El sueño de Makar

El sueño de Makar


I

Makar vivía en Siberia, ese pobre país lejano, amortajado en nieve.

Su aldehuela, Chalgan, estaba perdida en la "taiga"[1] de Yakutsk. Los padres y los abuelos de Makar habían elegido en la "taiga" un pequeño trozo de terreno helado, y aunque estrechamente cercados por el bosque hostil, no desesperaron. En el calvero comenzaron a construir casitas, rodeadas de hayas, y labraron la tierra helada. Pronto fué aquello una pequeña aldea. Sobre la colina, en el centro de la aldea, apareció una iglesia, cuyo campanario ascendía con orgullo hacia el cielo. Algún tiempo después, Chalgan se convirtió en un gran pueblo.

Mientras los padres y los abuelos de Makar luchaban contra la “taiga", incendiando y derribando árboles, tornáronse salvajes, sin darse cuenta de ello. Casáronse con mujeres "yakutas", hablaron su lengua y adoptaron las costumbres del país.

Los rasgos característicos del gran pueblo ruso se borraron y desaparecieron poco a poco.

No obstante, Makar recordaba muy bien que era un verdadero campesino de Chalgan, es decir, ruso y no "yakut". Allí había nacido, había pasado toda su vida y esperaba morir Estaba orgulloso de su origen ruso y manifestaba su menosprecio a los "yakuts", aunque hacía la misma vida que ellos y tenía sus mismas costumbres. Casi no hablaba en ruso, que conocía mal; se vestía con pieles, llevaba en los pies abarcas hechas de piel de ciervo y comía pan muy duro, que mojaba en un te de mal sabor. Los días de fiesta y en los casos solemnes, se bebía todo el aceite que había en la mesa. Sabía montar en los bueyes muy hábilmente. Cuando estaba enfermo llamaba al "chaman", es decir, al sacerdote pagano, quien, rabioso, rechinando los dientes, le golpeaba con furia para expulsar de su cuerpo al diablo, causa de la enfermedad.

Trabajaba como una bestia de carga, pero era pobre, sufría hambre y frío. ¿Tenía otros pensamientos que los de encontrar el pan duro y un poco de te?

Sí, los tenía.

Cuando estaba borracho, lloraba diciendo: "¡ Qué miserable vida la mía." A veces soñaba también con irse a la montaña. Allí no labraría la tierra helada, no derribaría los árboles, no molería el grano entre dos piedras, y sería feliz. ¿Qué montaña era aquella misteriosa? ¿Dónde se hallaba?

Makar no lo sabia, Pero sí sabía que estaba en alguna parte, muy lejos, tan lejos que, de hallarse en ella, estaría fuera del alcance del mismo jefe del distrito. Y, naturalmente, no pagaría impuestos.

Cuando no estaba borracho no pensaba en esto, comprendiendo, sin duda, que esa montaña no existía más que en su imaginación. Pero cuando bebía algo, nuevamente le acometía aquel sueño. Llegaba a admitir que no podría encontrar, quizá, la montaña, o que podría engañarse y llegar a otra montaña distinta. Entonces, todo se habría perdido. Pero no se desanimaba y hacía sus preparativos para el viaje. Si no podía realizarlo, la culpa era del mal "vodka" que le vendían los tártaros que habitaban en las proximidades; para dar más fuerza a la bebida, mezclábanla con hojas de tabaco. Después de haber be bido, Makar se sentía débil y enfermo.

II

Era la víspera de Navidad. Makar sabía que el día siguiente era de gran fiesta. Con tal motivo, quería beber "vodka"; pero no podía comprarlo, porque no quedaba casi pan, que reemplazaba allí el dinero. Estaba en deuda con los comerciantes de la localidad y con los tártaros, y ya no le fiaban. Y, sin embargo, el día siguiente era de gran fiesta; no podría trabajar' por tanto, tenía necesariamente que beber; ¿cómo, si no, pasar el día? ¡Qué miserable vida! ¡Ni si—, quiera una botella de "vodka" para una fiesta tan importante!

Se le ocurrió una idea feliz. Se levantó y se puso la desgarrada pelliza. Su mujer, sólida, musculosa, extraordinariamente fuerte y al mismo tiempo extraordinariamente fea, conocía bien a su marido y penetraba sus primitivas intenciones. Adivinó inmediatamente sus planes.

—¿Dónde vas, diablo? ¿Quieres beber otra vez solo, sin mí?

—Cállate, voy a comprar una botella y mañana nos la beberemos juntos.

Le dió, a modo de caricia, un puñetazo formidable en el hombro y le guiñó el ojo maliciosamente. Ella casi cayó al suelo; pero—tal es el corazón de la mujer—encantada por la caricia de su marido, se quedó contenta, aunque bien sa bía que iba a engañarla.

Salió Makar; sacó un viejo caballo del corral lo enganchó al trineo. Pronto estuvo el caballo en la calle, arrastrando el trineo con su amo, y, volviendo la cabeza, preguntó a éste con la mirada adónde había que ir. Makar lo dirigió hacia la izquierda.

Al final de la aldea había una casita, medio enterrada en la nieve. Por encima del tejado, una columna de humo subía muy alto, ocultando con su masa blanca y ondulante la luna y las estrellas frías. A través de los gruesos trozos de hielo que cubrían las ventanas y protegían a los ha—

bitantes de la casa contra el frío, veíanse los resplandores del fuego, encendido en el interior. El aire estaba en calma.

Los habitantes de aquella casa eran deportados políticos, que habían venido de lejos. ¿Cómo y en qué condiciones habían llegado allí, a aquellas frías llanuras? Makar no lo sabía ni le importaba. Pero le gustaba estar con ellos, porque eran buenos para él y le pagaban siempre como es debido.

Dentro ya de la casa, Makar se dirigió inmediatamente a la chimenea y se puso a calentar sus manos heladas.

—¡Cha!—dijo, expresando con esta exclamación que tenía frío.

C₂ Los habitantes de la casa estaban allí. Sobre la mesa había una bujía encendida. Los hombres no hacían nada. Uno de ellos estaba echado en cama, fumando y observando los círculos de humo de su cigarrillo, mientras reflexionaba profundamente. El otro, sentado cerca de la chimenea, miraba, pensativo, las lenguas de fuego que lamían la leña.

—Buena salud!—dijo Makar, por romper aquel silencio, que le disgustaba.

Naturalmente, ignoraba el dolor que oprimía los corazones de aquellos hombres, los recuerdos que asaltaban sus cerebros aquella noche, las imágenes fantásticas que veían en el fuego y en el humo de la chimenea. Por otra parte, él tenía sus preocupaciones propias.

1 1 I F » 109 El joven que estaba junto a la chimenea, alzó la vista y le miró con una mirada vaga, como si no le reconociera. Luego meneó la cabeza y se levantó.

—¡Ah, Makar! Buenos días. Has hecho bien en venir; tomarás el te con nosotros.

Makar aceptó, complacido.

—¿El te? Eso está muy bien.

Y empezó a quitarse la ropa. Después de haberse quitado la pelliza y el "schapka", se sintió más a gusto. Al ver que ponían carbones ardientes en el samovar, creyó deber decir algo agradable.

—Os quiero de veras—exclamó dirigiéndose al joven—. Os quiero tanto que no duermo por las noches.

El otro le miró fijamente, y en su rostro apareció una sonrisa amarga.

—¡Ah! ¿Nos quieres? Eso es que necesitas algo...

Makar tuvo un momento de vacilación.

—Sí, tengo una cosa... ¿Cómo lo has adivinado? Bien, cuando tomenios el te, diré de qué se trata.

En vista de que el te le había sido ofrecido, se creyó con derecho a pedir algo más.

—¿Tenéis carne, quizá? Me gusta mucho.

—No hay.

¡Qué le vamos a hacer!—dijo Makar en tono conciliador. Otra vez me la daréis, ¿no?

—Bien.

Ahora consideraba la carne prometida como una deuda, y él sabía reclamar las deudas.

Una hora después volvió a montar en su trineo. Los deportados habían dado un rublo, por el cual debía entregarles una cantidad de leña para la chimenea. Les había jurado que aquel día no compraría "vodka" con el dinero; pero tenía la intención de hacerlo inmediatamente. El placer que le esperaba ahogaba en su pécho los remordimientos. Ni siquiera pensó en la terrible recepción que le haría su mujer, engañada, cuando volviera borracho.

—Pero, ¿dónde vas, Makar?—le gritó el joven, riendo, al ver que en vez de tomar el camino recto tomaba el de la izquierda, hacia el lado donde vivían los tártaros.

—¡Alto!—gritó Makar a su caballo— ¡Qué bestia es este caballo!...

Pero al mismo tiempo tiraba de la brida izquierda.

El caballo, que comprendía bien el estado de ánimo de su amo, trotó en la dirección indicada, y pronto se detuvo ante la casa de los tártaros.

III

Había allí ya varios caballos atados.

La casita estaba llena de gente. Un humo espeso de mal tabaco pasaba lentamente por la chimenea y envolvía la habitación. Ante las mesas y sobre los bancos había sentados yakuts.

1

L

111 Sobre las mesas, tazas llenas de "vodka". Aquí y allá, dispersos, grupos de jugadores de baraja.

Los rostros estaban congestionados y cubiertos de sudor. Los ojos, de mirada salvaje, escrutaban las cartas. Salía de los bolsillos el dinero, que los jugadores ocultaban en seguida. En un rincón, sobre la paja, un yakut, borracho, sentado, balanceaba estúpidamente la cabeza, cantando tristemente una canción improvisada sobre un tema sencillo:

mañana era la gran fiesta, y él estaba borracho hoy.

Makar dió su rublo y recibió una botella de "vodka". Escondiéndosela en el pecho, se alejó procurando que los otros no le vieran, a un rincón obscuro. Allí, llenando una taza tras otra, se bebió la botella. El "vodka" estaba amargo y, con ocasión de la fiesta, añadido con tres cuartos de agua. Pero, en cambio, había muchas hojas de taco. Al beber, Makar sentía que se ahogaba; círculos de fuego pasaban ante sus ojos.

Se emborrachó en seguida. Se sentó en la paja, y cogiéndose las rodillas con las manos, puso entre ellas su cabeza pesada. Y, siguiendo el ejemplo del yakut borracho, se puso a improvisar una canción. Cantaba tristemente que mañana era la gran fiesta y él se había bebido el producto de la leña vendida.

Los recién llegados iban llenando cada vez más la habitación. A cada momento se veía entrar otros yakuts que venían a pedir "vodka" y a beberlo. El dueño se dió cuenta de que pronto faltaría sitio. Se levantó de la mesa y miró a su alrededor. Su mirada cayó sobre el rincón donde estaban sentados Makar y el yakut.

Se acercó al yakut, y cogiéndole por el cuello, lo echó a la calle sin más explicaciones. Luego se acercó a Makar. Viendo que éste era de la aldea, lo trató con más miramientos; después de abrir la puerta de par en par, le dió un puntapié formidable. Makar se halló en la calle, con la nariz en la nieve.

Es difícil decir si se sentía ofendido. Tenía nieve en la cara, en las mangas, en todas partes.

Levantándose con mucho trabajo, se dirigió, vacilante, hacia su caballo.

La luna estaba muy alta. El frío se habia hecho aún más intenso. De tiempo en tiempo, detrás de una ancha nube sombría, se extendían por el cielo esos resplandores vagos que se ven con frecuencia en las regiones del Norte.

El caballo, comprendiendo el estado en que se hallaba su amo, se dirigió lentamente a casa, por propia iniciativa. Makar, sentado sobre el trineo y balanceando la cabeza, continuó su canción.

Cantaba que se había bebido la leña vendida y que su mujer, sin duda, le iba a pegar. Los sonidos que salían de su garganta se parecían a los gemidos del aire nocturno, tan dolorosos, que el deportado político, que en aquel momento estaba en el tejado tapando el tubo de la chimenea, quedó penosamente impresionado.

El caballo subió una colina, desde la que se veía mucha comarca en derredor. La nieve, iluminada por la luna, brillaba con millares de destellos. A veces, la luz de la luna se hacía más débil, y la nieve tomaba un matiz más sombrío, reflejando los resplandores vagos del cielo. Enestos momentos parecía que las montañas, cubiertas de bosque espeso, estaban más próximas. Makar veía muy bien, en el lindero del bosque, la pe queña colina tras de la cual había colocado algunas trampas para coger fieras y pájaros.

Sus pensamientos tomaron una nueva dirección. Se puso a cantar que en una de sus trampas había caído un zorro. Mañana vendería la piel del zorro, y su mujer no le pegaría.

Cuando Makar entró en su casa, en el aire frío vibró el primer tañido de la campana. Se apresuró a decir a su mujer que había caído un zorro en la trampa. Olvidando por completo que ella no había bebido "vodka", quedó muy sorprendido cuando, a pesar de esta buena noticia, su mujer le dió un terrible puntapié en el trasero. Estando ya en la cama, todavía recibió algunos puñetazos.

Los solemnes tañidos de la campana inundaban la aldea Chalgan, y se extendían por la llanura hasta muy lejos.

IV

Estaba Makar tendido en la cama. Su cabeza ardía. Sentía como lumbre en su interior. Por sus venas se repartía la fuerte mescolanza del "vod—

EL DIA ka" con el tabaco. La nieve derretida había dejado huellas en su rostro y en su espalda.

Su mujer creía que estaba dormido; pero no dormía. Pensaba en el zorro. Había llegado a convencerse de que el animal se hallaba en la trampa; hasta se figuraba que lo veía, cogido por la tenaza, arañando la nieve con sus uñas y tratando de escaparse. Veía la piel amarillenta, iluminada por la luna, y los ojos de la bestia atrapada.

No pudo resistir a la tentación de ir a coger el zorro, y se levantó. ¿Cómo? ¿Su mujer no le deja marchar? ¿Lo coge por el cuello con sus manos fuertes y lo arroja de nuevo sobre la cama? No; en el trineo, camino del bosque, vuela sobre la nieve endurecida. La aldea ha quedado atrás, lejos. Oye la voz grave de la campana de la iglesia.

Ve en el horizonte las siluetas negras de los yakuts, que, montados en sus caballos, se dirigen la aldea.

La luna había descendido. En el cielo, muy alta, estaba suspendida una nubecita blanca, que en un momento se ensanchó y se desgarró. A los dos lados del camino se veían pequeños matorrales; un poco más lejos, colinas. Cuanto más avanzaba Makar, más altos se hacían los árboles. La "taiga" se acercaba, silenciosa, llena de misterios. Los árboles brillaban bajo el rocío plateado. La luz suave de la luna, pasando a través de sus ramas, ponía claridad en los calveros y en los cadáveres gigantescos de los troncos cubiertos de nieve.

Todo era allí sombrío, misterioso y taciturno.

} 115 Makar se detuvo. En este sitio, casi al lado del camino, había un sistema de trampas. Veía la hilera de ramas secas. Veía también la primera trampa. No le pertenecía, pero Makar no se cuidaba de ello. Bajó del trineo, y dejando el caba'lo en el camino, prestó oído. No se percibía ningún ruido, salvo el vago tintineo de las campanas, a lo lejos.

Makar no tenía nada que temer. El propietario de aquella trampa y de muchas otras, Alechska, su vecino y enemigo, se hallaba, sin duda, a aquella hora en la iglesia. No se veían huellas sobre la nieve; por tanto, no había venido nadie.

Avanzó por el bosque. La nieve helada sonaba bajo sus pies. Por todas partes había trampas esperando a los animales, para cogerlos entre sus brazos. Pero todas estaban vacías. Quiso salir del bosque, pero de pronto oyó un leve ruido. Y percibió, a través de los árboles, en un sitio iluminado por la luna, la rojiza piel y la espesa cola de un zorro, que se movía suavemente, como invitando a Makar a seguirle. Pronto el zorro desapareció; pero a los pocos minutos Makar oyó un ruido sordo. Su corazón empezó a latir furiosamente. No cabía duda: el zorro había caído en la trampa.

Makar se lanzó hacia adelante, a través de los árboles, que le golpeaban el rostro con sus ramas, llenándolo de nieve. Varias veces estuvo para caer. Respiraba fatigosamente. Llegó a un calvero. La pequeña senda terminaba en una trampa. Algunos pasos más, y Makar podía apuderarse del zorro. Pero de repente vió en el camino la forma de un hombre. Era Alechska. Makar lo reconoció en seguida, por su figura de oso.

Makar estaba lleno de cólera; aquella trampa le pertenecía y Alechska no tenía derecho a tocarla. Verdad es que, algunos minutos antes, él mismo estaba examinando las trampas que pertenecían a Alechska, pero aquello era otra cosa muy distinta. Antes tenía miedo de que le cogieran, y ahora era él quien quería coger al ladrón.

Corrió hacia la trampa. Un zorro se encontraba en ella, con la pata en las tenazas. Alechska corría también hacia la trampa por el otro lado.

El zorro sería para el que llegara primero.

Llegaron, por fin, a la trampa. Se veía la piel rojiza del zorro. Arañaba con sus uñas la nieve y miraba con sus ojos penetrantes.

—¡No le toques! ¡Es mío!—gritó Makar.

—Mío!—repitió como un eco Alechska.

Los dos se pusieron a levantar la trampa. El zorro, libre, dió un salto, se detuvo un instante, miró burlonamente a los dos hombres, lamió su herida y, moviendo suavemente la cola, huyó.

Alechska quiso lanzarse tras el animal, pero Makar lo agarró de la pelliza.

No, es para mí!—gritó, y echó a correr tras el zorro.

—Para mí!—gritó de nuevo, como un eco, Alechska que, a su vez, retuvo a Makar por un pico de la pelliza, y se lanzó hacia adelante.

Makar, loco de ira, le siguió. Ambos corrían mucho. Makar se olvidó del zorro. Las ramas de los árboles le golpeaban en pleno rostro, pero no hacía caso, y, lanzando gritos belicosos, estaba ya a punto de alcanzar a su enemigo. Pero Alechska había sido siempre más astuto que el pobre Makar. Se paró de repente, se volvió hacia Makar y, con la cabeza, le dió un golpe formidable en el vientre. Makar cayó al suelo. Alechska, después de lanzar un grito de victoria, escapó por el bosque intrincado.

Un minuto después, Makar se levantó. Sentíase humillado, golpeado, en un terrible estado de ánimo. El zorro, que casi era suyo, estaba lejos.

Era más profunda la obscuridad. La nubecita blanca apenas si se veía. Makar sentía en todo su cuerpo las picaduras de la nieve que le entraba por las mangas, por el cuello, por la es palda, hasta las piernas. Su "schapka" se lo había llevado Alechska; en la lucha había perdido los guantes. Makar estaba desesperado; bien sabía que el frío siberiano es terrible cuando no se tienen guantes ni "schapka".

Caminó hacia adelante. Según sus cálculos, hacía ya mucho tiempo que debía haber salido del bosque, pero el bosque le rodeaba siempre, con sus altos árboles silenciosos. No le dejaba, reteniéndole entre sus brazos. A lo lejos seguían oyéndose los sonidos vagos de la campana. Quiso guiarse por aquellos sonidos, pero en vez de hacerse más fuertes, se hicieron, por el contrario, más débiles y lejanos. La desesperación se apoderó de Makar.

Estaba cansado, extenuado, abatido. Las pier nas no le obedecían ya. Le dolía todo el cuerpo y respiraba fatigoso. Sus piernas y sus manos se helaban, así como su cabeza descubierta.

—Estoy perdido !—pensó.

Pero seguía andando.

El bosque guardaba un silencio inquietante, cerrando, por encima de la cabeza de Makar, su bóveda impenetrable y sombría, sin dejar ni una luz de esperanza.

—¡Estoy perdido!—repetía sin cesar.

Las fuerzas le abandonaron completamente.

Los arbolillos le golpeaban insolentes en la cara, burlándose de su impotencia. Una liebre blanca apareció ante Makar, se sentó sobre sus patas traseras y se puso a lavarse, haciéndole muecas impertinentes. Se diría que conocía bien a Makar, a aquel mismo Makar que había colocado trampas por todas partes para coger a las pobres liebres. Ahora, ella se burlaba de él. Makar lo veía con amargura.

Pcco a poco el bosque se fué animando, pero con una animación hostil. Los árboles lejanos tendían hacia él sus largas ramas, tratando de cogerle por los cabellos y golpearle en el rostro. Los pájaros, con una malvada curiosidad, le miraban a los ojos y se burlaban de él en voz alta.

.

¹ Finalmente, millares de zorros aparecieron entre los árboles. Le miraban burlonamente, agitando sus orejas agudas. Las liebres, que eran también muy numerosas, reían a carcajadas, diciéndole que se había perdido y que no saldría ya jamás de la "taiga".

Esto era demasiado.

—Estoy perdido!—repitió Makar.

Se decidió a morir de una vez, antes que sufrir tan cruelmente.

Se echó sobre la nieve.

El frío se había hecho más intenso. Las débiles luces de la noche atravesaban apenas la enramada. Casi no se oía la campana de la remota aldea.

Makar no vió ni oyó nada.

Estaba muerto.

V

No sabía cómo podía ser aquello. Esperaba que su alma saliera del cuerpo, pero no salía nada. Y, sin embargo, tenía la seguridad de que estaba bien' muerto, y permanecía sin movimiento. Es tuvo así mucho tiempo, tanto tiempo, que ya empezaba a fastidiarle aquello.

La obscuridad era completa cuando sintió que alguien le empujaba con el pie. Volvió la cabeza y abrió los ojos. Los árboles estaban ahora tranquilos, como avergonzados de las sandeces que habían hecho antes. Los abetos tendían sus largos brazos, cubiertos de nieve, y los balanceaban en silencio. La nieve, también silenciosamente, caía del cielo. Las buenas estrellas miraban desde lo alto, a través de las ramas, y parecían decir: "Pobre hombre! ¡Está muerto!" Cerca de Makar, empujándole con el pie, estaba el viejo pope Ivan. Cubría la nieve su largo ropaje, su "schapka", sus hombros y su barba.

Para mayor asombro de Makar, era el mismo pope Ivan que había muerto hacía ya cuatro años.

. Había sido un buen pope. Era muy indulgente para Makar, y no le pedía jamás dinero. Makar fijaba él mismo el precio de los servicios religiosos, y ahora recordaba, avergonzado, que se los pagaba muy poco, y a veces ni siquiera se los pagaba. Pero el pope Ivan no lo tomaba a mal. Sólo pedía una cosa: que le pusieran delante una botella de "vodka". Si Makar no tenía dinero para comprarlo, el pope enviaba a buscar el "vodka" con su propio dinero, y bebían juntos. El pope acababa siempre por emborracharse; pero no daba a Makar más que algunos puñetazos muy flojos.

Después, Makar acompañaba al pope a casa de su mujer.

Sí; fué un buen pope; y su muerte había sido horrible. Una vez, estando solo en casa, muy borracho, se acercó a la chimenea para encender la pipa Pero como no podía tenerse en pie, se cayó en la chimenea, y el fuego lo quemó vivo. Cuando volvió su mujer, no encontró más que las piernas del marido.

F 1 121.

Todo el mundo compadecía al pobre pope; pero, como no habían quedado de él más que las pier nas, ningún médico del mundo podría curarle ya.

Sus piernas fueron enterradas, y su puesto ocupado por otro pope.

Ahora, el pope Ivan, entero, estaba junto a Makar y le empujaba con el pie.

— Levántate, Makar!—le dijo—. ¡Vamos!

—¿Dónde?—preguntó Makar descontento.

Creía que, una vez muerto, su deber era permanecer inmóvil; no valía la pena de levantarse y caminar por el bosque. Si no, ¿a qué morirse?

—Vamos a casa del gran Toyon (1)—dijo el pope.

—¿A qué?

—A que te juzgue—respondió el pope con voz triste y dulce.

Makar recordó que, en efecto, después de la muerte, hay que presentarse ante un tribunal.

Lo oyó una vez en la iglesia. Por tanto, el pope tenía razón. Había que levantarse.

Y se levantó, gruñendo que ni aun después de muerto le dejan en paz a uno.

El pope iba delante; Makar le seguía. Caminaban en línea recta. Los árboles, humildemente, les abrían paso. Se dirigían hacia el Este.

Makar notó con extrañeza que el pope, al andar, no dejaba ninguna huella sobre la nieve. Miró detrás de sí, y vió que él tampoco dejaba hue(1) En lengua yakuta, Toyon quiere decir jefe.

llas. El pope, adivinando su extrañeza, volvió la cara hacia él y dijo:

—No te ocupes de eso. Son pensamientos profanos que vas a pagar caros.

—¡Ah, Dios mío!—respondió de mal humor Makar—.¡Qué severo te has vuelto!...

El pope meneó la cabeza y siguió andando.

¿Está lejos todavía?—preguntó Makar.

—Lejos.

—¿Y qué es lo que vamos a comer en el camino?

—Pero no sabes que estás muerto y que ya no necesitas comer ni beber?

Makar hizo una mueca de disgusto; cuando no tiene uno nada que comer, se está inmóvil, como él se había quedado inmediatamente después de muerto; pero cuando se anda, hay que comer, sobre todo si la caminata es larga. Aquello le parecía estúpido, y se lo dijo al pope:

—Quejarse es malo!—respondió el otro. ¡Cállate!

Pero Makar continuaba lamentándose. A pesar de todo, las cosas estaban mal orderadas. ¡Hacer andar a la gente y no darle de comer! ¿Habíase visto jamás nada parecido?

Siempre gruñendo, seguía al pope. El camino era terriblemente largo. Aunque Makar no había visto salir el sol, le parecía que estaba andando hacía lo menos una semana: tantos barrancos y llanos, ríos y lagos habían dejado atrás; le parecía

!

1 123 que el bosque andaba solo, y que las altas monta ñas de nieve se ocultaban detrás del horizonte.

Se diría que iban subiendo cada vez más alto.

Las estrellas se hacían más grandes y más claras.

Por encima de la cúspide de una montaña que habían tramontado, apareció un trozo de luna, que hasta entonces no había sido visible. Parecía querer escaparse; pero el pope y Makar corrieron tras ella. Al fin se alzó toda en el horizonte.

Caminaban ahora por una llanura muy elevada.

Había mucha más claridad que antes, probablemente porque estaban cerca de las estrellas. Cada estrella era grande como una manzana y brillaba con mucha fuerza; la luna parecía la tapa de un gran tonel de oro, y brillaba como el sol, iluminando la llanura desde un extremo al otro. Se veía distintamente cada partícula de nieve. Numerosas sendas cruzaban la llanura y se junta— ban en un punto, al Este. Había mucha gente, a pie y a caballo, vestida de todas maneras.

De pronto, Makar, que fijó su mirada en un hombre montado a caballo, echó a correr hacia él.

—Alto!—le gritó el pope.

Pero Makar no le hizo caso, ni siquiera le oyó.

Había reconocido a un tártaro que le había robado su caballo hacía seis años, y que había muerto hacía cinco. Ahora, el tártaro iba montado en el caballo de Makar. Los pies del caballo, que corría a galope, levantaban por todas partes la nieve, que brillaba con mil resplandores. Makar quedó sorprendido al ver que él, a pie, podía alcanzar al tártaro, que iba a caballo. Pero el tártaro, al ver a Makar a pocos pasos, se detuvo en seguida. Makar se puso a gritar:

—¡Ladrón! ¡Vamos al puesto de Policía! Ese es mi caballo, el mío; le reconozco por su oreja desgarrada... ¡Qué bribón! Se pasea tranquilamente en mi caballo, mientras que yo me veo obligado a caminar a pie, como un mendigo...

—Oye—respondió el otro—, no vale la pena de molestar a la Policía. ¿Afirmas que este caballo es tuyo? Pues bien, cógele. ¡Cochino animal! Cinco años hará que voy montado en él, y, sin embargo, no me muevo del sitio. Los peatones van más a prisa que yo. Esto es una vergüenza para un buen tártaro...

Iba ya a descender del caballo; pero en aquel momento llegó el viejo pope corriendo, sofocado, y cogió a Makar de la mano.

—¿Qué vas a hacer, desgraciado? ¿No ves que el tártaro te quiere engañar?

—Y tanto que me engaña!—gritó Makar indignado. El caballo era muy bueno; me querían dar por él cuarenta rublos... Si no es bueno ya, la culpá es tuya. Lo mataré para carne, y tú vas a pa garme mis cuarenta rublos. ¡Yo sabré defender mi derecho hasta contra los tártaros!...

Gritaba mucho, de propósito, para reunir gente a su alrededor, pues estaba acostumbrado a tener en poco a los tártaros. Pero el pope Ivan le detuvo.

—Cállate, Makar! Te olvidas siempre de que estás muerto. No tienes necesidad de caballo.

Además, ¿no estás viendo que avanzas más rápidamente a pie que el tártaro a caballo? A caballo necesitarías mil años para llegar.

Entonces Makar comprendió por qué el tártaro se apresuraba a devolverle su caballo.

—¡Qué bribones son!—pensó.

Y se encaró con el tártaro:

—Bien; guarda el caballo; yo presentaré una demanda contra ti.

El otro, colérico, fustigó al caballo, que se enderezó e hizo ademán de andar más de prisa; pero, en realidad, no avanzaba nada.

—Escucha, amigo—dijo el tártaro a Makar—.

¿Tendrías, quizá, un cigarrillo? Quisiera fumar uno; hace más de cuatro años que no he fumado.

Quita de ahí!—respondió furioso Makar—.

¿Será bribón? Me ha robado mi caballo y ahora me pide cigarrillos. Revienta si quieres, que no he de llorarte.

Y se alejó.

—Has hecho mal en negárselo—le dijo el pope Ivan—. El gran Toyon te hubiera perdonado en el tribunal lo menos un centenar de pecados.

—¿Por qué no me lo has dicho antes?—preguntó Makar furioso.

—Después de muerto es ya tarde para aprender las cosas. Deberías haberlas aprendido en vida, por lo que te decían los popes.

Makar se puso de mal humor. ¡Los popes! Șabían muy bien coger el dinero; pero ni siquiera le Digitized 1 habían dicho cuándo hay que dar un cigarrillo a un tártaro para alcanzar el perdón de los pecados. Un centenar de pecados! ¡Eso ya es algo!

¡Y por un solo cigarrillo!

—Oye—dijo al pope—. Tengo aquí cinco cigarrillos; a mí me basta uno; le voy a dar al tártaro los otros cuatro. Serán cuatrocientos pecados que me perdonen.

—Vuelve la cabeza y mira hacia atrás—le dijo el pope.

Makar obedeció y no vió más que la llanura desierta. El tártaro era un puntito en el horizonte, que desapareció muy pronto por completo.

—Peor para él!—dijo Makar—. ¡Maldito tártaro! ¡Me ha echado a perder mi caballo!

—No—objetó el pope—; no lo ha echado a perder; pero es un caballo robado, y el caballo robado, según el proverbio, no va lejos.

Makar había oído aquel proverbio; pero había visto muchas veces a los tártaros correr muy de prisa en caballos robados. Ahora se convencía de que el proverbio tenía razón. En la llanura aparecieron de nuevo numerosos jinetes. Todos aparentaban ir muy de prisa; sus caballos corrían a todo correr; pero, a pesar de eso, Makar los adelantaba a todos y los dejaba atrás.

La mayor parte eran tártaros; pero había también algunos campesinos de su aldea. Iban sentados en bueyes, a los que pegaban con sus estacas. Makar miraba a los tártaros con hostilidad, y decía que el castigo que se les había impuesto no era bastante duro; pero al encontrarse con sus convecinos, se detenía y hablaba amistosamente con ellos; aunque también ladrones, eran, después de todo, amigos. A veces, hasta les ayudaba a empujar hacia adelante sus bueyes y sus caballos. Pero apenas andaba algunos pasos, los jinetes retrocedían y avanzaban luego muy poco a poco.

La llanura parecía interminable y desierta.

Cada dos jinetes que encontraban estaban separados por centenares y aun millares de verstas.

Entre otros, Makar encontró a un viejo que no conocía, si bien por el traje presumió que era, sin duda, de su aldea. Iba vestido con una vieja pelliza, hecha jirones; llevaba pantalones y botas muy usados. Pero lo más triste era que, a pesar de su vejez, llevaba a cuestas a una mujer aún más vieja, cuyas piernas arrastraban por el suelo. Estaba sofocado, y se apoyaba en su bastón con todas sus fuerzas.

Makar tuvo lástima de él. Se detuvo; el viejo también.

—¿Qué hay?—preguntó amistosamente Makar.

—Nada.

—¡Qué es lo que has visto?

—No he visto nada.

—¿Qué es lo que has oído?

—No he oído nada.

Estas eran las fórmulas habituales entre los yakuts.

Makar esperó un poco; luego se puso a hacer preguntas al viejo. ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Adónde iba?

El viejo dijo su nombre. Hacía ya mucho tiempo, no recordaba cuánto, que había salido de Chalgan y se había ido a la montaña. Allí no hacía nada; se alimentaba de raíces y de hierbas; no labraba la tierra, no sembraba y no pagaba los impuestos. Cuando murió, compareció ante el tribunal del gran Toyon. El gran Toyon le preguntó quién era y qué hacía. Confesó que había abandonado la aldea y se había ido a la montaña. "Está bien—dijo el gran Toyon—; pero ¿qué es lo que has hecho de tu mujer? Ve a buscarla." Y fué a buscar a su mujer, que, poco antes de morir, pedía limosna, y no tenía casa, ni vaca, ni pan, ni nadie que la alimentara Era tanta su debilidad, que no podía andar, y por eso tenía que llevarla a cuestas para presentarla ante el gran Toyon.

El viejo se echó a llorar; pero la vieja le dió un puntapié, como a los bueyes, y le gritó:

—Adelante!

Makar se apiadó de la suerte del viejo, y se alegró de no haberse escapado a la montaña cuando lo pensó; su mujer era enorme, pesada, y le hubiera costado mucho trabajo llevarla, sobre todo si le iba dando puntapiés sin cesar. Se hubiera muerto por segunda vez.

Queriendo ayudar al viejo, levantó del suelo las piernas de la mujer; pero en el mismo instante desaparecieron ambos.

Makar siguió su camino sin encontrar ninguna persona digna de atención. Había ladrones abrumados, como bestias de carga, bajo el peso de los bienes robados, y que avanzaban lentamente; grandes jefes yakuts, subidos en sus caballos, tocando casi las nubes con sus "schapkas" agudos; junto a ellos corrían sus criados, flacos como liebres. Había también un asesino lleno de sangre, de mirada salvaje; en vano trataba de lavarse la sangre con la nieve; cuando tocaba la nieve, se volvía roja a su alrededor, y las manchas de sangre que cubrían al desgraciado, se hacían todavía más visibles. Lleno de horror, el asesino seguía andando, y se ocultaba a las miradas de espanto de los transeuntes.

En la atmósfera revoloteaban, como pájaros, almitas de niños. Eran muy numerosas, y Makar no se sorprendió de ello; sabía bien que la mala alimentación, el frío y el barro hacían morir en Chalgan a los niños a centenares. La vista del asesino inspiraba a aquellas almitas tal horror, que volaban muy de prisa en todas las direcciones.

Makar notó que, en comparación con los demás, avanzaba rápidamente, y atribuyó esta circunstancia a su virtud.

—Oye, padre—dijo al pope—; aunque en vida me gustaba el "vodka", en suma yo no era malo, ¿verdad? Dios me quiere.

Escrutó el rostro del pope con la mirada, para adivinar su pensamiento; pero el otro se limitó a una respuesta lacónica:

—Vas a verlo. Estamos cerca.

EL DIA La llanura se hacía más clara. En el horizonte aparecieron algunos rayos de sol, que recorrieron rápidamente el cielo y apagaron las estrellas. La luna desapareció. Se levantaron brumas por todas partes y rodearon la llanura como una guardia de honor.

En un lugar, al Este, aquellas brumas eran claras como guerreros acorazados de oro. Las brumas se pusieron en movimiento; los guerreros de oro se inclinaron, y el sol, subiéndose en sus hon.bros, se puso a mirar la llanura, inundada inmediatamente por una claridad esplendorosa. Las brumas se desgarraron al Oeste y subieron lentamente a lo alto.

Le pareció a Makar que oía una bella canción Era el himno solemne con que la tierra saluda a diario la aparición del sol. Hasta entonces, Makar no había puesto atención a ello, y sólo entonces comprendió la belleza de aquel himno.

Permaneció inmóvil y escuchó. Hubiera querido estar escuchando eternamente aquel cántico divino...

El pope Ivan le tocó con la mano.

—Entremos—dijo. Hemos llegado.

Makar se dió cuenta de que se hallaba ante una gran puerta, oculta, poco antes, entre la bruma.

No tenía muchas ganas de seguir al viejo pope; pero había que obedecer.

VI

Entraron en una bella y amplia "itsba" (1).

Cuando hubo entrado, notó Makar que fuera hacía mucho frío. En medio de la vasta habitación había una hermosa chimenea de plata, una verdadera obra de arte; en aquella chimenea ardían leños de oro, que daban un calor agradable, que penetraba por todo el cuerpo. El fuego no deslumbraba, no hacía daño a los ojos; pero calentaba admirablemente. Makar se hubiera estado con gusto eternamente al lado de aquel fuego. El pope se acercó también y se puso a calentar sus manos heladas.

(1) Casa rústica.

131 Había cuatro puertas, de las que sólo una daba a la calle; por las otras tres entraban y salían jóvenes vestidos de blanco. Makar pensó que debían ser los criados del gran Toyon. Hasta le parecía haberlos visto; pero no podía recordar cómo ni cuándo. Todos tenían en la espalda grandes alas blancas. Esto le sorprendió mucho a Makar, y se dijo que probablemente el gran Toyon tendría otros criados, pues éstos, con sus alas, no podían abrirse paso en la “taiga” espesa cuando tuvieran que ir a cortar leña.

Uno de los criados se acercó a la chimenea, y, dándole la espalda a Makar, entabló una conversación con el pope Ivan.

Habla!

—No hay nada que hablar.

¿Qué es lo que has oído por el mundo?

—No he oído nada.

—¿Qué es lo que has visto?

—No he visto nada.

Callaron un instante. Luego el pope dijo:

—Os he traído uno.

—¿De Chalgan?

—Sí, de Chalgan.

—Entonces, hay que preparar la gran balanza.

Salió por una de las puertas para disponer lo necesario.

. Makar se encaró con el pope, preguntándole para qué hacían falta balanzas, y especialmente grandes balanzas.

El otro, un poco confuso, respondió:

—Es que hay que pesar el bien y el mal que hayas hecho en tu vida. En todos los hombres, el bien y el mal se encuentran, relativamente, equilibrados; pero los habitantes de Chalgan tienen tantos pecados, que el gran Toyon mandó hacer para ellos otras balanzas, con un platillo especial para los pecados.

Makar se puso serio, y su alma se atemorizó.

Los criados trajeron una gran balanza. Uno de los platillos era pequeño y de oro; el otro, inmenso y de madera. En este último se abrió de repente un gran agujero negro.

Makar se acercó y examinó minuciosamente la balanza. Tenía miedo de que le engañaran en el

t peso. Pero todo estaba en regla. Makar no comprendía aquello, y hubiera preferido otra balanza más primitiva, como las que estaba acostumbrado a ver en su aldea.

¡Ya viene el gran Toyon!—anunció el pope Ivan, visiblemente turbado.

La puerta de en medio se abrió, y el gran Toyon, muy viejo, muy viejo, con una larga barba blanca, que le llegaba hasta la cintura, hizo su aparición. Estaba vestido con ricas pieles y telas que Makar no había visto nunca. Calzaba botas de piel.

Makar reconoció inmediatamente al mismo viejo que había visto en un icono, en la iglesia.

Pero el de la iglesia tenía a su lado a su hijo.

Makar supuso que el hijo estaría ocupado en otra parte, en el arreglo de la casa.

Una paloma entró en la habitación, y después de dar algunas vueltas por el techo, se posó en las rodillas del viejo. Este, que se había sentado en una silla, acarició con la mano a la paloma.

El gran Toyon tenía un rostro dulce y sereno.

Cuando Makar estaba triste, miraba aquel rostro y se sentía confortado. Tenía razones suficientes para estar triste; pasó mentalmente revista a toda su vida, en sus más nimios detalles, y recordaba cada uno de sus pasos, cada hachazo, cada árbol derribado, cada vaso de "vodka" bebido, cada una de sus malas acciones.

Sentía vergüenza y miedo. Pero habiendo lanzado una mirada sobre el Toyon, se tranquilizó un poco. Se dijo que quizá lograra ocultarle algunos pecados.

El Toyon le miró y le preguntó de dónde era, cuál era su nombre, qué edad tenía. Makar respondió a todas las preguntas.

—¿Qué has hecho durante la vida?

—Tú lo sabrás. Eso debe estar escrito en tus libros.

No estaba muy tranquilo; quería saber si, en efecto, había libros allí.

—Dilo tú mismo—ordenó el Toyon.

Makar cobró animos y empezó a enumerar todos sus trabajos. Aunque recordaba muy bien cada hachazo, cada árbol derribado, añadía al número real centenares de árboles y millares de vigas y de tablas. Cuando terminó, el viejo Toyon se dirigió al pope Ivan.

Tráeme el libro!

Makar comprendió que el pope Ivan era el secretario del Toyon, y se enfadó mucho porque no se lo había dicho antes.

El pope trajo un gran libro, le abrió y se puso a leer.

—¿Cuántas vigas hay señaladas ahí?—preguntó el gran Toyon.

El pope miró y dijo con voz triste:

—Ha aumentado en su declaración trece mil.

—¡Miente ese pope!—gritó furioso Makar—.

Probablemente se habrá equivocado al escribir en el libro, porque era un borracho y murió de una muerte vergonzosa.

Cállate!—ordenó el Toyon—. ¿Acaso el pope Ivan te pedía dinero de más por sus servicios religiosos?

—Eso no—confesó Makar.

—Pues no le insultes. Y que le gustaba el "vodka", ya lo sabía yo.

Estaba visiblemente enfadado.

—Lee ahora los pecados en el libro—dijo al pope Ivan; éste quiere engañarme; no me fío de él.

Entretanto, los criados habían echado en el platillo de oro todas las vigas, las tablas, la leña, el heno, el trigo; en fin, todo el producto del trabajo de Makar. Había tanto, que el platillo de oro descendió muy abajo, mientras que el de madera subió tan alto, que no se le podía tocar con la mano. Entonces un centenar de criados jóvenes volaron, batiendo sus alas, hasta el techo, y con unas cuerdas tiraron hacia abajo del platillo de madera.

¡Rudo había sido el trabajo de Makar!

El pope Ivan se puso a contar las veces que Makar había engañado en su vida. La cifra era imponente: 21.933 veces. Luego, el pope Ivan contó el número de botellas de "vodka" que Makar se había bebido: eran 400. Y el pope seguía leyendo.

Makar veía que el platillo de madera iba pesando más que el platillo de oro.

Pensó que su situación era triste, y, habiéndose aproximado a la balanza, quiso sostener el platillo con el pie, a escondidas. Pero uno de los criados lo notó y dió una voz.

—¿Qué hay ?—preguntó el gran Toyon.

—Quería sostener el platillo con el pie.

Entonces el Toyon dijo muy furioso a Makar:

—Estoy viendo que no tienes honradez y que eres un borracho y un holgazán. Además,.no has satisfecho los impuestos, has pagado mal los, servicios del pope, no has respetado a los jefes...

Y dirigiéndose al pope Ivan, preguntó:

—¿Quién de los habitantes de Chalgan carga y maltrata más a los caballos?

—El viejo postillón.

Entonces el gran Toyon dijo:

—Pues bien, ese holgazán, que quiere engañarnos, le servirá de caballo. Después ya veremos.

Apenas hubo dicho esto, la puerta se abrió y entró el hijo del Toyon. Se sentó a la derecha de su padre y dijo:

—¡He oído tu veredicto, padre! He vivido mucho tiempo en la tierra y conozcó bien aquello; ese pobre hombre será muy desgraciado en casa del postillón. Pero puesto que tú lo quieres, hágase tu voluntad. Deja solamente que nos cuente algo de su vida. Habla, pobre hombre.

Entonces sucedió algo extraño. Makar, aquel mismo Makar que en toda su vida no había pronunciado más de diez palabras seguidas, se sintió de repente orador. Empezó a hablar, y él mismo se sorprendió. Parecíale que era otro Makar el que hablaba, y que él le escuchaba, asombrado.

1 I No daba crédito a sus propios oídos. Su discurso estaba bien preparado, las palabras salían de su boca en buen orden y se colocaban una al lado de otra. No experimentaba ningún temor y hablaba en voz alta, sintiendo al mismo tiempo que sus argumentos eran muy convincentes.

El viejo Toyon, que al principio tenía cara de enfadado, se puso a escucharle con atención, comprendiendo que no era tan bruto como lo había creído al principio. El pope Ivan, asustado de la audacia de Makar, le hacía señas para que se callara; pero, sin hacerle caso, Makar seguía hablando. Los jóvenes alados, vestidos de blanco, se habían puesto en pie junto a la puerta abierta y escuchaban el discurso de Makar.

Empezó diciendo que no quería servir de caballo al postillón, no por temor al trabajo pesado, sino porque la sentencia era injusta. Y puesto que era injusta, no se sometería a ella. Estaba muy decidido. Que hicieran con él lo que quisieran; pero no iría a casa del postillón. Podían enviarle a servir al mismo diablo; pero a casa del postillón no iba. No le asustaba hacer de caballo; a los caballos les dan cebada. En cambio él, Makar, había sido toda su vida una bestia de carga y nadie le había dado cebada.

—¿Eras una bestia de carga? ¿Cómo es eso?

—preguntó el gran Toyon.

Pues muy sencillamente. Había llevado a cuestas a las autoridades, a los caciques, a los popes, a todo un ejército de pequeños y grandes jefes. Tuvo que pagar pesados impuestos. Había sufrido hambre, frío, calor y humedad, había conocido todas las miserias trabajando en la tierra helada y en la “taiga”. Había sido como un animal que trabaja sin levantar la cabeza hacia el cielo y sin saber dónde se le lleva. No sabía nada.

No entendía los sermones del pope en la iglesia y no comprendía por qué le tenía que pagar. ¿Sabía adónde y por qué se habían llevado a su hijo mayor cuando se fué al ejército? No sabía ni dónde había encontrado la muerte su pobre hijo, ni dónde reposaba su cuerpo.

Se le acusaba de haber bebido demasiado "vodka"? ¿Qué hacer? No podía remediarlo.

—¿Cuántas botellas ?—preguntó el Toyon — Cuatrocientas!—respondió el pope ivan.

Sí; eso también era cierto. Pero... ¿era aquello "vodka"? Tres cuartas partes de agua, sin contar las hojas de tabaco que había dentro. Ahora no salían ya cuatrocientas botellas, sino ciento nada más.

—Es verdad eso que está diciendo?—preguntć el gran Toyon al pope Ivan.

—Sí—respondió éste.

Y Makar continuó.

¿Había aumentado 13.000 vigas? Es posible Supongamos que no había hecho más que 16.000.

No eran bastantes? Además, 2.000 las había hecho cuando su primera mujer estaba enferma.

Bien hubiera querido permanecer a su lado; pero la miseria le obligaba a ir a la “taiga” a trabajar. Allí lloraba de pena, y el frío helaba las lágrimas en sus ojos; pero él seguía trabajando.

Después, su mujer murió. No tenía dinero para el entierro, y se contrató como leñador para ganar el dinero necesario. El patrón se aprovechó de su miseria y le pagó muy mal. Pero trabajaba con las lágrimas en los ojos, mientras que su mujer, muerta, esperaba en casa a que fueran a enterrarla. Así, pues, ¿no era justo que exagerase la cantidad de su trabajo?

El viejo Toyon tenía los ojos llenos de lágrimas. Makar notó que la balanza se había puesto en movimiento: el platillo de madera subió un poco; el de oro descendió.

Makar continuaba hablando siempre.

Había allí un libro en el que se escribía todo.

Que se buscara en ese libro si había conocido jamás el gozo, la alegría, el afecto. ¿Dónde estaban sus hijos? Unos habían muerto, causándole una pena enorme; otros, ya crecidos, le habían abandonado y vivían en la más negra miseria. En la vejez se encontró solo con su segunda mujer, esperando la muerte, como dos abetos batidos por las intemperies y los vientos feroces.

—Es verdad eso?—preguntó el viejo Toyon.

—Sí, verdad—confirmó el pope Ivan.

La balanza se puso de nuevo en movimiento.

El gran Toyon reflexionó un poco y dijo:

—No lo comprendo! Hay en la tierra hombres verdaderamente virtuosos, de ojos claros, rostros serenos, con vestiduras limpias.

Sus corazones son dulces; sus almas, puras; pero tú... Mira cómo eres...

Todas las miradas se volvieron hacia Makar, y éste se rindió avergonzado. Bien sabía que sus ojos eran sombríos, su cara obscura, sus cabellos marañas, sus ropas harapos. Hacía mucho tiempo que quería haberse comprado unas botas nuevas para presentarse como es debido ante el tribunal supremo; pero siempre se bebía el dinero destinado a aquel objeto. Y ahora estaba ante gran Toyon como un despreciable yakut, con las botas rotas. Le daba tanta vergüenza, que no sabía dónde poner los ojos.

—Sí—dijo el Toyon—; tu cara es obscura; tus ojos sombríos, tus ropas harapos, tu corazón pedernal. Yo amo a los hombres virtuosos y me aparto de los hombres como tú.

Makar tenía el corazón oprimido de dolor. Le daba vergüenza de toda su vida. Por un momento bajó la cabeza; pero en seguida la alzó de nuevo, y siguió hablando.

¿De qué hombres virtuosos hablaba el gran Toyon? Si se trataba de aquellos que vivían en la tierra en la misma época que Makar, él los conocía muy bien. Sí; sus ojos eran claros porque no habían llorado nunca, mientras él, Makar, no había cesado de llorar; sus rostros estaban limpios porque los lavaban y perfumaban; sus ropas eran hermosas porque otros las trabajaban para ellos.

Pero él, Makar, había nacido también con unos ojos claros, donde se reflejaba el cielo y la tierra, con el corazón siempre dispuesto a inclinarse ante todo lo que es bello y sublime. Si ahora le daba vergüenza de sí mismo, no era suya la culpa. ¿De quién, pues? No lo sabía. Lo único que sabía es que estaba harto de sufrir...

VII

Si Makar hubiera visto el efecto que en el gran Toyon habían producido sus palabras, su corazón se hubiera calmado. Pero no lo veía; no veía tampoco que cada una de sus palabras ardientes caía pesada en el platillo de oro; no veía más que su desesperación.

Habiendo pasado revista a su miserable vida, se preguntaba cómo había podido soportar todo aquello. Probablemente, porque guardaba en su corazón la esperanza de días mejores. Pero la vida había acabado ya y la esperanza se había desvanecido. Este pensamiento le llenó de amargura. Una tempestad de cólera rugía en su alma.

Se olvidó hasta del sitio donde estaba; se olvidó de todo, salvo de su cólera...

El viejo Toyon le dijo:

—Pobre hombre! Ya no estás en la tierra. Ven conmigo: aquí encontrarás justicia.

Makar se estremeció de emoción; no estaba acostumbrado a las palabras afectuosas. Su corazón endurecido se ablandó de repente. Se apiadó .

de sí mismo, de su triste destino, y lágrimas de amor surcaron sus mejillas.

El viejo Toyon lloraba iambién. El pope Ivan y los criados de las alas blancas lloraban igualmente.

La balanza se movía sin cesar, y el platillo de madera subía cada vez más alto...


  1. Se llama así el bosque virgen que se extiende millares de kilómetros sobre la Siberia oriental.