ha incurrido en delito que merece pena corporal.
-Además, alega que ha venido para sacar a su hijo.
-¡Qué cinismo! Vaya un lindo modo de buscar a su hijo, haciendo sentar en sus faldas a una ramera como yo lo he visto.
-Bueno: hagamos de esta manera: yo hago despejar en la calle que hay algunos curiosos y tú me acompañas enseguida con tus compañeros y en la bocacalle los abandono.
-Aceptado.
-Pero con la formal promesa de no volver aquí y de que si mañana los llama el Comisario concurrirán.
-Perfectamente, hermano, y te lo agradezco... ya sabes.
-Lo que sé es que hago esto bajo mi sola responsabilidad.
-No tengas cuidado.
Ordenó el oficial a dos vigilantes que hicieran despejar y al rato salió con su amigo, José y Andrés.
En la bocacalle los despidió volviendo a recomendarles mucho juicio y aconsejándoles fuesen a sus casas.
Volvió a la casa de tolerancia y entró a la sala.
Durante su ausencia había sucedido lo siguiente:
María, la húngara, llegó a medio vestir buscando a la madama.
Le habló en alemán, pero por el modo como lo hacía comprendió Ferreol que estaba asustada.
Preguntó qué había y Luisa le dijo que un hombre que estaba en el cuarto de María, al saber que en la casa había acudido la policía quería darla mucha plata si lo escondía o lograba hacerlo salir sin ser visto.
La pobre húngara se figuraba que era un asesino, revuelta su cabeza con la vista de tanto vigilante, y por esto le había hecho muchas promesas con tal de separarse de él. Agregaba que por nada volvería a su cuarto.
Ferreol, suponiendo que fuese Juan Diego o Víctor y no cayendo en cuenta que María los conocía bien, llamó un vigilante, pero como entrara en ese momento el oficial le pidió que trajese al hombre que tanto había asustado a la húngara.
Fue este y encontró a un ser inofensivo: le clamó por el cielo y la tierra que lo dejara; por último se dio a conocer. Con todo, el oficial fue inexorable: quería en algo quedar bien con el Ministro.
¡Cuál no sería la sorpresa de Ferreol al ver entrar al oficial acompañado de un sacerdote muy conocido en Buenos Aires y que se distinguía por la ampulosa retórica de sus sermones!
El Ministro del Señor bajaba los ojos confundido.
Luisa lo reconoció en el acto por uno de sus buenos marchantes: ese sí que no hacía barullo y pagaba bien: todo lo que sabía de él era que entraba bastante tarde y conforme le abrían la puerta de fierro disparaba a uno de los primeros cuartos: desde allí se entendía con el rufián o con Luisa; pagaba adelantado y doblando el estipendio de costumbre: después esperaba la compañera que le deparaba la casualidad. Iba tan bien vestido de particular que ocultaba perfectamente su profesión.
Ferreol se compadeció de él y dijo al oficial que lo dejase partir.
Enseguida salió él con Catay, que reía a mandíbula batiente, y los dos diputados que no se fueron satisfechos sin ver los destrozos de la sala general.
El carruaje partió para la casa de Catay. Era de alquiler y el Ministro se bajó allí para continuar a pie hasta su casa. Los diputados siguieron en él hasta el Hotel en que paraban.
Catay acompañó al doctor Ferreol hasta su domicilio.
El Ministro estaba por demás incomodado. Se arrepentía bien de veras de haber cedido a las instancias de los diputados, que fueron los que le arrastraron a dar ese paso.
A las once y media de esa noche se encontraba el Ministro muy afanoso consultando enciclopedias, a causa de haberse embarullado en un capítulo de la Memoria que estaba concluyendo para presentar al Congreso.
En esas circunstancias entraron a visitarlo los dos Diputados.
Ferreol estaba solo. A Esteban lo había tenido enfermo quince días antes y por consejo de los médicos fue a convalecer a Flores. Misia Pepita, acompañada de su suegra, se encontraba allí y Ferreol iba dos o tres veces por semana.
Esa noche estaba mal; no podía dominar bien la cuestión que trataba y se confundía en la redacción, a punto de volverse torpe, y lo mucho que había leído lo tenía febriciente.
Así es, que cuando lo convidaron para correr un poco la tuna, se defendió débilmente, forjándose la ilusión de que si conseguía distraerse se le refrescarían las ideas.
Uno de los Diputados habló con grandes ponderaciones de la belleza de la alemana.
-No; ahí podríamos comprometernos -objetó el Ministro-: vamos a cualquiera otra casa que no sea tan pública.
Sus amigos insistieron y él entonces mandó buscar a Catay. Este estaba por recogerse, pero cuando supo que era el Ministro quien lo llamaba acudió apresuradamente.
-¿No ve lo que pretende esta gente? -dijo, después de informarlo de los proyectos de los Diputados.
Catay vislumbró que el Ministro quería que lo obligasen, y así fue que contestó:
-No hay más, entonces, que condescender con los amigos.
Salieron inmediatamente y en la plaza más cercana tomaron un carruaje. Lo demás ya lo sabe el lector.
Al día siguiente, Ferreol fue muy temprano a visitar a su colega de la Guerra y Marina y arregló con él en que ese mismo día ingresaría Víctor a la armada sin permiso para bajar a tierra. Lo demás no tuvo ulterioridades. El Comisario aprobó la conducta del oficial y le pidió que silenciara el suceso. Ferreol, con más calma después no dio ningún paso. Luisa fue a la Comisaría, pero allí no se le oyó en sus pretensiones.
Volvamos ahora a nuestros jóvenes.
Cuando los dejó el oficial serían más o menos las tres y media de la madrugada.
En vez de seguir el juicioso consejo de retirarse a sus casas determinaron ir a un Café. Habrían andado media cuadra cuando se les unió Juan Diego.
Celebraron el encuentro con grandes carcajadas.
-¿Cómo es esto? -preguntó Andrés.
-Muy sencillo, bajé por la casa de al lado. Lo más lindo del caso es que ni me notaron, porque muchos jóvenes que habían oído el barullo estaban encaramados a la pared deseosos de ver lo que sucedía. Cuando bajé por la escalera les dije que había conseguido presenciar algo. Abulté, largué algunos canards y con el primer grupo que pudo salir me escabullí, porque al principio los vigilantes no permitían que se abriese la puerta. Después me puse a esperar aquí para saber en qué paraba la tanda. Me figuraba que los llevarían a la Comisaría y por aquí tenían que pasar necesariamente. Ahora, ¿cuéntenme Vds. cómo no están presos?
Andrés explicó el caso.
-¿Entonces el Ministro pagará las averías? -dijo Juan Diego-. Qué lindo está esto.
-¿Y el espejo?
-¿Di tú el piano?
Y aquellos calaveras reían desaforadamente. De pronto José se sintió descompuesto. Tuvo un mareo, luego una ansiedad cruel.
Andrés lo sostuvo.
Al poco rato empezó a vomitar el champagne y la cena al borde de la vereda.
-Vamos a tomar un café -dijo Andrés-, nos hará bien a todos.
Un vigilante gallego se acercó y les dijo:
-Es prohibido detenerse en las veredas.
-Pues bien -contestó el abogado-, nos pararemos en el medio de la calle.
-En ninguna parte: sigan su camino o pito llamada.
-No ha de ser mal cigarro ese. ¿Qué dice?
-Mire, vigilante, yo voy a probarle que Vd. es un pobre diablo que tiene que tocar el pito por setecientos pesos al mes.
-Van a ver cómo los hago llevar a la Comisaría -replicó el agente incomodado-, y se dirigió a la bocacalle con intención de pedir auxilio.
-Doctor -dijo Andrés-, sigamos: no vamos ahora a comprometernos por una pavada: no toque, vigilante -gritó.
Siguieron entonces: dos cuadras más adelante el abogado volvió a detenerse.
-A Dagiore -dijo-, le llamó por arriba y a mí me llama ahora por abajo.
-Ya vamos a llegar a un Café -dijo Andrés-: sigamos, doctor.
-¡Ah! no: es un artículo de previo y especial pronunciamiento-, y sin decir más se acomodó de cuclillas en el umbral de una casa.
-No sea bárbaro -decía Andrés-; José y Juan Diego no podían contener la risa al ver aquel joven de galera y anteojos en una postura tan poco académica.
Lo esperaron en la bocacalle, donde llegó al rato el abogado arreglándose unos tiradores de seda.
-¿Usted usa eso? -preguntó Andrés.
-¡Oh! es muy cómodo y muy higiénico: así uno puede comer sin desabrocharse la hebilla del pantalón: además es un recuerdo: un regalo que me hizo una querida: un obsequio que me ha venido a costar cerca de cien mil pesos.
Así conversando de aventuras galantes se acercaron a un Café de la calle de Maipú que permanecía abierto toda la noche.
Allí jugaban muchos rezagados de las prácticas honestas al billar y a los naipes.
Tomaron café y charlaron de todo, recordando a cada momento las peripecias de aquella noche famosa.
Cuando abandonaron el Café era día claro.
Acompañaron al abogado hasta su casa y aquí hicieron otra parada.
Serían las siete y media en el momento que decidieron separarse.
Juan Diego, Andrés y José tornaron el mismo camino, pues sus domicilios quedaban hacia el mismo rumbo.
Parecía que los vapores de los espirituosos cargaban todavía sus cabezas, pues iban cometiendo locuras y riendo de los transeúntes.
Decían cosas feas a las sirvientas que encontraban al paso y a veces descendían hasta cometer la vileza de manosearlas.
Iban confiados, sin temor a nada, en un aturdimiento estúpido que les hacía olvidar toda conveniencia.
Al pasar un grupo de jornaleros vieron unas polleras y nada más.
Era Carlota y su madre con la china que las seguía a pocos pasos cargando un envoltorio de costuras. José sin reconocerla le arrojó un piropo grosero. Ella se limitó a alzar su frente con un mohín altanero y le envió una mirada triste y de reproche que asesinó al joven: la palidez que había conseguido en la orgía, desapareció ante el rojo de la vergüenza que vino a inflamar su cara como si hubiese recibido un bofetón.
Misia Carlota indignada apresuró la marcha.
Andrés y Juan Diego, que se apercibieron primero de este paso en falso, pasaron bajando la vista y sin darse por entendidos.
Cuando alcanzaron a José le dijeron a un tiempo:
-¡Mira que eres bárbaro!
El joven estaba consternado y su semblante revelaba una gran angustia.
-¿Y Vds., cómo no me avisaron? -balbuceó.
-¿Si las hemos conocido recién cuando tú pasaste?
Casi sin hablar llegaron al Café de Dagiore.
-¿Vds. siguen? -les dijo con encono o indiferencia-: yo me quedo: vivo aquí ahora.
Se despidieron y José subió a sus piezas.
Misia Carlota al seguir con su hija, le dijo:
-Ya ves qué clase de hombre había sido. Es preciso que lo olvides para siempre.
Carlota hizo un gesto de dolor. Tenía ganas de llorar y se creía muy desgraciada.
-¿Que le quieres todavía? -insistió la madre.
-Sí, mamá: ¿en caso que él hubiera seguido visitando y se hubiese conducido bien, qué mérito habría en serle consecuente? Pero ahora que lo veo desgraciado no puedo quitarle mi cariño. Si de las relaciones que teníamos resulta algo malo, que sea culpa de él y no mía.
La joven estaba apasionada de José: lo creía pobre y en su amor ardiente inventaba mil causas atenuantes para disculparlo; concluyendo siempre todos sus proyectos viéndose casada con Dagiore. La vivacidad de su deseo se daba el placer de crear obstáculos para allanarlos triunfalmente con una idea feliz. ¿Era pobre su novio? Pues ella trabajaría; sabía coser y podía ganar cuarenta pesos al día.
La ardorosa joven sólo pesaba las ventajas, y el candor de su poca práctica de la vida le velaba los inconvenientes de que está preñado el porvenir.
No era tampoco posible, que viese a su edad, el reverso del prisma de la vida.
Ahora ganaba fácilmente cuarenta pesos al día, pero su madre arreglaba las costuras y la china se ocupaba de limpiar la casa y hacer la comida. ¿Cómo pues, iba a pensar, que una vez casada vendría el embarazo, los hijos y otros cuidados del hogar que la impedirían dedicar su tiempo a las costuras?
Carlota y su madre volvieron cerca de las nueve. Se habían detenido en una iglesia, donde quiso entrar la joven a desahogar su tristeza, elevando una plegaria a la Virgen María, que era la imagen de su devoción.
Almorzó muy poco, limpió después la máquina de coser y se puso a trabajar.
José, entre tanto, había tenido momentos furiosos en su cuarto: estaba sumamente nervioso y cuando recordaba el suceso de la mañana se avergonzaba y le venían ganas de golpearse.
Ahora Carlota era dueña de todo su ser. No podía, no quería perderla. Pensaba en vano un medio para desagraviarla. Luego al recordar a la madre caía en un desaliento grandísimo. Si se figuraba por momentos que Carlota podría perdonarlo, creía también que la señora sería inexorable.
Su excitación crecía, como un río que avanza desbordado. Estaba febriciente, y esta angustia que sufría su organismo tenía necesariamente que despejarse en una crisis.
Volvió a la idea que había abrigado anteriormente; pero con el mismo resultado. Pensaba escribir dos cartas, una para Carlota y otra para la madre. Descontento de la redacción y enojado de sí mismo rompió infinidad de pliegos de papel.
Entonces se puso a pasear por la habitación, y de pronto, golpeándose la frente, exclamó:
-Sí; no hay más remedio: es lo mejor que puedo hacer, y más calmado, casi alegre, empezó a mudarse camisa.
He aquí lo que había pensado: presentarse solo a la casa, implorar a la madre, ver si conseguía hablar con Carlota, y si era despedido, lo tenía resuelto, volvería a su cuarto y se haría saltar la tapa de los sesos.
José aquí era el mismo de siempre: a la primera contrariedad ya pensaba en un medio extremo y vedado a espíritus de temple verdaderamente humano.
Su naturaleza desequilibrada no le permitía concebir, que en caso de ser despedido le quedaba el camino amplio del deber para rehabilitarse con una conducta digna y volver a merecer la estimación perdida.
Se arregló lo mejor que pudo y a eso de las dos de la tarde se dirigió, fluctuando entre esperanzas y zozobras, a la casa de su novia.
Cuando golpeó la puerta y la china vino a anunciarles que era José, las dos mujeres se impresionaron fuertemente, pero de bien distinta manera. A Carlota se le enredó la costura y la madre se paró abandonando la silla en que estaba:
-¡Yo no lo recibo! -dijo-: es demasiado atrevimiento después de lo que ha sucedido hoy.
-Pero, mamá -imploró Carlota-, tú debes ver lo que quiere; velo, no hay por qué hacerle este desaire; al menos, lo que yo quiero es que nos conduzcamos bien.
Misia Carlota se ablandó: quería demasiado a su hija para dejar de hacer lo que le pedía, y aunque con tristeza, porque veía el capricho de la joven que ya no era posible torcer, contestó:
-Está bien; lo recibiré; ¿pero qué le digo? Yo estoy muy enojada con él. Lo hemos tratado con mil consideraciones y no ha correspondido como caballero.
-Lo que tú hagas, mamá, estará bien hecho: pero ve pronto, que ha esperado bastante.
-Que espere; creo que le das mucho valor.
Fue misia Carlota a la sala y su hija se colocó detrás de la puerta de comunicación para poder oír lo que hablasen.
La señora abrió la puerta que daba al zaguán y pronunció la palabra consagrada:
-¡Adelante!
José avanzó con timidez; casi tambaleaba, dominado por la emoción.
-Señora -dijo con voz entrecortada y balbuciente-, vengo a implorar su generosidad y a pedirle humildemente perdón de mi grosería de esta mañana.
-Usted no nos ha ofendido, Dagiore, porque no ofende todo el que quiere, y además podía Vd. habernos evitado esta visita: con lo que ha sucedido, nuestras pocas relaciones con Vd. han acabado.
El resentimiento de la señora despedazaba el corazón del joven: no creyó que se le tratara tan cruelmente.
-Señora: Vd. tiene derecho a arrojarme como un perro de su casa, pero por lo que Vd. más quiera en el mundo le suplico me escuche un momento.
-Hable Vd.
José entonces hizo su defensa; habló de la enfermedad de su padre, que no los dejaba ni dormir; dijo que él también había estado muy enfermo; y que después, no habiendo recibos en lo de Ferreol, no se animó a volver a la casa por haber trascurrido tanto tiempo, pero que esperaba sólo para hacerlo la apertura de un Registro que iba a establecer, con eso entonces, ya instalado y con medios seguros de vida poder pedir a Carlota, que era el compendio de su reposo y felicidad.
-Todo lo que me dice no da la razón de que se haya retirado sin decir una palabra; podía haber Vd. escrito...
-Señora, en esos momentos creo que estaba trastornado; puedo jurarle que jamás he dejado de pensar en Carlota; y aquel joven altanero, vencido por la pasión, desesperado, viendo a la madre con las entrañas tan frías, se echó a llorar, desbordando su incertidumbre y todo lo bueno que le quedaba en el alma, en sollozos tenaces que no podía contener, y en el hipo de su llanto quería hablar y no podía, porque su aflicción, demasiado intensa, lo ahogaba.
Misia Carlota se apiadó al fin.
-No se aflija así, Dagiore: lo volveremos a recibir; creo que su llanto me responde de que será siempre más juicioso, y diciendo esto, la señora lo dejó solo. En la pieza siguiente no vio a Carlota. Siguió al comedor para buscarla y la encontró anegada en llanto.
-Hijita: ¿qué te sucede?
-Nada, mamá; había estado oyendo... ¡Dios mío!... no había necesidad de decirle tantas cosas: ya ves, él es bueno. Si no hubiera temido que te enojaras habría entrado; pero mejor es que no lo haya hecho, porque tenía tantas ganas de llorar...
-Ahora es preciso que salgas un momento.
-Bueno; pero no lo dejes solo; yo tengo que lavarme los ojos; ¡ah! ¿por qué no le llevas la palangana?
-Quita allá, lloran tan pocas veces los hombres... ya que lo ha hecho que se le conozca.
La madre tornó a salir y tuvo esta vez la suficiente delicadeza para no volver sobre el mismo asunto.
Cuando entró Carlota, sonriente y bella, José ya se había calmado.
Se dieron un estrecho apretón de manos y la joven se sentó a su lado. Entonces la madre, revelando un tacto verdaderamente humano, los dejó solos.
-¿Me perdona Vd., Carlota? -la dijo José.
-No hablemos más de lo pasado.
-Qué buena es Vd., -replicó el joven-; crea que le debo más que la vida; sin Vd. no sé qué sería ahora le mí: sus virtudes y su pureza me alientan, me llenan de fe y harán que nunca pueda ser un hombre malo.
Muchas más cosas se dijeron y lo que callaban, la indiscreción de los ojos lo revelaba con sobrada elocuencia. Al poco rato volvió la madre y José pidió la mano de Carlota, la señora los bendijo invocando a Dios y la boda quedó concertada para dentro de dos meses.
José se despidió esa tarde enajenado: de todos sus poros sentía resurgir los entusiasmos generosos y el amor a la vida.
Decididamente no era el joven de la víspera que de acuerdo con el abogado proclamaba la filosofía del escepticismo.
Estaba regenerado y no se le ocurrían más que ideas nobles y dignas.
Seis días pasaron, y cada noche había ido José a hacer su visita, lleno de ilusiones y confianza en el porvenir, que tan risueño se presentaba para él. De la casa de su novia partía directamente a su alojamiento y allí se acostaba con un contento indecible. La cama le parecía mejor que nunca y con la dulce voluptuosidad que trasmite el amor correspondido su espíritu arrobado veía todo color de cielo. Cogía un libro y le era imposible leer; entonces, pensando en su novia, cerraba los párpados, recogiendo en ellos para recordarla en su sueño feliz, la imagen gentil de Carlota, que sentía vagar en formas seductoras sobre su frente de venturoso enamorado.