Zumalacárregui/XXXIII
XXXIII
Salió de la triste estancia el capellán con tan grande angustia en el alma, que no se fijó en ninguna de las personas que al paso, en la escalera y portal, iba encontrando. Muchos le preguntaban: «¿Cómo está el General?» Y él respondía maquinalmente: «Bien... está muy bien». Por todo el camino hasta su casa, que era la del sacristán, fue diciendo lo mismo: bien... está bien, aunque nadie se lo preguntara; y al llegar al cuarto en que dormía, se arrojó sobre el lecho boca abajo, y estuvo llorando toda la tarde. Por la noche le entró fiebre, temblores convulsivos, y una ansiedad que se expresaba en su mente con la idea o imagen de ver ante sí un grande, negro, insondable abismo que le atraía. Nada dijo a su generoso huésped, ni se quejó de mal alguno. No quería más que estar solo... Por alimento no apetecía más que agua y mendrugos de pan.
Zumalacárregui pasó la noche con horribles sufrimientos, fiebre y delirio. Soñaba con Bilbao; todo su afán era que el General Eraso no cumpliera fielmente lo estipulado con los comandantes de los barcos extranjeros, acerca de las condiciones en que se verificaría el bloqueo por la parte de la ría. Sobre esto versaba su desvarío, demostrando la gravedad que en su conciencia tenía aquel asunto de carácter internacional.
Los cuatro ayudantes, el fraile, el cura, Capapé, Vargas, la familia y amigos, estuvieron en la sala hasta más de media noche, en ansiosa expectativa. Petriquillo ya no parecía por allí; los médicos acordaron extraer la bala a la mañana siguiente muy temprano. ¡Lástima no haberlo hecho en cuanto el herido llegó a Cegama! La fatalidad inspiró a Zumalacárregui y a su pariente una ciega confianza en el curandero. Los físicos le echaban la culpa a él, y él a los físicos. A todos sin duda alcanzaba la responsabilidad de la agravación del enfermo en la noche del 23 al 24 de Junio.
No bien amaneció el día de San Juan, los señores Grediaga y Gelos extrajeron la bala, haciendo gran carnicería en la pierna del héroe. Terminada la cruel operación con relativa felicidad, creyose conjurado el peligro, y el contento llenó la casa, y prontamente cundió por todo el pueblo. Puesta la bala en una bandeja, la fueron mostrando de casa en casa. Fray Cirilo propuso enviarla a D. Carlos, como presente histórico que Su Majestad tendría en gran aprecio. Pero, ¡ay!, estas alegrías duraron poco. No eran las ocho cuando el héroe fue atacado de un temblor convulsivo. Acudieron los médicos, la familia. Con medias palabras, pues enteras difícilmente podía pronunciarlas, D. Tomás, conservando su entereza moral, les dijo que se moría, y ordenó se hiciese pronto, pronto, lo conveniente al caso (fórmula militar).
Lo primero fue la asistencia religiosa. El Párroco recibió la breve confesión, y sin pérdida de tiempo entró el escribano, que consternado y lloroso, como todos los demás, se limitó a preguntar al moribundo: «Señor D. Tomás, ¿qué deja usted, y cuál es su última voluntad?» Con la apagada voz que le quedaba, respondió el General: «Dejo mi mujer y tres hijos, únicos bienes que poseo. Nada más tengo que poder dejar». En tan aflictivas circunstancias, pudieron apreciar los que tal frase oyeron la soberana modestia del héroe, mas no el profundo humorismo con que había expresado su pensamiento. Daba prisa él mismo, sintiendo que se le concluía la vida, y con la resolución que empleaba para ordenar los movimientos de una batalla, mandó que le llevasen el Viático. Los médicos opinaron que se le debía obedecer inmediatamente.
Púsose en movimiento el clero de la parroquia. Pueblo y granaderos acudieron en masa. Fue solemne y patético el acto. Crujían las viejas tablas de la escalera y de las habitaciones altas al peso de las muchas personas que subieron: señores y aldeanos, curas y militares. Cuando el General recibió a Dios, diríase que la impaciente vida se le mantenía suspensa, en espera de un acto que las creencias del moribundo hacían inexcusable. No bien terminó el sacerdote las preces, acabó de apagarse el conocimiento del General. Su hermano político, juntando cara con cara, le llamó. En sílabas ininteligibles articularon los labios del moribundo la respuesta que, por venir de tan lejos, ya no podía ser entendida. Capapé, llorando como un niño, le besaba las manos. El fraile y la señora de los pasos ligeros rezaban y lloraban de rodillas. A las diez y media dejó de existir el grande hombre. Alma y brazo de la Monarquía absoluta, la Causa que por él y con él vivió, con él moría. Aunque el ideal carlista no haya adquirido el santo reposo, enterrado fue con los huesos de Zumalacárregui bajo las losas de la iglesia parroquial de Cegama... Es que algunos muertos descansan, y otros no.
Honda consternación, duelo inmenso produjo en la humilde villa el doloroso acontecimiento, cuyo alcance político y social comprendían pocos, quizás ninguno, en el pacífico vecindario. Veían desaparecer al más afortunado caudillo de la Causa; pero no dudaban que ésta, con la ayuda de Dios, encontraría herederos de las aptitudes militares del grande hombre. Otros lloraban al amigo, al jefe queridísimo, que terminaba su vida de increíbles proezas, de trabajos hercúleos, con la dulce tranquilidad de un santo. Caudillo de un poderoso ejército, apóstol de una causa formidable, moría en absoluta pobreza, y hasta le faltaba ropa militar con que pudieran amortajarle conforme a su categoría. De lo que a cuenta de sus pagas le dio Mendigaña al salir de Bilbao, poco se encontró en sus bolsillos: casi todo lo había empleado en gratificar y obsequiar a los granaderos que le transportaron en hombros desde la plaza en mal hora sitiada.
Fueron panegiristas del insigne muerto en aquel triste día de San Juan, todos los que en vida le habían amado: los cuatro ayudantes, el fraile Cirilo, Capapé, la hermana, el cuñado y sobrinos. El único de los buenos amigos que nada dijo ni pudo decir fue el buen capellán aragonés José Fago. Todas sus ideas y apreciaciones sobre la vida y muerte del insigne pastor de tropas se las reservaba para mejor ocasión. ¿Qué le había ocurrido? Pues nada. Al mediodía del mismo aciago 24, el sacristán, extrañando no verle, entró en el cuarto donde dormía, y le encontró inmóvil sobre la cama, boca abajo. Por más que le llamaba, añadiendo a la palabra tirones de orejas y estrujones en los brazos, el capellán no daba acuerdo de sí. ¿Qué había de dar si estaba muerto?...
Más muerto que su abuelo. Corrió el sacristán a contar al cura la inopinada desgracia, y ambos la comentaron con grande sorpresa y aspavientos de aflicción.
Sentía el cura de todas veras que el capellán hubiese muerto sin los auxilios espirituales; mas no teniendo remedio el caso, no había que pensar más en ello, y lo único procedente era enterrarle y encomendar a Dios su alma. «Dios sabrá lo que le conviene», dijo el cura; y el sacristán: «Sr. D. Florencio, la muerte de este hombre es cosa de grande confusión. No sabemos qué enfermedad padecía, aunque para mí era un mal de la cabeza. No regía bien de las entendederas. Decía cosas muy raras, y peores eran las que se callaba. Anoche, cuando se acostó, fui a verle: «¿Qué se le ofrece, señor?» Y me contestó: «Un vasito de agua». Luego no decía más que «nos morimos, nos morimos», y dale con que nos morimos.
-Puesto que tu huésped enfermo -le dijo el cura-, tan a poca costa te ha salido por alimento y botica, encomiéndale a Dios fervorosamente: si fue bueno, porque fue bueno; si fue malo, porque fue malo. Con nuestras oraciones y nuestros sufragios cumplimos, y a Dios toca darle su merecido».
Oídas estas graves razones, ya no pensó el sacristán más que en enterrar a su difunto, y ello se hizo el 25 por la mañana, poco antes del entierro y funerales de Zumalacárregui. A éste le vistieron de frac, por no tener uniforme de General. Asistió todo el pueblo con profunda desolación.
Cuando le sacaron de la casa para llevarle a la iglesia en hombros de los fieles granaderos, se produjo en la multitud un silencio grave. No se oía ni el bullicio de los pájaros en los árboles de la huerta próxima y en las márgenes del torrente. Casi todas las mujeres que lavaban, los pies en el río, suspendieron su tarea. Unas rezaban, otras seguían con curiosa mirada el tristísimo cortejo. Digo casi todas, porque una de ellas, la más joven quizás, alta, morena, ojerosa, se mostró insensible al duelo general, y mirando al agua enturbiada por el jabón, dijo con cruel entereza: «Bien muerto está... Mandó fusilar a mi padre».
FIN DE ZUMALACÁRREGUI
Madrid, Abril-Mayo de 1898.