La mujer del César: 02

La mujer del César
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Capítulo II

de José María de Pereda

Dos nuevos personajes que van a entrar en escena, exigen de mi escrupulosidad algunas palabras que los den a conocer previamente. Son personas de calidad, y á tout seigneur, tout honneur.

Refiérome al marqués y a la marquesa del Azulejo, que habitaban el cuarto segundo de la casa en que nos hallamos con el cuento.

El marqués, que lo era por derecho propio, rayaba en los cincuenta eneros, pues me consta que no eran abriles, y era todo lo orondo, cepillado, bruñido, risueño y perfumado que puede ser un aristócrata que vive de sus rentas, no escasas, y que no tiene nada que hacer... Digo mal: este marqués tenía una obligación de pura vanidad, merced a lo que daba por bien empleada la sujeción a que le condenaba de vez en cuando su cumplimiento.

Era en Palacio yo no sé qué cosa muy honorífica, a manera de saca-bancos: ello es que le valía el derecho de gastar su poco de tricornio y aun sus remedos de espadín, amén de la indispensable bordada casaca, los días de gran ceremonia en la corte. La marquesa, que, antes de serlo por su casamiento, no pasaba de ser una infanzona tronada con amagos de hambrienta, no era mucho más joven que su marido, y como él se conservaba, aunque con el auxilio de ciertas mistificaciones, rechoncha y bien parecida. Los gacetilleros de la prensa elegante, la llamaban «deliciosa» y «confortable»; pero la verdad es que no pasaba esta señora de ser una jamona bien conservada, hablando en vulgo neto. Eran, en suma, el marqués y la marquesa, tal para cual, por lo que hace a figura. Con respecto a genio, ya variaba el asunto. El marqués era dúctil, bonachón, incapaz de enfadarse... todo «un nazareno»; la marquesa era impresionable, hasta vidriosa, tornadiza y exigente.

Por eso, siempre que estaban juntos más de media hora, reñían; es decir, reñía la marquesa. El marqués atribuía estas incongruencias de carácter a la falta de un vástago que hubiera dado un poco de atractivo constante al hogar doméstico, pues es de saber que el tal matrimonio, a este respecto, había sido tenazmente infecundo. Debo hacer una salvedad, sin embargo. De recién casada la marquesa, dio a luz un heredero; pero se puso tan nerviosa con el lance, y llegaron a serle tan insoportables los jipidos de la criatura, que hubo necesidad de echar a ésta de casa y encomendarla a los cuidados de una aldeana.

A los dos meses de hallarse el niño en el campo, fue un día a Madrid la nodriza con las ropas del ángel de Dios, diciendo que éste se había largado al otro mundo de un hartazgo... y que allí estaba aquello. La marquesa soltó un grito de sorpresa y un par de onzas de propina para la nodriza; recogió el hatillo como un recuerdo, y no tuvo el lance más consecuencias... ni el marqués más herederos.

Firme éste en sus propósitos de no fomentar con sus indiscutibles derechos domésticas desavenencias, había ido cediéndolos de tal manera, que hasta su propia personalidad había quedado absorbida en la de su mujer, para los efectos ordinarios del trato social. Llamábanle en el mundo el de la Azulejo, y este mote afrentoso le califica mejor que cuanto yo pudiera decir, sabiendo, como ya saben ustedes, que el titulo nobiliario era suyo y no de su mujer.

Pero todas estas abdicaciones importaban un rábano al santo varón, porque al precio de ellas le era lícito entregarse de lleno a la satisfacción de todos sus caprichos y pasiones.

¡Y qué pasiones las del señor marqués!

¡Y qué calaveradas!

Algo más graves eran las que se contaban de la marquesa, pero yo nunca las creí. Tenían un encanto especial para ella los hombres de moda, y le gustaba atraerlos a su lado, por pura vanidad solamente. En cuanto al afán con que seguía sus pasos cuando de ella se separaban para quemar incienso en otros altares, nada más inocente en un carácter como el de la marquesa, cuyo flaco era la curiosidad llevada a la exageración.

Y precisa era la más refinada mala fe para juzgarla de otro modo, cuando era notorio que, a los pocos años-de casada, su verdadera pasión fue la mística. Frecuentaba los templos; pedía a las puertas de ellos para todas las comunidades y asociaciones religiosas habidas y por haber; protegía las casas de Beneficencia; paseaba con las Hermanas de la Caridad, y enseñaba la doctrina a los niños de la Inclusa. Todo, por supuesto, sin perjuicio de sus obligaciones mundanas, pues no estaba reñido, como ella decía, el trato de Dios con el trato del mundo.

Mas acá sufrió un cambio bastante notable su modo de ver esas cosas. Quizá para la esfera en que habitaba no fuera del mejor gusto su exagerado misticismo; yo no lo sé, pero es lo cierto que de repente, dejando algunos de sus rezos públicos y sin romper por completo con la caridad de Dios, entregóse de lleno a la filantropía. Ingresó en varias asociaciones de este jaez, y, por último, fue miembra de una consagrada exclusivamente a la regeneración social de la doncella menesterosa, cargo en el cual la encontramos nosotros, alcanzando señaladas victorias y dedicándole lo mejor de su tiempo.

Congratulábase el marqués de ver a su mujer tan bien entretenida, y-sólo le pedía a Dios que apartase de ella el demonio de la curiosidad, que era el que le obligaba a él muchas veces a andar hecho un zarandillo averiguando vidas ajenas para satisfacer un antojo que, después de todo, para nada servía a su mujer, puesto que se trataba de tal cual calavera que sólo a Dios debía las cuentas de su conciencia. Lamentábase también de este defecto, porque a menudo le acarreaba inesperados trastornos en su vida íntima, en la cual se dejaba sentir el consejo caprichoso del último extraño, antes que el suyo propio.

Curiosa la marquesa por carácter, y ya en segunda fila por edad, es excusado decir que las mujeres que más brillaban en los salones que ella frecuentaba eran el objeto preferente de su curiosidad. Y como Isabel brillaba sobre todas, Isabel fue la que más le llamó la atención. Por eso se hizo su amiga, y después su vecina, y, por último, su sombra. Con ella iba a todas partes, con ella volvía y en su casa entraba treinta veces al día, si treinta veces pasaba por delante de sus puertas, bajando o subiendo la escalera. Por supuesto que no le ocultaba a Isabel la causa verdadera de aquella adhesión sin ejemplo; pero se reía de ella, la utilizaba en cuanto le era conveniente, y se resignaba gustosa a lo demás. La verdad es que la marquesa, en medio de tantos cuidados, no estaba a gusto en ninguna parte, ni dormía tranquila una sola noche.

La en que llegó Ramón a Madrid fue de las más borrascosas, alcanzándole al marqués no pequeña parte de la borrasca, empujado por la cual fue a dar el apreciable matrimonio al primer piso la mañana siguiente, en el momento mismo en que se disponían a salir Carlos y Ramón, y sin dejar a éste concluir la comenzada frase la estrepitosa locuacidad de la marquesa, que tomó el salón como terreno conquistado.

Hago gracia al lector de aquella granizada de palabras y de otras muchas que fueron su consecuencia; de la cara de vinagre que puso la marquesa cuando supo que un hombre tan ganso como Ramón podía ser cuñado de Isabel, y del pasmo que se apoderó de Ramón al presenciar aquella invasión inesperada.

-¿Y a qué debemos el gusto de ver a ustedes tan temprano honrando esta casa -preguntó Carlos socarronamente cuando más tarde le fue posible hacerse oír.

-Acontecimiento, ¿eh? -respondió el marqués entre burlón y quedo-. ¡Les digo a ustedes que ni lo de Waterlóo!...

-Tan oportuno como siempre -observó la marquesa mirando a su marido con gesto del más soberano desdén-. Para este hombre -continuó-, no hay más asuntos importantes que los suyos.

-Egoísmo de sexo;-dijo Isabel.

-O falta de seso -murmuró Ramón hacia su hermano.

-Pero, en fin, ¿de qué se trata? -volvió a preguntar Carlos-, porque la verdad es que ya se halla vivamente excitada mi curiosidad.

-Señores -respondió la marquesa, tomando cierta actitud parlamentaria-. Se trata de un asunto que, a ser exclusivamente mío, puedo asegurar a ustedes que no me hubiera sacado de casa un minuto antes de lo acostumbrado; pero como entraña intereses de la asociación...

-¡Oiga! -exclamó Ramón muy serio.

-¿Conque de la asociación nada menos? -dijo Carlos.

-De la asociación -le repitió el marqués en tono campanudo, atreviéndose a hinchar los carrillos como si tratara de comerse una carcajada.

-De la asociación, sí, señor -recalcó la marquesa mirando a su marido con ojos de basilisco-. Y ahora, juzguen ustedes -añadió dulcificando la voz y la mirada-, y vean cómo, si bien la patria no peligra por la importancia del suceso, vale éste lo necesario para justificar mi presencia aquí a estas horas.

Diose la marquesa unos golpecitos sobre los labios con su leve pañuelo de batista, y continuó así:

-So pretexto de hallarse enferma y de ser huérfana, una joven de veinte años solicitó nuestro amparo. Tocóme por riguroso turno el despacho de la solicitud; pasé a casa de la solicitante; aprecié sus necesidades; propuse a la Junta los socorros que juzgué necesarios; se aceptó la proposición, y la huérfana los percibió puntualmente por espacio de tres meses. Hace quince días se nos manifestó, por persona competente, que la socorrida compartía la pensión con un amante, de la peor especie. Llamósela; negó los hechos; se instruyó la sumaria en toda regia; resultaron muchos indicios vehementes y no pocas circunstancias agravantes; informó al tenor de ello la fiscala, y la presidenta decretó para hoy la vista del proceso en la sala de audiencias, con toda la solemnidad de reglamento. Ahora bien, yo defiendo a la acusada, y al efecto tengo señalada la palabra para esta tarde a la una; mas como la tramitación ha caminado tan de prisa y no he podido estudiar el asunto a mi placer, voy ahora mismo a la secretaría a dar un repaso al expediente. Conque ¿se van ustedes enterando?

Ramón quedó, no sólo enterado, sino atónito: los demás personajes de la escena, que ya tenían bien conocida a la relatora, la dedicaron un «bravo» de los más estrepitosos.

-Ahora -añadió ésta-, díganme ustedes si el asunto vale bien la pena. Se trata de una denuncia que puede privar a una desvalida de un socorro necesario, o ser causa de que se aplique a otra persona más digna de él; no veo, pues, por qué no se han de depurar los hechos hasta que resulte clara y palpable la verdad.

-La prueba plena -dijo Carlos.

-Justamente. Y de todas maneras, por trivial que sea mi ocupación de hoy, nunca lo sería tanto como la de mi marido. ¿Saben ustedes qué es lo que le saca de casa tan temprano y no le ha dejado conciliar el sueño en toda la noche? Pues la colosal empresa de probar un tronco.

-Poco a poco -dijo el marqués con mucha formalidad-. No negaré que un asunto semejante, en absoluto, no es para desvelar a nadie; pero conviene saber que cuando este nadie soy yo y el tronco es para mis carruajes, el asunto tiene más de tres bemoles. ¿Hoy es viernes? Pues bueno: desde el último lunes llevo probados, comprados, vendidos o cambiados, tres pares de caballos.

-Y ¿por qué esos caprichos? -preguntó Carlos.

-Que se lo diga a usted mi mujer.

-No le hagan ustedes caso -se apresuró a replicar la marquesa-. La verdad es que si él tuviera mejor gusto para comprar...

-Si hubiera más fijeza en los tuyos... -repuso el marqués un poco sulfurado-. Pero en saliendo a la Castellana dos veces con un mismo tronco, ya te aburres de él... digo, te obligan a que te aburras; y esto es lo que a mí me carga.

-¡Cómo es eso! -exclamó Isabel fingiéndose admirada.

-Muy sencillamente -respondió el marqués-. El amiguito de casa, el consabido títere a la moda, el indispensable vizconde del Cierzo, que helado le sople a él, este mequetrefe, digo, que, como ustedes saben, sale con nosotros muy a menudo, tiene la peregrina costumbre de desacreditar mis caballos. Si son alazanes, porque no son negros; si negros, porque no son alazanes; si andaluces, porque no son ingleses; si ingleses, porque no son andaluces... y así hasta el infinito. Pues bien: mi mujer, que en materia de gustos es tornadiza como una veleta, apenas oye al vizconde la emprende conmigo... y adivinen ustedes el resto.

-¡Qué exagerador! -exclamó la marquesa con voz ronca y como tratando de romper el pañuelo entre sus dedos crispados, fingiendo una indignación que estaba muy lejos de sentir.

-Por lo cual -continuó su marido sin hacerla caso-, he resuelto comprar enteramente al gusto del señor vizconde; y por eso, después de haberme comprometido ayer tarde a cambiar dos caballos que compré anteayer, le he citado a mi casa para hoy a fin de que vayamos juntos a la prueba esta misma mañana; pero, como de costumbre, ha faltado a la cita. Mi mujer tenía prisa; el chalán está avisado para dentro de un cuarto de hora, y temiendo que otro me lleve la pareja si no acudo a comprometerla a la hora convenida, dejé en casa recado al vizconde para que vaya a reunirse conmigo... Y aquí me tienen ustedes en marcha. Conque, con franqueza, ¿es empresa de tres al cuarto la que voy a acometer? ¿Está bien justificada mi desazón de anoche?

La marquesa continuaba exagerando su indignación al oír a su marido; Carlos e Isabel se miraban, y Ramón, no pudiendo soportar la calidad de aquellos dos, para él extraños caracteres, excitaba por lo bajo a su hermano a salir cuanto antes a dar el proyectado paseo.

Complacióle Carlos y despidiéronse ambos sin grandes cumplimientos, acompañándolos el marqués y quedándose la marquesa todavía al lado de Isabel «unos instantes» que robaba de buena gana a su defendida, para dedicarlos «al amor entrañable que consagraba a su amiga».

Solas las dos, exclamó la marquesa con grandes aspavientos:

-¿Pero has visto qué marido, Isabel?

-¿El tuyo?

-Me da fatiga su estupidez.

-No sé por qué.

-¡No le oíste?

-¿Lo del vizconde?

-¿Y te parece poco?

-Ríete de ello.

-Sí, cuando pasa entre nosotros; pero ese majadero lo mismo lo cuenta en la Puerta del Sol, o en pleno Casino.

-¿Y qué?

-La maledicencia cunde.

-Teniendo la conciencia tranquila como tú la tienes...

-¡Oh, lo que es eso!... Pero ocurre casualmente que ese hombre ha dado en asediarme con la más pegajosa galantería, y hasta parece que hace ostentación de ello...

-No importa: la virtud siempre triunfa.

-Vamos, Isabel, que si a ti te sucediera... Y a propósito -añadió con el tono de la mayor inocencia-, también a ti te distingue con no escasas atenciones.

-Distinciones bien poco placenteras, por cierto -repuso Isabel ingenuamente.

-¿De veras? -dijo su interlocutora sonriendo maliciosamente.

-¿Y puedes tú creer otra cosa? -respondió Isabel de un modo que impuso a la marquesa.

-Pues anoche no lo creería nadie al veros -se atrevió ésta a insistir.

-Mucho nos mirabas.

-Soy curiosa, ya lo sabes.

-O aprensiva.

-¡Isabel!...

-Repara, amiga mía, que no te llamé celosa; y mal pudiera llamártelo, cuando, según tu propia confesión, las atenciones del vizconde, lejos de agradarte, te molestan.

-Y te lo repito.

-Pues entonces...

-No es una razón el que a mí me desagraden sus obsequios, para que a ti...

-Muchas gracias, marquesa.

-¿Por qué me las das?

-Por el favor que me dispensas haciéndome capaz de aceptar lo que a ti te repugna.

-Cuestión de gustos, Isabel, que no afrenta a nadie.

-¿Me permites que te llame inocente?

-No me atrevo yo a llamarte otro tanto.

-Pues haces mal; y me lo llamarías con mucho derecho si supieras qué me preocupaba anoche cuando tú creías que me estaba absorbiendo el seso la galante travesura del vizconde.

-¿De veras?

-Palabra de honor...

-Si no temiera ser indiscreta...

-Si tú me prometieras no reírte de mí.

-Te prometo estar más seria que un doctor en estrados.

-Pues bien: me preocupaba la de Rocaverde.

-¡Esa te preocupaba!

-Precisamente ella, no.

-¿Sus públicos alardes con el banquero?

-Tampoco.

-¿Con el general?...

-Eh, hija, todo lo conviertes en sustancia. Nada de eso.

-Pues entonces no atino...

-El vestido que llevaba.

-No era una cosa del otro jueves, a no ser la novedad de su dibujo.

-Pero le había traído la modista para mí.

-Pues la culpa fue entonces de la modista.

-A quien ella engañó con indignos embustes.

-¿Y eso es todo?

-Lo de anoche sí; pero antes me había ocurrido otro tanto con un aderezo, y antes con un carruaje, y antes con una porción de cosas más que no necesito decirte.

-Como tú estás de moda y ella es muy vana... Porque de otra manera no comprendo esa pugna, de que debes reírte.

-Me reí la primera vez, y la segunda... Y aun la tercera; pero en fuerza de hallarme a esa mujer atravesada delante de mis deseos, y de verme contrariada a cada instante por tan ridícula manía, ha llegado a causarme el efecto irritante de una mosca impertinente.

-Pues tienes contra ella un remedio eficacísimo.

-¿Cuál?

-Sus escasas rentas. No tardará en rendirse por hambre.

-Sí, pero entre tanto, me martiriza... y me martiriza, porque yo soy la primera en conocer todo lo pequeño y pueril del asunto... ¡No sabes cuánto daría por tener noticia de un deseo suyo para contrariársele, especialmente antes de su reunión de esta noche!

-¿Estás invitada a ella?

-«La primera», según me afirmó.

-Te vendré a buscar entonces.

-¿Luego vas tú también?

-Yo soy la segunda invitada, puesto que tú eres la primera. A mí no me disputa los vestidos, porque no estoy de moda como tú; pero en cambio cree que me lastiman mucho sus intimidades con el vizconde, y procura que las presencie con la frecuencia posible.

-De manera que el tal vizconde es universal...

-Está de moda también... Pero ¡Dios mío! -exclamó de repente la marquesa cambiando de tono y poniéndose de pie-. Mi pobre defendida está perjudicándose con mi conservación.

Y tendió sus manos y presentó ambas mejillas a Isabel.

-Quedo haciendo votos por el mejor éxito de tu noble empresa;-dijo ésta dándola un beso en cada carrillo y recibiendo otros dos simultáneos.

Y con esto y los apretones de manos y los adioses de ordenanza, salió la marquesa de la sala y quedóse en ella Isabel un poco pensativa.

Habíale enconado mucho sus resentimientos con la de Rocaverde el recuerdo de ésta evocado con su amiga, y se daba a cavilar con más empeño sobre un plan de venganza tan pronta como ejemplar.

Esto por una parte. Por otra, la sospecha de sus intimidades con el vizconde, manifestada por la condesa, no dejaba de escocerla un poco el ánimo. Verdad era que su conciencia estaba tranquila; verdad también que a la marquesa la hacía hablar un despecho de mal género, y verdad, por último, que la tal marquesa no tenía un adarme de sentido común; pero ¿no podía haber nacido aquella misma aprensión en otras personas más discretas? Y ¿a qué fin había de sospechar nadie de ella, que era honrada y leal a sus deberes?

La verdad es que Isabel permaneció largo rato sumida, aunque no muy profundamente, en esas meditaciones, y que sólo salió de ellas cuando un fámulo llegó anunciándole la visita del vizconde del Cierzo.

-¡Que no estoy visible! -exclamó con ira, encaminándose rápida a su gabinete.

Pero no tuvo tiempo de llegar a él. Acababa de entrar y se hallaba delante de ella, planchado, perfumado, pulido, rizado, intachable de elegancia y apostura, el anunciado personaje.