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Julio... todavía Julio.- La primera embestida de esta dolencia tan vaga como cruel, a la que he dado diferentes nombres sin acertar, creo yo, con el verdadero, empezó a fines del 49 y no terminó hasta mi viaje a Roma el 51. Sufrí entonces desórdenes extraños de la inteligencia y aberraciones sensorias muy peregrinas; pero nunca llegué, como en este segundo ataque, a confundir la luna con el sol, y la noche con el día. Tampoco di entonces en la extravagancia de desayunarme con buñuelos y aguardiente, como hice en la ocasión que refiero. Fue Ruy quien me incitó a tomar tales porquerías, que en mi estómago, la verdad sea dicha, cayeron como veneno, poniéndome de cabeza y voluntad más perdido y desatinado de lo que estaba. En lo que sí coincidían mi primero y mi segundo ataque era en el olvido de mi cara familia, en el amor ardiente al pueblo y en la insana ambición de realizar yo una o más acciones heroicas, siempre dentro de lo popular; es decir, que mi quijotismo tenía el carácter de amparo de los humildes por estado y nacimiento...

Hoy, mejorado de tan raras turbaciones, no puedo traer fácilmente a mi memoria mis acciones de aquel día... el día de los buñuelos y el aguardiente... porque desde que embuché aquella ponzoña se me inició la inconsciencia, y ésta fue aumentando, según me dijo Ruy, hasta que llegué a ser como autómata que iba y venía, y maquinalmente funcionaba moviendo los muelles y resortes de mi organismo, sin apreciar la causa impulsora ni darme cuenta de sus efectos. En mi cerebro ha quedado el estruendo de los tiros que oí, tiros próximos, lejanos lejanísimos, y después he sabido por Ruy que eran el lenguaje de la batalla empeñada en las calles, y me ha informado de las defensas que hubo en estas o las otras posiciones: barricada en la calle de la Montera, en Antón Martín, en Santo Domingo, en los Mostenses... qué sé yo... Todo Madrid debió de ser barricada... Mas si el estampido de la fusilería y cañonazos era recogido por mi cerebro, nada del lenguaje humano que en aquella mañana oí persiste en mi memoria. Los que hablaron conmigo, háganse cuenta de que hablaron con una estatua.

Pero lo más peregrino, entre los muchos fenómenos de inconsciencia de aquel indefinido lapso de tiempo que duró mi turbación, fue que yo me encontré armado sin saber quién había puesto en mi mano un fusil. Y nada me ha causado tanto pasmo y terror como el decirme Ruy con ingenua convicción que yo había hecho fuego... Veinte veces me lo aseguró y aún no le daba yo crédito. Yo disparé mis armas; alguien me las cargaba, y vuelta otra vez a disparar... Añadió mi escudero que durante una hora o más me batí en la barricada, y que por mi arrojo y mi desprecio de la muerte parecía un insensato. ¡Válgame Dios con mi heroísmo sin saberlo! ¿Por desgracia mía, algún cristiano fue víctima de mi despiadado, inconsciente furor? Las referencias de Ruy y las de Tiburcio Gamoneda convienen en que fue Leoncio quien me dio las armas y quien las cargaba. ¡Y mis locas acciones, trabajo de un maniquí de perfeccionado mecanismo, hiciéronme pasar por valiente a los ojos de los tiradores de verdad!...

Si nada quedó en mi memoria de los disparos que hice, según cuentan, con marcial coraje, nada recuerdo tampoco de haber comido. Ruy me asegura que sí. ¡Vaya por Dios! Comí pan, aceitunas negras, un pedazo de cecina, medio arenque, y apuré un vaso de vino... Lo más singular y maravilloso es que mi escudero jura por la salvación de su alma que lo comí con apetito... Mi memoria no recobró su poder hasta después de anochecido, y la primera prueba del renacer de la preciosa facultad fue verdaderamente muy desagradable. Hallábame yo en la calle de Botoneras: me complacía en observar cómo iba recobrando el sentido del lugar y el tiempo, y para comprobarlo reconocía la casa de Sotero, y apreciaba la entrante noche... En esto vi que un hombre a mí se llegaba: era Gracián. Su presencia me hizo temblar. Aunque ni su rostro ni su actitud indicaban hostilidad, despertó en mí un horrible miedo. Con palabra balbuciente contesté a sus preguntas, que no sé si se referían a mi salud o a mi valentía. Dudé si eran manifestaciones de amistad o de burlas; y deseando perderle de vista, porque su mirada me causaba pavor, antipatía, consternación, antes que él se apartase me escabullí yo rozando con la pared de las casas... Intenté dar el pretexto de que alguien me llamaba; pero no sé si lo di...

Entrada la noche, y sosegado ya del miedo que me causó Gracián, tuve mayor prueba del restablecimiento de mi memoria. Fue para mí sorpresa y confusión grandes verme cómo estaba vestido. Hasta entonces no había caído yo en la cuenta de que llevaba un chaquetón holgado y vetusto, en vez de la levita que saqué de mi casa, y de que en lugar de mi sombrero llevaba una gorra de cuartel. Pantalones y chaleco eran los mismos de mi anterior vestimenta, y conservaba el reloj y dinero; pero mis botas de caña, por arte de magia, se habían convertido en zapatos de orillo, blandos y feos. Lo peor de todo fue que mi escudero no supo darme razón de aquel cambio de ropa. ¿Me había mudado en mis horas de máquina inconsciente, o me transformaron los demonios? Ruy no lo sabía, lo que me probaba que él también había tenido eclipses de la memoria y del conocimiento. La mejor prueba de que mi cerebro recobraba su normalidad, la tuve oyendo cuanto se decía de los acontecimientos de carácter público, y asimilándome aquellas referencias, apuntes que pronto habían de ser páginas históricas. La lucha en las calles se había suspendido. En la tregua fraternizaban pueblo y tropa. ¿Qué Gobierno había? Lo ignorábamos. Sabíamos que una Junta magna tomaba sobre sí la obra de pacificación... Entre los nombres que oí, se estamparon en mi mente con vigor y claridad los de Sevillano, Vega Armijo, don Joaquín Aguirre, Fernández de los Ríos y el general San Miguel. Ya estaban en negociaciones la Junta y Palacio... ya se vislumbraba la paz; el triunfo del Pueblo era evidente. Se contaban maravillas del arrojo y constancia de los patriotas en las barricadas de la calle de la Montera, en la confluencia de las calles de San Miguel y Caballero de Gracia, en las Cuatro Calles, plaza de las Cortes... Las tropas que Córdova tenía en la zona de Palacio no habían podido comunicarse con las que ocupaban el Prado y Recoletos... Entre todas las barricadas, la más ineficaz había sido la nuestra, calle de Toledo, y conceptuándola disparate estratégico, Gracián había mandado abandonarla. Esta noticia me llenó de confusión. ¿Dónde me había batido yo? ¿Dónde tuvieron su teatro mis estupendas hazañas?... Mas ¿cómo habíamos de dilucidar este obscuro punto, si Clío, que todo lo sabe, ignoraba en qué lugar se habían separado de mi cuerpo mis botas y mi levita?

Muertos vi en gran número en la calle Imperial, Atocha y entrada de la de Carretas. Heridos transportamos al Fiel Contraste; y hallándome en esta operación, tuve el sentimiento de acompañar en sus últimas al bueno de Erasmo Gamoneda. El pobrecito me pidió agua: se la di de un botijo que pasaba de mano en mano y de boca en boca; bebió con ansia. Parecía sentir alivio del escozor de sus heridas, que eran tremendas: un agujero en la clavícula derecha; en el vacío del mismo lado, otro que le pasaba de parte a parte; la cabeza rota, una mano casi deshecha. Mirándome agradecido, me dijo con sencillez y satisfacción tranquila, como si se alabara de terminar felizmente una partida de obleas: «Hemos ganado. Bien, bien... Milicia Nacional: bien... Yo artillero...». Y repitiendo el bien, bien, yo artillero, estiró piernas y brazos, y abriendo la boca en todo su grandor, entregó el alma.