XIX

Cuando Amparo llegó a su casa, era ya tan tarde que no quiso ir a la de Bringas. Intentó recordar el pretexto con que, según lo convenido consigo misma, debía explicar al día siguiente su falta de asistencia; mas la mal preparada disculpa se le había ido del pensamiento. Era preciso inventar otra, y a ello consagró por la noche los breves ratos que le dejaban libre sus cavilaciones sobre asunto más grave. «Seguramente -pensaba al acostarse- hoy que yo he faltado, habrá ido él».

Así era. Agustín había ido a la casa de sus primos muy temprano, en aquella matutina hora en que la viva imagen de Thiers recorría en mangas de camisa los pasillos, con la jofaina en las manos, para trasportar a su cuartito el agua con que se había de lavar; en aquella hora en que Rosalía, no bien dejadas las perezosas plumas, se dedicaba a menesteres y trabajos impropios de quien la noche antes había estado en la tertulia de la Tellería hecha un brazo de mar, respirando aires de protección por las infladas ventanillas de su nariz. Como en Madrid todo el mundo se conoce y no había forastero en la reunión, a nadie se le ocurrió decir: «Pero esta señora de tantos humos, tan elegantona y tan perdona-vidas, será esposa de algún prócer considerable o de cualquier rico negociante». En la eterna mascarada hispano-matritense no hay engaño, y hasta la careta se ha hecho casi innecesaria.

Estaba la Bringas en tal facha aquella mañana, que se la hubiera tomado por una patrona de huéspedes de las más humildes. ¡Qué fatiga la suya y qué andrajos llevaba sobre sí! La criada estaba en la compra, y la señora, después de dar muchas vueltas por la cocina, arreglaba a los niños para mandarlos al colegio.

«Hola, Agustín... ¿por aquí tan temprano? -dijo a su primo, cuando este entró en el comedor-. Anoche, en casa de Tellería, alguien, no recuerdo quién, habló de ti... Dijeron que te ibas despabilando, y que eres de los que las matan callando... Si tendrás tú algún trapicheo por ahí. Todavía, todavía hemos de buscarte una novia, y el mejor día te casamos».

Diciéndolo, Rosalía miraba con tristeza a su niña, mientras le ataba el delantalito y le ponía el sombrero. Hubiera querido la ambiciosa mamá que, por la sola virtud de sus amantes miradas, diera Isabelita milagroso estirón y llegara a casadera antes que Agustín se pusiese viejo.

«Mira tú, primo -díjole en una variante del mismo pensamiento-; no es por adularte; pero cada día parece que estás más joven y mejor parecido... Así, aunque esperaras cinco o seis años más, no perderías nada».

-No, Rosalía. Si me caso ha de ser el año que viene.

-¿De veras?

-Digo que podrá ser. No lo aseguro.

Bringas llamó a su primo para hacerle leer un suelto del periódico que acababa de llegar.

«Mal, muy mal va esto -observó con tristeza D. Francisco, empeñado en la faena de dar lustre a sus botas-. Otra vez partidas en el alto Aragón... Esa pobre señora...».

Amparo entró; entraron el carbonero, el panadero, la criada, el alcarreño de las castañas y nueces; y la estrecha morada, con el tráfago matutino, convidaba a huir de ella. D. Francisco, cuando dejó sus botas como espejos, echándoles el vaho y frotándolas después, se las puso.

«¡Qué vida más trabajosa! -dijo a su primo, mientras sacaba del cajoncillo los mezquinos dineros para la casa-. Y ahora tenemos un compromiso mayúsculo. Hemos de ir al baile de Palacio, y un baile de Palacio nos desnivela para tres meses. Pero Su Majestad se empeña en que vayamos, y quítaselo de la cabeza a Rosalía. Es preciso ir. Quien vive de la nómina no puede hacer un desaire al poder supremo».

No se sabe lo que a esto dijo Caballero; pero sin duda debió de hacer observaciones sobre los infortunios de la clase media en España. Luego que almorzó Bringas, salieron ambos primos, y Rosalía fue más tarde a la casa de su modista a empezar el estudio económico que tenía que hacer para procurarse un bonito vestido de baile. Aunque contaba con los regalitos de la Reina, que quizás le mandaría alguna falda en buen uso, el arreglo de ella siempre ocasionaría gastos, y era preciso reducirlos todo lo más posible para alivio del espejo de los comineros, el santo D. Francisco Bringas.

Caballero volvió a la casa por la tarde, cuando contaba encontrarla vacía de importunos testigos. Y fue como él lo pensaba, porque los niños no habían vuelto aún de la escuela, la criada había salido, y los oradorcillos estaban tan enfrascados en su retórico juego dentro de la reducida asamblea de Paquito, que no ofrecían estorbo. Entró, pues, Agustín en el cuarto de la costura, seguro de encontrar allí lo que buscaba. Así fue. Callada y como medrosa, Amparo cuando le vio entrar se puso pálida. Él se sonrió y palideció también. Era ya un poco tarde, y uno a otro no se veían lo bastante para observar su emoción respectiva. Pensaba ella que no debía desperdiciar ocasión tan buena de dar las gracias por la merced recibida; pero no encontraba la forma. ¡Pues si la encontrara, qué cosas diría! Todo lo que su mente daba de sí, cruelmente exprimida por la voluntad, resultaba frío, trivial, tonto y cursi. Cuando él dijo:

«No creí que estaba usted aquí», a ella no se le ocurrió más que: «Sí señor, aquí estaba».

-¿Para qué cose usted más? Ya no se ve.

-Todavía se ve un poquito...

Estos sublimes conceptos eran el único producto de aquellos dos cerebros henchidos de ideas y de aquellos corazones en que el sentimiento rebosaba. Mas Caballero, sintiéndose espoleado por la impaciencia, pensó: «Ahora o nunca», y una frase brilló en su mente, una frase de esas que o se dicen o revienta el oprimido molde que las encierra. Más fuerte era el concepto contenido que la timidez del continente, y de aquella discreta boca salieron estas palabras, como sale un disparo por la boca del cañón:

«Tengo que hablar con usted...».

-Sí, sí, estoy tan agradecida... -balbució ella, con un nudo en la garganta.

-No, no es eso. Es que esta mañana hablamos Rosalía y yo de usted, y de si entra o no en el convento. Yo estoy en darle la dote; pero, entendámonos, con una condición: que no se ha de casar usted con Jesucristo, sino conmigo.

¡Ah!, ¡pillín!, bien preparado lo traías; que si no ¡cómo había de salir tan redondo! Caballero, en horrible batalla con su timidez, había pensado al entrar: «o lo digo palabra por palabra, o abro la ventana y me tiro al patio». Siguió a la frase triunfal un silencio... ¡chas!, a Amparito se le rompió la aguja. Las miradas del indiano observando el bulto de su amada en la penumbra, bastarían a suplir la luz solar que rápidamente mermaba. Sonó la campanilla.

«Perdóneme usted -dijo ella levantándose casi de un salto-. Voy a abrir... Es Prudencia, que salió por mineral».

Pero Agustín le interceptó la puerta, y tomándole las manos y apretándoselas mucho...

«¿No me contesta usted nada?».

-Perdóneme un momento... Tocan otra vez.

La Emperadora salió a abrir. Prudencia pasó hacia la cocina con duro pisar de corcel no domado. Poco después Amparo y Caballero se encontraban en el pasillo, junto al ángulo del recibimiento, oscuro como caverna. Las manos del tímido tropezaron en las tinieblas con las manos de la medrosa, y las volvió a cazar al vuelo. Apoyándose en la pared, ella no decía nada.

«¿Qué es eso?... ¿Llora usted? -preguntó el americano oyendo una respiración fuerte-. ¿No me contesta usted a lo que he dicho?».

Ni una palabra, gemidos nada más.

«¿No le agrada mi proposición?».

Oyó Caballero las siguientes palabras que sonaban con gradual rapidez como primeras gotas de una lluvia que amenaza ser fuerte:

«Sí... yo... yo... sí... no... veré... usted...».

-Hábleme con toda franqueza. Si a usted le desagrada...

-No... no... diré... Usted es muy bueno... Yo agradecida.

-¿Pero esos lloros, por qué son?

Parecía que se calmaba un tanto, enjugándose las lágrimas rápidamente con el pañuelo. Después se dirigió al cuarto de la costura, haciendo una seña al indiano para que la siguiera.

«¡Si Rosalía entra y me ve llorando...!» -manifestó la joven con mucho miedo, ya dentro del cuarto aquel.

-No se cuide usted de Rosalía, y responda.

-Usted es muy bueno: usted es un santo.

-Pero se puede ser santo y no gustar...

-¡Oh!... no... sí... estoy muy agradecida... Pero tengo que pensarlo... Desde luego yo...

-Vamos -dijo Agustín con cierta amargura- no le gusto a usted...

-¡Oh!, sí... mucho, muchísimo -replicó ella con expansivo arranque-. Pero...

-Pero ¿qué...? Usted no tiene parientes que se puedan oponer...

-No... pero...

-Usted es libre. Ahora, si tiene usted algún compromiso...

-Yo... sí... no... no... no es eso. No tengo nada que oponer -repuso ella con vivacidad-. Soy una pobre, soy libre, y usted el hombre más generoso del mundo, por haberse fijado en mí que no tengo posición ni familia, que no soy nada... Esto parece un sueño. No lo quiero creer... Pienso si estará usted alucinado, si se arrepentirá cuando lo medite...

El respetuoso, el encogido Caballero le habría contestado con un abrazo, expresando así, mejor que con frías palabras, la ternura de sus afectos tan contrarios al arrepentimiento que ella suponía. Pero en aquel instante entró en la habitación un testigo indiscreto. Era una claridad movible que venía del pasillo. Prudencia pasaba con la luz del recibimiento en la mano para ponerla en su sitio. Ambos esperaron. La claridad entró, creció, disminuyendo luego hasta extinguirse, remedo de un día de medio minuto limitado dentro de sus dos crepúsculos. Callaban los amantes, esperando a que fuera otra vez de noche; pero como Amparo sospechase que la moza había mirado hacia el interior de la oscura estancia, salió y le dijo:

«¡Cuánto tarda la señora!».

-¿Enciendo la del comedor? -preguntó la tarasca.

-¿Todavía?... Es muy temprano.

Cuando Prudencia volvió a la cocina, acercose la Emperadora a la puerta del cuarto de la costura, y el tímido oyó este susurro, que sonaba con timbre de dulce confianza:

«Pst... venga usted para acá, caballero Caballero...».

Uno tras otro llegaron al comedor, débilmente alumbrado por dos claridades, la que venía de la cercana cocina y la que asomaba por el tragaluz de la asamblea parlamentario-infantil. Se oía muy bien la voz de Joaquinito Pez profiriendo estas precoces bobadas: «Yo digo a los señores que me escuchan que la revolución se acerca con su tea incendiaria y su piqueta demoledora».

«¡Aprieta!» -murmuró Agustín.

-Siéntese usted aquí -le dijo Amparo, señalándole una silla, y abriendo los cajones del aparador para sacar los aprestos de poner la mesa.

-Yo soy hombre que cuando resuelvo una cosa, me gusta llevarla adelante contra viento y marea.

-Pues yo digo que no sea usted tan precipitado y que medite mucho esas cosas tan graves -replicó la medrosa en voz baja, para que no se enterara la criada.

La vivísima alegría que llenaba su alma no era turbada en aquel momento por ningún pensamiento doloroso.

-Todo está muy meditado -afirmó él, gozándose en mirarla y remirarla-. Y además, lo que se siente no se calcula, porque el sentir y el calcular no son buenos amigos. Hace tiempo que dije: «Esta mujer será para mí, y por encima de todo será». Los enamorados de veras tenemos doble vista; y sin haberla conocido a usted antes, me consta, sí, me consta que estoy hablando ahora con la virtud más pura, con la lealtad más... Y no me habla usted sólo al corazón y a la cabeza, sino también a los ojos, porque es usted más guapa que una diosa.

Era esta la primera flor de galantería que el huraño había arrojado en toda su vida a los pies de una mujer honesta. Con tanta facilidad lo dijo y tan satisfecho se quedó, que gozaba reteniendo en su memoria el concepto que acababa de emitir.

«¡Por Dios, D. Agustín! -observó Amparo, disimulando el gozo con la jovialidad-. Que voy a romper los platos si usted sigue diciendo esas cosas...».

-Romperá usted toda la vajilla, porque aún me queda mucho que decir.

Otra vez sonó la cansada campanilla de la puerta.

«Debe de ser D. Francisco» -dijo la joven, saliendo a abrir.

Él era en efecto, y se le conocía en la manera de llamar, pues a tal punto llegaba su espíritu ahorrativo, que economizaba hasta el sonido de la campanilla. Metiose Bringas en su cuarto y a oscuras cambiaba su ropa, cuando entró, después de llamar con estrépito, su cara mitad. Venía muy sofocada, pues desde el obrador de la modista había ido a Palacio, sin lograr ver a Su Majestad, por ser día de consejo y audiencia. No bien puso el pie en el comedor, empezó a echar regaños por aquella boca: había tufo en la luz del recibimiento; estaba el comedor oscuro como boca de lobo y en la cocina olía a quemado. Amparo encendió la lámpara del comedor. Ver Rosalía a su primo y desenojarse, todo fue uno.

«No sabía que estabas aquí. Se te encuentra siempre saliendo de la oscuridad como una comadreja. Di una cosa. ¿Por qué no vienes esta noche? Reunión de confianza... poca gente, Doña Cándida, las pollas de Pez... ¿Vendrás? No seas tan corto, por amor de Dios. Suéltate de una vez. Yo te respondo de que con poco esfuerzo has de hacer alguna conquista. Las chicas de Pez no cesan de preguntar por ti... que qué haces... que cómo vives... que por qué no te casas... que montas muy bien a caballo... Si es lo que te digo; tienes partido, tienes partido y tú no lo quieres creer».

-Pues di a las niñas de Pez que me esperen sentaditas. Son muy antipáticas, muy mal educadas, muy presumidillas, y desde ahora compadezco al desgraciado que se haya de casar con ellas.

-¡Vaya que estás parlanchín esta noche! Parece que el galápago quiere salir de su concha. Bien, Agustín, bien.

-Felices -dijo Bringas, entrando de súbito, envuelto en su bata del año 40, la cual ni de balde se habría podido vender en el Rastro,

Caballero se despedía dando un apretón de manos a su primo y embozándose.

-¿Pero te vas tan pronto?

-¡Ah!... se me olvidaba. Mañana os traerán el piano para la niña. Yo le pagaré el maestro de música. El colegio de ella y su hermanito corre también de mi cuenta.

-Eres de lo que no hay... -manifestó Bringas, abrazando a su primo con emoción-. Que Dios te dé toda la vida y la salud que mereces... Rosalía, dando un suspiro, abrazó tiernamente a su hija, que acababa de venir del colegio.

-¿Te vas tan pronto? -repitió D. Francisco.

-Tengo que escribir algunas cartas.

A propósito: mira, Agustín, no gastes dinero en tinta. Pasado mariana domingo voy a hacer algunas azumbres para mí y para la oficina. Te mandaré un botellón grande. Yo tengo la mejor receta que se conoce, y ya he traído los ingredientes... Con que no compres más tinta, ¿estás? Abur... y gracias, gracias.

Con estas cariñosas palabras y la oferta que había hecho, expresión sincera, si bien negra, de su inmensa gratitud, despidió en la puerta a su primo el Sr. de Bringas. Cuando volvió al comedor, restregándose las manos con tanta fuerza, que a poco más echarían chispas, su mujer, meditabunda, perdida la vista en el suelo, parecía hallarse en éxtasis. A las observaciones entusiastas del esposo sólo contestaba con arrobos de admiración:

«¡Qué hombre...!, pero ¡qué hombre!...».