XXXI


Este y otros espectáculos tristes deprimieron horrorosamente mi ánimo. Iniciado el despejo de mi entendimiento, ganaba terreno por instantes la querencia de mi familia y el gusto de la vida normal. Pero no volvería yo a mi casa sin resolver dos problemas de importancia: recobrar mi ropa, y saber la suerte y paradero de Mita y Ley. Más fácil era, según Ruy, lo segundo que lo primero, pues sólo Dios podía encontrar una levita y un sombrero en aquel maremágnum de pobreza y confusión. En el Rastro quizás parecerían, y quién sabe si veríamos ambas piezas, dos días después, en la hinchada persona de algún funcionario de la flamante situación popular. No hallando a Mita y Ley en la casa de los Gamonedas, desierta y abandonada, fuimos a la cangrejería de la plazuela de San Miguel, donde nos dijeron que cansada Mita de esperar a Leoncio, y medio muerta de ansiedad, andaba en busca de él, de barricada en barricada. ¡Vaya por Dios! Afanosos nos lanzamos mi escudero y yo a la misma caminata, y en ella se nos pasó gran parte de la noche, sin encontrar a los salvajes. Lo peor fue que con tanto ajetreo me sentí nuevamente amagado de mis desórdenes cerebrales y nerviosos: yo estaba fatigadísimo. Para contener el mal que me rondaba, y dar algún descanso a mis pobres huesos, me metí en el desalojado almacén de paños de la calle de Toledo, ahora convertido en cuartel general de la plebe, depósito de armas y algo que con optimismo burlón llamábamos víveres... Entramos. Vimos diversa gente; hombres fatigados que no podían moverse; otros que perezosos recogían objetos diversos para devolverlos a los hogares: botijos, sillas, colchones. En un rincón había heridos graves, rodeados de sus familias, que no sabían si dejarles morir allí o llevárselos a casa. Mujeres vi en actitud estoica, mujeres desesperadas... Mi cansancio físico no me permitía ya ni aun ser piadoso... Me interné por aquellas obscuras y destartaladas estancias, y fui a parar a la más interior, que cae sobre Cuchilleros. No podía yo con mi cuerpo ni con mi alma; en un montón de esteras que me brindaba las blanduras de un diván, me dejé caer, y estirándome todo lo que daban de sí brazos y piernas, sin llegar a las medidas del camastro, me dormí profundamente.

El tiempo que duró mi sueño no puedo precisarlo... Desperté con una idea triste, una desfavorable opinión de mí mismo: yo era inferior, muy inferior a toda la caterva popular entre la cual había vivido tantas horas; yo no podía compararme a ellos, pues mis hazañas eran fantásticas, quizás burlescas, y ellos sabían luchar y morir por un ideal tanto más grande cuanto más nebuloso. Volvería yo a mi clase o jerarquía social, materializada y egoísta, sin haber hecho nada fuera de lo común, sin encontrar medio de ennoblecer mi alma con un acto hermoso de piedad, o de justicia, o de moral grandeza... Esta idea me mortificaba, y también la sed: revolví mis ojos por la estancia, que alumbraban candiles moribundos; vi a Ruy, dormido a mi lado como un tronco; en el opuesto rincón, un hombracho, envuelto en manta gris, era también tronco durmiente. Creyendo ver junto a éste un cántaro de agua, me levanté para cogerlo, y no había dado dos pasos cuando entró en la estancia un hombre, que al punto reconocí... ¡Ay, qué miedo!: era Bartolomé Gracián. No esperó a que yo le hablase, y reconociéndome al punto, y llegándose a mí jovial, me dijo: «Hola, Beramendi: no creí encontrarle aquí... ¿Salía usted?...». «No -le respondí temblando-; iba en busca de aquel cántaro: tengo sed». Por disimular mi miedo, me dirigí a donde estaba el cántaro, y volviendo junto al héroe de la plebe, con un gesto le ofrecí agua... Me sentía mudo.

«Gracias, que aproveche. Pero ¿qué, se asusta de mí?... Al contrario, diviértase con lo que voy a decirle, amigo Beramendi. Es usted de los míos... Ha terminado la partida militar, y ahora empiezan las amorosas partidas... Yo soy así: salgo de una locura, y emprendo locura mayor... De ésta saldré tan bien como de la otra... ¿Qué le pasa a usted, que no dice nada? Beba si tiene sed... Y si quiere presenciar un grande atrevimiento de amor, más interesante y más dramático que todos los que le conté caminando de Vicálvaro a Vallecas, espéreme aquí un momento».

Al decir esto, ponía la mano en los hierros de una puerta. Siguiendo con mis ojos su mano, reconocí la puerta de la escalera que por arriba conduce a las habitaciones donde moraba Lucila con su marido, por abajo a la calle de Cuchilleros. Interrogado por mis ojos, que debieron de echar lumbre, Gracián me dijo: «En el piso segundo está una mujer a quien yo amé tres años ha; me quiso ella con locura... El Destino nos separó. No he vuelto a verla desde entonces. Casó Lucila con un viejo campesino... Ayer supe que está en Madrid y en esta casa... No soy quien soy si no la saco esta noche del domicilio conyugal para llevármela al mío. Después de estos terribles combates, ¿qué puede apetecer el soldado más que descansar en un éxtasis de amor? Marte nos irrita; Venus nos consuela... Parece que usted no me cree, y aun que se burla de mí. ¿Quiere que hagamos una apuesta? Lucila no me ha visto desde aquella separación de comedia; Lucila, esta tarde, no sabía que yo existo... A media noche le escribí una carta, de las que yo pongo, con el alma, toda la fascinación del mundo en pocas letras... Con Servanda se la mandé. ¿Sabe usted quién es Servanda? Una mujer muy sutil que celestinea maravillosamente... Sé que la carta está en su poder. Lucila no me contestó, ni hace falta su respuesta... ¿Qué creerá usted que puse yo en mi carta?... Cuatro palabras de fascinación, y pocas más diciéndole que... Todo ello es sencillísimo, mi querido Marqués... diciéndole que en cuanto deje a su marido bien dormido, pero bien dormido, salga al pasillo de su casa... Allí me espera... Entro yo...

-Pero usted no entrará -le dije poniendo mi mano sobre la suya, que tocaba la puerta.

-Tengo la llave de aquí... y la de arriba también... véalas. Servanda me las ha dado.

-Pero Lucila no se prestará, no, a ese ardid impropio de un caballero... Lucila es honrada.

-Yo subo; yo entro...

-Y a encontrarle saldrá don José Halconero, armado hasta los dientes.

-Ríase usted de Halconeros y de dientes armados. Es usted un candidote que no conoce el mundo misterioso de la infidelidad conyugal, ni los impulsos de una mujer que, enamorada ciegamente una vez, no deja en ningún caso de acudir al reclamo de su ilusión.

-No acudirá, no acudirá, Gracián -afirmé yo, libre ya mi alma de todo miedo.

-Hagamos la grande apuesta. Usted aquí se queda en expectación de mi aventura. Si al cuarto de hora no me ve pasar por aquí con Lucila, pierdo... Estipulemos lo que se ha de perder o ganar, según falle o no la empresa.

-Yo no apuesto, señor Gracián -respondí sintiéndome todo entereza- Yo no hago más que decir a usted que no subirá... porque no debe subir, porque yo no debo permitirlo; más claro, porque yo le prohíbo que suba.

-No contaba yo con este guardián caballeresco -dijo Gracián echándose atrás-; pero va usted a ver cómo me sacudo yo a los caballeros de la Guarda y Vela».

Al movimiento que hizo para echarme sus crispadas manos al pescuezo, me anticipé yo levantando con poderoso impulso y coraje el cántaro mediado de agua; y ello fue tan rápido, que al tiempo que sus dedos me tocaban, se estrelló el cántaro en su cabeza, y los cascos y el agua envolvieron su rostro, le cegaron... En el mismo instante oí una voz que gritaba: «¡Mátele, señor, mátele!» Y el hombracho aquel que dormía se llegó a mí y puso en mi mano una pistola... Antes que Gracián, rehecho del golpe y mojadura, volviera sobre mí con furiosa exclamación de cólera, la bala se le metió en el cráneo, y de golpe toda su arrogancia y toda su maldad cayeron en los profundos abismos.

Segundos duró lo que cuento. El hombre que me había dado el arma, me cogió del brazo, y sin dejarme ni tan siquiera mirar a la víctima, me llevó fuera diciéndome: «Señor, no le tenga lástima... Vámonos de aquí. ¿No me conoce? Soy Hermosilla, el fabricante de zorros y plumeros... Almendro, 14... Ha quitado el señor de en medio la mayor calamidad del mundo. ¡Vive Dios que ha sido grande hazaña!... Ese tunante me perdió a mi hija mayor, la Rafaelita; después a mi segunda, la Generosa. ¡Qué dolor! Las dos andan por esas calles...».

¿Dónde estaba yo en la mañanita del 20, con Hermosilla? En una sombrerería de la Concepción Jerónima, buscando una prenda decente, cobertera de mi cráneo, para poder entrar en mi casa con el decoro propio de la clase a que pertenezco. Mi diligente escudero, a quien había mandado por cigarros, vino desolado a decirme: «Ahí están, señor... Míreles... Mita y mi hermano Leoncio... Se van, se van de Madrid».

Salí, y en la misma puerta de la tienda me vi cogido de las manos por Mita, que, con premioso acento de despedida, me dijo: «Nos vamos, Pepe... adiós. Ya hay Gobierno; otra vez hay leyes: ya no podemos seguir en este pueblo maldito.

-¿Y Ley?

-Mírale allí, metiendo nuestros baulitos en la tartana... «Nos vamos al campo, al sol... ¡Salvajes otra vez, hasta que Dios quiera!...».

Corrí a donde estaba el coche, y apenas tuve tiempo de despedir a mis buenos amigos con toda la efusión de mi cariñosa amistad y sinceros ofrecimientos de protección. El coche partió. ¡Cuándo volveríamos a vernos! Díjome Ruy que se iban a la Villa del Prado, donde vivirían al amparo de Lucila.

«¿Y tu hermana, y el bendito señor de Halconero, a quien estimo mucho sin tener el honor de conocerle?

-Pues han salido hace un cuarto de hora en otra tartana que va delante».

Se iban a la paz y a las alegrías del campo, y aquí quedaba Madrid con su corte, su política y el eterno rodar de los artificios, que se suceden mudándose, y se mudan para ser siempre los mismos... Y yo a mi casa: ya era irresistible mi deseo de ver a mi mujer y a mi hijo... No me faltaba más que buscar una levita semejante, si no igual, a la que perdí, pues no me resignaba, no, al deplorable efecto de mi aparición con la facha de jamancio crúo. Y me faltaba también discurrir la ingeniosa mentira con que debía justificar mi ausencia de casa en las turbulentas noches y días de la Revolución. Pensando en ello estaba, y ocupado además en la diligencia de buscar la levosa, cuando vi pasar por la calle de Toledo abajo al general San Miguel, a caballo, con abigarrado séquito de patriotas y militares, también a caballo. Vestía don Evaristo de paisano, con fajín, y a su paso le saludaba la multitud con aclamaciones de respeto y júbilo. Era el pacificador, la personificación del feliz consorcio de Pueblo y Ejército. A poco de verle pasar, una ideíta que yo buscaba entró gozosa en mi mente. «A casa mandaré a Ruy -me dije- para que prepare la vuelta del prófugo con un lindo embuste. Dirá que me cogió el general San Miguel el día 18 para que le ayudara en sus trabajos de pacificación... que no pude zafarme del compromiso, ni de la encerrona en patrióticas asambleas... No, no: esto no lo creerán... Tengo que inventar otra cosa, fabricar mi novela en históricos moldes... Diré que Córdova me llamó a Palacio; que luego se me encargó una misión muy delicada cerca de la Junta que se reunía en casa del señor Sevillano; que fui detenido por un grupo de revolucionarios ardientes; que me encerraron en la Posada del Peine... en el palacio del Nuncio... en las casas de Porras... averígüelo Vargas... guardándome prisionero con exquisitas consideraciones y esmerado trato de aposento y boca...».

Esto contaría yo mutatis mutandis, y una vez salvado el decoro de mi presentación, a mi mujer le contaría la verdad escueta, sin omisión ni aditamento, historiador sincero y leal de una de las páginas más interesantes y dolorosas de mi pobre existencia... Así lo hice. No se cuidaba mi mujer más que de llevarme al reposo y a la franca sedación de mi mal, y lo consiguió con su dulzura. A los trágicos y cómicos lances que le referí, y a mis variados cuentos y descripciones, puse un juicio sintético que aquí reproduzco como término de esta parte de mis Memorias. Ved aquí el juicio y la fría opinión, una vez pasado el hervor revolucionario y entibiadas las pasiones que del corazón de los demás pasaban al mío: Todo es pequeño, en conjunto. Relativa grandeza o mediana talla veo en la obra del pueblo sacrificándose por renovar el ambiente político de los señoretes y cacicones que vivimos en alta esfera. Menguados son los políticos, y no muy grandes los militares que han movido este zipizape. Pobre y casera es esta revolución, que no mudará más que los externos chirimbolos de la existencia, y sólo pondrá la mano en el figurón nacional, en el cartón de su rostro, en sus afeites y postizos, sin atreverse a tocar ni con un dedo la figura real que el maniquí representa y suple a los ojos de la ciega muchedumbre. De mezquina talla es asimismo mi hazaña, la rápida muerte que di a Gracián, en defensa de la paz obscura de una mujer... única paz que en lo humano existe... Todo es pequeño, todo; sólo son grandes Mita y Ley.

Mi mujer no me deja continuar mis Memorias, y por culpa de su cariñosa prohibición, en el tintero se queda la trágica muerte de Chico, y la entrada de Espartero, explosión grande del entusiasmo inocente y de la candidez revolucionaria. Otros contarán estos hechos, que yo no presencié, porque mi esposa me aísla de lo que llamaremos emoción pública... Desde mi doméstico retiro, atendiendo a mi salud, que lentamente recobro, y privado de la compañía de Ruy y de Sebo (que ahora goza un lucido empleo en el Gobierno Civil), sigo con la imaginación los varios acontecimientos, y ya sean dramáticos, ya de risa, les pongo por comentario un grito que me sale del corazón. Siempre que mi mujer me da cuenta de algo que merece lugar en la Historia, yo digo: «¡Viva Mita!... ¡Viva Ley!»


FIN DE LA REVOLUCIÓN DE JULIO

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Santantder, Septiembre 1903.- Madrid, Marzo 1904.