Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XXXIV

XXXIV

—A ti te toca—dijo el caudillo, volviéndose hacia el último de los prisioneros, el hacendado a quien acusaban los blancos de tener la sangre no muy limpia, y que me había provocado a desafío por decirle tal injuria.

Un clamor general entre los rebeldes ahogó la respuesta del hacendado:

—¡Muera, muera! Mort! Death! Touyé! Touyé!—gritaban todos, cada cual a su manera, rechinando los dientes y amenazando con el puño cerrado al infeliz cautivo.

—Mi general—dijo un mulato que se expresaba con mayor facilidad que el resto—, es un blanco, y es preciso que muera.

El pobre hacendado, a fuerza de gestos y de gritos, logró hacer que le oyeran algunas palabras:

—No hay tal cosa; no hay tal cosa, señor general; no, hermanos míos, ¡yo no soy blanco! Eso es una abominable calumnia. Soy mulato, de sangre mixta, como vosotros; hijo de una negra, cual vuestras madres y vuestras hermanas.

—¡Miente, miente!—decían los negros enfurecidos—. Es un blanco, y siempre ha aborrecido a los negros y a los pardos.

—¡Jamás!—respondió el prisionero—. Los blancos son a quienes detesto, porque soy uno de vuestros hermanos y siempre he dicho, como vosotros: Negré ce blan, blan ce negré[1].

—¡Nada de eso, nada de eso!—clamaba la muchedumbre—. Touyé blan!, touyé blan![2].

El infeliz respondía, lamentándose de un modo lastimero:

—¡Soy mulato! ¡Soy de los vuestros!

—¿La prueba?—dijo con frialdad Biassou.

—La prueba—respondió el otro, desatentado—, es que siempre me despreciaron los blancos.

—Eso puede muy bien ser verdad—replicó Biassou—, porque eres un insolente.

Un mulato joven dijo con empeño, encarándose con el hacendado:

—Tienes razón, los blancos te despreciaban; pero tú, en cambio, afectabas despreciar a la gente de color, entre quienes te contaban aquéllos, y hasta me han dicho que en cierta ocasión desafiaste a un blanco porque te echó en cara pertenecer a nuestra casta.

Un murmullo universal se alzó de entre el indignado concurso, y los gritos de muerte sofocaron con redoblada violencia las disculpas del acusado, quien, echándome con disimulo una mirada de súplica, repetía lloroso:

—¡Eso es una calumnia! Yo no tengo más dicha ni más orgullo que el pertenecer a los negros. Yo soy mulato.

—Si fueses mulato de veras—observó Rigaud con aparente sosiego—, no te valdrías de semejante palabra[3].

—¡Ay de mí! ¿Acaso sé siquiera lo que me digo? —repuso el miserable—. Señor general en jefe, la prueba de que soy de sangre mestiza está en esta raya negra alrededor de las uñas[4].

Biassou rechazó la mano que alargaba con súplica.

—Yo no poseo la ciencia del señor capellán, que adivina por las manos quién o qué sea cualquier persona. Escúchame, pues: los soldados te acusan, los unos de ser blanco, los otros de ser hermano traidor, y, si tal fuere, en ambos casos deberás morir. Tú afirmas que perteneces a nuestra casta y que jamás renegaste de ella. Un medio sólo te queda de probar tus asertos y de salvarte.

—¿Cuál, mi general? ¿Cuál es?—preguntó el hacendado con suma ansia—. Estoy pronto.

—Hele aquí—contestó Biassou con frialdad—. Agarra este cuchillo y da por tu propia mano de puñaladas a esos dos prisioneros blancos.

Así hablando, señaló hacia nosotros con la mano y con la vista; el hacendado se echó atrás ante la daga que Biassou, con sonrisa infernal, le ofrecía.

—¿Cómo es eso?—dijo el generalísimo—. ¿Conque titubeas? Pues era el único medio de probarnos, al ejército y a mí, que no eres blanco, sino de los nuestros. Vamos: resuélvete pronto, que me haces perder el tiempo.

Tenía el preso los ojos desencajados; dió un paso hacia el puñal, y luego se detuvo, dejando caer los brazos y volviendo hacia atrás la cabeza, mientras un estremecimiento involuntario le hacía temblar en todo su cuerpo.

—¡Vamos!—prorrumpió Biassou en tono de impaciencia y cólera—, ¡que estoy de prisa! Escoge: o matarlos tú mismo o que te maten con ellos.

El infeliz permanecía inmóvil, como petrificado.

—Está muy bien—repuso Biassou volviéndose hacia los negros—; pues que no quiere hacer de verdugo, hará el papel de víctima, porque ya conozco que es un blanco. Sacadle vosotros de aquí...

Los negros se adelantaron para echarle mano, y este movimiento decidió de su suerte entre matar o morir. El exceso de cobardía tiene también su especie de valor. Se abalanzó al puñal que le alargaba Biassou, y en seguida, sin tomarse tiempo de reflexionar en lo que iba a hacer, el miserable le saltó encima, cual un tigre, al ciudadano C..., que se hallaba recostado junto a mí.

Comenzó luego una horrenda lucha. El negrófilo, sumido en tétrica y estúpida desesperación por el desenlace que tuvo el interrogatorio con el cual le había Biassou atormentado, contempló toda la escena posterior con la vista fija, y tan embebido en el terror del suplicio ya cercano, que aparentaba no haberla comprendido; mas al ver lanzarse sobre sí al hacendado y relampaguear el acero por encima de sus sienes, lo inminente del peligro le arrancó con sobresalto de su letargo. Púsose entonces en pie, y, deteniéndole el brazo a su asesino, dijo en tono lastimero:

—¡Misericordia! ¡Misericordia! ¿Qué pretende usted conmigo? ¿Qué le he hecho para ofenderle?

—Llegó la hora de la muerte, caballero—replicó el mestizo, procurando soltarse el brazo y clavando sobre su víctima la vista desatentada—. No me estorbe usted, que no le haré daño.

—¡Morir a manos de usted!—clamaba el economista—. ¿Y por qué? ¡Perdóneme usted! ¿Me guarda usted rencor porque dije en algún tiempo que no era de sangre limpia? Pues déjeme usted la vida, y le prometo reconocerle por blanco. Sí, usted es blanco, y lo diré por dondequiera... ¡pero misericordia!

El negrófilo había elegido con poco tino sus medios de defensa.

—¡Cállate, cállate!—gritó su rival, enfurecido y temeroso de que oyesen los negros semejante declaración.

Mas el otro clamaba con toda su fuerza que le conocía por blanco y de excelente estirpe. El mulato hizo un postrer esfuerzo para acallarle, y apartando con violencia entrambas manos, que le detenían, metió el puñal por entre las vestiduras del ciudadano C... Sintió el desdichado la punta del acero, y mordió rabioso el brazo que lo clavaba.

—¡Monstruo! ¡Malvado! Que me asesinas...—dijo.

Y volviéndose hacia Biassou, añadió:

—¡Defendedme, vengador de la humanidad!...

Pero el matador apretó ya frenético la hoja de la daga, y un grueso chorro de sangre, que brotó entre sus dedos, vino hasta salpicarle el rostro. Dobláronse entonces de súbito las rodillas del negrófilo, flaqueáronle los brazos, empañáronse sus ojos, lanzaron sus labios un débil gemido y cayó el cuerpo a tierra, convertido ya en exánime cadáver.


  1. Proverbio familiar entre los negros rebeldes, que se traduce literalmente así: Los negros son los blancos, los blancos son los negros. Diciendo: los negros son los dueños y los blancos son los esclavos, se explicaría mejor el sentido.—N. del A.
  2. ¡Matad al blanco! ¡Matad al blanco!—N. del A.
  3. Hay que recordar que los pardos rechazan con ira este nombre, inventado, según ellos, por el desdén de los blancos.—N. del A.
  4. Suelen muchos mestizos tener, en efecto, este signo en el nacimiento de las uñas, el que se desvanece con los años, pero renace en sus hijos.—N. del A.