Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo/Capítulo XIII

CAPITULO XIII

Chiloe y las Islas Chonos
Chiloe.—Aspecto general.—Excursión en bote.—Indígenas. Castro.—Zorro manso.—Ascensión a San Pedro.—Archipiélago de Chonos.—Península de Tres Montes.—Sierra granítica. Marinos náufragos en un bote.—Puerto de Low.—Patata silvestre.—Formación de turba.—Myopotamus, nutria y ratones.—Cheucau y pájaro ladrador.—Opetiorrhynchus.—Singular carácter de la ornitología.—Petreles.


10 de noviembre.—El Beagle zarpó de Valparaíso con rumbo al Sur, a fin de inspeccionar y efectuar mediciones en la parte meridional de Chile, isla de Chiloe y las fragmentadas tierras llamadas archipiélago de Chonos, siguiendo al Sur hasta la península de Tres Montes. El 21 anclamos en la bahía de San Carlos, capital de Chiloe.

Esta isla tiene unas 90 millas de larga, y de ancha algo menos de 30. El país se dispone en colinas, pero no en montañas, y se halla cubierto por un gran bosque, excepto en los sitios aclarados en torno a las cabañas, de ramaje. Desde lejos su aspecto general recuerda al de Tierra del Fuego; pero los bosques, vistos de cerca, son incomparablemente más bellos. Numerosas clases de árboles de perenne verdor y plantas de carácter tropical reemplazan aquí a las sombrías hayas de las costas meridionales. En invierno el clima es detestable, y en verano sólo un poco mejor. Me inclino a creer que hay pocas partes del mundo, dentro de las zonas templadas, donde llueva tanto. Soplan vientos tempestuosos y el cielo se presenta casi siempre cubierto de nubes; una semana de buen tiempo no se disfruta sino por milagro. Con dificultad se puede divisar a veces la Cordillera; durante nuestra primera visita sólo una vez se nos presentó el volcán Osorno en vigoroso relieve, y esto antes de salir el Sol; siendo de observar cómo al ascender el astro del día el perfil se fué desvaneciendo gradualmente en el fulgor de la parte oriental del cielo.

Los habitantes, juzgando por su complexión y baja estatura, parecen tener tres cuartas partes de sangre india en las venas. Son una clase de gente humilde, pacífica y laboriosa. Aun cuando el fértil suelo, resultante de la descomposición de las rocas volcánicas, sostiene una vegetación lozana, el clima no es favorable a ninguna producción vegetal que requiera bastante sol para madurar. Hay poquísimos pastos para grandes cuadrúpedos, y, en consecuencia, los principales artículos alimenticios son el cerdo, patatas y pescado. Los isleños usan todos fuertes vestidos de lana, que cada familia hace para sí, tiñéndolos luego con índigo de un color azul obscuro. Las artes, sin embargo, se hallan en un estado rudimentario, y así se pone de manifiesto en el modo de arar, hilar, moler el trigo y construir los botes. Los bosques son tan impenetrables, que la mayor parte de la tierra permanece inculta, sin otra excepción que la faja costera e islas adyacentes. Aun en los sitios donde hay senderos, apenas se puede transitar por ellos, a causa de la blandura y humedad del suelo. Estos isleños, a imitación de los fueguinos, vagan principalmente por la costa o en botes. La gran abundancia de alimentos no impide que sean muy pobres, pues, como no hay demanda de trabajo, las clases inferiores no reúnen nunca el dinero necesario para conseguir aun las más pequeñas comodidades. Falta además, para la circulación, numerario: he visto a un hombre que llevaba a cuestas un saco de carbón vegetal para comprar con él algunas cosillas de poco fuste, y a otro cargado con una tabla que pensaba cambiar por una botella de vino. De ahí que todos los hombres deban ser a la vez comerciantes y negociar los artículos que adquieren a cambio de otros.


24 de noviembre.—Enviáronse la yola y el bote ballenero, al mando de Mr. Sulivan (ahora capitán), a estudiar la costa oriental o fronteriza a la costa de Chiloe, y con órdenes de encontrar al Beagle en la extremidad sur de la isla, dando al efecto la vuelta por la parte exterior, de modo que circunnavegase el conjunto. Acompañé a los expedicionarios; pero en lugar de ir en los botes, el primer día alquilé caballos que me llevaron a Chacao, en la extremidad norte de la isla. El camino seguía la dirección de la costa, cruzando de cuando en cuando promontorios cubiertos de magníficos bosques. En estos trayectos sombríos es absolutamente necesario que el camino se halle guarnecido de una especie de entarimado, hecho de troncos escuadrados y puestos unos junto a otros. Como los rayos del Sol no penetran nunca en el follaje, siempre verde, el piso está tan blando y resbaladizo que, a no ser por dicha capa de madera, ni hombres ni cabalgaduras podrían caminar. Llegué a la aldea de Chacao poco después de haber sido armadas las tiendas pertenecientes a los botes, con el fin de pernoctar.

El terreno de las cercanías ha sido desmontado extensamente, y la selva contiene sitios retirados extraordinariamente pintorescos. Chacao fué en otro tiempo el puerto principal de la isla; pero en vista de que se perdían muchos navíos, a causa de las peligrosas corrientes y rocas de los estrechos, el gobierno español quemó la iglesia, y arbitrariamente obligó al mayor número de habitantes a emigrar a San Carlos. A poco de habernos instalado en nuestra tienda llegó a reconocernos el hijo del gobernador, el cual, por extraño que parezca, venía descalzo. Viendo enarbolada la bandera inglesa en el tope de la yola, preguntó con la mayor indiferencia si había de ondear siempre en Chacao. En varios lugares se asombraron los habitantes de ver los botes, y esperaban que fueran los heraldos de una flota española encargada de conquistar la isla, sacándola de la dominación del gobierno patriota de Chile. Sin embargo, todas las autoridades habían recibido aviso de nuestra visita y nos trataron con toda cortesía. Mientras comíamos vino a vernos el gobernador, que había sido teniente coronel al servicio de España, y ahora se hallaba en extrema pobreza. Nos trajo de regalo dos carneros, y aceptó, en reciprocidad, dos pañuelos de algodón, algunos objetos de bisutería y un poco de tabaco.


25 de noviembre.—Llueve a torrentes; sin embargo, hemos logrado costear la isla hasta Huapi-lenou. Toda esta parte oriental de Chiloe presenta el mismo aspecto; es una llanura cortada por valles y dividida en islitas, y en general está cubierta de una selva densísima e impenetrable, de un color verde obscuro. En las márgenes hay algunos espacios desmontados alrededor de las viviendas, que son notables por sus altas techumbres.


26 de noviembre.—El día ha amanecido claro y espléndido. El volcán de Osorno vomita bocanadas de humo. Esta bellísima montaña, de forma perfectamente cónica, y envuelta en blanco manto de nieve, se alza frente a la Cordillera. Otro gran volcán, cuya cima tiene la forma de una silla de montar, lanzaba también de su inmenso cráter pequeños chorros de vapor. Después vimos otro elevado pico, «el célebre Corcovado». De modo que desde el mismo punto de vista pudimos contemplar tres grandes volcanes activos, de unos 2.100 metros de altura. Además de éstos había por la parte sur, a gran distancia, otros conos muy elevados, cubiertos de nieve, que si bien nunca se los había conocido en actividad, debieron de ser en su origen volcánicos. La línea de los Andes no es aquí tan elevada como en el centro de Chile, ni forma una barrera tan perfecta entre las dos regiones de tierra. Estas grandes sierras, no obstante correr de Norte a Sur en línea recta, aparecen más o menos curvas, por una ilusión óptica, pues las líneas trazadas desde cada pico al ojo del observador convergían necesariamente como los radios de un semicírculo, y como no era posible (por la claridad de la atmósfera y la ausencia de objetos intermedios) juzgar de la distancia a que estaban los picos más lejanos, parecían alzarse en un plano semicircular.

Al desembarcar, a eso del mediodía, vimos una familia de pura raza india. El padre se parecía de un modo singular a York Minster, y algunos de los muchachos más jóvenes, por su ruda complexión, podrían haberse tomado por indios de las Pampas. Todo cuanto he visto me convence de las estrechas afinidades existentes entre las diversas tribus americanas, a pesar de sus distintas lenguas. El grupo de que hablo sabía muy poco español, y se hablaban en su propia lengua. No deja de ser agradable ver a los aborígenes elevados al mismo grado de civilización, por más bajo que sea, de sus conquistadores de raza blanca. Más al Sur vimos a muchos indios puros, y, de hecho, todos los habitantes de algunas islitas conservan sus apellidos indios. Según el censo de 1832, había en Chiloe y sus dependencias 42.000 almas: el mayor número parece ser de sangre mezclada; 11.000 tienen apellidos indios, pero probablemente no todos son de pura raza. Su género de vida es el mismo que el de otros habitantes pobres, y todos son cristianos; pero se dice que conservan algunas extrañas y supersticiosas ceremonias, y que pretenden comunicarse con el diablo en ciertas cuevas. Antiguamente, a todo convicto de este delito se le enviaba a la Inquisición de Lima. Muchos de los habitantes no incluidos en los 11.000 de apellidos indígenas apenas se distinguen de los indios por su aspecto. Gómez, el gobernador de Lemuy, desciende de los nobles de España por ambas líneas, paterna y materna; pero a consecuencia de los muchos casamientos de sus antecesores con hijos del país, tiene el tipo perfecto del indio. En cambio, el gobernador de Quinchao se vanagloria de su pura sangre española.

Por la noche llegamos a una linda caleta, al norte de la isla de Caucahué. La gente aquí se quejaba de no tener tierra de cultivo. Débese en parte a su propia negligencia en no aclarar los bosques, y en parte a las restricciones impuestas por el Gobierno, que manda pagar dos chelines al agrimensor por cada cuadra (unos 150 metros en cuadro), además del premio fijado por el valor de la tierra. Después de evaluado un lote se saca a pública subasta por tres veces, y si nadie ofrece más, el comprador puede obtenerlo al precio de tasa. Todas estas exacciones deben constituir un serio obstáculo al descuaje del suelo, donde los habitantes son tan extremadamente pobres. En casi todos los países, las selvas se hacen desaparecer sin dificultad por medio del fuego; pero en Chiloe, a causa de la gran humedad del clima y la naturaleza del arbolado, se necesita cortar y descuajar. He aquí una de las principales rémoras con que tropieza la prosperidad de Chiloe. En tiempo de los españoles no se permitía a los indios poseer terrenos; de modo que si alguna familia desmontaba un trozo de bosque, podía ser despojada de él, pasando la propiedad al Gobierno. Al presente las autoridades chilenas realizan un acto de justicia al remunerar el trabajo de estos pobres indios, dando a cada uno, según su categoría, una cierta porción de tierra. El valor del suelo sin descuajar es muy pequeño. Mr. Douglas—actualmente agrimensor, que me ha dado todas estas noticias—recibió del Gobierno ocho millas y media cuadradas de bosque cerca de San Carlos, en pago de sus servicios, y lo ha vendido por 350 dólares, ó 70 libras esterlinas, aproximadamente.

Los dos días siguientes fueron hermosos, y en la noche del segundo llegamos a la isla de Quinchao. Esta región insular es la más cultivada del archipiélago; tanto en la isla principal como en las numerosas adyacentes, hay una ancha faja costera completamente limpia de arbolado. Muchas de las casas de labor reflejan un holgado bienestar. Tuve curiosidad de saber el grado de riqueza a que podían llegar estos pueblos; pero, según Mr. Douglas, no hay entre ellos quien posea una renta regular. Alguno de los primeros hacendados quizá pueda reunir, durante una vida larga y laboriosa, hasta 1.000 libras esterlinas; pero si tal ocurriera, lo guardaría en algún escondrijo, porque casi todas las familias suelen tener una orza o arca enterrada en el suelo.


30 de noviembre.—El domingo, muy de mañana, llegamos a Castro, antigua capital de Chiloe y al presente una de las poblaciones más abandonadas y desiertas. Descubríase el acostumbrado plano cuadrangular de las viejas ciudades españolas; pero tanto la plaza como las calles estaban cubiertas de hermoso césped, en que pastaban las ovejas- La iglesia, situada en el centro, es toda de madera y tiene un aspecto a la vez venerable y pintoresco. La pobreza del lugar puede conjeturarse por el hecho de que, aun cuando contiene varios centenares de habitantes, no pudo comprar uno de los expedicionarios ni una libra de azúcar ni un cuchillo de los ordinarios. No hay en el pueblo quien tenga reloj de bolsillo ni de pared, y para señalar las horas con la campana de la iglesia se emplea a un viejo que sepa calcular el tiempo. El arribo de nuestros botes constituyó un acontecimiento extraordinario en este tranquilo rincón del mundo, y casi todos los habitantes bajaron a la playa para vernos armar las tiendas. Nos trataron muy cortésmente, ofreciéndonos una casa, y uno de los vecinos nos envió una barrica de sidra como presente. Por la tarde fuimos a ofrecer nuestros respetos al gobernador, un señor anciano y pacífico, que en su aspecto y género de vida apenas se diferenciaba de cualquier aldeano inglés. Por la noche cayó un aguacero que difícilmente logró alejar de nuestras tiendas al gran círculo de curiosos. Una familia india que había venido a comerciar en una canoa, desde Caylen, vivaqueaba cerca de nosotros. No se preservaron durante la lluvia. A la mañana siguiente pregunté a un joven indio de aquellos, a quienes el agua había calado hasta los huesos, qué tal había pasado la noche, y me respondió, perfectamente contento y satisfecho: «Muy bien, señor» [1].


1 de diciembre.—Zarpamos con rumbo a la isla de Lemuy. Deseaba vivamente examinar una mina de carbón de que me habían hablado; pero resultó ser lignito de escaso valor, enterrado en la arenisca (probablemente de una antigua época terciaria) de que se componen estas islas [2]. Cuando llegamos a Lemuy tropezamos con grandes dificultades para hallar sitio en que plantar nuestras tiendas, porque estábamos en la época de mareas vivas y el boscaje cerrado llegaba hasta el borde mismo del agua. En breve nos vimos cercados por un grupo de indios casi puros. Se maravillaron mucho de nuestro arribo, y uno de ellos dijo a otro: «He ahí por qué había visto yo tantos loros últimamente; el «cheucau» (una rica avecilla de pecho rojo, que habita en los matorrales y emite ruidos muy variados) no ha cantado en vano: ¡Alerta!» Se mostraron muy ganosos de negociar. Apenas daban importancia al dinero, y en cambio ansiaban adquirir tabaco. Después de este artículo, el que más estimaban era el añil, siguiendo, por su orden, el pimiento, las ropas usadas y la pólvora de cañón. Esta última la querían para un objeto bien inofensivo, pues cada parroquia tiene su mosquete público, con el que se hacen salvas en la fiesta del santo titular y en otros días solemnes.

La gente se alimenta principalmente de mariscos y patatas. En ciertas estaciones cazan también, en «corrales» o cercas hechas debajo del agua, mucha pesca, que queda presa en esos lugares al bajar la marea. También suelen tener sus aves de corral, ovejas, cabras, cerdos, caballos y vacas; el orden en que se las ha mencionado expresa su respectivo número. Nunca he conocido nada más obsequioso y humilde que las costumbres y trato de estos isleños. Generalmente empezaban diciendo que eran pobres hijos del país y no españoles, y que carecían de tabaco y otros artículos indispensables. En Caylen, que es la isla más meridional, los marineros compraron por un rollo de tabaco de escaso valor dos aves de corral, de una de las cuales dijo el indio que tenía piel entre los dedos, y resultó ser un hermoso pato, y por unos pañuelos de algodón de tres chelines, tres ovejas y una gran ristra de cebollas. La yola había quedado anclada en este sitio, a poca distancia de la playa, y temíamos que no estuviera segura de ladrones durante la noche. En vista de ello, nuestro piloto, Mr. Douglas, manifestó a la primera autoridad de la isla que siempre poníamos centinelas con las armas cargadas, y que, no entendiendo el español, si llegaban a ver a cualquier persona en la obscuridad, harían fuego contra ella. El alcalde, con mucha humildad, convino en lo justificado de tal determinación, y nos prometió que nadie saldría de casa durante la noche.

En los cuatro días siguientes continuamos navegando hacia el Sur. Los caracteres generales del país se mantenían los mismos; pero el número de habitantes había disminuido considerablemente. En la gran isla de Tanqui apenas se veía un sitio limpio de arbolado, el cual extendía por todas partes su frondoso ramaje hasta la playa. Un día advertí que en los acantilados de arenisca crecían algunos ejemplares magníficos del Gunnera scabra, planta algo parecida al ruibarbo, en escala gigante. Los naturales comen los tallos, que son algo ácidos, curten el cuello con las raíces, y sacan de ellas, además, un tinte negro. Las hojas son casi circulares y profundamente hendidas en los bordes. Medí una que tenía ¡unos dos metros y medio de diámetro y no menos de siete de circunferencia! El tallo crece algo más de un metro, y cada planta echa cuatro o cinco de esas hojas enormes, presentando un conjunto de majestuoso aspecto.


6 de diciembre.—Llegamos a Caylen, llamado «el fin de la Cristiandad» [3]. Por la mañana nos detuvimos unos cuantos minutos en una casa situada en el punto más septentrional de Laylec, límite extremo de la Cristiandad Sudamericana. La vivienda dicha era una miserable cabaña, a los 43° 10' de latitud, esto es, dos grados más al Sur que el río Negro, en la costa del Atlántico. Estos alejados cristianos eran muy pobres, e invocando su desvalida situación pidieron tabaco. Como una prueba de la pobreza de estos indios, mencionaré el hecho de haber encontrado poco antes de esto a un hombre que había viajado tres días y medio a pie, y otros tantos de vuelta, con el único fin de recobrar una pequeña hacha y algo de pesca. ¡Cuán difícil debe de ser comprar los menores utensilios, cuando tanto trabajo se pone para recobrar esas pequeñeces!

Por la tarde llegamos a la isla de San Pedro, donde hallamos el Beagle anclado. Al doblar la punta, dos de los oficiales desembarcaron para medir unos ángulos con el teodolito. Sentado en las rocas estaba un zorro (Canis fulvipes) de una especie, se dice, peculiar de la isla y muy raro en ella, y que es una nueva especie. Tan absorto estaba en observar la labor de los oficiales, que pude acercarme cautelosamente por detrás y desnucarle con mi martillo geológico. Este zorro, más curioso o más científico, pero menos prudente que la generalidad de sus congéneres, está ahora montado en el museo de la Sociedad Zoológica, de Londres.

Tres días estuvimos en el puerto, y en uno de ellos el capitán Fitz Roy, con varios compañeros, intentó subir a la cima del San Pedro. Los bosques presentaban aquí un aspecto diferente de los de la parte septentrional de la isla. Como la roca era una pizarra micácea, no había playa y los altos bordes caían a pico, hundiéndose en el agua. El conjunto, por tanto, se parecía más a Tierra del Fuego que a Chiloe. En vano hicimos todos los esfuerzos posibles por ganar la cumbre: el bosque era tan impenetrable [4], que nadie, sin haberlo visto, puede imaginarse una cerrazón tan enmarañada de troncos medio secos o secos del todo. A menudo, por más de diez minutos seguidos, nuestros pies no tocaban tierra, y los marineros, en broma, pedían las sondas. Otras veces teníamos que avanzar a gatas, uno tras otro, bajo los troncos podridos. En la parte inferior de las montañas, soberbios ejemplares de Drimys winteri, un laurel, como el Sassafras, de hojas aromáticas, y otros árboles, cuyo nombre no conozco, se hallaban entrelazados por un bambú o caña hana. Aquí luchábamos como peces prendidos en las mallas de la red. En las regiones superiores, el monte bajo substituye al gran arbolado, del que sólo se ve tal cual rojo cedro o alerce. Era también agradable contemplar, a la altura de poco menos de 300 metros, a nuestra antigua amiga el haya meridional. Eran, sin embargo, árboles raquíticos, lo que prueba que tal vez éste sea su límite norte. Al fin tuvimos que renunciar a la ascensión, desesperados de no poder efectuarla.


10 de diciembre.—La yola y el bote ballenero, con Mr. Sulivan, salieron a sus trabajos de medición y reconocimiento, y en tanto, yo quedé a bordo del Beagle, que al día siguiente zarpó de San Pedro con rumbo al Sur. El 13 entramos en una bahía al sur de Guayatecas, o archipiélago Chonos, y no fué pequeña fortuna que así lo hiciéramos, porque al otro día se desencadenó con gran furia una tempestad digna de Tierra del Fuego. Blancos montones de nubes se apiñaban sobre un cielo azul obscuro, mientras avanzaban sobre ellos rápidamente negros estratos de vapor. Las sucesivas cadenas montañosas tomaron el aspecto de sombras espesas, y el sol poniente proyectó sobre el boscaje una luz amarillenta y débil, como la de la llama del alcohol.

El mar aparecía blanco con la espuma flotante, y el viento aullaba y rugía en las jarcias. Era una escena de fatídica sublimidad. Por unos minutos brilló un espléndido arco iris, siendo curioso observar el efecto de las rociadas de espuma, que al avanzar sobre la superficie del agua convertían el semicírculo del arco en un círculo completo deformado por la parte inferior, pues la banda de colores prismáticos se continuaba a través de la bahía, junto al costado del barco, y de esta suerte formaba un anillo entero, aplastado en su base.

Permanecimos aquí tres días. El tiempo siguió siendo malo; pero importó poco para mis exploraciones, porque el terreno de estas islas es intransitable. La costa es tan escarpada, que no se puede caminar en ninguna dirección mas que arrastrándose, subiendo y bajando a gatas por agudas rocas de pizarra micácea; y en cuanto a la vegetación, nuestras caras, manos y canillas daban testimonio del mal trato recibido al querer penetrar en aquellos vedados recintos.


18 de diciembre,—Hemos salido a alta mar. El 20 nos despedimos del Sur, y con un viento favorable pusimos la proa al Norte. Desde el cabo Tres Montes navegamos plácidamente a lo largo de la alta costa, batido por las tormentas, y que es notable por el atrevido perfil de sus colinas y la espesura de la vegetación forestal, extendida por todas partes, aun sobre los riscos más escarpados. Al día siguiente descubrimos un puerto, que en esta peligrosa costa podía ser utilísimo a cualquier navío averiado. Puede reconocérsele con facilidad por un cerro de 480 metros de alto, que es todavía más perfectamente cónico que el famoso pilón de azúcar de Río Janeiro. Al día siguiente, después de anclar, logré llegar a la cima de dicho cerro. La empresa fué trabajosa, pues en algunas partes las laderas eran tan verticales que hubimos de servirnos de los árboles, trepando por ellos como por escaleras. También había varias Fuchsia, cubiertas con bellísimas flores péndulas; pero era muy difícil arrastrarse a su través. En estas bravías regiones es delicioso ganar la cumbre de cualquier montaña. Se siente una secreta esperanza de ver algo muy sorprendente, que aun en el caso de quedar defraudada no deja de volver siempre que se ofrecen nuevas ocasiones. Todo el mundo debe de experimentar las emociones de triunfante satisfacción que comunica al ánimo la vista de un soberbio panorama contemplado desde una altura. En estos países, tan poco frecuentados, se une además la vanidad de ser tal vez el primero en tender la mirada por el horizonte desde un elevado pináculo casi inaccesible.

Siempre le asalta a uno el extraño deseo de comprobar si algún ser humano ha visitado anteriormente un sitio no frecuentado. Cualquier pedacito de madera que lleve un clavo se rompe y estudia como si estuviera cubierto de jeroglíficos. Embargado por tales sentimientos, me interesó mucho hallar en un punto salvaje de la costa una cama de hierba debajo de un saliente de roca. Junto a ella habían hecho lumbre y se veían las señales de un hacha. La hoguera, cama y sitio mostraban la destreza de un indio; pero difícilmente podía ser así, porque la raza se ha extinguido en esta parte, a causa del católico deseo de hacer a un tiempo cristianos y esclavos. Tuve a la sazón mis recelos de que el hombre solitario que había pasado la noche en aquel rincón apartado y desierto debió de ser algún pobre marino náufrago que llegó a él recorriendo la costa.


28 de diciembre.—El tiempo continuó malísimo, pero al fin nos permitió reanudar las exploraciones y estudios. Los días se nos hacían años, como sucedía siempre que nos veíamos detenidos persistentemente por sucesivos temporales. Por la tarde descubrimos otro puerto, y en él anclamos. No bien lo hubimos hecho, cuando descubrimos un hombre que nos hacía señas agitando un trapo blanco; y habiendo enviado un bote, volvió con dos marinos. Un grupo de seis habían huido de un barco ballenero norteamericano y desembarcado un poco al Sur en un bote, que poco después fué hecho pedazos por la marejada. Habían estado recorriendo la costa arriba y abajo por espacio de quince meses, sin saber qué camino tomar ni dónde estaban. ¡Qué feliz coincidencia la de haber hallado este puerto! A no haber sido por ello, hubieran andado perdidos hasta envejecer y sucumbir en esta costa salvaje. Sus sufrimientos habían sido muy grandes, y uno de ellos había perdido la vida cayéndose por los acantilados. A veces se vieron obligados a separarse en busca de alimento, y esto explicaba el hecho del hombre solitario. Considerando lo que habrían sufrido, no se habían equivocado mucho en la cuenta del tiempo, pues sólo andaban errados cuatro días.


30 de diciembre.—Anclamos en una abrigada caleta al pie de unas alturas cerca de la extremidad septentrional de Tres Montes. A la mañana siguiente, después de almorzar, subimos unos cuantos a una de las montañas, que tenía unos 720 metros de alta. El paisaje era notable. La parte principal de la sierra se componía de grandes, sólidas y abruptas masas de granito, que parecían remontar su antigüedad a los primeros días del mundo. El granito tenía una capa de pizarra micácea, que con el transcurso de los siglos había sido tallada en extraños picos en forma de dedos. Las dos formaciones, aunque diferentes en sus perfiles, convenían en estar casi desprovistas de vegetación. Esta esterilidad tan notable causaba a nuestros ojos un efecto singular, acostumbrados como estábamos a contemplar por todas partes un espesísimo bosque de ramaje verde obscuro. Mucho gocé examinando la estructura de estas montañas. Aquella compleja y elevada red de sierras presentaba un aspecto majestuoso de durable permanencia, inútil por igual para el hombre y para todos los demás animales. El granito es para el geólogo el suelo clásico, pues, por su anchurosa extensión y contextura hermosa y compacta, pocas rocas han sido reconocidas y estudiadas desde fecha tan remota. El granito ha originado quizá más discusiones referentes a su origen que cualquiera otra formación. Generalmente se le considera como constituyendo la roca fundamental, y, aunque perfectamente formada, nos consta que es la capa más profunda de la corteza terrestre a que el hombre ha llegado. El límite de los humanos conocimientos en cualquier materia encierra un gran interés, que se acrecienta acaso por tocar las lindes de los dominios de la imaginación.


1 de enero de 1835.—El nuevo año se anuncia con las ceremonias propias de estas regiones. No seduce con falsas promesas de bonanza, pues empieza con un fuerte temporal del Noroeste, abundantísimo en lluvias. ¡Gracias a Dios que no estamos destinados a ver los últimos meses, pues esperamos hallarnos entonces en la parte del Océano Pacífico en que un firmamento azul nos dice que hay un cielo, un algo más allá de las nubes sobre nuestras cabezas!

Como en los cuatro días siguientes han prevalecido los vientos del Noroeste, no hemos logrado mas que cruzar una gran bahía y anclar después en otro puerto seguro. Acompañé al capitán, en un bote, hasta el fondo de una cala profunda. En nuestra excursión vimos un número asombroso de focas; no había un solo sitio llano, en las rocas ni en la playa, que no estuviera materialmente cubierto de ellas. Parecían entregadas al goce de descansar en compañía, pues yacían revueltas unas con otras, medio dormidas, como cerdos; pero aun éstos se hubieran avergonzado de su suciedad y del repugnante hedor que despedían. Cada grupo estaba vigilado por la paciente y maligna mirada del zopilote. Esta ave antipática, con su calva cabeza escarlata, hecha para revolverse en la podredumbre, abunda mucho en la costa occidental, y la circunstancia de acompañar a las focas muestra cuál sea su principal alimento. Hallamos el agua (probablemente sólo la de la superficie) casi dulce; se debía al número de torrentes que, en cascadas, caían precipitándose por las desnudas montañas de granito. El agua dulce atrae a la pesca, y en busca de ella acuden golondrinas de mar, gaviotas y dos clases de cuervos marinos. También vimos una pareja de hermosos cisnes de cuello negro, y varias pequeñas nutrias marinas, cuya piel era muy estimada. Al regreso, nos entretuvimos en ver el ímpetu con que el rebaño de focas, viejas y jóvenes, se iban arrojando al agua según pasaba el bote. No bucearon por mucho tiempo, y volviendo a la superficie, nos siguieron con los cuellos tensos, expresando gran asombro y curiosidad.


7 de enero.—Después de recorrer la costa anclamos junto al extremo norte del archipiélago Chonos, en el puerto de Low, donde permanecimos una semana. Las islas se componían aquí, como en Chiloe, de depósitos litorales blandos y estratificados, y, como consecuencia, la vegetación era hermosa y exuberante. El monte bajo llegaba hasta la playa, en forma de arbustos perennes de macizo espesor, como las masas de boj que suelen cercar ciertos paseos y jardines. Desde el ancladero gozamos de la espléndida vista que ofrecían los cuatro grandes picos nevados de la Cordillera, incluyendo el «famoso Corcovado», y la sierra misma tenía en esta latitud tan poca altura, que pocas partes de ella descollaban sobre los cerros de las islitas próximas. Aquí nos encontramos con una partida de cinco hombres de Caylen, «el fin de la Cristiandad», que con grandísimo riesgo habían cruzado en su miserable canoa-bote, con objeto de pescar, la mar extensa que separa Chiloe de Chonos. Estas islas han debido de ser, con toda probabilidad, pobladas en tan corto tiempo como las adyacentes a la costa de Chiloe.


La patata silvestre brota en estas islas con gran abundancia, en el suelo, arenoso y lleno de conchas, próximo a la playa. Las plantas más crecidas tenían cuatro pies de altura. Los tubérculos eran generalmente pequeños, pero hallé uno de forma oval que medía unos cinco centímetros de diámetro; se parecen en todo y tienen el mismo sabor que las patatas inglesas; pero una vez hervidas se contrajeron mucho, volviéndose acuosas e insípidas, aunque sin el mejor dejo de amargor. Indudablemente son aquí indígenas; se producen en toda la parte sur, según Mr. Low, hasta los 50° de latitud, y los indios salvajes de la región las llaman aquinas, denominación distinta de la que les dan los indios chilotanos o chilotes. El profesor Henslow, que ha examinado ejemplares secos llevados por mí a Inglaterra, dice que son lo mismo que las descritas por Mr. Sabine [5], procedentes de Valparaíso, pero que forman una variedad considerada por algunos botánicos como específicamente distinta. Es notable que se haya hallado esta planta misma en las estériles montañas de Chile Central, donde no cae una gota de agua en más de seis meses, y en el interior de las húmedas selvas de estas islas meridionales.

En las regiones centrales del archipiélago Chonos (latitud 45°), el bosque se parece mucho al que crece todo a lo largo de la costa occidental, por espacio de 600 millas hacia el sur del cabo de Hornos. Las hierbas arborescentes de Chiloe no se encuentran aquí, mientras el haya de Tierra del Fuego alcanza un gran tamaño y constituye una parte considerable del arbolado forestal, si bien no en grado tan predominante, y aun exclusivo, como en las regiones más al Sur. Las críptógamas hallan aquí un clima en extremo favorable. En el estrecho de Magallanes, según he notado antes, el país parece demasiado frío y húmedo para permitirles un desarrollo perfecto; pero en estas islas, dentro de las selvas, es extraordinario el número de especies y abundancia de musgos, líquenes y pequeños helechos [6]. En Tierra del Fuego los árboles crecen sólo en las laderas de las montañas, pues todos los trozos de suelo llano se hallan invariablemente cubiertos de una espesa capa de turba; pero en Chiloe las planicies producen las selvas más frondosas e impenetrables. Aquí, en el interior del archipiélago Chonos, la naturaleza del clima se acerca más al de Tierra del Fuego que al del norte de Chiloe, pues todas las manchas de suelo llano están cubiertas de dos especies de plantas (Astelia pumila y Donatia magellanica), que al pudrirse juntas forman un espeso lecho de turba elástica.

En Tierra del Fuego, encima de la zona del bosque, la primera de dichas plantas, que es eminentemente sociable, es el agente principal en la producción de la turba. Las nuevas hojas se suceden sin cesar, unas tras otras, alrededor de la raíz central; las inferiores se pudren luego, y cuando, como yo hice, se descubre la raíz debajo de la turba, pueden verse las hojas conservando su posición y pasando por todos los estadios de descomposición hasta convertirse en una masa confusa. La Astelia está acompañada de algunas otras plantas—vese aquí y allá un pequeño Myrtus rastrero (M. nummularia) con un tallo leñoso, como nuestro arándano, y una baya dulce—, un Empetrum (E. rubrum), y semejante al nuestro, y un junco (Juncus grandiflorus), que son casi las únicas que crecen en la pantanosa superficie. Estas plantas, si bien guardan estrechísimo parecido con las especies inglesas de los mismos géneros, son diferentes. En las partes más llanas del país interrumpen la superficie turbosa pequeñas charcas situadas a diversas alturas y con apariencia de haber sido excavadas artificialmente. Pequeñas venas de agua que fluyen subterráneas acaban la desorganización de la materia vegetal y consolidan el conjunto.

El clima de las regiones meridionales de América parece particularmente favorable a la formación de la turba. En las islas Falkland está compuesta de toda clase de plantas, y hasta de la áspera hierba que tapiza el suelo: apenas hay sitio alguno que por su especial situación impida el desarrollo de la turba; hay capas que tienen más de tres metros y medio de espesor, y la porción de abajo se endurece tanto al secarse, que con dificultad arde. Aunque todas las plantas contribuyen a la formación de la turba, la principal es la Astelia. Una circunstancia algo singular, por ser tan diferente de lo que ocurre en Europa, es que en ninguna parte se ven musgos que formen, por su composición, parte alguna de la turba en Sudamérica. Con respecto al límite septentrional, en que el clima permite esa especie peculiar de putrefacción lenta, necesaria para su producción, creo que en Chiloe (latitud 41 a 42°), a pesar de abundar el terreno pantanoso, no se encuentra turba bien caracterizada; pero en las islas Chonos, tres grados más al Sur, hemos visto que es abundante. En la costa oriental de La Plata (latitud 35°) me dijo un español allí establecido, que había visitado Irlanda, no haberle sido posible hallar turba, a pesar de sus repetidas investigaciones. Lo más parecido a ella que había descubierto era un terreno turboso negruzco, que me mostró, repleto de raíces, en términos de permitir una combustión lenta e imperfecta.


La zoología de estas dispersas islitas del archipiélago de Chonos, como ya podía suponerse, es muy pobre. Entre los cuadrúpedos abundan dos especies acuáticas. El Myopotamus Coypus (parecido al castor, pero con una cola redonda) es bien conocido por su hermosa piel, objeto de comercio en todos los tributarios de La Plata. Aquí, sin embargo, frecuenta exclusivamente el agua salada, circunstancia que, según dejo dicho en varios lugares, se observa también en el gran roedor el Capybara. Es además numerosísima una pequeña nutría marina, animal que no se alimenta solamente de peces, sino que, como las focas, devora en gran cantidad un cangrejito rojo que flota en bancos superficiales. Mr. Bynoe vió una en Tierra del Fuego comiendo un pulpo, y en Puerto Low se mató otra en el momento de llevarse a su agujero una gran Voluta. En cierto sitio cacé en una trampa un singular ratoncito (M. brachiotis); según parece, se le halla en varias de las islas; pero los chilotes de Puerto Low me dijeron que por allí no se veía ni uno. Compréndese, en vista de ello, qué serie de accidentes casuales [7] o qué cambios de nivel deben de haber entrado en juego para esparcir estos animalitos por todo este despedazado archipiélago.

En todas las partes de Chiloe y Chonos se ven dos aves muy extrañas, que son parecidas y reemplazan al turco y tapaculo de Chile Central. A la una la llaman los indígenas «cheucau» (Pteroptochos rubecula); frecuenta los sitios más sombríos y retirados de las selvas húmedas. Unas veces, aunque su canto pueda oírse muy cerca, a no mirar con gran cuidado no se ve el cheucau; otras veces bastará permanecer inmóvil para que el pajarillo se acerque a corta distancia de la manera más familiar. Entonces salta con inquieta rapidez entre la enmarañada urdimbre de cañas y ramaje podrido, con su pequeña cola levantada. El cheucau es objeto de supersticiosos temores para los chilotes, por causa de sus extraños y variados gritos. Hay tres muy distintos: el uno se llama «chiduco», que es de buen agüero; el otro, «huitreu» muy desfavorable, y un tercero, que se me ha olvidado. Dichas voces imitan sus cantos, y por ellos se gobiernan sin vacilar los indígenas en muchas cosas. Realmente los chilotes han elegido para profeta a una de las más cómicas criaturas. Una especie afín, poco algo mayor, lleva el nombre indígena de «guid-guid» (Pteroptochos Tarnii), y los ingleses le han designado con el nombre de pájaro ladrador. Esta última denominación es muy apropiada, pues desafío a cualquiera que le oiga cantar por primera vez a que no le distingue de un perrito ladrando en la selva. Con este ave sucede lo mismo que con el cheucau, es decir, que a veces el observador oye el ladrido a corta distancia, pero en vano se esforzará por descubrir el pájaro, y menos aun si sacude las matas, y, en cambio, otras veces el guid-guid se le acercará confiadamente. Su sistema de alimentación y hábitos generales se parecen mucho a los del cheucau.

En la costa [8] abunda una avecilla de color obscuro (Opetiorhynchus Patagonicus). Es notable por sus tranquilos hábitos; vive enteramente en la playa, como una gallineta. Fuera de dichas aves, muy pocas más habitan esta tierra fraccionada. En mis borradores describo los singulares ruidos que, no obstante oírse con frecuencia en estos sombríos bosques, apenas perturban el silencio general. El gañido del guid-guid y el repentino jiú-jiú del cheucau suenan unas veces de muy lejos y otras de muy cerca; de cuando en cuando se añade el canto del reyezuelo negro de Tierra del Fuego; el trepador (Oxyurus) sigue al intruso chillando y gorjeando; a intervalos se ve al colibrí moviéndose con rapidez de un sitio a otro y emitiendo como un insecto su agudo chirrido; últimamente suele escucharse en la punta de un árbol alto la nota indistinta y plañidera de la muscívora tirana de moño blanco (Myiobius). A causa de preponderar en la mayoría de los países ciertos géneros comunes de aves, como los pinzones, al principio se siente uno sorprendido al encontrarse con las formas peculiares antes enumeradas, que son las más comunes en todas estas regiones. En el Chile Central se encuentran dos de ellas, el Oxyurus y el Scytalopus, pero rarísimas veces. Al ver, como en este caso, animales que parecen desempeñar un papel tan insignificante en el grandioso plan de la Naturaleza, se siente uno tentado a preguntarse para qué han sido creados. Pero convendría recordar siempre que quizá en algún otro país son miembros esenciales de la sociedad, o pueden haberlo sido en algún período anterior. Si América, al sur de los 37°, se hundiera bajo las aguas del océano, estas dos aves continuarían existiendo en Chile Central por un largo período, pero es muy improbable que aumentaran en número. Tendríamos un caso que inevitablemente debe haber ocurrido con muchísimos animales.

Estos mares del Sur son frecuentados por varias especies de petreles: la especie mayor, Procellaria gigantea, o quebrantahuesos de los españoles, es un ave común, así en los canales interiores como en mar libre. Por sus hábitos y manera de volar se parece mucho al albatros, y como al albatros, puede observársele durante horas sin ver de qué se alimenta. Sin embargo, el quebrantahuesos es una verdadera ave rapaz, pues algunos oficiales le vieron en el puerto de San Antonio dar caza a un somormujo, que intentó escapar buceando y volando, pero fué constantemente acosado y por fin muerto de un picotazo en la cabeza. En Puerto San Julián se observó que estos grandes preteles mataban y devoraban gaviotas jóvenes. Una segunda especie (Puffinus cinereus), que es común a Europa, al cabo de Hornos y a la costa del Perú, es mucho más pequeña que el quebrantahuesos, pero, como él, de color grisáceo. De ordinario frecuenta las calas que se internan en tierra, en grandes bandadas; no creo haber visto en mi vida tantas aves juntas de ninguna otra clase como las que vi de estas allende la isla de Chiloe. Cientos de miles volaron en línea irregular por varias horas en una dirección. Cuando parte de la bandada se posó en el agua, la superficie quedó negra y el ruido que hacían parecía el murmullo de una gran muchedumbre de gente oído a distancia.

Hay otras varias especies de petreles, pero me limitaré a citar aquí una tercera, además de las anteriores, el Pelecanoides Berardi, que ofrece un ejemplo de esos extraordinarios casos de aves pertenecientes, sin duda, a una familia bien determinada, pero afines a una tribu muy distinta, así por sus hábitos como por su estructura. Este Pelecanoides nunca deja las tranquilas calas interiores. Cuando se le molesta, bucea durante un cierto trecho, y saliendo a la superficie, con el mismo impulso adquirido debajo del agua levanta el vuelo. Después de volar, merced al rápido batir de sus cortas alas, por un cierto espacio en línea recta, cae como un cuerpo muerto, y vuelve a bucear. La forma de su pico y aberturas nasales, la longitud de sus pies y hasta el color del plumaje, muestran que el ave es un petrel; mas, por otra parte, sus cortas alas y consiguiente limitación de vuelo, la configuración de su cuerpo y forma de la cola, la falta del dedo posterior, su hábito de bucear y los sitios que prefiere, hacen dudar a primera vista de si no se relaciona igualmente con las Alca [9]. A no dudarlo, cuando se le ve a distancia se le podría tomar por un Alca, ora esté volando, ora bucee o nade tranquilamente de un punto a otro en los retirados canales de Tierra del Fuego.


  1. En español en el original.
  2. En la costa de Chile, desde Caldera, al Norte, hasta Chiloe, descansan sobre los terrenos metamórficos del litoral sedimentos de fecha terciaria (neógena), ricos en lignitos, con una fauna de conchas de claras afinidades atlánticas y aun mediterráneas. Son las llamadas capas de Navidad.—Nota de la edic. española.
  3. En español en el original.
  4. La costa chilena, muy húmeda, como ya advierte Darwin, tiene verdaderas selvas vírgenes. El extraordinario desarrollo de las plantas trepadoras del género Chusquea, que las hace impenetrables, como Darwin afirma, es su nota más característica.

    En oposición, en el interior del país, más elevado y seco, hay bosques claros de Araucaria, conífera exclusiva del hemisferio Sur.—Nota de la edic. española.

  5. Horticultural Transactions, vol. V, pág. 249. Mr. Caldcleugh envió a Inglaterra dos tubérculos, que bien abonados produjeron, aun en la primera cosecha, numerosas patatas y gran abundancia de hojas. Véase la interesante discusión de Humboldt sobre esta planta, que según parece no era conocida en Méjico, en el Polit. Essay on New Spain, lib. IV, cap. IX.
  6. Con mi red de cazar insectos cogí en estos parajes un número considerable de individuos pertenecientes a la familia de los Estafilínidos, otros afines al género Pselaphus, y diminutos Himenópteros. Pero la familia más característica, por el número de individuos y especies, en todas las comarcas francas de Chiloe y Chonos es la de los Telefóridos.
  7. Dícese que algunas aves rapaces llevan las presas vivas a sus nidos. Si así es, en el transcurso de los siglos, de cuando en cuando podría escapar alguna, librándose de las débiles garras de las crías. Un hecho de esta índole se requiere para explicar la distribución de pequeños roedores en islas no muy próximas unas a otras.
  8. Como prueba de la gran diferencia que hay entre las estaciones de las regiones frondosas y las despejadas de esta costa, mencionaré que el 20 de septiembre, a los 34°, de latitud, las aves mencionadas tienen polluelos en el nido, mientras en las islas Chonos, tres meses mas tarde, en verano, están todavía poniendo; la diferencia de latitud entre estos dos lugares es de cerca de 700 millas.
  9. A la misma familia de las Proceláridas pertenecen los géneros Pelecanoides, Puffinus, Procellaria y albatros (Diomedea), bien que constituyendo, dentro de ella, hasta tres grupos o subfamilias diferentes.

    Las Alca—por ejemplo, Alca torda—son los representantes en los países árticos de los pájaros bobos o niños, que son propios solamente de los mares del Sur.—Nota de la edic. española.