Al pasar del arroyo/Acto III

Al pasar del arroyo
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto III

Acto III

(Sale Don LUÍS, con GUZMÁN, criado.)
LUÍS.

  Bellísima está Jacinta
en el cortesano traje.

GUZMÁN.

¿Pues no lo pierde en lenguaje?

LUÍS.

En una cifra sucinta
parece que el cielo pinta
todas las luces en ella.
Si cortesana, tan bella;
tan bella, si labradora,
que de una suerte enamora
y estoy muriendo por ella.

GUZMÁN.

  Con razón la quieres bien,
aunque estando ya en tu casa,
no sé cómo sufre y pasa
tu amor su injusto desdén.

LUÍS.

Téngala yo donde estén
mis cuidados obligando
su desdén, sirviendo, amando,
que amando y sirviendo creo
que vencerá mi deseo.

GUZMÁN.

¿Cuándo?

LUÍS.

El amor sabe cuándo.

GUZMÁN.

  No la he visto hablar en ti
con el gusto que quien ama.

LUÍS.

No pienso que me desama,
sino se muere por mí.

GUZMÁN.

Mi señora viene aquí.

(Sale LISARDA.)
LISARDA.

A pediros un favor
vengo con algún temor.

LUÍS.

¿Pues qué se os puede ofrecer?
¿Dónde vos podéis temer
en agravio de mi amor?

LISARDA.

  Mendo, hermano, un viejo honrado
padre de aquel atrevido
que en Barajas…

LUÍS.

Ya he sabido,
Lisarda, que os han rogado;
ya le tengo perdonado.
¿Qué queréis?

LISARDA.

Que deis licencia
que venga a vuestra presencia.

LUÍS.

¿Está en Madrid?

LISARDA.

Aqui está.

LUÍS.

Pues entre, que ya tendrá
pesar, como yo paciencia.

(Sale BENITO.)
BENITO.

  Para pedir perdón…

LUÍS.

Alzaos del suelo.

BENITO.

Vengo, señor, tan triste y vergonzoso,
que al valor vuestro, del castigo apelo.

LUÍS.

Vos sois, Benito, un mozo valeroso.

BENITO.

De ofenderos me dio tal desconsuelo,
al punto que dejé de ser celoso,
que a mi padre pedí que negociase,
que humildemente a vuestros pies me echase.
  Habló con mi señora, que, advertida
de mi arrepentimiento, os ha forzado.

LUÍS.

No me desagradaron en mi vida
los hombres del valor que habéis mostrado.
Valiente mozo sois.

BENITO.

No se me olvida
algo de lo que tuve ejercitado.

LUÍS.

No me pesara de tener conmigo
un hombre como vos.

BENITO.

Agora digo
  que castigáis con eso mi locura.
Pensé que era Jacinta labradora,
y como al labrador es cosa dura
si el hidalgo sus cosas enamora,
hice tan desigual descompostura;
mas cuando conocí que era señora,
caí de su valor a mi bajeza,
que no hay distancia de mayor grandeza.

LUÍS.

  Allí os cobré afición, y si mi casa
os puede ser en algo de provecho,
quedaos en ella.

BENITO.

Tanta merced pasa
del corto espacio de mi humilde pecho.

LISARDA.

Ya os quiero concertar.

BENITO.

Mi amor sin tasa,
merece la merced que me habéis hecho.

LISARDA.

Benito ha de serviros de hortelano,
que os importa el jardín este verano.

LUÍS.

  Si él quiere, desde aquí le doy partido.

BENITO.

¿Jardín tenéis?

LUÍS.

Entrad y le veremos;
aunque por mi descuido esa perdido.

BENITO.

Presto veréis queé alegre le ponemos.

ISABEL.

Valor de tu piedad, señora, ha sido
pacificar aquestos dos estremos.

LISARDA.

Es, Isabel, el labrador honrado.

ISABEL.

Y en talle y brío, para ser mirado.
(Sale JACINTA ya vestida de dama, muy bizarra.)

JACINTA.

  Dijéronme que querías
hablarme a solas un rato.

LISARDA.

Ya sabes tú lo que trato,
Jacinta, por tantos días.
  Mi hermano te quiere bien,
y esto de Italia le enfada;
no estarás mal empleada
en su persona también.
  Que me respondas querría,
si ha de tener esperanza.

JACINTA.

El tener desconfianza,
ya sobra de cortesía;
  y porque sepas de mí
lo que mi desdén causó,
escucha, y sabrás que yo
no tengo la culpa.

LISARDA.

Di.

JACINTA.

  Salí de Barajas
un lunes tirano,
por la vecindad
del martes aciago,
de ver codiciosa
la entrada y los arcos
que a la Princesa
de España trazaron
de Madrid deseos,
de su amor cuidados,
cifra del que tienen
todos sus vasallos.
Teresa, mi amiga,
me iba acompañando,
no en coches ilustres
ni en villanos carros,
porque dos pollinos
eran entoldados
de alfombras, literas
en que caminamos.
Sombreros con plumas,
sayuelos bizarros,
sartas y corales,
cintas y rosarios,
basquiñas de seda,
ricos pasamanos,
manteos con oro,
todo fue prestado.

JACINTA.

Casi legua y media
del amor tratamos,
ri(y)endo yo entonces
lo que estoy llorando;
que todas sus flechas
no le aprovecharon
para que rompiese
mi pecho de mármol.
Labradores mozos
a perder llegaron,
por mi amor, el seso,
pero todo en vano.
Noches de San Juan
me colgaban ramos
de juncia y verbenas,
trébol y mastranzos.
No era amanecido,
cuando todo el mayo
en el horno ardía
de su amor burlando.
Si lloraba alguna
por su amor ingrato,
no era más mi amiga,
riendo su engaño.
Al pasar del arroyo…
No sé cómo basto
a nombrar, Lisarda,
quien causó mis daños...

JACINTA.

Linde de una viña,
estaba un hidalgo,
caballero digo,
caballero honrado.
Dióle para el pecho
su espada Santiago,
y para los ojos
el alma sus rayos.
Su coche aguardaban
él y su criado,
vuelto en unas piedras,
que es terrible el paso.
El arroyo arriba,
por lo mas cercado
de viñas y huertas
y de álamos altos,
venía un torillo,
bravo y enojado,
si con los valientes
con mujeres, bravos.
Cerró con nosotras;
mas nuestros caballos
fueron como pollos
en viendo el milano.
Caí sobre el agua,
cubriome un desmayo,
bajó el caballero,
y, metiendo mano,
cortóle las piernas
y sacome en brazos;
púsome en su coche
con muchos regalos.

JACINTA.

Desperté en Madrid;
en su casa entramos,
sacáronme en ella
sus hermanos, dando
aliento a mi vida
y a mi mal reparo.
En aquellos días,
me obligó don Carlos,
que este nombre tiene
el que adoro y amo.
Por mí fue a Barajas,
por mí fue hortelano,
por mí se olvidó
de antiguos cuidados,
que sólo me adora
me jura llorando.
Si no se lo creo,
que me passe un rayo,
y más como agora
en sangre le igualo,
con que es imposible
dejar de casarnos.
Esto que te fío
no sepa tu hermano,
que ese mismo día
me iré con don Carlos.

LISARDA.

  ¿Puede haber otra mayor
desventura que la mía?
¡Ay!, que no en balde temía
esta jornada mi amor.
  Desde que a don Carlos vi,
mis males adiviné,
y aquello que después fué
entonces pasó por mí.
  Para adivinar mejor,
el alma de amor se vale,
que no hay sibila que iguale
a un alma llena de amor.
  ¿Qué haré? ¿qué medio hallaré
donde no ha de hallarse medio?
Mas si el morir es remedio,
remedio en morir tendré.

JACINTA.

  Bien pienso que habéis sentido
el haberme declarado.

LISARDA.

Notable pena me has dado.

JACINTA.

Lo menos habéis oído:
  porque me dijo Teresa
que estando yo desmayada…

LISARDA.

Basta, no me digáis nada,
que aun de lo dicho me pesa.

(Salen Don CARLOS, Don LUÍS, MAYO y GUZMÁN.)

CARLOS.

  Si antes supiera yo que vuestra casa,
señor don Luís, tal huéspeda tenía,
antes para servirla me ofreciera.

LISARDA.

Este es el fuego que mi pecho abrasa.

CARLOS.

Esta es la nieve que mi pecho enfría.

JACINTA.

Este es el sol de mi dichosa esfera.

LUÍS.

Avisaros quisiera;
y soy tan encogido
que, hasta que os vi, no pude.

CARLOS.

(Estoy corrido.)
Vuesa merced me tenga por su esclavo.

LISARDA.

Aquí la vida y la paciencia acabo.

JACINTA.

  Yo soy, señor, muy vuestra servidora.

LISARDA.

¡Cómo el no conocerle disimula!

CARLOS.

Mayor me pareciste que la fama.

JACINTA.

Es porque estoy en esta casa agora.

LUÍS.

No pienso que don Carlos os adula.

LISARDA.

¡Qué mal!, ¡ay, celos, encubrís la llama!

CARLOS.

Es muy gallarda dama,
mi señora Lisarda,
la señora Jacinta.

LISARDA.

Es muy gallarda,
y más, cuando, al pasar del arroyuelo,
vino el torillo y derribola al suelo.

CARLOS.

  ¿Pues, cómo? ¿ha sucedido alguna cosa?

LISARDA.

Sábenlo hasta las mulas de algún coche,
¿y hacéisos vos de nuevas?

CARLOS.

No lo entiendo.

LISARDA.

¿Y cuando desmayada aquella rosa
os prestaba su nieve, y esa noche
al rayo de ese sol iba volviendo,
y estándole diciendo
amores al oído,
cobró con las palabras el sentido?
¿Era barro también?

CARLOS.

Cuento bizarro.

LISARDA.

Mas al pasar arroyos, siempre hay barro.
  ¿Pensaba verla agora confiado?
¿Hallóse la invención? Pues engañóse,
que agora me la llevo a mi aposento.

CARLOS.

Lisarda mía, ¿quién os ha engañado?

LISARDA.

¡Ah, perro! ¿Yo soy tuya?

CARLOS.

Derribóse
de mi edificio el fuerte fundamento.

LISARDA.

No le dará contento
esta vez la señora.
Mire cómo la habla quien la adora,
y ella le quiere bien; ¿entiende, entiende?

CARLOS.

Ya lo entiendo, ya sé que la pretende…

LISARDA.

  Vamos, Jacinta.

LUÍS.

¿Tú este bien me quitas?

LISARDA.

Impórtame que vengas.

JACINTA.

Vamos luego,
Adiós, señor don Carlos.

LISARDA.

Aparte a Jacinta
¿Es aqueste?

JACINTA.

El mismo.

LISARDA.

¡Buena lanza solicitas!

JACINTA.

¿Conócesle?

LISARDA.

¿Pues no? Tu amor es ciego.
( Paciencia, celos, el amor os preste.)
¿Que don Carlos es éste?

JACINTA.

¿Tal hombre no te agrada?

LISARDA.

El talle, sí, con esa roja espada;
mas serás desdichada, si le quieres,
que me dicen que burla mil mujeres.
(Vanse)

MAYO.

  ¿Qué tenemos, Isabel?

ISABEL.

Vaya el picaño lacayo.

MAYO.

Pues di, ¿no era yo tu Mayo
y tú mi fresco vergel?

ISABEL.

  Allá con la barajeña,
que en el estribo llevó,
hable el pícaro; que yo
soy cortés y madrileña.

MAYO.

  ¿Ballenata no dirá?

ISABEL.

Con mucha honra, belitre.

MAYO.

Mala pipa de salitre
te vuele.

ISABEL.

Soy nieve ya.
(Vanse.)

LUÍS.

  ¿Qué os pareció de Jacinta?

CARLOS.

Que es prenda digna de vos.

LUÍS.

Adoro en ella, por Dios.

CARLOS.

Es tan ajena y distinta
  del traje de labradora,
en que me dicen que estaba
cuando no se imaginaba
tan bien nacida y señora,
  que a los que nunca la vimos,
parece que siempre fue
esto que agora se ve.

LUÍS.

Por ella a Barajas fuimos
  Lisarda y yo, y ese día
la vi con tantas ventajas,
que presumí que en Barajas
las selvas de Arcadia vía,
  y en Jacinta, labradora,
la diosa que en blanco velo
es luna hermosa en el cielo
y en la tierra, cazadora.
  Y pues ya con vos profeso,
don Carlos, tanta amistad,
y no ignoráis la verdad
de este notable suceso,
  sabed que quiero casarme
y al Conde Fabio escribir
que se digne de venir,
si fuere su gusto, a honrarme;
  pues me dijo que tenía
pretensiones en la Corte.

CARLOS.

Siempre lleva errado el norte
quien tiene al amor por guía.
  Conozco la calidad
de Jacinta; mas ¿qué hacienda,
para hacerla vuestra prenda,
tenéis con seguridad?
  ¿Ha de heredar el estado
de su padre, por ventura?

LUÍS.

La hacienda de su hermosura
me tiene mas obligado.
  Pero, como natural,
Jacinta, y que fue su madre
más principal que su padre,
aunque él es muy principal
  (porque, en efecto, murió
en posesión de doncella,
y aun me dicen que con ella
Fabio, al morir, se casó,
  muerta la condesa ya,
con quien se caso después)
forzosa heredera es.

CARLOS.

Mayor el peligro está.
  Que si os casáis sin su gusto,
por ventura, de enojado,
tomará de nuevo estado.

LUÍS.

Es ya viejo y no es robusto.
  Demás que me quiere bien
y yo le pienso escribir.

CARLOS.

Esto no es más de advertir.

LUÍS.

Y hacerme merced también.

(Sale BENITO.)

BENITO.

  Tres o cuatro caballeros
te aguardan en el jardín.

LUÍS.

No os vais, porque tengo, en fin,
con qué puedo entreteneros,
  y gusto de hablar con vos.
(Vase.)

CARLOS.

Yo me estaré por aquí.

BENITO.

¿Ya no os acordáis de mí?

CARLOS.

Nunca me olvido, por Dios,
  porque sé la obligación
en que pone a un hombre honrado
quien le ayuda en el cuidado
de un peligro en ocasión.

BENITO.

  Para ser hombre de bien
y merecer este nombre,
cinco cosas en un hombre
han de concurrir también:
  Primero, tratar verdad
y vestir honestamente;
sustentar su casa y gente
en honra y autoridad.
  En los públicos lugares
estar garve, cuerdo, honesto;
nunca en hombre descompuesto
si es hombre o bestia repares;
  porque la descompostura
en el público lugar,
a pícaros se ha de dar,
que no a quien honra procura.
  La quinta, Carlos, también
es el ser agradecido,
que si es ingrato, ha perdido
el nombre de hombre de bien.
  Pienso que no lo será
vuestra nobleza conmigo.

CARLOS.

Yo seré tan vuestro amigo,
como el efeto dirá;
  que quien su casa me dio
cuando fugitivo fuí,
tendrá en la mía y en mí
lo que entonces mereció.
  Y que hayáis aquí venido
y no a mi casa, me pesa.

BENITO.

Esa mi amorosa empresa,
don Carlos, me trae perdido.

CARLOS.

  ¿Pues queréis bien todavía
a tan principal señora?

BENITO.

El alma no es labradora,
y amar lo que amé porfía.
  Que si de un barro a un cristal
pasasen algún licor,
no muda especie, en rigor,
sino el lugar desigual.

CARLOS.

  Tenéis tal entendimiento,
para en el campo criado,
que me habéis siempre admirado.

BENITO.

Nace de mi nacimiento.
  Y hablando con vos, es bien
que en lengua discreta sea;
cuando en el campo me vea
hablaré en necio también.
  ¿No habéis visto que pretende
el vulgo en las cosas altas
poner muchas veces faltas,
porque es lengua que no entiende?
  ¿Y que, en hablándole en necio,
celebra lo que entendió?
Pues de aquesta suerte yo
de entrambas lenguas me precio.
  Hablo discreto con vos,
y necio con mis iguales;
que aunque lenguas desiguales,
me importa saber las dos.
  Finalmente, yo querría
que agora vos me ayudéis.

CARLOS.

¿Pues qué es lo que pretendéis
en tan honrada porfía?

BENITO.

  Casarme.

CARLOS.

¿Qué me decís?
¿Con mujer tan principal,
y competidor igual
al ilustre don Luís?

BENITO.

  Si vos me ayudáis y dais
palabra, con un secreto
veréis posible el efeto
de lo que dudando estáis.

CARLOS.

  Yo os la doy, y por esta cruz,
como caballero honrado.

BENITO.

Este hombre, que me ha criado,
comenzaba a darme luz
  de mi noble nacimiento.
Echélo entonces al aire,
pareciéndome donaire
y cosa sin fundamento;
  mas dándome estos papeles,
toda la verdad leí,
y vos podéis verla aquí
con mis desdichas crueles.
  Yo soy hijo natural
de don Esteban Zapata,
caballero de Madrid,
sangre antigua, ilustre y clara.
El modo con que en secreto
me criaron en Barajas,
no es para aqueste lugar;
sólo os diré que me espantan
tantas peregrinaciones
desde la primera barca,
que así se llama la cuna,
del mar de la vida humana.
Según esto, bien podré
con madre calificada,
como yo sé que es la mía,
de lo noble de los Vargas,
pretender una mujer
que en las fortunas me iguala,
en el modo del nacer
y en la rustica crianza.
Que, pues en un tiempo mismo
lo que tan secreto estaba,
como veis, descubre el cielo,
no debe de ser sin causa.

CARLOS.

Apenas puedo, Benito,
hallar el alma ocupada,
lengua dispuesta; la lengua,
palabras; ni las palabras,
estilo que signifique
mi admiración; que no bastan
alma, palabras y lengua
a poder significarla.
Pero mira lo que dices,
que don Esteban Zapata
fue mi padre; y siendo ansí
lo que estos papeles tratan,
tú vienes a ser mi hermano.

BENITO.

¿Tu hermano?

CARLOS.

Es cosa tan clara
como los rayos del sol;
y en duda, Benito, abraza
este pecho, que si tienes
su sangre, yo sé que el alma
me lo dirá con las señas,
y el corazón, con las ansias.

BENITO.

Siempre me avisaba el mío,
pues sabes lo que te ama
desde el punto que te vi.

CARLOS.

No hay duda con señas tantas;
por mi hermano te confirmo.

BENITO.

Yo sé que en estas probanzas
hallarás que fue mi padre,
Carlos, el que tuyo llamas.

CARLOS.

Hermano, de aquestas nuevas
solo las albricias faltan.
Ríome yo de los hombres
que un caballo, que una espada,
una pintura, una joya,
para su regalo guardan;
lo bueno, hermano, ha de ser
para el amigo que os ama,
para lo que bien queréis,
como aquella historia larga
de Apeles y de Alejandro
que hasta los niños la cantan.
Pues ansí será la nuestra.
La cosa más estimada
que yo he tenido es Jacinta,
y desde hoy, con manos francas,
te la doy; pero advirtiendo
que, si con ella te casas,
yo he llegado hasta sus labios
cuando estuvo desmayada,
al pasar de aquel arroyo;
pero esto no es de importancia
entre hermanos, pues lo somos.

BENITO.

Yo te agradezco que hagas
conmigo tan grande exceso.

CARLOS.

Haz cuenta que es darte el alma.

BENITO.

Pues, no, hermano, no la quiero,
que es historia muy cansada
ver que al pasar del arroyo
te llegue a la boca el agua.
La mujer que ha de ser propia
ha de estar en una caja
como el gusano de seda,
hasta ser paloma blanca.
Si fuiste abeja en su rosa,
que buen provecho te haga;
que lo que no fue posible
olvidar con la mudanza
de su traje, ni acabaron
sus desdenes y desgracias,
con lo que me has dicho sólo,
hoy para siempre se acaba.

CARLOS.

Muy delgado, hermano, eres:
a tales hombres despachan
por mujeres a Alcorcón,
que de barro se las hagan;
a Estremoz o a Talavera,
cuando han de ser vidriadas.
No se casan con melindres
los que tan ciegos se casan,
que es como beber con bota,
que lo que viene, eso tragan.

BENITO.

Pues, señor, yo he de beber,
si Dios el seso me guarda,
en un cristal de Venecia.

CARLOS.

Muchos he visto que andan
a buscar cristalerías
en que beber honra y fama,
y pasado el primer año,
los lleva un mozo a dar agua,
con un cabestro a un pilón,
donde las dejan tan claras
como suele el unicornio
con la virtud de sus armas.
Pero mira qué te digo:
que entrambos en esta casa
nos habemos de casar.

BENITO.

¿Entrambos?

CARLOS.

Sí.

BENITO.

¡Cosa extraña!
Lisarda viene.

CARLOS.

Pues vete,
(Salen LISARDA y ISABEL.)

ISABEL.

Aquí están.

LISARDA.

Espera y calla.

BENITO.

Yo haré el ramillete luego;
mas de violetas moradas,
que agora no hay otra flor.

CARLOS.

Por ser flor de amor, me agrada.

LISARDA.

  Quisiera, vil caballero,
indigno de esta señal,
no ser mujer principal,
para en estilo grosero
  reñir con vos muy de veras;
que después de ser ingrato,
quien usa grosero trato,
merece injurias groseras.
  ¿Todavía estáis aquí,
con desvergüenza tan clara,
enamorando en mi cara?

CARLOS.

Pues ¿vos me tratáis ansí?

LISARDA.

  ¿Cómo tengo de tratar
un hombre que me ha engañado,
habiéndole yo adorado?

CARLOS.

Dadme, señora, lugar
  para dar satisfacción,
que el mas airado juez
oye al preso alguna vez.

LISARDA.

¿Es esta la devoción
  y promesa de San Diego?
¡Bien servido quedaría!

CARLOS.

¡Oídme, Lisarda mía!

LISARDA.

¿Que os oiga?

CARLOS.

Escucharme os ruego.

LISARDA.

  ¿Qué tengo ya que escuchar?
La novena me agradó,
que hasta el arroyo llegó,
pero no pudo pasar.
  Vuélcanse en tales caminos
los coches por la intención,
y acuden a la oración
dos ninfas en dos pollinos.
  Alfombrita de color,
jáquimas rojas a listas,
con borlas como legistas,
si hay algún asno y doctor.
  Sombrero, plumas, manteo
y rebociño con oro,
y luego salir un toro
a despartir el torneo.
  Cortarle la media cola,
sacar la tal del arroyo
y ponerla sobre un poyo
de vallico y amapola;
  darle coche y, como en jaula,
gorjear bachillerías…

LISARDA.

Parecen caballerías
del mismo Amadís de Gaula.
  Mas esto, que yo temí
y que, en efecto, pasó,
¡pase!; que no digo yo
que no es bien que pase ansí.
  Pero que vuesa merced
venga a requebrarla acá,
eso no lo mandará,
si nos ha de hacer merced.
  Que basta que ya pasemos
porque a doña labradora
quiera y solicite agora,
sin que aposento le demos;
  que ya ve que no es razón.

CARLOS.

¿Burlas, Lisarda? ¿Eso es justo,
y que te parezca injusto
cumplir con mi obligación?
  El librar un caballero
de peligro una mujer,
y una jornada temer,
hecha con tan mal agüero,
  y dar la vuelta a Madrid,
¿ha sido tan gran delito?
¿Quién te ha dicho, quién te ha ecrito
tal disparate?

LISARDA.

¿Es el Cid
  vuestra merced, por ventura,
Amadís o Esplandián
los que obligados están
a emprender toda aventura?
  ¿Pasó Urganda por allí?
¿Qué le dijo la doncella
de Dinamarca?

CARLOS.

Por ella
no lo intenté: fue por mí;
  que esto debo al ser quien soy.

LISARDA.

Y el haberla regalado,
¿cómo queda disculpado?

CARLOS.

La misma disculpa doy.
  Pero, si quieres quedar
satisfecha que te adoro,
da lugar, con tu decoro,
que pueda esta noche entrar
  en tu aposento, y ordena
cómo lo entienda tu hermano:
verás si te doy la mano.

LISARDA.

Buena industria, Isabel.

ISABEL.

Buena,
  y justa satisfacción.

LISARDA.

Pues yo digo que así sea,
como mi hermano lo vea.

CARLOS.

Pues ésa es mi pretensión.

LISARDA.

  Con eso, te doy los brazos.

CARLOS.

Y yo, señora, me voy.
(Sale JACINTA.)

JACINTA.

No importa, no, que yo soy.

CARLOS.

No hay en aquestos abrazos
  cosa que cause sospecha.

LISARDA.

Si la hay o no, discreción
tiene Jacinta.

JACINTA.

En razón
de sospecha, está deshecha
  con haberte declarado
mi secreto.

CARLOS.

Adiós, señoras,
que pasan ya ciertas horas
a que me llama un cuidado.

LISARDA.

  Oíd, Carlos.

CARLOS.

¿Qué mandáis?

LISARDA.

Entraos en el aposento
del jardinero.

CARLOS.

¿A qué intento?

LISARDA.

A que esperéis, y no os vais.

CARLOS.

  Yo voy a esperar allí.
(Vase.)

MAYO.

¿Qué le dice este concierto?

ISABEL.

Que yo lo mismo le advierto.

MAYO.

Pues, ¿voy a esperarla?

ISABEL.

Sí.

MAYO.

  Y, en fin, ¿nos determinamos
a casarnos?

ISABEL.

¿No es razón?

MAYO.

Brava determinación;
fuerte pleito comenzamos.

(Vase.)

JACINTA.

  ¿No me dirás lo que ha sido
darte don Carlos los brazos?

LISARDA.

Jacinta, aquellos abrazos
no se hubieran admitido
  cuando no fuera por ti;
porque a don Carlos hablé,
y me dio palabra y fe
de no hablarte mas por mí:
  que le dije que mi hermano
ya te llamaba mujer,
y que no era justo hacer
por un amor loco y vano,
  burla a tan gran caballero.

JACINTA.

Pues no sé yo qué razón
te puso en obligación
de no respetar primero
  la justa fidelidad
a mi secreto debida.

LISARDA.

¿No ves tú que es preferida
la sangre a toda amistad?

JACINTA.

  Ha sido cosa muy necia;
que ha de ser don Carlos mío,
si sé hacer un desvarío.

LISARDA.

Sois de condición muy recia.
  Como ha poco que dejastes
lo que Barajas os dio…

JACINTA.

Antes, de vos diré yo
que mi valor barajastes.
  Pero ¿qué se me da a mí,
si haré lo que yo quisiere?

LISARDA.

Hará lo que le dijere
mi hermano

JACINTA.

¿Su hermano?

LISARDA.

Sí.

JACINTA.

  ¿Pues qué le debo a su hermano?

LISARDA.

Lo que su padre mandó.

JACINTA.

¿Qué padre?

LISARDA.

El que Dios le dio.

JACINTA.

Mi padre es aquel villano.

LISARDA.

  A lo menos le parece
en la fuerte condición.

JACINTA.

Este engaño, esta traición,
justamente la merece
  el tener yo confianza
de quien no tiene valor.

LISARDA.

El vuestro será mayor,
por vuestra noble crianza.
  Y componed vuestra lengua,
que estáis ya muy atrevida.

JACINTA.

Siendo yo tan bien nacida,
¿para qué me dais por mengua
  no ser noble mi crianza?
Pero quiérome volver
donde nadie pueda hacer
traiciones a mi esperanza.
  Úsase allá más verdad.
¡Oh, bien haya un verde prado,
adonde sirven de estrado
llaneza y seguridad!
  ¡Oh, bien haya un aposento,
en quien es tapicería
la limpieza y la alegría,
que es donde vive el contento!
  No sé quien me trajo a mí,
aunque la vida me importe,
a esta noria de la corte.

LISARDA.

¿Ya es noria la corte?

JACINTA.

Sí.
  Donde por calles y fuentes
son arcaduces sus coches,
que los días y las noches
reciben y vacían gentes,
  ¿Hacen aquí todo el año
mas que andar al rededor
unos tras otros?

LISARDA.

Mejor
estábades con el paño
  donde bailaba Antón Gil,
con las mozas de Barajas,
la chacona a las sonajas
y el villano al tamboril.
  ¡Válate Dios, por discreta!
Perdida estaba la corte,
a no venirle este norte
por la ordinaria estafeta.

JACINTA.

  ¿Hay aquí más de engañar
y cada uno atender
a lo que puede coger
para aumentarse y medrar?
  ¿Hay aquí más de vivir
apriesa y sacar de noche
un gran difunto en un coche,
sin acabar de morir
  y apenas por la mañana
preguntar nadie por él?

LISARDA.

¡Oh, filósofa cruel
y académica villana!
  ¡El mundo viene a enmendar,
cuando ya el mundo se acaba!
(Sale DON LUÍS)

LUÍS.

¿Qué es esto, hermana?

LISARDA.

Que estaba,
de puro enojo y pesar,
  a no tenerte respeto,
por hacer un disparate.

LUÍS.

¿Qué hay, en fin?

LISARDA.

Que no le trate
de tu amor; tú eres discreto.
  Aborrece a quien te olvida.

LUÍS.

Mal conoces un desprecio.

LISARDA.

De decir verdad me precio.

LUÍS.

Alargue el cielo tu vida.

LISARDA.

  Esta mujer quiere bien…

LUÍS.

¿A quién?

LISARDA.

No sé.

LUÍS.

Muerto soy

LISARDA.

A don Carlos.

LUÍS.

Cierto estoy.

LISARDA.

¿Por qué?

LUÍS.

Por ver su desdén.
  Y él, ¿quiérela?

LISARDA.

Va de juego:
don Carlos me quiere a mí.

LUÍS.

¿A ti, hermana?

LISARDA.

A mí.

LUÍS.

Si a ti
te quiere, por Dios te ruego
  Que te cases muy a prisa,
pues desconfiando, así
Jacinta me querrá a mí.

LISARDA.

¿A prisa?

LUÍS.

Mi amor te avisa.

LISARDA.

  ¿Será mucho de aquí a un año?

LUÍS.

¿Burlas?

LISARDA.

¿Y medio?

LUÍS.

Tampoco.

LISARDA.

¿Cuatro meses?

LUÍS.

Estoy loco.

LISARDA.

¿Un mes?

LUÍS.

¿Qué mayor engaño?

LISARDA.

  ¿Una semana?

LUÍS.

Ni un día.

LISARDA.

¿Esta noche?

LUÍS.

Sí, por Dios.

LISARDA.

Pues búscanos a los dos,
si tanto tu amor porfía;
  que hallarás en mi aposento
a Carlos, honestamente.

LUÍS.

Dame essa mano.

LISARDA.

Detente,
que gente de fuera siento.

Salen TERESA, PASCUAL,
LAURENCIO Y GUZMÁN.

TERESA.

  Los instrumentos tocad
para alegrar a Jacinta.

LISARDA.

¿No conoces, por la pinta,
la gente de tu ciudad?

JACINTA.

  ¡Padre mío!

LAURENCIO.

Ya no sé
cómo ese nombre me cuadre.

JACINTA.

Vos habéis de ser mi padre.

LAURENCIO.

Con el alma lo seré.

JACINTA.

  ¿Qué hay, Teresa? ¿Que hay, Pascual?

TERESA.

Estás, Jacinta, de modo
que parece perlas todo
cuanto era antiyer sayal.

PASCUAL.

  Dice la verdad Teresa:
en perla estás transformada,
y así te hacemos entrada
como, al fin, nuestra princesa.
  A la fe, de talle estás,
que has hecho la Corte aldea,
porque aunque mas corte sea
eres tú cielo, que es más.
  Un presente te traemos.

JACINTA.

Si es mi padre, bueno es.

LAURENCIO.

Como ese nombre me des,
bien pagados volveremos.
  Sírvete de una ternera
y seis pares de capones,
tres cabritos, dos lechones.

LUÍS.

Eso parece que espera
  alguna boda, Laurencio.

LAURENCIO.

Dios lo sabe; mas cantad
y a mi Jacinta alegrad,
mientras yo lloro en silencio.
(Canten y bailen un labrador y una labradora.)

[LABRADOR Y LABRADORA]

  Al pasar del arroyo
del Alamillo,
las memorias del alma
se me han perdido.
Al pasar del arroyo
de Brañigales,
me dijeron amores
para engañarme.
Pero con perderme
gano yo tanto,
que al amor perdono
tan dulce engaño.
Al pasar del arroyo
de Canillejas,
viome el Caballero;
antojos lleva.

LISARDA.

  ¡Qué cansada impertinencia!
Tanto arroyo no cantéis,
que una tempestad haréis,
que se anegue la paciencia.

JACINTA.

Pues ¿qué te va en esto a ti?

LISARDA.

Mira, y yo te lo diré.

JACINTA.

Contigo a saberlo iré.
(Vanse JACINTA y LISARDA.)

LUÍS.

Quedaos vosotros aquí,
  que, pues es anochecido,
no quiero que allá volváis;
que lo que nos presentáis,
para todos se ha traído.
  Conmigo habéis de cenar.
(Vase DON LUÍS.)

LAURENCIO.

Mi amor obligado os queda,
para que esta noche pueda
despacio a Jacinta hablar.
  Pascual, ¿no está muy hermosa?

PASCUAL.

¡Ay de quien perderla siente!

TERESA.

No ve el Sol por el Oriente
tal jazmín revuelto en rosa.

LAURENCIO.

  Traigo en la imaginación
que don Luís la quiere bien.

TERESA.

Como casados estén,
Dios les de su bendición.
(Sale BENITO en hábito de caballero
con una capa de oro y sombrero de plumas.)

BENITO.

  A no ser Carlos mi hermano,
tuviera alguna sospecha
de haberme vestido ansí,
¡Ay, cielos! ¿qué gente es ésta?
Parecen de mi lugar.

PASCUAL.

Si han de aderezar la cena,
vamos a dar el presente.

LAURENCIO.

Antón quedó con las cestas,

PASCUAL.

Deseo hablar a Benito,
que, llevando mal la ausencia
de Jacinta, vive en casa.

LAURENCIO.

Pues vamos, para que tengan
nuestros pollinos recado,
y el carro que trajo Esteban.

(Vanse todos.)

BENITO.

Ya se han quitado de aquí.
No sé para que concierta
don Carlos, aquesta noche,
esta amorosa quimera;
pues estando, como está,
la casa de gente llena,
cosa en que estriba el secreto,
temerariamente intenta.
¿Qué es aquesto, escura noche?
¿Más gente? Amor, ¿en qué piensas
cuando por tales peligros
llevas voluntades ciegas?
(Salen DON CARLOS, y MAYO, rebozados.)

CARLOS.

¿De todo estás prevenido?

MAYO.

No hayas miedo que me duerma,
que aquí me convierto en lince.

CARLOS.

Aquí hay gente.

MAYO.

Pues tú llega,
que yo no aprendí a esgrimir,
porque me dijo mi abuela
que excusar las pesadumbres
era la cosa mas diestra.

CARLOS.

¿Quién va?

BENITO.

¿Quién en esta casa
se toma tanta licencia,
que lo pregunta embozado?

CARLOS.

¿Es Benito?

BENITO.

¿Es Carlos?

CARLOS.

Muestra
agora el valor, hermano,
que de nuestra sangre heredas.
Este es aquel aposento:
abierta hallarás la puerta.
Haz lo que te dije.

BENITO.

Voy;
si errare, tu culpa sea.

MAYO.

¿Quién era el hombre?

CARLOS.

Mi hermano.

MAYO.

Temo que Guzmán nos vea,
que mira bien a Isabel.

CARLOS.

Pues ya no es tiempo que temas,
que la determinación
es quien da ventura y fuerza
en los peligrosos casos.

(Sale DON LUÍS y GUZMÁN, rebozados.)

LUÍS.

Haz que todos se prevengan,
porque sirvan de testigos.

GUZMÁN.

Y de que ayudarnos puedan:
que quien entra, como dices,
de esta suerte en casa ajena,
más fiado viene en plomo
que en acero.

LUÍS.

¿Qué sospechas?

GUZMÁN.

Que trae alguna arcabuz.

CARLOS.

En aquella puerta suena,
Mayo, el aire de algún silbo.

MAYO.

Si fuera puerta trasera,
pudiera ser sospechoso.
Entra.

CARLOS.

Voy, que Amor me enseña.
(Sale ISABEL, en alto.)

ISABEL.

El que está en el corredor
pienso que es Mayo.

MAYO.

Quien queda
solo y en tan gran peligro,
¿a qué escapatoria apela?
¡Que diese a un gato, en los pies,
el cielo tal ligereza,
que desde un tejado a otro
una pelota parezca,
y que un hombre como yo
un costal de arena sea!

ISABEL.

¡Ah, hidalgo!

MAYO.

¿Quién es quién me llama?

ISABEL.

Oye, llégue se más cerca,
¿Es Mayo?

MAYO.

Y aun majadero.

ISABEL.

Mayo de mis ojos, entra.

MAYO.

¿Es Isabel?

ISABEL.

¿No me ves?

MAYO.

¿Y dices q entre?

ISABEL.

No temas.

MAYO.

Sosiega aquesa perrilla,
que gruñe como una suegra.

ISABEL.

Entra, necio.

MAYO.

Claro está;
porque, si discreto fuera,
nunca yo entrara a casarme;
hoy seré perro entre puertas.

GUZMÁN.

Ya están dentro del toril.

LUÍS.

A nosotros nos viniera
mejor el nombre; da voces.

GUZMÁN.

¿No quieres el hacha?

LUÍS.

Muestra

GUZMÁN.

¡Ladrones, ladrones! Dame,
Guzmán, aquella rodela.

GUZMÁN.

¿No es mejor la partesana,
pues hay tanta parte enferma?
(Salen los labradores
LAURENCIO, TERESA y PASCUAL.)

LAURENCIO.

¿Ladrones a tales horas?

PASCUAL.

¡Mueran los ladrones, mueran!

TERESA.

¿Esto es dormir en la corte?

LAURENCIO.

¿Cómo estas cosas sustenta?

LUÍS.

¡Aquí amigos y criados,
aquí todos, a esta puerta!

GUZMÁN.

Entra, que luego desmayan.
(Salen BENITO con LISARDA.)

LISARDA.

¡Paso! ¿Qué furia es aquesta?
No es ladrón el que está aquí,
que es mi marido.

LUÍS.

Quen sea
por muchos años y buenos;
pero que miremos deja
el aposento en que duerme Jacinta.

GUZMÁN.

La puerta cierran.

LUÍS.

No hay que cerrar, que pondré
fuego a las puertas.

JACINTA.

Espera,
que yo estoy con mi marido.

(Salen JACINTA y DON CARLOS.)

LUÍS.

¿Marido?

JACINTA.

Y pienso que quedan
más adentro otros casados.

PASCUAL.

Mirad lo que el tiempo ordena,
pues se ha vuelto palomar
casa de tanta nobleza.
(Salga DON LUÍS echando afuera
a MAYO y a ISABEL)

LUÍS.

¡Vive Dios, que he de vengar
de aquesta suerte mi afrenta!

MAYO.

Aquí de Dios, que me matan
por marido de la Vera.

LUÍS.

Lisarda, dos hombres veo
con espadas y rodeles,
y entrambos arrebozados:
uno, de quien tú confiesas
que es tu marido, y que serlo,
estando en mi casa, es fuerza;
otro al lado de Jacinta,
cosa en el concierto nueva.
Caballeros, esta sangre
nunca se manchó de afrenta.
¡Digan quién son!

(Desembócele Lisarda.)

LISARDA.

Mi marido
es don Carlos, que no fuera
con menos honra en tu casa
la afrenta; ¿de qué te quejas?

BENITO.

Haste engañado, Lisarda:
Benito soy.

LUÍS.

¿Que se atreva
un villano a tal maldad?

BENITO.

Ya es tiempo, don Luís, que sepas
que soy caballero noble:
hijo soy de don Esteban,
y de don Carlos, hermano.

LUÍS.

Quien oye cosas como éstas,
mejor es que pierda el seso.

LISARDA.

¿No es don Carlos? ¡Yo soy muerta!

LUÍS.

¿Con quién probarás, traidor,
esa fingida nobleza?

BENITO.

No soy traidor, que soy noble;
don Carlos será la prueba.

LUÍS.

¿Dónde está Carlos?

(Descubre JACINTA a DON CARLOS.)

JACINTA.

Aquí.

CARLOS.

Pues ¿cómo? ¿De esta manera
se pagan las amistades?
¡Criados mueran!

LISARDA.

No mueran,
que si yo no tuve dicha
que tanto amor agradezcas,
Carlos, basta que tu hermano,
si ser tu hermano confiesas.

CARLOS.

Eso os mostraré probado.

LAURENCIO.

Y aquí hay testigos que sepan
esa historia.

LUÍS.

En fin Jacinta
te pierdo.

JACINTA.

No te parezca
ingratitud, sino amor.

LUÍS.

Lo que los cielos conciertan,
¿por qué lo impiden los hombres?
Jacinta, hoy quiero que veas
que fue mi amor verdadero,
y tú, Lisarda, que sepas
que quien quiere hacer traición,
siempre alcanza parte de ella.
Los casamientos se hagan,
que yo, pues ha de ser fuerza,
quiero, con mas discreción,
casarme con la paciencia.

BENITO.

Aquí la comedia acaba,
cuya historia verdadera
pasó al pasar del arroyo;
los que quisieren, lo crean.

Fin