El pozo del Yocci: 10



El general Braun había cumplido la promesa hecha al corregidor de La Quiaca. El gobernador de Moraya y su linda hija escoltados por sus audaces libertadores entraban al siguiente día en el campamento boliviano.

La severidad de la disciplina ordenaba al general castigar la falta que con tanta astucia había él mismo provocado. En consecuencia, arrestó a los culpables y los sometió a juicio; pero el gobernador y su hija pidieron la libertad con ruegos tan apremiantes, que le dieron la oportunidad inapreciable para el coronamiento de su obra, de perdonar el crimen en gracia del resultado.

Lucía partió aquella tarde con su padre, y éste pidió a Fernando que los acompañase a Moraya. El joven no había tenido ocasión de hablar a solas con su prometida: ella las había cuidadosamente evitado. Por lo demás, su voz, o la expresión de su semblante conservaban siempre la dulzura afectuosa que usara con el que debía ser su esposo. Nadie había percibido en ella el menor cambio: nadie sino Fernando.

El joven no podía darse cuenta de lo que sentía su alma; estaba descontento de sí mismo, y anhelaba llegar, con la esperanza de encontrar en esa casa donde transcurrieron los días de su infancia; donde nació su amor por Lucía, los recuerdos de un pasado que a pesar suyo veía palidecer. Pero aquella morada, que antes era para él un edén de amor, pareciole ahora fría como un hogar apagado. Un astro se había alzado en el cielo de su destino, y había eclipsado el que antes lo alumbraba.

El gobernador, entrando en el cuarto seguido de su hija, vino a interrumpir aquel penoso desvarío.

-Fernando -le dijo-, ha llegado la hora de una revelación que influirá inmensamente en tu existencia y que retardé hasta hoy, por motivos que te explicaré y que tú encontrarás justos. He querido que la presencie Lucía, porque va a cambiar por completo el destino de ambos.

Sentose en frente del joven, hizo sentar al lado a su hija y prosiguió:

-De la historia de tu pasado, sólo conoces la escena dolorosa de aquella noche en que una mujer enlutada, cubierta con un velo y llevando en sus brazos un recién nacido, llamó a la puerta del pobre labrador de Jalina; y arrojándose a sus pies, le pidió amparo para aquella pobre criatura que había venido al mundo entre la deshonra y la orfandad; y alejándose sollozante, desesperada, volvía cada noche a deshoras para llorar, abrazada de su hijo, hasta que un día desapareció para no volver más.

-Sí -respondió Fernando, profundamente conmovido-, ese niño era yo; y ese labrador eras tú, buen padre, tú que me rodeaste de cuidados y de cariño; que buscaste una esposa para darme una madre; que me enseñaste el amor al trabajo, el horror del vicio y la excelencia de la virtud; y no bastando a tu bondad tantos beneficios vas a darme esta bella y noble compañera.

Los ojos y los labios de Lucía enviaron al joven una dulce y pálida sonrisa.

-En todo eso, hijo mío -repuso el anciano-, di un inmenso gozo a mi corazón; pero tú ignoras que desde que tu madre te puso en mis brazos he hecho a tu dicha, día a día, un inmenso sacrificio. ¿Sabes cuál? Dejarte ignorar que eras rico.

-Desde muy temprano reconocí en ti un espíritu soñador que gustaba vivir en las regiones de lo ideal. Dar pábulo a esa propensión es abrir la puerta al ocio. Hícete, pues, un misterio del tesoro que tu madre me confió para ti; eché sobre mis hombros la pesada responsabilidad de tu porvenir y me consagré al cuidado de tus intereses. Todo cuanto me has visto acumular con tan codicioso anhelo, era tuyo, era para ti.

-He ahí el estado actual de tu fortuna -continuó el anciano, extendiendo sobre la mesa en que se apoyaba Fernando un legajo voluminoso-. La inmensa riqueza, la riqueza proverbial del gobernador de Moraya, es tuya, tuya exclusivamente.

-Es de Lucía, padre mío -exclamó Fernando, estrechando entre sus brazos al anciano-. Yo poseo un tesoro: mi espada que me abrirá, lo espero, un ancho camino en el mundo.

-Y yo que voy a abandonarlo, nada necesito, nada deseo, nada quiero si no es la paz y el olvido -respondió la joven. Y tendiendo a Fernando una mano fría: -¡Adiós!, hermano mío -dijo con acento doloroso pero firme-. Un abismo nos separará bien pronto, pero allá en el asilo donde voy a pedir un refugio contra los dolores de la vida, pensaré siempre en ti, y mi espíritu jamás te abandonará. Y dejando absortos al joven y al anciano, Lucía imprimió sus labios pálidos en la frente del uno y en la mano del otro y se alejó.

Dos días más tarde Lucía partió para Chuquisaca a tomar el velo en el convento de las carmelitas.