El método racional: 2


II.

Poco debieron las ciencias físicas en el mundo antiguo al método experimental. Prescindiendo de la astronomía, ciencia por entonces eminentemente geométrica, es lo cierto que sólo experiencias aisladas, hechos recogidos al azar, observaciones, profundas á veces, pero siempre incompletas, formaban el mezquino caudal de conocimientos empíricos que, en aquellas edades, aquellos pueblos poseían sobre los maravillosos y múltiples problemas de la naturaleza.

La experiencia ordenada, científica, constituyendo un método á la par de investigación y de demostración, tal como hoy existe en la física y en la química, y en todas sus riquísimas divisiones y subdivisiones, no existia, ni remotamente, ni siquiera como germen, en la Grecia.

Allí el sabio no se tomaba el trabajo de interrogar á la naturaleza, ó si la interrogaba, era más bien por mera fórmula, que por verdadero afán de obtener cumplida contestación: más cómodo le parecía inventar que descubrir, y buscando en su pensamiento las leyes del mundo físico, al mundo físico las imponía, que le cuadrasen ó no, cosa por entonces harto difícil de saber.

Cada filósofo era, respecto á la naturaleza, un Dios creador; y Grecia un arsenal de infinitas teorías, de mundos forjados bajo distintos principios, de creaciones diversas y á escoger. Diríase, al estudiar aquella época histórica, que es la razón una verdadera potencia creadora que agotó, bajo forma de hipótesis, todas las posibilidades.

¿Qué idea no tiene allí su germen?

¿Qué hipótesis filosófica no arranca de aquellas varias y admirables filosofías?

¿Qué posibilidad, y aun qué delirio, no tuvo su bravo mantenedor?

¡Pero también cuántos errores, cuántos absurdos, que la ciencia moderna rechaza desdeñosa!

En el terreno de la razón pura el filósofo griego fundó un edificio, no solo inmortal por su grandiosidad y su belleza, sino por su eterna solidez: nos referimos á las matemáticas. La afirmación matemática de Pitágoras, de Arquímedes, de Apolonio, subsiste hoy magnifica y grandiosa: y como la pirámide se alza inalterable é indestructible sobre el desierto, cuyas olas de polvo se condensan y deshacen alrededor de la durísima fábrica sin quebrantarla ni conmoverla, así la ciencia de la cantidad y del espacio ha visto pasar siglos y siglos, gentes y pueblos, instituciones y leyes, glorias humanas y tremendas catástrofes, sin que esta ebullición de cien razas, ni este pavoroso oleaje haya logrado conmover un teorema, ni quebrantar el más humilde corolario geométrico. No parece sino que la verdad matemática fué pronunciada por los labios de un dios.

Y es que la razón está aquí en terreno propio: no vacila, no ensaya, no imagina; establece, funda, afirma, demuestra: no enumera posibilidades, sino que da realidades, que toda inteligencia humana, hasta la consumación de los siglos, tendrá que aceptar como buenas, á menos de negarse á sí propia y de romper sus más ineludibles leyes.

En cambio, cuando aquellos filósofos quieren explicar el mundo físico, la ley de los fenómenos, la composición de los cuerpos, las infinitas trasformaciones de la naturaleza, ni dan en lo cierto, ni aunque acierten demuestran; sueñan y deliran más bien: sueños magníficos á veces, visiones proféticas quizá, pero sin valor científico y que nunca traspasan la humilde categoría de las hipótesis arbitrarias. Así anuncian la rotación de la tierra y su movimiento de traslación; así en época posterior, pero inspirándose del mismo espíritu griego, Lucrecio funda su magnífica teoría atomística que hoy admiran los críticos; y sin embargo tanto ingenio, tal potencia creadora, tal cúmulo de teorías profundas y aun verdaderas, pasan estériles y caen en el olvido ó en el desprecio.

Hasta aquí la razón impera en la ciencia como soberana y como soberana absoluta; pero ¡ay, que el despotismo degrada y envilece los más legítimos poderes! Libre de toda traba, sin ley, ni regla, ni freno, convierte sus caprichos en ley, en regla sus fantasías, y trueca una de las más portentosas creaciones del ingenio humano la lógica de Aristóteles, el admirable silogismo, cánon del pensamiento, palanca de infinito poder, fuente purísima de la ciencia matemática, en miserable instrumento de ergotista. El escolástico no necesita mirar á lo que le rodea para conocerlo; ni aun há menester discurrir sobre los fenómenos: la razón es esclava de su propia obra, y el silogismo ha llegado á señor absoluto. La forma es la realidad: la argumentación hueca y sin contenido lo explica todo: y de escolásticos á ergotistas, y de ergotistas á peripatéticos pasan y vuelven á pasar los argumentos, botando y rebotando, al chocar contra las calvas frentes de aquellos viejos doctores sin penetrar en sus cerebros.

¡Contemplar la naturaleza! ¡Interrogarla! ¡Preguntar al método experimental por el secreto de los mundos! ¡Tender la vista como Salviati por el infinito horizonte del Océano! Tal conducta es más que empeño inútil, es imperdonable crimen, que indigna al aristotélico Simplicio, y que se castigará con anatema y muerte.

Al fin llega el dia de la pena, y ante la razón postrada y corrompida se yergue con la fuerza de la juventud, y quizá con arrogancia sobrada, otro principio, la experiencia.

¿Y qué hizo la razón pura en este gran ciclo que á rasgos tendidos acabamos de recorrer?

En las ciencias matemáticas mucho. Ya lo hemos dicho: elevó un monumento indestructible: echó cimientos para el porvenir capaces de sustentar toda la ciencia matemática de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX: no ha cedido la base que forjó Euclides bajo el peso de Newton: roca es la que amasó Arquímedes que resiste inquebrantable al cálculo de los infinitos: y nada hay que renovar, inútiles son los retoques, basta seguir construyendo.

¿Pero qué hizo en las ciencias físicas?

¿Descubrir, demostrar? Nó.

Imaginó innumerables teorías: agotó casi los sistemas: escribió interminable lista de posibilidades: fué, por decirlo así, el gran período de las hipótesis, y la hipótesis no es siempre la verdad, y sobretodo no es la verdad demostrada. Sin embargo no la tengamos en menos de lo que vale, que, como se probará más adelante, la hipótesis tiene una gran importancia, y aun es en la ciencia moderna condición ineludible de todo progreso; de suerte que este primer momento de la física, aunque imperfecto y plagado de errores, es preparación casi necesaria, es ejercicio útilísimo para la inteligencia, y tiene un alto valor relativo.

Descienden los sabios, por fin, al fecundo laboratorio de la naturaleza: miran, observan, estudian, reproducen los hechos, los combinan, los agrupan, hacen chocar unos fenómenos con otros, ó dividen cada fenómeno en sus elementos, y de estos trabajos experimentales deducen las leyes empíricas; leyes casi siempre incompletas, y aun inexactas, pero que forman los primeros términos de una serie en la que paso á paso se irá corrigiendo el error.

Al principio ¡cuánta variedad, qué confusión, qué interminable flujo de hechos particulares! Después se dividen, se agrupan, se clasifican, se buscan relaciones, se deducen leyes, y profundizando más y más, no solo se reúnen los hechos aislados bajo una misma rúbrica, sino que las mismas leyes se funden y condensan en otras más elevadas y comprensivas; y de esta suerte, por el método que hoy preconiza la escuela positivista, y que es fecundo y legitimo, pero no absoluto, ni mucho menos exclusivo, se va pasando de la variedad á la unidad, de leyes empíricas inferiores á leyes superiores, y en una palabra, del método experimental al método especulativo. Es la razón vencida que se levanta y gana terreno, y va filtrando, por decirlo así, su propia esencia en el seno mismo de la escuela rival.

La ley, la relación, son productos eminentemente racionales: no vienen del mundo exterior; en la razón como en su natural asiento se hallan; y si objetivamente existen en la naturaleza, será por la unidad que sobre el mundo físico y el espíritu se extiende, dominando y envolviendo estas dos manifestaciones del gran todo.

Y notemos este carácter importantísimo del método especulativo: conocida la ley, los hechos importan poco, la experiencia sobra casi, es instrumento que podemos romper, es escala que podemos arrojar: por ella subimos, pero ya estamos arriba y dentro de la ley tenemos encerrados y comprendidos los hechos y los fenómenos.

No basta el pensamiento para descubrir la verdad, pero cuando al acudir á la experiencia damos con ella, no en los hechos, elementos fraccionados y rotos de un organismo, sino en la unidad del espíritu hallamos la expresión fiel é ideal de las leyes y de las armonías de los mundos: era tal vez una de aquellas infinitas hipótesis que el filósofo griego forjó, pero que por ningún carácter podíamos reconocer como cierta: teníamos, pues, la potencia creadora, el inagotable manantial de todas las posibilidades, y nos faltaba un criterio de certeza.

Y esta aspiración de la ciencia á elevarse á leyes más y más comprensivas, á ensanchar la esfera racional, á dominar la experiencia por el pensamiento es cada vez más marcada: la razón se venga de la derrota que sufrió entre escolásticos y doctores.

Probar esto es hacer la historia completa de la física moderna: no podemos ni aun intentar tan difícil tarea , pero séannos permitidas algunas reflexiones en apoyo de nuestro aserto.