Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo/Capítulo XII

CAPITULO XII

Chile Central
Valparaíso.—Excursión al pie de los Andes.—Estructura del país. Ascensión a la Campana de Quillota.—Masas agrietadas de roca verde.—Valles inmensos.—Minas.—Condición de los mineros.—Santiago.—Baños termales de Cauquenes.—Minas de oro.—Máquinas trituradoras.—Piedras perforadas.—Hábitos del puma.—El turco y el tapaculo.—Colibríes.


23 de julio.—El Beagle ancló bien avanzada la noche en la bahía de Valparaíso, el puerto principal de Chile. Cuando amaneció, la impresión que recibimos no pudo ser más grata. Después de salir de Tierra del Fuego el clima nos pareció del todo delicioso; la atmósfera estaba tan seca, el cielo tan puro y azul y el sol tan brillante, que toda la Naturaleza se nos presentaba radiante de vida. La vista que se descubre desde el fondeadero es de lo más lindo. La ciudad se levanta al pie mismo de una serie de colinas de unos 480 metros y algo escarpadas. A causa de su posición consta de una larga calle, que, con variada dirección, corre siguiendo el perfil de la playa, y allí donde un barranco baja, las casas se amontonan en uno y otro lado del mismo. Las colinas, de forma redondeada, sólo están parcialmente protegidas por una vegetación muy escasa, y de ahí que presenten numerosas cárcavas, que dejan ver un suelo de color rojo vivo. Por esta circunstancia, y porque las casas bajas están revocadas de blanco y tienen los techos cubiertos de tejas, esta ciudad me recordó Santa Cruz de Tenerife. En dirección Nordeste aparecen magníficos paisajes andinos; pero la magnitud de las montañas de los Andes se aprecia mejor desde las alturas próximas, porque desde ellas se ve fácilmente la gran distancia a que están situadas. El volcán de Aconcagua es singularmente magnificente. Esta soberbia mole, de forma irregularmente cónica, tiene una elevación mayor que el Chimborazo; pero, según las mediciones efectuadas por los oficiales en el Beagle, su altura se acerca a 6.900 metros [1]. Sin embargo, la Cordillera, vista desde este punto, debe la mayor parte de su belleza a las peculiares condiciones de la atmósfera. Cuando el Sol se ponía en el Pacífico era admirable observar la limpidez de su aserrada silueta y la variedad y delicadeza de sus tonalidades de color.

Tuve la fortuna de hallar establecido aquí a Mr. Ricardo Corfield, antiguo amigo y compañero de colegio, de cuya obsequiosa hospitalidad estoy agradecidísimo, por haberme procurado el más agradable hospedaje durante la permanencia del Beagle en Chile. Los alrededores inmediatos de Valparaíso no son muy productivos para el naturalista. Durante el largo verano, el viento sopla constantemente del Sur y un poco del lado de la costa: de modo que nunca llueve; sin embargo, lo hace con bastante abundancia en los tres meses de invierno. A consecuencia de ello la vegetación es muy escasa; no hay arbolado, salvo en algunos valles profundos, y sólo un poco de hierba y algunos arbustos enanos crecen dispersos sobre las partes menos escarpadas de los cerros. Cuando reflexiono que a 350 millas al Sur este lado de los Andes se presenta enteramente cubierto de un bosque impenetrable, el contraste produce en mi ánimo la más viva impresión. Di varios largos paseos recogiendo objetos de Historia Natural. El terreno se presta mucho a esta ocupación. Hay muchas y bellísimas flores, y, de igual suerte que en la mayoría de los climas secos, las plantas y arbustos poseen olores fuertes y peculiares, que llegan a pegarse al vestido, dejándole perfumado [2]. No cesé de asombrarme al ver que los días hermosos se sucedían sin interrupción. ¡Qué influencia tan poderosa ejerce el clima en la alegría de vivir! ¡Cuán contrarias eran las sensaciones experimentadas al ver las negras montañas del Sur medio envueltas en nubes, a las que ahora producían las nuevas alturas proyectándose sobre el azulado cielo de un brillante dia! Unas, por un tiempo, pueden ser realmente sublimes; otras son todo alegría y vida.


14 de agosto.—Salí de excursión a caballo con ánimo de estudiar la geología de la parte basal de los Andes, que únicamente en esta parte del año no está cubierta por las nieves del invierno. El primer día me dirigí hacia el Norte, a lo largo del litoral. Después de obscurecer llegamos a la Hacienda de Quintero, la cual perteneció en otro tiempo a lord Cochrane. Mi objeto al venir aquí fué examinar los grandes estratos de conchas que se levantan algunos metros sobre el nivel del mar y se queman para cal. Las pruebas de la elevación de esta entera línea de costa son inequívocas: a la altura de unos cuantos centenares de pies abundan mucho las conchas vetustas, y todavía hallé algunas a los 340 metros [3]. Estas conchas, o están sueltas en la superficie, o encastradas en una tierra vegetal de color rojizo obscuro. Mi sorpresa fué grande al descubrir con el microscopio que esta tierra vegetal era en realidad fango marino, lleno de partículas menudas de cuerpos orgánicos.


15 de agosto.—Hemos regresado, encaminándonos al valle de Quillota. El país presentaba un aspecto agradabilísimo, como el que los poetas hubieran denominado bucólico o pastoral: verdes praderas despejadas, entre vallejos regados por riachuelos, y en las lomas de las colinas, las casitas que podemos suponer de los pastores. Nos vimos precisados a cruzar la sierra de Chilicauquen. En su base había hermosa vegetación forestal de follaje perenne, la cual prosperaba sólo en los barrancos donde corría el agua. Cualquiera persona que únicamente hubiera visto el terreno de los alrededores de Valparaíso, nunca habría podido soñar que Chile encerrara sitios tan pintorescos. Tan pronto como llegamos a la cumbre de la Sierra, tuvimos inmediatamente a nuestros pies el valle de Quillota. El paisaje presentaba una frondosidad de carácter marcadamente artificial. El valle es muy ancho y de fondo enteramente llano, por lo que puede llevarse el riego a todas sus partes. Los pequeños jardines cuadrados rebosan de olivos, naranjos y toda clase de hortalizas y legumbres. A cada lado se alzan enormes montañas desnudas, y esta circunstancia acrecienta el efecto de la pintoresca feracidad del valle. El que díó a Valparaíso su nombre debió de hacerlo pensando en el paradisíaco valle de Quillota. Pasamos por medio de la Hacienda de San Isidro, situada al píe mismo del Monte de la Campana.

Chile, como puede verse en los mapas, es una estrecha faja de tierra entre la Cordillera y el Pacífico, y esa faja está atravesada por líneas de montañas que en esta parte corren paralelas a la gran cadena. Entre estas alturas exteriores y la Cordillera principal se extiende a gran distancia, hacia el Sur, una sucesión de cuencas llanas que generalmente se abren una en otra por pasos angostos; en esos sitios están situadas las principales ciudades, como San Felipe, Santiago, San Fernando. Estas cuencas o planicies, junto con los valles transversales de fondo plano (como el de Quillota), que los relacionan con la costa, son sin duda los fondos de antiguas abras y profundas bahías como las que hoy cortan todas las regiones de Tierra del Fuego y la costa occidental. Chile ha debido de parecerse en otro tiempo a este último país en la configuración de su tierra y agua. Una casualidad hizo que tal semejanza se me presentara de un modo patente cierto día, en que un banco de niebla cubría como un manto todas las partes bajas del país: las blancas masas de vapor, retorciéndose entre los barrancos, figuraban fantásticas caletas y bahías, mientras aquí y allá asomaba algún montículo aislado, indicando el lugar donde en época remota hubo una pequeña isla. El contraste de estos valles planos y de estas cuencas con las montañas irregulares daba al paisaje un carácter que para mí era nuevo y de grandísimo interés.

A causa de la natural inclinación que presentan estas planicies hacia el mar, puede regárselas fácilmente, y son, por tanto, muy fértiles. A no ser por eso, la tierra apenas produciría cosa alguna, porque durante el verano entero el cielo está sin nubes.

Las montañas y colinas se hallan cubiertas a trechos de arbustos y arbolado bajo, que constituyen la principal vegetación natural. Todos los que poseen fincas en el valle toman además cierta parte de montaña, donde pastan en considerable número vacadas en estado semisalvaje. Una vez al año se hace un gran «rodeo», para recoger, contar y marcar las reses, separando de paso algunas que han de ser cebadas en campos de regadío. Cultívase mucho trigo y bastante maíz; sin embargo, el principal artículo alimenticio de la clase trabajadora es una especie de alubia. Los huertos producen copia ilimitada de melocotones, higos y uvas. Con todas estas ventajas, la población debería gozar de una prosperidad superior a la que de hecho posee.


16 de agosto.—El mayordomo de la hacienda tuvo la amable generosidad de darme un guía y caballos de refresco, y por la mañana emprendimos el ascenso a la Campana, que tiene unos 2.000 metros de altura. Los senderos y vericuetos eran pésimos; pero la geología y el paisaje me compensaron ampliamente. Alcanzamos por la tarde un manantial llamado el Agua del Guanaco, situado a gran altura. La denominación anterior debe de ser muy antigua, porque hace muchos años ni un solo guanaco bebe de sus aguas. Durante la subida noté que en la vertiente no crecían mas que arbustos, mientras que en la del Sur había un bambú de hasta cuatro metros de alto. Raros eran los sitios en que crecían palmeras, y con no escasa sorpresa hallé una a la altura de 1.350 metros. Estas palmeras son los tipos feos de la familia. Sus tallos son enormes y de una forma rara, pues tienen en su parte media su máximo grosor, disminuyendo luego al acercarse a la cima y a las raíces. Abundan muchísimo en algunas partes de Chile, y suministran un valioso producto en la especie de melaza que se saca de su savia. En una hacienda cerca de Petorca trataron de contar las palmeras que había, y lo dejaron por imposible después de haber llegado a varios cientos de miles. Todos los años, a principio de primavera, en agosto, se hace una gran corta, y cuando los troncos están tendidos en el suelo se les desmocha el penacho de hojas. Inmediatamente empieza a fluir de él la savia, y sigue fluyendo por algunos meses; sin embargo, es necesario practicar todas las mañanas en la referida extremidad una cortadura, dejando al descubierto una nueva porción de superficie. Un buen ejemplar de estas palmeras da más de cuatro hectolitros de zumo, contenido en los vasos de un tronco en apariencia seco. Dícese que la savia fluye con mayor rapidez en los días de mucho sol, y que al cortar los troncos ha de cuidarse mucho de que caígan cabeza arriba hacia lo alto de la montaña, pues si sucede lo contrario apenas saldrá zumo. De modo que, contra lo que a primera vista pudiera creerse, la acción de la gravedad contraría en lugar de favorecer la salida de la savia. Esta se concentra por ebullición, y entonces se llama melaza, a la que se parece mucho en el gusto [4].

Desensillamos nuestros caballos junto a la fuente y nos dispusimos a pasar la noche. La tarde era hermosa, y la atmósfera tan clara, que podían distinguirse perfectamente, como líneas negras, los mástiles de los barcos anclados en la bahía de Valparaíso, a la distancia de unas 26 millas geográficas. Un barco velero que doblaba la punta parecía una manchita blanca. Grandes ponderaciones hace Anson, en su Viaje, de la distancia a que se descubren los navíos desde la costa; pero no estuvo suficientemente expresivo acerca de la altura del país y de la gran transparencia del aire.

La puesta del Sol fué espléndida; en tanto los valles obscurecían, los nevados picos de los Andes conservaban un tinte purpúreo. Cuando hubo anochecido hicimos una hoguera bajo unos arbolitos de bambú, freímos nuestro charqui (o carne curada de vaca), tomamos nuestro mate, y quedamos enteramente satisfechos. Hay un encanto inefable en pasar así la vida al aire libre. La noche estaba en calma y en silencio. Sólo alguna que otra vez se oía el penetrante chillido de la vizcacha de la montaña y el apagado grito del chotacabras. Fuera de estos animales, pocas aves, ni aun insectos, frecuentan estas secas y áridas montañas.


17 de agosto.—Por la mañana trepamos a la abrupta masa de roca verde que corona la cima. Esta roca, como suele ocurrir, estaba agrietada y rota en enormes fragmentos angulares. Observé, sin embargo, una circunstancia notable, a saber: que las superficies de fractura eran más o menos recientes, presentando en este particular una gran variedad, pues mientras algunas parecían haberse roto el día antes, otras empezaban a cubrirse de líquenes o los tenían crecidos y viejos. Creí sin vacilar que la causa de ello fueran los frecuentes terremotos; y tanto me impresionó, que me sentí inclinado a escapar de los sitios que tuvieran encima bloques de roca sueltos. Siendo fácil equivocarse en un hecho de esta naturaleza, rectifiqué mi modo de pensar y lo puse en duda.

Más tarde, habiendo ascendido al monte Wellington, en Tasmania, donde no hay terremotos, vi que la cima presentaba la misma composición y desgarres, si bien todos los bloques parecían hallarse en aquella posición desde millares de años atrás.

Pasamos el día en la cima, y no he disfrutado otro mejor aprovechado. Chile, limitado por los Andes y el Pacífico, se veía como en un mapa. El placer de la escena, en sí misma bellísima, se acrecentó con la multitud de reflexiones que me sugirió la mera vista de la Sierra de la Campana, con sus ramales paralelos más bajos, y el ancho valle de Quillota, que los corta.

¿Cómo no maravillarse de la fuerza que ha elevado estas montañas, y todavía más de las incontables edades que han debido necesitar para abrirse camino por entre tan poderosos obstáculos y para remover y nivelar sus enormes masas?. En este caso recordé los vastos lechos sedimentarios de Patagonia, que si se acumularan sobre la Cordillera aumentarían su altura en muchos miles de pies. Cuando estuve en ese país me admiré de que hubiese podido existir cadena alguna de montañas capaz de suministrar tales masas sin haber quedado enteramente arrasada. Esa misma admiración se apodera de mí ahora al preguntarme si el tiempo, que todo lo puede, llegará a demoler montañas tan gigantescas como la de la Cordillera, reduciéndolas a grava y fango.

El aspecto de los Andes era distinto de lo que yo había esperado. La línea inferior de la nieve era, por supuesto, horizontal, y los mismos vértices de la gran cadena parecían ser paralelos a esta línea. Sólo a grandes intervalos un grupo de picos o un simple cono mostraban el lugar donde había existido un volcán, o donde existe actualmente. De aquí que la cadena semeje una gran muralla sólida, coronada aquí y allá por una torre, haciendo de fuerte barrera para el país.

Casi todas las partes de la montaña han sido perforadas con el fin de descubrir minas de oro; el furor de la minería apenéis ha dejado en Chile un solo sitio sin explorar. La tarde se me pasó, como anteriormente, charlando en torno del fuego con mis dos compañeros. Los guasos de Chile, que corresponden a los gauchos de las Pampas, son, sin embargo, muy diferentes de éstos.

Chile es el más civilizado de los dos países, y sus habitantes, en consecuencia, han perdido mucho de su individual carácter. Las gradaciones de categoría social se hallan marcadas más vigorosamente; el guaso no se considera, en modo alguno, igual a todos los demás, y no poco me sorprendió el ver que mis compañeros no querían comer al mismo tiempo conmigo. Este sentimiento de desigualdad es una necesaria consecuencia de la existencia de una aristocracia de la riqueza.

Según he oído decir, algunos de los mayores propietarios poseen una renta anual de cinco a 10.000 libras esterlinas; diferencia que, a mi juicio, no se halla en ninguno de los países ganaderos situados al este de los Andes.

El viajero no halla aquí mas que una hospitalidad ilimitada y gratuita; pero si se ofrece el pago se acepta sin escrúpulos, benévolamente. En casi todas las casas de Chile se puede hallar hospedaje, contando con que el huésped dará una pequeña cantidad al día siguiente, y hasta una persona rica aceptaría dos o tres chelines. El gaucho, por encima de su matonería, es un caballero; el guaso le aventaja en algunos respectos, pero es al mismo tiempo un hombre vulgar y ordinario. Ambos tipos, aunque empleados en ocupaciones muy análogas, se diferencian en su porte y costumbres, y las particularidades que los distinguen son universales en sus respectivos países. El gaucho parece parte de su caballo y no hace nada sino montado; el guaso puede ser contratado como obrero para trabajar en los campos. El primero se alimenta exclusivamente de carne; el segundo se alimenta enteramente de vegetales. En Chile no se ven las botas blancas, los anchos pantalones y las chilipas escarlata, que es el traje pintoresco de las Pampas. La gente del pueblo usa aquí pantalones ordinarios, protegidos por polainas de paño verde y negro. El poncho, sin embargo, es común en ambos países. El guaso cifra principalmente su orgullo en sus espuelas, que son absurdamente grandes. Yo medí unas que tenían espoletas de más de un decímetro, con un número de picos que pasaba de 30. Los estribos son proporcionados, y cada uno se compone de un bloque de madera, hueco, de forma cuadrada y que pesa de tres a cuatro libras. El guaso maneja el lazo quizá con mayor destreza que el gaucho; pero, a causa de las peculiares condiciones de su país, desconoce el uso de las bolas.


18 de agosto.—Bajamos de la montaña y pasamos por algunos sitios de escasa extensión, pero hermosísimos, con riachuelos y frondoso arbolado. Después de dormir en la misma hacienda de antes, cabalgamos durante los dos días siguientes por el valle arriba, y pasamos por Quillota, lugar más parecido a un conjunto de jardines para niños que a una ciudad. Los huertos eran bellísimos, presentando una masa de albérchigos floridos. Vi también en uno o dos sitios la palma datilera, que es un árbol magnífico; a no dudarlo, un grupo de ellas, en sus nativos desiertos asiáticos o africanos, debe de ser soberbio.

Pasamos después por San Felipe, bonita ciudad, de caserío desparramado, como Quillota. El valle se ensancha en esta parte, degenerando en una de esas grandes bahías o llanos que llegan al pie de la Cordillera, y que ya he mencionado como formando curiosa parte del paisaje de Chile. Por la tarde alcanzamos las minas de Jajuel, situadas en un barranco de la falda de la gran cadena. Aquí me detuve cinco días. Mi huésped, el superintendente de la mina, era un minero de Cornuailles, mañoso, pero algo ignorante. Se había casado con una española, y no pensaba volver a su patria; pero su admiración por las minas de Cornuailles seguía siendo ilimitada. Entre otras muchas preguntas me hizo la siguiente: <Y ahora que ha muerto Jorge Rex, ¿cuántos quedan todavía de la familia de los Rexes?> Este Rex debe ser sin duda pariente del gran autor Finis, que escribió todos los libros...

Estas minas son de cobre, y el mineral se embarca para Swansea, donde se beneficia. De ahí que en el lugar de esta explotación reine una especial tranquilidad, sobre todo comparándola con lo que pasa en Inglaterra: aquí ni el humo, ni los hornos, ni las grandes máquinas de vapor perturban la soledad de las montañas circunvecinas.

El Gobierno chileno, más bien el antiguo Código español, alienta por todos los medios la busca de minas. El descubridor o denunciante puede emprender la explotación de una mina en cualquier parte, con sólo pagar cinco chelines; y aun antes de satisfacer esa suma se autorizan las calicatas por veinte días, aunque sea en cualquier finca cerrada y cultivada.

Hoy es bien sabido que el procedimiento seguido en Chile para explotar las minas supera en economía a todos los demás. Mi patrón asegura que las dos principales mejoras introducidas por los extranjeros han sido: primero, reducir por previa tostación las piritas de cobre (que siendo el mineral común en Cornuailles, llamó desde luego la atención de los mineros ingleses recién llegados aquí al ver que se lo desechaba por inútil), y segundo, triturar y lavar las escorias de los antiguos hornos, con cuyo proceso se recobra en abundancia partículas de metal. He visto al presente reatas de mulos que llevaban a la costa, para ser transportado a Inglaterra, un cargo de tales cenizas.

Pero el primer caso es el más curioso. Los mineros de Chile estaban tan convencidos de que las piritas de cobre no contenían la menor partícula de dicho metal, que se reían de los ingleses por su ignorancia, los cuales, a su vez, se reían de los chilenos y les compraron sus ricos veneros por unos cuantos dólares. Es muy extraño que en un país donde por espacio de tantos años se ha practicado la minería no se haya descubierto nunca un procedimiento tan sencillo como el de tostar a fuego lento el mineral para desalojar el azufre, antes de llevar aquél a la fundición. También se ha perfeccionado algo la maquinaria, que es muy sencilla; pero aun en el día de hoy hay minas en que el agua se saca de los pozos ¡en odres llevados a cuestas por obreros!

Los mineros hacen una labor muy penosa. Tienen muy poco tiempo para comer, y así en invierno como en verano comienzan a trabajar al amanecer y no lo dejan hasta que es de noche. Se les paga una libra esterlina por mes, y se les da la comida siguiente: Para almorzar, 16 higos y dos panecillos chicos; para comer, alubias cocidas, y para cenar, trigo tostado y machacado.

Apenas catan la carne, pues con las 12 libras anuales tienen que vestirse y alimentar a sus familias. Los obreros que trabajan en la misma mina reciben 25 chelines mensuales, y se les concede un poco de charqui o cecina. Pero estos hombres abandonan sus incómodas viviendas sólo una vez cada quince días o tres semanas.

Durante mi permanencia aquí pude vagar a mi gusto por estas enormes montañas. La geología, como desde luego podía esperarse, era muy interesante. Las agrietadas rocas de origen ígneo, atravesadas por innumerables diques de rocas verdes, dejaban adivinar las grandes convulsiones que debieron ocurrir en épocas remotas. El paisaje se parecía mucho al de los alrededores de la Campana de Quillota; áridas montañas peladas, que en ciertos sitios presentaban algunos arbustos de escaso follaje. Los Cactus, o más bien Opuntias [5], eran aquí muy numerosos. Medí uno de forma esférica que, incluyendo las espinas, tenía seis pies y cuatro pulgadas de circunferencia. La altura de la especie común, cilíndrica, ramificada, es de doce a quince pies, y la circunferencia abarcada por las ramas, con sus espinas, de tres a cuatro pies.

Una gran nevada en las montanas me impidió durante los dos últimos días hacer algunas excursiones interesantes. Intenté llegar a un lago que los habitantes creen ser un brazo de mar, por alguna razón inexplicable. En cierta época de grandes sequías se propuso el proyecto de canalizarle para el riego; pero el «padre», después de ser consultado, declaró que era muy peligroso, pues todo Chile se inundaría si, como se suponía generalmente, el lago estaba en comunicación con el Pacífico. Subimos a una gran altura; pero viendo que nos hundíamos en la nieve, nos fué imposible llegar al admirable lago, y no sin dificultad hubimos de regresar. Creí que se nos hubieran inutilizado los caballos, porque no había medio de calcular la profundidad de los montones de nieve, y cuando se hundían en ellos no podían salir mas que asaltos. Los negros nubarrones que cubrían el cielo indicaban que se preparaba una nueva tormenta; así es que nos dimos por muy afortunados de poder escapar. Precisamente cuando hubimos acabado de bajar empezó a descargar la tempestad, y muy de veras nos alegramos de que no hubiera sobrevenido tres horas antes.


26 de agosto.—Partimos de Jajuel, y cruzamos de nuevo la cuenca de San Felipe. El día era de los peculiares de este país: brillante y con una atmósfera enteramente despejada.

La espesa y uniforme capa de nieve que acababa de caer daba al panorama del volcán del Aconcagua y de la cadena principal un aspecto fantástico y grandioso. Ahora estábamos en el camino de Santiago, capital de Chile. Traspusimos el cerro del Talguen y dormimos en un rancho. El patrón, hablando de la situación de Chile, en comparación con otros países, se expresó en términos muy humildes: «Unos ven con dos ojos y otros con uno; pero por mi parte no creo que Chile vea con ninguno.»


27 de agosto.—Después de cruzar muchas bajas colinas descendimos a la pequeña planicie de Guitrón. En las cuencas como ésta, elevadas sobre el nivel del mar unos 300 a 600 metros solamente, crecen en gran número dos especies de acacias de formas achaparradas y muy separadas unas de otras. Estos árboles no se ven nunca cerca de la costa, lo que constituye otro rasgo característico del paisaje de estas cuencas. Cruzamos una lomera que separa a Guitrón de la gran llanura donde se levanta Santiago. La vista del paisaje aquí era de lo más sorprendente: la campiña se presentaba rala, cubierta en parte por bosques de acacia, y la ciudad, a lo lejos, proyectándose horizontalmente sobre la base de los Andes, cuyos nevados picos brillaban con el sol poniente.

A la primera mirada se descubría con toda evidencia que la llanura representaba la extensión de un antiguo mar interior. No bien hubimos llegado a camino llano, pusimos nuestros caballos a galope, y llegamos a la ciudad antes de anochecer.

Una semana permanecí en Santiago con pleno contento. Por la mañana daba un paseo a caballo, visitando varios lugares de las llanuras, y por la tarde comía con varios mercaderes ingleses, cuya hospitalidad es aquí bien conocida. Un venero inagotable de placer fué la subida al montículo de roca (Santa Lucía) que se levanta en medio de la ciudad. La vista es, sin duda alguna, sorprendente, y, como he dicho, muy peculiar. Me informaron que este mismo carácter es común a las ciudades de la gran plataforma mejicana. De la ciudad nada tengo que decir en detalle; no es tan hermosa y grande como Buenos Aires, pero está construída sobre el mismo patrón. Llegué aquí dando un rodeo por el Norte; de modo que resolví volver a Valparaíso haciendo una excursión más larga al sur del camino directo.


5 de septiembre.—A eso de mediodía llegamos a uno de los puentes colgantes, sostenidos por correas, sobre el Maypú, ancho y revuelto río que corre a pocas leguas del sur de Santiago. Cruzar estos puentes es un mal negocio. El camino o piso, siguiendo la curvatura de las cuerdas suspensoras, está hecho de haces de palos colocados unos junto a otros. Se hallaba horadado en muchos puntos y oscilaba terriblemente, aun con el solo peso de un hombre a caballo. Por la tarde llegamos a una excelente y cómoda casa de campo, donde había varias señoritas lindísimas. Se horrorizaron lo indecible porque yo había entrado en una de sus iglesias sólo por mera curiosidad. En el discurso de la conversación me preguntaron: «¿Por qué no se hace usted cristiano, ya que nuestra religión es la verdadera?» Les aseguré que yo era cristiano, pero no se satisficieron con mi respuesta, y añadieron, apelando a mis palabras: «¿No es cierto que entre ustedes los curas y hasta los obispos se casan?» El absurdo caso de que un obispo tuviera mujer les chocaba de una manera particular: no sabían si reírse u horrorizarse de semejante enormidad.


6 de septiembre.—Continuamos nuestra marcha derechamente al Sur y dormimos en Rancagua. El camino pasaba la nivelada, pero angosta llanura, limitada, de un lado, por suaves colinas, y de otro lado, por la Cordillera. Al día siguiente torcimos, subiendo hacia el valle del río Cachapual, en el que se hallan los baños termales de Cauquenes, de antiguo celebrados por sus virtudes medicinales. Los puentes colgantes, en los sitios menos frecuentados se desmontan generalmente durante el invierno, en que los ríos llevan poca agua. Eso precisamente era lo que ocurría en este valle; de modo que nos vimos obligados a pasar la corriente a caballo. Por cierto que nada tenía de agradable, pues el agua, aunque poco profunda, se precipita, espumosa, con tal rapidez sobre un lecho de cantos rodados, que la cabeza se trastorna, siendo difícil percibir si la cabalgadura se mueve o no. En verano, al fundirse las nieves, los torrentes son absolutamente infranqueables, y de su impetuosa furia daban testimonio las señales que habían dejado. Llegamos a los baños por la tarde, y nos estuvimos en ellos cinco días, pues en los dos últimos nos impidió salir una lluvia persistente y copiosa. No hay otros edificios que unos cuantos cobertizos dispuestas en cuadro, con una mesa y un banco cada uno por todo moblaje. Están situados en un estrecho y profundo valle, pegando con la Cordillera central. Es un sitio solitario y tranquilo, no desprovisto de salvaje belleza.

Las fuentes minerales de Cauquenes brotan en una línea de dislocación que cruza una masa de roca estratificada, cuyo conjunto denota la acción del calor. Una considerable cantidad de gases se está continuamente escapando por los mismos orificios que el agua. Aunque los manantiales sólo están separados por algunos metros, tienen diferentes temperaturas, lo cual parece provenir de mezclarse el agua fría en cantidades desiguales, porque los menos calientes apenas tienen valor mineral. Después del gran terremoto de 1822 las fuentes dejaron de manar por espacio de casi un año. El terremoto de 1835 las afectó mucho, pues su temperatura bajó súbitamente de 47°, 7 a 33°,3 [6]. Parece probable que las aguas minerales procedentes de las entrañas de la tierra sufran mayor alteración con los trastornos subterráneos que las más cercanas a la superficie. El encargado de los baños me aseguró que en verano el agua es más cálida y abundante que en invierno. La primera circunstancia, desde luego la hubiera supuesto, a causa de la menor mezcla de agua fría durante la estación seca; pero la segunda me parece sobremanera extraña y contradictoria. Ese crecimiento periódico durante el verano, en que nunca llueve, sólo puede explicarse, a mi juicio, por la fusión de la nieve en las montañas; pero de éstas, las que en la mencionada estación están nevadas distan tres o cuatro leguas de las fuentes. No tengo motivos para dudar de la veracidad de mi informador, que, por haber vivido en este sitio durante varios años, estará familiarizado con esta circunstancia—que de ser cierta es realmente muy curiosa—, porque supone que el agua de nieve se filtra a través de estratos porosos y desciende a las regiones de elevada temperatura, para volver a subir a la superficie por la línea de las rocas dislocadas e inyectadas de Cauquenes, y la regularidad del fenómeno parecería indicar que en este distrito las rocas calentadas se presentan a no muy gran profundidad.

Un día cabalgué valle arriba hasta el último sitio habitado. Algo más arriba, el Cachapual se divide en dos profundísimos barrancos, que penetran directamente en la gran sierra. Trepé a un pico que probablemente tiene unos 2.000 metros de altura. El terreno aquí, como en los demás puntos, ofrece vivísimo interés. Por uno de esos barrancos fué por donde Pincheira entró en Chile y devastó el país vecino. El lector recordará que es el mismo cacique cuyo ataque a una estancia del río Negro he descrito. Era un renegado, mestizo español, que logró reunir una tropa numerosa de indios y se estableció junto a una corriente de las Pampas, en un sitio que no pudieron descubrir las fuerzas enviadas en su persecución. Desde ese escondrijo solía hacer salidas y cruzar la Cordillera por pasos hasta ahora intransitados, saqueando las alquerías y llevándose el ganado a su secreto lugar de refugio. Pincheira era un consumado jinete y se impuso a todas las indiadas, porque fusilaba sin remisión a todo el que rehusaba seguirle. Contra este hombre y otras tribus vagabundas emprendió Rosas la guerra de exterminio.


13 de septiembre.—Salimos de los baños de Cauquenes, y, volviendo a la ruta principal, llegamos al río Claro, donde pasamos la noche. Desde aquí emprendimos el camino para la ciudad de San Fernando. Antes de llegar, la última cuenca cercana de tierra se ensancha en una gran llanura, que se dilata por el Sur de tal modo, que las cimas nevadas de los Andes más lejanos se veían como si se alzaran sobre el horizonte del mar. San Fernando dista 40 leguas de Santiago, y fué el punto más remoto a que llegué por el Sur, pues aquí torcimos en ángulo recto hacia la costa. Dormimos en las minas de oro de Yaquil, explotadas por Mr. Nixon, un señor americano, a cuyas bondades estoy agradecidísimo durante los cuatro días que estuve en su casa. A la mañana siguiente fuimos a caballo a las minas, que distan algunas leguas, y están emplazadas cerca de la cima de una alta montaña. En el camino dimos un vistazo al lago Taguatagua, famoso por sus islas flotantes, que han sido descritas por míster Gay [7]. Están formadas por una urdimbre de plantas muertas, sobre las que arraigan otras vivas. Presentan de ordinario forma circular, con un espesor de uno a dos metros, sumergido en el agua en su mayor parte. Cuando el viento sopla se trasladan de un sitio a otro del lago, llevando a menudo ganado vacuno y caballar, así como también pasajeros.

Al llegar a la mina quedé sorprendido por la palidez de la mayor parte de los obreros, por lo que pregunté a Mr. Nixon respecto de su condición. La mina tiene una profundidad de 140 metros, y cada operario saca a la superficie unas 200 libras de roca. Con esta carga tiene que subir por los escalones alternados que forman troncos de árboles colocados en zigzag, hasta la boca del pozo. Tan penosa faena la ejecutan hasta jóvenes imberbes de diez y ocho a veinte años con escaso desarrollo muscular, circunstancia esta última que pude comprobar porque los trabajadores no usan más prenda de vestir que los pantalones. Un hombre robusto no acostumbrado a esta labor suda profusamente con solo subir de vacío. Pues bien: a pesar de tan rudo trabajo, no comen mas que alubias cocidas y pan. Preferirían que se les diera pan solo; pero como los amos han visto que con ese alimento no hacen tanta labor, los tratan como caballos y les hacen comer alubias. La paga supera a la de las minas de Jajuel, pues varía entre 24 y 28 chelines mensuales. Dejan la mina sólo una vez cada tres semanas, para pasar dos días con sus familias. Una de las reglas que se observan es dura, pero garantiza a los amos contra las sustracciones. El único medio de robar oro consiste en esconder ciertos pedazos de mineral y llevárselos luego, cuando la ocasión se ofrezca. Pero siempre que el mayordomo encuentra algún trozo oculto intencionalmente, se descuenta su valor total de los jornales de todos los mineros; de modo que, a no estar confabulados, cada uno vigila a los demás.

Luego el mineral se transporta al molino para reducirle a polvo impalpable; el procedimiento del lavado separa hasta las más ligeras partículas, y la amalgamación recoge, por fin, todo el oro. El lavado, al ser descrito, parece un procedimiento primitivo e imperfecto; pero es hermoso ver cómo la exacta adaptación de la corriente de agua al peso específico del oro separa tan fácilmente la roca matriz, pulverizada, del metal. El cieno que se forma en los molinos se recoge en depósitos de agua, donde se posa, y de cuando en cuando se le somete al lavado. Después de esta operación comienzan a efectuarse en los montones del cieno resultante una porción de acciones químicas; obsérvase en la superficie la eflorescencia de diversas sales y la masa se endurece. Después de haber sido abandonado uno o dos años se repiten los lavados en ese cieno de desecho y da oro, y este proceso se repite durante seis o siete veces; pero el oro se hace cada vez más escaso, como es natural, y los intervalos requeridos, como dicen los habitantes, para generar el metal son cada vez más largos. Es indudable que las acciones químicas mencionadas liberan cada vez nuevo oro, como resultado de alguna combinación. Si se descubriera un procedimiento para aislar de éste el oro antes de moler y pulverizar el mineral, el valor de las minas se haría muchas veces mayor de lo que es ahora. Es curioso encontrar cómo las diminutas partículas de oro que estaban dispersas y no corroídas se acumulan al final en alguna cantidad. No hacía mucho tiempo que algunos mineros en paro forzoso obtuvieron permiso para recoger por encima la tierra que hay alrededor de la casa y molino, y de ella sacaron oro por valor de 30 dólares. Es una exacta reproducción de lo que sucede en la Naturaleza. Las montañas se desgastan continuamente, y con ellas las venas metálicas que contienen. Las rocas más duras se reducen a polvo impalpable; los metales ordinarios se oxidan, y ambos desaparecen. Pero el oro, el platino y algunos otros metales son casi indestructibles, y por razón de su peso descienden al fondo y allí quedan. Después de haber pasado montañas enteras por este molino pulverizador de los siglos, y de haber sido lavado el polvo por la mano de la Naturaleza, los residuos resultan metalíferos, y el hombre descubre que vale completar la obra de separación.

Por malo que parezca el trato y género de vida de los mineros, lo aceptan éstos de buena gana porque la condición de los braceros del campo es mucho peor: ganan peor jornal y no comen casi mas que alubias. Esta gran pobreza se debe al sistema semifeudal que rige en la explotación agrícola del suelo: el propietario concede un pequeño lote de tierra al obrero, para que construya en él su casa y lo cultive para sí, y en cambio obtiene sus servicios, o los de sus herederos y representantes, por toda la vida, sin pagar más jornal.

Hasta que un padre tiene un hijo de bastante edad para pagar la renta con su trabajo, no hay quien cultive las parcelas propias mas que en ciertos días. De aquí la extremada pobreza que reina entre los jornaleros campesinos de este país.

Hay algunas viejas ruinas indias en estos alrededores; en ellas se mostraron algunas de las piedras perforadas que, según Molina, se encuentran en varios sitios en número considerable. Son de forma circular aplanada, con un diámetro de 10 a 15 centímetros y un taladro que pasa por el centro. Se ha supuesto generalmente que se usaron como cabezas de clavas, aunque su forma no parece adaptarse a tal propósito. Burchell [8] afirma que algunas de las tribus del sur de Africa sacan raíces con ayuda de un palo aguzado por un extremo, cuya fuerza y peso se aumentan mediante una piedra redonda agujereada que entra en el otro extremo. Parece probable que los indios de Chile usaran antiguamente un instrumento agrícola de índole rudimentaria. Cierto día un coleccionista alemán de Historia Natural, llamado Renous, visitó poco después que yo a un abogado español. Mucho me divirtió oir contar la conversación que tuvieron. Renous hablaba un español tan perfecto, que el abogado le tomó por un señor del país. El alemán, aludiéndome, le preguntó qué opinaba sobre el hecho de ir yo enviado por el rey de Inglaterra a recoger lagartos y coleópteros y a romper piedras en Chile. El anciano señor se quedó pensativo un rato, y al fin contestó: «Me da mala espina; --hay gato encerrado aquí [9]. No hay nadie tan rico que envíe a recoger tales porquerías. No me gusta nada. Si uno de nosotros fuera a Inglaterra con tales pretextos, ¿no cree usted que el rey nos haría salir muy pronto de su país?» ¡Y este anciano señor, por su profesión, pertenecía a una de las clases más instruídas e inteligentes! El mismo Renous, dos o tres años antes, dejó en una casa de San Fernando algunas orugas a cargo de una muchacha, para que les diera de comer hasta que se convirtieran en mariposas. La noticia del hecho circuló por la ciudad, y al fin los «Padres» y el gobernador tuvieron una junta para discutir el caso, y convinieron en que debía ser algo herético. Consiguientemente, cuando Renous volvió, fué arrestado.


19 de septiembre.—Dejamos Yaquil y seguimos el valle plano, formado como el de Quillota, por el que corre el río Tinderidica. A tan pocas millas de Santiago, el clima es mucho más húmedo; de modo que había hermosos pastizales no regados.


20 del mismo mes.—Continuamos marchando por el valle hasta que se ensanchó en una gran llanura, tendida entre el mar y los montes al oeste de Rancagua. Pronto dejamos de ver árboles, y aun arbustos, lo cual hace escasear tanto aquí el combustible como en las Pampas. No habiendo oído hablar nunca de estas llanuras, mi sorpresa fué grande al encontrar en Chile un paisaje de tal naturaleza. Los llanos pertenecen a más de una serie de diferentes elevaciones, y están cruzados por anchos valles de fondo plano; ambas circunstancias, de igual suerte que en Patagonia, denuncian la acción del mar en la lenta elevación de la tierra. En los cantiles en escalón que bordean estos valles hay algunas cuevas enormes, que sin duda fueron formadas primitivamente por las olas; una de éstas es celebrada con el nombre de Cueva del Obispo, por haberse consagrado allí uno antiguamente. Durante el día me sentí muy mal, y desde esa época hasta fines de octubre no me repuse.


22 de septiembre.—Continuamos pasando por verdes llanuras sin un árbol. Al día siguiente llegamos a una casa cerca de Navidad, en el litoral, donde un rico haciendero nos dió hospedaje. Aquí me detuve los dos días siguientes, y, aunque bastante mal, me esforcé por recoger de la formación terciaria algunas conchas marinas.


24 de septiembre.—Nuestra ruta se dirigió ahora directamente hacia Valparaíso, que con grandes dificultades alcancé el día 27, para meterme en cama y permanecer en ella hasta fines de octubre. Durante este tiempo estuve tratado como miembro de la familia en casa de Mr. Corfield, a cuyas bondades no sé cómo expresar mi agradecimiento.


Añadiré en este lugar unas cuantas observaciones sobre algunos cuadrúpedos y aves de Chile. El puma, o león sudamericano, habita en diversos puntos. Este animal se halla extendido en una amplia área geográfica, pues se le ve en los bosques ecuatoriales, en toda la extensión de los desiertos de Patagonia, y por el Sur, hasta las húmedas y frías latitudes (53 a 54°) de Tierra del Fuego. He visto sus huellas en la cordillera de Chile Central, a una altura que no bajaba de 3.000 metros. En La Plata, el puma caza principalmente ciervos, avestruces, vizcachas y otros pequeños cuadrúpedos; rara vez ataca al ganado vacuno o caballar, y menos frecuentemente aún al hombre. Pero en Chile causa estragos en los potros y terneros, a falta, sin duda, de otras presas; asimismo nos dijeron que en varias ocasiones dos hombres y una mujer habían perecido entre las garras de la fiera. Se asegura que el puma mata siempre a sus víctimas saltando sobre ellas y tirando hacia atrás de la cabeza con una de sus garras, hasta descoyuntar las vértebras; vi en Patagonia esqueletos de guanacos con sus cuellos dislocados.

El puma, después de saciarse, oculta el resto del cadáver entre espesos arbustos y se echa junto a él vigilando. Este hábito hace a menudo que se le descubra, porque los cóndores, girando en el aire, descienden de cuando en cuando a participar del festín, y al ser ahuyentados levantan todos juntos el vuelo. Por aquí conoce el guaso chileno que hay un puma guardando su presa; la noticia se propala inmediatamente, y hombres y perros se apresuran a darle caza. Sir F. Head dice que un gaucho en las Pampas, apenas vió algunos cóndores girando en el aire, exclamó: «¡Un león!» Por mi parte confieso no haber tropezado con nadie que pretendiera poseer esa habilidad. Se asegura que el puma, una vez descubierto y perseguido por estar guardando los restos de su víctima, no vuelve nunca a esa costumbre, sino que, harto, se aleja de aquel lugar. La caza del puma es fácil. En campo abierto se le enredan las patas con las bolas; luego se le echa el lazo, y se le arrastra por el terreno hasta dejarle exánime. En Tandil (al sur del Plata) me dijeron que en tres meses habían matado 100 del modo indicado. En Chile, generalmente acosan a la fiera, obligándola a refugiarse entre arbustos o árboles, o la matan a tiros, o azuzan contra ella a los perros, que la destrozan a mordiscos. Los perros usados en esta caza pertenecen a una raza especial, y los llaman leoneros; son enjutos y delgados, con las patas largas, como lebreles, pero nacen con un instinto especial para este deporte. Cuentan que el puma posee extraordinaria astucia, y que al verse perseguido vuelve sobre su primer rastro y de pronto salta a un lado para ocultarse, aguardando a que pasen los perros. Es un animal muy silencioso, y no profiere rugido alguno aunque esté herido, haciéndolo sólo en la época del celo.

En cuanto a las aves, las más notables son tal vez dos especies del género Pteroptochos (megapodius y albicollis de Kittlitz). El primero, llamado por los chilenos el «turco», tiene el tamaño de un zorzal, pareciéndosele bastante; pero sus patas son más largas, la cola más corta y el pico más fuerte; el color tira a pardo rojizo. El turco no es raro en las campiñas. Vive en tierra, oculto en los matojos de vegetación diseminados en las áridas y estériles montañas. Con su cola erecta y patas como zancos, vésele de cuando en cuando saltar de un arbusto a otro, con desusada rapidez. Realmente cuesta poco trabajo imaginarse que el ave se avergüenza de sí propia, conociendo que su figura es en extremo ridícula. Al verle por primera vez uno se siente tentado de exclamar: «¡Algún ejemplar horriblemente disecado ha revivido y escapado de las vitrinas de un museo para buscar refugio en estos sitios!» No puede echar a volar sin grandes esfuerzos, y tampoco corre, sino salta. Los variados gritos que deja oir cuando está escondido entre los arbustos son tan extraños como su figura. Se dice que construye su nido en un profundo agujero bajo el suelo. Disequé varios ejemplares, y en las mollejas, que son muy musculosas, encontré coleópteros, fibras vegetales y pedrezuelas. En atención a este carácter, a la longitud de sus patas, dedos provistos de uñas apropiadas para escarbar, membranas nasales y alas cortas y arqueadas, este ave parece relacionar hasta cierto punto los zorzales con el orden de las gallináceas.

La segunda especie (o P. albicollis) es afín a la primera en su forma general. En el país le llaman «tapaculo», nombre fundado en la costumbre que tiene de llevar la cola, no ya derecha, sino doblada sobre el dorso, hacía la cabeza, dejando al descubierto la parte posterior. Abunda mucho y frecuenta las partes bajas de los setos y arbustos dispersos en las colinas y montañas yermas, donde apenas otra ave alguna puede existir. Por la clase de alimentación que prefiere, modo de salir bruscamente de los matorrales para volver a ellos al punto, afición a ocultarse, repugnancia al vuelo y arte de construir el nido, se parece mucho al turco, pero su forma no es tan ridícula. El tapaculo goza fama de astuto; cuando alguien le asusta, permanece quieto en el fondo de un arbusto, y al poco tiempo se escabulle, sin hacer ruido, por el lado opuesto. De ordinario se mueve sin cesar de un sitio a otro, cantando de una manera variada y extraña; unas veces imita el arrullo de las palomas; otras, el gorgoteo del agua, y otras produce unos sonidos imposibles de describir. La gente del país dice que muda de canto cinco veces al año, según el cambio del tiempo, a lo que creo [10].

Dos especies de picaflores o colibríes son comunes en el país: el Trochilus forficatus habita en un espacio de más de 2.500 millas, por toda la costa occidental, desde la seca y calurosa región de Lima hasta las selvas de Tierra del Fuego, donde puede vérsele revolotear entre los copos de nieve. En la frondosa isla de Chiloe, que tiene un clima extremadamente húmedo, estas avecillas se mueven de aquí para allá entre el colgante follaje, en mayor número quizá que otras de diferente especie. Abrí los estómagos de varios ejemplares, cazados con la escopeta en diversas partes del continente, y en todos hallé restos tan numerosos de insectos como en el estómago de una trepadora. Cuando dicha especie emigra en verano hacia el Sur, es reemplazada por la llegada de otra que viene del Norte. Esta segunda especie (Trochilus gigas) es un ave grande, si se atiende a la delicada familia a que pertenece, y presenta un aspecto singular en su vuelo. Como otras del género, se trasladan de una parte a otra con una rapidez comparable a la del Syrphus, entre las moscas, o a la del Sphinx, entre las mariposas; pero al cernerse sobre una flor bate las alas con un movimiento lentísimo y fuerte, totalmente distinto del vibratorio, que es común a la mayoría de las especies, y produce el zumbido característico de los demás colibríes. No he visto otra ave en que la fuerza de las alas pareciera (como en las mariposas) tan potente con relación al peso de su cuerpo. Al mantenerse en el aire junto a las flores abre y cierra constantemente la cola, a modo de abanico, y entretanto el cuerpo se sostiene en posición casi vertical, cabeza abajo. Esta acción parece dar estabilidad y sostén al pájaro entre dos vibraciones sucesivas de sus alas. Aunque se los vea siempre volar de una flor a otra en busca de comida, su estómago contiene de ordinario restos abundantes de insectos, que son los que, a mi juicio, busca, mejor que el néctar. La nota que emite esta especie, como la de casi todos los individuos de la familia, es extremadamente aguda.


  1. El Aconcagua, 6.953 metros, es el gigante de los Andes. El Chimborazo sólo tiene 6.254 metros.—Nota de la edic. española.
  2. El carácter que al clima y a la vegetación—su más fiel reflejo—Darwin atribuye, indica está aquí en lugar de clima y flora muy semejante a la mediterránea. Se verá más tarde cómo, al extremarse acaba por originar desiertos como los de Atacama.—Nota de la edic. española.
  3. El estudio acabado y científico de las terrazas marinas o playas levantadas de las costas de Chile—por lo que toca a su fauna e hipsometría—está todavía cor hacer.—Nota de la edic. española.
  4. Aun cuando Darwin no precise y sean varias las palmeras que pueden dar azúcar y líquidos fermentescibles, acaso es esta palmera la especie Jubæa spectabilis, que en Chile llaman coquito.—Nota de la edic. española.
  5. Véase nota de la página 182 del tomo I.
  6. Caleceleugh, en Philosoph. Transact, 1836.
  7. Annales des Sciences Naturelles, marzo 1833. Mr. Gay, laborioso y entendido naturalista, se ocupaba a la sazón en estudiar todas las ramas de la Historia Natural en la extensión entera de Chile.
  8. Viajes de Burchell, vol. II, pág. 45.
  9. En español en el original.
  10. Es notable que Molina, no obstante describir minuciosamente todas las aves y animales de Chile, ni una sola vez mencione este género, cuyas especies son tan comunes y sorprendentes por sus hábitos. ¿Andaría perplejo en su clasificación y creería, por tanto, que el silencio era lo más prudente? He aquí un ejemplo de la frecuencia de las omisiones por autores en los asuntos que menos podría esperarse.