XXIV

No dándose por vencido el aragonés, pidió permiso al jefe del convoy para agregarse a él, decidido a poner sitio en regla a la fiereza de la monjita. Siguieron todo aquel día por sendas y vericuetos, y en el descanso de los carros a la caída de la tarde, hallándose junto a Gorria, que se agravaba de un modo alarmante, vio a las dos monjas en los carros delanteros, y platicando con ellas a Mariano Zapico, el veedor o contadorcillo del Cuartel Real, que D. Fructuoso le había designado como competidor suyo en la comisión de atrapar a la volandera .

«Este mentecato -se dijo-, practica el espionaje por su cuenta, y sabrá congraciarse con el Consejero, llevándole mil enredos y fábulas novelescas. Veo que asedia a la monjita Ulibarri. Trabajo le mando: es una fierecilla. Cuando vivía en el siglo, sus padres no podían aguantarla: le conocí lo menos doce novios; con todos reñía, y les hacía reñir unos contra otros; traía revuelto al pueblo, y por causa de ella llovían puñaladas. De pronto le dio la ventolera por la religión... El fuego de su alma apasionada escapábase por aquel registro. Sus padres vieron el cielo abierto cuando la chiquilla manifestó tal vocación, y acelerando los preparativos por temor de que se arrepintiera, metiéronla en las dominicas de Los Arcos... Es organista y cantora. Sigámosla hasta que cante... que al fin cantará».

Poco después de anochecido, dio parte el médico de que a Gorria se le podían contar los momentos que le quedaban de vida. Acudió Fago junto a su amigo, y le halló con conocimiento, aunque por minutos se le nublaba. «Buen Gorria, ¿qué es eso?

-Nada, que me muero... No puedo más... Como soy tan grandón, la muerte tiene que tirar mucho para llevarme... Por eso me duele...

-Ánimo; ¿quieres beber vino?

-Hombre, sí... y muérame pronto con este bendito trago.

-A hombres de tu temple no se les entretiene con vanas palabras. ¿Llega el momento de pasar de esta vida perversa a la vida inmortal? Pues a morir con entereza de soldado cristiano, valiente en los combates, más valiente aún en este trance último.

-¡A morir, valientes...! ¡Viva Carlos V, viva Dios!

-¿Tienes algo que disponer? ¿Tu conciencia tiene algún pecado de que descargarse? Dímelo, y ten confianza en Dios.

-Si no es pecado el guerrear y desearle al enemigo todos los males, ningún pecado tengo, señor de Fago; pues ni mentira, ni estropicio, ni nada de mujeres encuentro en mi conciencia, por más que en ella rebusco. Y si algo hay de que no me acuerdo, perdónemelo Dios y lléveme a su santo seno... Soy soldado de la religión... Muero peleando contra los ateístas... Señor mío Jesucristo...».

Siguió rezando entre dientes, mientras Fago con entera voz le encomendaba. Aprovechando un momento lúcido, le preguntó si tenía algo que disponer tocante a intereses. La respuesta fue breve: «No tengo más bienes que el prado de Urrestillo, cerca de Azpeitia, y un huerto con doce manzanos y un peral. Quiero que sea para Dominica, la hermana de mi difunta, que tiene seis hijos. El dinero que llevo sobre mí... aquí está... Cójalo para que mande que me apliquen una misa... Ya no hay más bienes... digo, sí, mi cuerpo: este cuerpo que vale por dos, se lo dejo a la tierra... Enterrado en mi huerto... ¡qué rico abono para los manzanos!... Mi alma para Dios... y vámonos al cielo... ¿Los que pelean y matan entran en el reino de Dios? Yo he matado ayer más de veinte cristinos. ¿Ellos y yo entraremos juntos en la gloria eterna, o es que los cristinos que luchan por el ateísmo no pueden entrar?... Dígamelo».

Fago se apresuró a tranquilizarle sobre este delicado punto, diciéndole que todos los que sucumbían con honor defendiendo la idea que a la guerra les llevaba, eran acogidos en el seno de nuestro Padre. Los directores de esta matanza eran los responsables, y entre ellos, Dios escogería los suyos... Poco más habló el pobre Gorria, y todo lo restante lo dijo el capellán con ardiente y patético estilo, exhortándole a fijar sus últimos pensamientos en la misericordia divina, y a desprenderse de los intereses y miras terrenales, sin exceptuar los de la causa, pues ésta, como todo, debía ser comprendida entre las pequeñeces despreciables que abandonamos en el umbral de la otra vida. El capellán de la ambulancia, Sr. Elío, viejo muy dispuesto, cojo de un balazo que recibió capitaneando una partidita en los comienzos de la guerra, dio la Extremaunción a Gorria, y el convoy siguió su marcha. En camino, a las tres de la tarde, entregó su alma el valiente soldado.

Dejaron el cuerpo en la primera parada, y adelante. Por la noche intentó Fago nuevamente hablar con la monjita Pilar Ulibarri; pero ésta y su compañera se resistieron a oírle. Al detenerse en Antoñana, el jefe del convoy, sin duda a excitación de las dominicas, le ordenó despótica y groseramente que no siguiese unido a la ambulancia, amenazándole, en caso de desobediencia, con la aplicación inmediata de cincuenta palos. Devoraba su ira, por no poder castigar tanta insolencia con un número de bofetadas igual al de palos con que se le amenazaba, y vio partir el convoy, creyendo al fin que sería quizás providencial aquel desgraciado suceso. En su ardiente imaginación, fomentaba la idea de que le convenía dirección distinta para llegar al fin propuesto.

Toda la noche anduvo por desolados campos, sin dirección fija, adoptando el acaso por guía único de su andar vagabundo, y creyendo que los senderos desconocidos suelen conducimos a donde deseamos. Renegaba de la previsión, del método, de todo el fárrago de prescripciones por que se guían los hombres, y que comúnmente resultan de menor eficacia que los dictados de la fatalidad. Somos unos seres infelices que creemos saber algo y no sabemos nada, que inventamos reglas y principios para engañar nuestra impotencia; vivimos a merced de la Naturaleza y de las misteriosas combinaciones del tiempo y el espacio. Iba, pues, entregado a lo que el espacio y el tiempo, ministros de Dios, quisieran disponer en su tiránico dominio.

A la madrugada, cuando se aproximaba a un pueblo que creyó sería Contrasta, sin estar seguro de ello, pues una vaga niebla envolvía la torre y caseríos circundantes, se vio sorprendido por fuerzas de caballería que le dieron el alto. Eran cristinos, tropa ligera, armados de carabinas. Quiso el capellán escabullirse saltando una pared cercana; pero le apuntaron, se vio cazado como un conejo, y no tuvo más remedio que entregarse. Interrogado por el jefe de la fuerza, respondió que era hombre pacífico, del estado eclesiástico; le registraron; pero aunque nada se le encontró que le comprometiera, no pudo evitar la nota de sospechoso, y se le llevaron entre los caballos, con la amenaza de dejarle seco si intentaba la fuga. Aun en tan desdichado trance continuaba firme en la devoción del acaso, y se decía: «¿Quién sabe si este cautiverio será provechoso, y me llevará al fin que persigo? Todo puede ser. No preveamos nada: esperémoslo todo del arreglo y disposición que las cosas se dan a sí mismas».

En el pueblo próximo, que no era Contrasta, sino Larraona, entregáronle como prisionero a una columna de la división de Aldama, y a los dos días de marcha fatigosa entró en Estella, y fue encerrado en la cárcel de esta ciudad, donde prisioneros y criminales padecían juntos la reclusión estrecha y la miseria nauseabunda. Por los cuadros lastimosos, por las caras de torturante aflicción que vio al entrar allí a media noche, hubo de comprender que le esperaba una vida de perros, si no venían en su auxilio las personas que en la ciudad conocía, o algún oficial de la guarnición cristina, aragonés, de los muchos con quienes en tiempos mejores había tenido amistad. Por de pronto, si vio caras conocidas entre los presos, no eran éstos de calidad, y ningún amparo ni protección podía esperar de los que compartían su infortunio. Dedicose el primer día al solapado examen del local, por ver si había facilidades de escapatoria; pero sus observaciones no fueron optimistas. En cambio, si resultaba cierta la noticia de que les sacaban a trabajar en las fortificaciones de la plaza, bien podía suceder que, puestos de acuerdo los más animosos, lograsen la libertad. Fijo en esta idea, empezó a tantear a sus compañeros, trabando conversación y explorando los caracteres, sin más objeto que escoger entre ellos los de mayor coraje y decisión.

En efecto, a la mañana siguiente, unos treinta fueron a trabajar en las obras de fortificación que activamente se hacían más allá del santuario de Nuestra Señora del Puy. Al menos, trabajando en campo libre hacían ejercicio, respiraban aire puro, se ponían en contacto con soldados de la guarnición, y al paso por la ciudad podían descubrir entre el vecindario caras amigas. Desgraciadamente para Fago, si vio los primeros días algún rostro que le recordaba antiguos conocimientos, nadie reparó en él. Diez días mortales se pasaron en triste ansiedad, sin que una voz amiga sonara en su oído, sin que una mano protectora le amparase. El desaliento le consumía; la esperanza le abandonaba; castigábale Dios por su pagana devoción del acaso, y éste, el ciego ordenador de las cosas, también le tenía en olvido y menosprecio, manteniéndole en la triste monotonía de los sucesos metódicos y regulares, sin ninguna sorpresa, sin ninguno de esos golpes teatrales que varían favorable o adversamente el curso tedioso de una vida esclava.

Y en tanto, nadie le decía por qué estaba cautivo, ni se le interrogaba, ni se le sometía a procedimientos judiciales o de consejo de guerra. Le habían detenido porque sí, y porque sí le tendrían preso hasta la consumación de los siglos. En los días de aquella lúgubre existencia, enterose de la expugnación de Los Arcos por Zumalacárregui, y del asedio del fuerte de Echarri-Aranaz, que los cristinos reseñaban a su manera. Poco le importaba todo esto, y lo mismo le daba que triunfase Juan o Pedro: más que el trono de las Españas, le interesaba su propia libertad.

Terminadas las trincheras del Puy, les llevaron al otro lado del río, junto a San Pedro la Rúa, la interesantísima iglesia románica. En las alturas que la dominan, y en las ruinas próximas de un excelso monasterio, se trabajaba para fortificar la ciudad, cuya situación, dentro de un círculo de elevados montes, era en extremo peligrosa para la guarnición, si ésta no se posesionaba fácilmente de todas las alturas. Otros diez días transcurrieron sin que el pobre Fago viese alterada la acompasada tristeza de su existencia; la evasión no se le presentaba fácil ni aun posible, por la vigilancia que se ejercía sobre los presos. Ya iba transcurrido cerca de un mes de aquella muerte lenta, cuando el acaso le hizo una mueca que le pareció precursora de acontecimientos extraordinarios, y, por consiguiente, favorables. He aquí el suceso: un cabo de Gerona que le había mostrado benevolencia, y benevolencia quería decir menos crueldad y grosería de lo que se acostumbraba, le entregó, a la conclusión del trabajo, un lío conteniendo dos panes, media docena de chorizos, cuatro manzanas y algunos cigarros, todo envuelto dentro de una servilleta sucia. El obsequio, que en tales circunstancias era de una extraordinaria magnificencia, procedía, según el cabo, de una señora que se interesaba por el pobre capellán prisionero. ¿Cómo se llamaba? El mensajero no lo sabía. ¿Qué señas tenía? Alta, morena, guapetona. No necesitó más Fago para creer que era la hija de Ulibarri quien le favorecía, y extrañaba que no acompañase al regalito una carta en que se le ofreciera la libertad, o se le propusieran los medios de conseguirla. Todo el día, loco de júbilo, se lo pasó pensando en ella, y su imaginación soñadora veía llegar por momentos segundo mensaje con esquela o recado entablando comunicación para tratar de libertarle. La esclavitud le había entontecido; pensaba y sentía como un niño, y creía verosímiles y probables los más absurdos delirios de la mente. Su desilusión fue grande al siguiente día, cuando por referencias del propio cabo y de otro soldado de Gerona, vino a cerciorarse de que la señora a quien debía el obsequio no era otra que Saloma la baturra. La cuadrilla del Tío Concejil había entrado en Estella cuatro días antes, arrimada a la división de Gurrea.

En su desaliento, pensó el capellán con seguro juicio que, pues no le salían amigos de valía por ninguna parte, era forzoso buscar el arrimo y calor de los seres humildes que se habían acordado de favorecerle en su desventura. Mandó un recado a Saloma la baturra para que a verle fuera, y una tarde, hallándose en las obras del puente de Azucareros, se le presentó Uva saludándole afectuoso en nombre de toda la cuadrilla. Las señoras no iban por no dar que hablar. La visita fue de grandísimo consuelo para Fago, y los conceptos que de boca del cantinero oyó, resucitaron en el alma del prisionero las muertas esperanzas.

«El día que entramos -dijo Uva-, le vimos a usted trabajando en San Pedro. Pero no quisimos decirle nada por no llamar la atención... que nosotros tenemos que andar con mucho ten con ten, para que nos consientan nuestro tráfico... Sepa el señor capellán que en la guarnición hay algunos jefes aragoneses, y entre ellos uno que... Tengo por cierto que ha de conocerle a usted, porque es de la Canal de Verdún, o de junto a Tiermas.

-¿Cómo se llama?

-Don Rodrigo de Arbués... alto, seco... Paréceme que es comandante o teniente coronel... No estoy seguro.

-¡Loado sea Dios! -dijo Fago tan conmovido, que poco le faltó para echarse a llorar...-. Es mi primo, primo segundo mío, y amigo cariñoso desde la infancia. En la edad feliz, de los veinte a los veinticinco, hemos hecho juntos bastantes diabluras... Por lo que más quieras en el mundo, Uva de mi alma, hazme el favor, hazme la caridad de ir en su busca ahora mismo, y decirle dónde estoy y el mísero estado en que me encuentro».

Prestose el buen hombre a desempeñar la caritativa comisión, y dos horas después tenía Fago el indecible consuelo de verse estrechado en los brazos de su amigo y pariente D. Rodrigo de Arbués.