XXVI

El 3 de Febrero se apoderaron los franceses del convento de Jerusalén, que estaba entre Santa Engracia y el hospital. La acción que precedió a la conquista de tan importante posición fue tan sangrientacomo las de las Tenerías, y allí murió el distinguido comandante de ingenieros D. Marcos Simonó. Por la parte del arrabal poco adelantaban los sitiadores, y en los días 6 y 7 todavía no habían podido dominar la calle de Puerta Quemada.

Las autoridades comprendían que era difícil prolongar mucho más la resistencia, y con ofertas de honores y dinero intentaban exaltar a los patriotas. En una proclama del 2 de Febrero, Palafox, al pedir recursos, decía: «Doy mis dos relojes y veinte cubiertos de plata, que es lo que me queda». En la de 4 de Febrero ofrecía armar caballeros a los doce que más se distinguieran, para lo cual creaba una Orden militar noble, llamada de Infanzones; y en la del 9 se quejaba de la indiferencia y abandono con que algunos vecinos miraban la suerte de la patria, y después de suponer que el desaliento era producido por el oro francés, amenazaba con grandes castigos al que se mostrara cobarde.

Las acciones de los días 3, 4 y 5 no fueron tan encarnizadas como la última que describí. Franceses y españoles estaban muertos de fatiga. Las boca-calles que conservamos en la plazuela de la Magdalena, conteniendo siempre al enemigo en sus dos avances de la calle de Palomar y de Pabostre, se defendían con cañones. Los restos del seminario estaban asimismo erizados de artillería, y los franceses, seguros de no poder echamos de allí por los medios ordinarios, trabajaban sin cesar en sus minas.

Mi batallón se había fundido en el de Extremadura, pues el resto de uno y otro no llegaba a tres compañías. Agustín de Montoria era capitán, y yo fui ascendido a alférez el día 2. No volvimos a prestar servicio en las Tenerías y lleváronnos a guarnecer a San Francisco, vasto edificio que ofrecía buenas posiciones para tirotear a los franceses, establecidos en Jerusalén. Se nos repartían raciones muy escasas, y los que ya nos contábamos en el número de oficiales comíamos rancho lo mismo que los soldados. Agustín guardaba su pan, para llevárselo a Mariquilla.

Desde el día 4 empezaron los franceses a minar el terreno para apoderarse del Hospital y de San Francisco, pues harto sabían que de otro modo era imposible. Para impedirlo contraminanos, con objeto de volarles a ellos antes que nos volaran a nosotros, y este trabajo ardoroso en las entrañas de la tierra a nada del mundo puede compararse. Parecíanos haber dejado de ser hombres, para convertirnos en otra especie de seres, insensibles y fríos habitantes de las cavernas, lejos del sol, del aire puro y de la hermosa luz. Sin cesar labrábamos largas galerías, como el gusano que se fabrica la casa en lo oscuro de la tierra y con el molde de su propio cuerpo. Entre los golpes de nuestras piquetas oíamos, como un sordo eco, el de las piquetas de los franceses, y después de habernos batido y destrozado en la superficie, nos buscábamos en la horrible noche deaquellos sepulcros para acabar de exterminamos.

El convento de San Francisco tenía por la parte del coro vastas bodegas subterráneas. Los edificios que ocupaban más abajo los franceses también las tenían, y rara era la casa que no se alzaba sobre profundos sótanos. Las galerías abiertas por las azadas de unos y otros juntábanse al fin en uno de aquellos aposentos: a la luz de nuestros faroles veíamos a los franceses, como imaginarias figuras de duendes engendradas por la luz rojiza en las sinuosidades de la mazmorra; ellos nos veían también, y al punto nos tiroteábamos; pero nosotros íbamos provistos de granadas de mano, y arrojándolas sobre ellos les poníamos en dispersión persiguiéndoles luego a arma blanca a lo largo de las galerías. Todo aquello parecía una pesadilla, una de esas luchas angustiosas que a veces trabamos contra seres aborrecidos en las profundas concavidades del sueño: pero era cierto y se repetía a cada instante en diversos puntos.

En esta penosa tarea nos relevábamos frecuentemente, y en los ratos de descanso salíamos al Coso, sitio céntrico de reunión y al mismo tiempo parque, hospital y cementerio general de los sitiados. Una tarde (creo que la del 5) estábamos en la puerta del convento varios muchachos del batallón de Estremadura y de San Pedro y comentábamos las peripecias del sitio, opinando todos que bien pronto sería imposible la resistencia. El corrillo serenovaba constantemente. D. José de Montoria se acercó a nosotros, y saludándonos con semblante triste, sentose en el banquillo de madera que teníamos junto a la puerta.

-Oiga Vd. lo que se habla por aquí, señor don José -le dije-. La gente cree que es imposible resistir muchos días más.

-No os desaniméis, muchachos -contestó-. Bien dice el capitán general en su proclama que corre mucho oro francés por la ciudad.

Un franciscano que venía de auxiliar a algunas docenas de moribundos tomó la palabra y dijo:

-Es un dolor lo que pasa. No se habla por ahí de otra cosa que de rendirse. Si parece que esto ya no es Zaragoza. ¡Quién conoció a aquella gente templada del primer sitio!...

-Dice bien su paternidad -afirmó Montoria-. Está uno avergonzado, y hasta los que tenemos corazón de bronce nos sentimos atacados de esta flaqueza que cunde más que la epidemia. Y en resumidas cuentas, no sé a qué viene ahora esa novedad de rendirse cuando nunca lo hemos hecho, ¡porra! Si hay algo después de este mundo como nuestra religión nos enseña, ¿a qué apurarse por un día más o menos de vida?

-Verdad es, Sr. D. José -dijo el fraile-, que las provisiones se acaban por momentos y que donde no hay harina todo es mohína.

-¡Boberías y melindres!, padre Luengo -exclamóMontoria-. Ya... Si esta gente, acostumbrada al regalo de otros tiempos, no puede pasarse sin carne y pan, no hemos dicho nada. Como si no hubiera otras muchas cosas que comer... Soy partidario de la resistencia a todo trance, cueste lo que cueste. He experimentado terribles desgracias; la pérdida de mi primogénito y de mi nieto ha cubierto de luto mi corazón; pero el honor nacional, llenando toda mi alma, a veces no deja hueco para otro sentimiento. Un hijo me queda, único consuelo de mi vida y depositario de mi casa y mi nombre. Lejos de apartarle del peligro le obligo a persistir en la defensa. Si le pierdo, me moriré de pena; pero que salve el honor nacional, aunque perezca mi único heredero.

-Y según he oído -dijo el padre Luengo-, el señor D. Agustín ha hecho prodigios de valor. Está visto que los primeros laureles de esta campaña pertenecen a los insignes guerreros de la Iglesia.

-No, mi hijo no pertenecerá ya a la Iglesia. Es preciso que renuncie a ser clérigo, pues yo no puedo quedarme sin sucesión directa.

-Sí, vaya Vd. a hablarle de sucesiones y de casorios. Desde que es soldado parece que ha cambiado un poco; pero antes sus conversaciones trataban siempre de re theologica, y jamás le oí hablar de erotica. Es un chico que tiene a Santo Tomás en las puntas de los dedos, y no sabe en qué sitio de la cara llevan los ojos las muchachas.

-Agustín sacrificará por mí su ardiente vocación. Si salimos bien del sitio y la Virgen del Pilar me lo deja con vida, pienso casarle al instante con mujer que le iguale en condición y fortuna.

Cuando esto decía, vimos que se nos acercaba sofocada Mariquilla Candiola, la cual llegándose a mí me preguntó:

-Sr. de Araceli, ¿ha visto Vd. a mi padre?

-No, señorita doña María -le respondí-. Desde ayer no le he visto. Puede que esté en las ruinas de su casa, ocupándose en ver si puede sacar alguna cosa.

-No está -dijo Mariquilla con desaliento-. Le he buscado por todas partes.

-¿Ha estado Vd. aquí detrás, por junto a San Diego? El Sr. Candiola suele ir a visitar su casa llamada de los Duendes por ver si se la han destrozado.

-Pues voy al momento allá.

Cuando desapareció, dijo Montoria:

-Es esta, a lo que parece, la hija del tío Candiola. A fe que es bonita, y no parece hija de aquel lobo... Dios me perdone el mote. De aquel buen hombre, quise decir.

-Es guapilla -afirmó el fraile-. Pero se me figura que es una buena pieza. De la madera del tío Candiola no puede salir un buen santo.

-No se habla mal del prójimo -dijo D. José.

-Candiola no es prójimo. La muchacha desde que se quedaron sin casa, no abandona la compañía de los soldados.

-Estará entre ellos para asistir a los heridos.

-Puede ser; pero me parece que le gustan más los sanos y robustos. Su carilla graciosa está diciendo que allí no hay pizca de vergüenza.

-¡Lengua de escorpión!

-Pura verdad -añadió el fraile-. Bien dicen que de tal palo, tal astilla. ¿No aseguran que su madre la Pepa Rincón fue mujer pública o poco menos?

-Alegre de cascos tal vez...

-¡No está mala alegría! Cuando fue abandonada por su tercer cortejo, cargó con ella el Sr. D. Jerónimo.

-Basta de difamación -dijo Montoria-, y aunque se trata de la peor gente del mundo, dejémosles con su conciencia.

-Yo no daría un maravedí por el alma de todos los Candiolas reunidos -repuso el fraile-. Pero allí aparece el Sr. D. Jerónimo, si no me engaño. Nos ha visto y viene hacia acá.

En efecto, el tío Candiola avanzaba despaciosamente por el Coso, y llegó a la puerta del convento.

-Buenas tardes tenga el Sr. D. Jerónimo -le dijo Montoria-. Quedamos en que se acabaron los rencorcillos...

-Hace un momento ha estado aquí preguntando por Vd. su inocente hija -le indicó Luengo con malicia.

-¿Dónde está?

-Ha ido a San Diego -dijo un soldado-. Puedeque se la roben los franceses que andan por allí cerca.

-Quizás la respeten al saber que es hija del señor D. Jerónimo -dijo Luengo-. ¿Es cierto, amigo Candiola, lo que se cuenta por ahí?

-¿Qué?

-Que Vd. ha pasado estos días la línea francesa para conferenciar con la canalla.

-¡Yo! ¡Qué vil calumnia! -exclamó el tacaño-. Eso lo dirán mis enemigos para perderme. ¿Es usted, Sr. Montoria, quien ha hecho correr esas voces?

-Ni por pienso -respondió el patriota-. Pero es cierto que lo oí decir. Recuerdo que le defendí a usted, asegurando que el Sr. Candiola es incapaz de venderse a los franceses.

-¡Mis enemigos, mis enemigos quieren perderme! ¡Qué infamias inventan contra mí! También quieren que pierda la honra, después de haber perdido la hacienda. Señores, mi casa de la calle de la Sombra ha perdido parte del tejado. ¿Hay desolación semejante? La que tengo aquí detrás de San Francisco y pegada a la huerta de San Diego, se conserva bien; pero está ocupada por la tropa, y me la destrozan que es un primor.

-El edificio vale bien poco, Sr. D. Jerónimo -dijo el fraile-, y si mal no recuerdo, hace diez años que nadie quiere habitarla.

-Como dio la gente en la manía de decir si había duendes o no... Pero dejemos eso. ¿Han visto por aquí a mi hija?

-Esa virginal azucena ha ido hacia San Diego en busca de su simpático papá.

-Mi hija ha perdido el juicio.

-Algo de eso.

-También tiene de ello la culpa el Sr. de Montoria. Mis enemigos, mis pérfidos enemigos no me dejan respirar.

-¡Cómo! -exclamó mi protector-. ¿También tengo yo la culpa de que esa niña haya sacado las malas mañas de su madre?... quiero decir... ¡Maldita lengua mía! Su madre fue una señora ejemplar.

-Los insultos del Sr. Montoria no me llaman la atención y los desprecio -dijo el avaro con ponzoñosa cólera-. En vez de insultarme el Sr. D. José, debiera sujetar a su niño Agustín, libertino y embaucador, que es quien ha trastornado el seso a mi hija. No, no se la daré en matrimonio, aunque bebe los vientos por ella. Y quiere robármela. ¡Buena pieza el tal D. Agustín! No, no la tendrá por esposa. Vale más, mucho más mi María.

D. José de Montoria, al oír esto, púsose blanco, y dio algunos pasos hacia el tío Candiola, con intento sin duda de renovar la violenta escena de la calle de Antón Trillo. Después se contuvo, y con voz dolorida habló así:

-¡Dios mío! Dame fuerzas para reprimir mis arrebatos de cólera. ¿Es posible matar la soberbia y ser humilde delante de este hombre? Le pedí perdón de la ofensa que le hice, humilleme ante él, le ofrecíuna mano de amigo, y sin embargo, se me pone delante para injuriarme otra vez, para insultarme del modo más horrendo... ¡Miserable hombre, castígame, mátame, bébete toda mi sangre y vende después mis huesos para hacer botones; pero que tu vil lengua no arroje tanta ignominia sobre mi hijo querido! ¿Qué has dicho, que ha dicho Vd. de mi Agustín?

-La verdad.

-No sé cómo me contengo. Señores, sean ustedes testigos de mi bondad. No quiero arrebatarme; no quiero atropellar a nadie; no quiero ofender a Dios. Yo le perdono a este hombre sus infamias; pero que se quite al punto de mi presencia, porque viéndole no respondo de mí.

Candiola, amedrentado por estas palabras, entró en el portalón del convento. El padre Luengo se llevó a Montoria por el Coso abajo.

Y sucedió que en el mismo instante, entre los soldados que allí estaban reunidos, empezó a cundir un murmullo rencoroso que indicaba sentimientos muy hostiles contra el padre de Mariquilla, lo cual, atendidos los antecedentes de aquel, no tenía nada de particular. Él quiso huir, viéndose empujado de un lado para otro; mas le detuvieron, y sin saber cómo, en un rápido movimiento del grupo amenazador, fue llevado al claustro. Entonces una voz dijo con colérico acento:

-Al pozo; arrojarle al pozo.

Candiola fue asido por varias manos, y magullado, roto y descosido más de lo que estaba.

-Es de los que andan repartiendo dinero para que la tropa se rinda -dijo uno.

-Sí, sí -gritaron otros-. Ayer decían que andaba en el Mercado repartiendo dinero.

-Señores -decía el infeliz con voz ahogada-, yo les juro a Vds. que jamás he repartido dinero.

Y así era la verdad.

-Anoche dicen que le vieron traspasar la línea y meterse en el campo francés.

-De donde volvió por la mañana. ¡Al pozo con él!

Otro amigo y yo forcejeamos un rato por salvar a Candiola de una muerte segura; pero no lo pudimos conseguir sino a fuerza de ruegos y persuasiones, diciendo:

-Muchachos, no hagamos una barbaridad. ¿Qué daño puede causar este vejete despreciable?

-Es verdad -añadió él en el colmo de la angustia-. ¿Qué mal puedo hacer yo, que siempre me he ocupado en socorrer a los menesterosos? Vosotros no me mataréis; sois soldados de las Peñas de San Pedro y de Extremadura; sois todos guapos chicos. Vosotros incendiasteis aquellas casas de las Tenerías, donde yo encontré el pollo que me valió una onza. ¿Quién dice que yo me vendo a los franceses? Les odio, no les puedo ver, y a vosotros os quiero como a mi propio pellejo. Niñitos míos, dejadme en paz. Todo lo he perdido; que me quede al menos la vida.

Estas lamentaciones, y los ruegos míos y de mi amigo ablandaron un poco a los soldados, y una vez pasada la primera efervescencia, nos fue fácil salvar al desgraciado viejo. Al relevarse la gente que estaba en las posiciones, quedó completamente a salvo; pero ni siquiera nos dio las gracias cuando, después de librarle de la muerte, le ofrecimos un pedazo de pan. Poco después, y cuando tuvo alientos para andar, salió a la calle, donde él y su hija se reunieron.