La mujer del César: 10

La mujer del César
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Capítulo X

de José María de Pereda

Reunidos otra vez los dos hermanos, enardecido más y más Ramón con la escena en que acababa de figurar, e inquieto como nunca Carlos con lo que aquél le había dicho al separarse de él, se hacía indispensable para ambos una explicación terminante de todo lo ocurrido. Bajo tal supuesto, Carlos dijo a su hermano, despojándose ya de todo miramiento:

-Ramón, no puedo dudar de lo entrañable de tu cariño hacia mí. Pues bien, ese cariño y el interés que, como nacido de él, debe inspirarte mi felicidad, te ponen en el caso de decirme, sin duelo ni consideración, cuanto pasa. Si lo que pasa es grave, para poder obrar yo en consecuencia; si son aprensiones mías, para mi tranquilidad... ¡Todo menos esta situación de horribles temores! ¿Qué significa esa visita; qué las últimas palabras que me dijiste al ir a recibirla; qué tu ida inesperada a la sociedad... qué, en fin, tantos otros sucesos raros que estoy observando desde ayer?

-Nada... y mucho -respondió Ramón, que siempre temía herir demasiado directamente el corazón de su hermano-. Nada si aún es tiempo de atajar el mal en su progreso; mucho, si lo que he visto no son amagos, sino la enfermedad misma.

-Pero, ¿qué has visto? -preguntó Carlos con ansiedad-. ¿No reparas que en la situación en que se encuentra mi espíritu, más daño que la realidad misma me hacen los miramientos con que me la ocultas?

-¡Tienes razón, voto al demonio! -dijo Ramón conmovido-. ¿A qué tantos rodeos ni preparativos cuando el enfermo puede morirse entre tanto? Escucha. Las dos personas que acaban de estar conmigo, venían a pedirme una satisfacción en nombre del vizconde del Cierzo; esa satisfacción me la pedía el vizconde porque anoche le di dos bofetadas en casa de la condesa de Rocablanca, o negra, o verde, o como se llame; le pegué las dos bofetadas allí, porque le oí jactarse de merecer de Isabel más atenciones de las que a tu honra convienen; se jactaba de ello, porque Isabel lucía unos diamantes que le había regalado él aquel día; y, por último, fui yo a la reunión aquélla porque, después de sorprender por la mañana el regalo en tu propia casa, vi por la noche que Isabel le llevaba a la fiesta, lo cual era señal de que le aceptaba de buen grado, y quise ver en qué términos daba tu mujer a ese hombre las gracias que, por lo visto, le había prometido. Esta es la historia compendiada de los sucesos. He aquí ahora la prueba del más grave.

Y esto dicho, Ramón, sacándole del bolsillo, puso en las manos trémulas de Carlos el billete que había encontrado en el estuche del aderezo.

A medida que el primero iba acercándose al fin de su relato, se producía una notable transformación en el ánimo de Carlos.

Lo que aterraba a éste, antes de conocer aquellos datos, era la posibilidad de que le exhibieran una prueba de que Isabel no era ya dueña del corazón que jamás creyó él poseer por entero. En tal caso el mal no tenía ya remedio. Isabel era mujer al cabo, y podía tener esa y aun otras debilidades análogas. Pero lo que le decía Ramón era de un género incompatible con ella, y demasiado, por tanto, para tomado al pie de la letra. Isabel podría llegar a faltar a sus deberes, pero no de aquel modo; podría conquistar su virtud un hombre, pero no un hombre como el vizconde; podría vencérsela con una pasión, pero jamás con una dádiva, como a una esquiva niñera; podría, en fin, por una aberración de su talento y de su carácter, llegar a dejarse dominar por un acto semejante, y aun a recibir una expresión material de su cariño; pero hacer ostentación de ella a la faz del mundo, a la de su propio marido, jamás. Isabel podría serlo todo, menos vulgar y necia.

Arguyéndose así Carlos a medida que Ramón le hablaba, cuando tomó en sus manos el papel mencionado, asombróse el último al observar que no le producía el efecto que él temía. Carlos no estaba tranquilo ni mucho menos; mas para el hombre que había llegado en sus recelos al punto a que él había llegado, la historia hecha por Ramón y el contenido ambiguo del billete eran, ya que no un consuelo, cuando menos una tregua en su posible desventura.

Así, pues, leído el papel con gran presencia de ánimo, dijo a Ramón:

-En todo esto hay un crimen indudablemente; una verdadera infamia, que no quedará impune; pero esta infamia no es, ni ser podía, de Isabel.

-¿De quién es entonces? -preguntó Ramón admirado.

-Del que firma este billete -respondió Carlos estrujándole en su mano.

-Y ¿qué más da para ti?

-¡Mucho, Ramón! Pude haber perdido a Isabel a más de la honra; y hasta aquí no veo más que una apariencia en ello, tal vez preparada por ese miserable. Tremendo será esto para mí, pues rastros dejan tales apariencias que no se borran jamás; pero al cabo no es el peor de los dos males que me amenazaban.

-Pero, ¿en qué puedes tú fundarte para aceptar esa idea?

-En tu propio relato, en este papel, en el carácter de tu cuñada... y en otras mil razones que tú no puedes alcanzar, porque no conoces como yo el mundo ni el corazón humano.

-¿Y en esta confianza vas a dormirte otra vez?

-¡Oh, eso no! -dijo fieramente Carlos, que ya se había puesto de pie-. Colocado para mis propósitos en la peor de las hipótesis, voy a proceder en todo, y sin pérdida de un solo instante, con la energía que tienes derecho a exigir de mí. ¡Yo te juro que no he de dar al mundo el triste espectáculo de un marido resignado!

Y esto dicho, y dejando a Ramón en su cuarto, se dirigió al de Isabel.