XXIII

Incorporados al batallón de Extremadura, se nos llevó por la calle de Palomar hasta la plaza de la Magdalena, desde donde oímos fuerte estrépito de combate hacia el extremo de la calle de Puerta Quemada. Como nos habían dicho, el enemigo procuraba extenderse por la calle de Pabostre para apoderarse de Puerta Quemada, punto importantísimo que le permitía enfilar con su artillería la calle del mismo nombre hasta la plaza de la Magdalena; y como la posesión de San Agustín y las Mónicas, les permitía amenazar aquel punto céntrico por el fácil tránsito de la calle de Palomar, ya se conceptuaban dueños del arrabal. En efecto, si los de San Agustín lograban avanzar hasta las ruinas del Seminario, y los de la calle de Pabostre hasta Puerta Quemada, era imposible disputar a los franceses el barrio de Tenerías.

Después de una breve espera, nos llevaron a la calle de Pabostre, y como la lucha era combinada entre el interior de los edificios y la vía pública, entramos por la calle de los Viejos a la primera manzana. Desde las ventanas de la casa en que nos situaron no se veía más que humo, y apenas podíamos hacernos cargo de lo que allí estaba pasando; mas luego advertíque la calle estaba llena de zanjas y cortaduras de trecho en trecho, con parapetos de tierra, muebles y escombros. Desde las ventanas se hacía un fuego horroroso. Recordando una frase del mendigo cojo Sursum Corda, puedo decir que nuestra alma era toda balas. En el interior de las casas corría la sangre a torrentes. El empuje de la Francia era terrible; y para que la resistencia no fuese menor, las campanas convocaban sin cesar al pueblo, los generales dictaban órdenes crueles para castigar a los rezagados; los frailes reunían gente de los otros barrios, trayéndola como en traílla, y algunas mujeres heroicas daban el ejemplo, arrojándose en medio del peligro, fusil en mano.

Día horrendo, cuyo rumor pavoroso retumba sin cesar en los oídos del que lo presenció, cuyo recuerdo le persigue, pesadilla indeleble de toda la vida. Quien no vio sus excesos, quien no oyó su vocerío y estruendo, ignora con que aparato externo se presenta a los sentidos humanos el ideal del horror. Y no me digáis que habéis visto el cráter de un volcán en lo más recio de sus erupciones, o una furiosa tempestad en medio del Océano, cuando la embarcación, lanzada al cielo por una cordillera de agua, cae después al abismo vertiginoso; no me digáis que habéis visto eso, pues nada de eso se parece a los volcanes y a las tempestades que hacen estallar los hombres, cuando sus pasiones les llevan a eclipsar los desórdenes de la naturaleza.

Era difícil contenernos, y no pudiendo hacer gran hostilidad desde allí, bajamos a la calle unos tras otros, sin hacer caso de los jefes que querían contenernos. El combate tenía sobre todos una atracción irresistible, y nos llamaba como llama el abismo al que le mira desde el vértice de elevada cima. Jamás me he considerado héroe; pero es lo cierto que en aquellos momentos ni temía la muerte, ni me arredraba el espectáculo de las catástrofes que a mi lado veía. Verdad es que el heroísmo, como cosa del momento e hijo directo de la inspiración, no pertenece exclusivamente a los valerosos, razón por la cual suele encontrarse con frecuencia en las mujeres y en los cobardes.

Por no parecer prolijo no referiré aquí las peripecias de aquel combate de la calle de Pabostre. Se parecen mucho a las que antes he contado, y si en algo se diferenciaron fue por el exceso de la constancia y de la energía, llevadas a un grado tal que allí acababa lo humano y empezaba lo divino. Dentro de las casas pasaban escenas como las que en otro lugar he referido; pero con mayor encarnizamiento, porque el triunfo se creía más definitivo. La ventaja adquirida en una pieza, perdíanla los imperiales en otra; la acción trabada en la bohardilla descendía peldaño por peldaño hasta el sótano, y allí se remataba al arma blanca, con ventaja siempre para los paisanos. Las voces de mando con que unos y otros dirigían los movimientos dentro deaquellos laberintos, retumbaban de pieza en pieza con ecos espantosos.

En la calle usaban ellos artillería y nosotros también. Varias veces trataron de apoderarse con rápidos golpes de mano de nuestras piezas; pero perdían mucha gente sin conseguirlo nunca. Acobardados al ver que el esfuerzo empleado otra vez para ganar una batalla no bastaba entonces para conquistar dos varas de calle, se negaban a batirse, y sus oficiales les sacudían a palos la pereza.

Por nuestra parte no era preciso emplear tales medios, y bastaba la persuasión. Los frailes, sin dejar de prestar auxilio a los moribundos, atendían a todo, y al advertir debilidad en un punto, volaban a llamar la atención de los jefes. En una de las zanjas abiertas en la calle, una mujer, más que ninguna valerosa, Manuela Sancho, después de hacer fuego de fusil, disparó varios tiros en la pieza de a 8. Mantúvose ilesa, durante gran parte del día, animando a todos con sus palabras, y sirviendo de ejemplo a los hombres; pero serían las tres de la tarde cuando cayó en la zanja, herida en una pierna, y durante largo tiempo confundiose con los muertos, porque la hemorragia la puso exánime y con apariencia de cadáver. Más tarde, advirtiendo que respiraba, la retiramos, y fue curada, quedando tan bien, que muchos años después tuve el gusto de verla viva. La Historia no ha olvidado a aquella valiente joven y además, la calle de Pabostre,cuyas mezquinas casas son más elocuentes que las páginas de un libro, lleva el nombre de Manuela Sancho.

Poco después de las tres, una horrísona explosión conmovió las casas que los franceses nos habían disputado tan encarnizadamente durante la mañana, y entre el espeso humo y el polvo, más espeso aún que el humo, vimos volar en pedazos mil las paredes y el techo, cayendo todo al suelo con un estruendo de que no puede darse idea. Los franceses empezaban a emplear la mina para conquistar lo que por ningún otro medio podía arrancarse de las manos aragonesas. Abrieron galerías, cargaron los hornillos, y los hombres cruzáronse de brazos, esperando que la pólvora lo hiciera todo.

Cuando reventó la primera casa, nos mantuvimos serenos en las inmediatas y en la calle; pero cuando con estallido más fuerte aún vino a tierra la segunda, iniciose el movimiento de retirada con bastante desorden. Al considerar que eran sepultados entre las ruinas o lanzados al aire tantos infelices compañeros que no se habrían dejado vencer por la fuerza del brazo, nos sentimos débiles para luchar con aquel elemento de destrucción, y parecíanos que en todas las demás casas y en la calle, minadas ya también, iban a estallar horribles cráteres que en pedazos mil nos salpicarían desgarrados en sangrientos jirones.

Los jefes nos detenían diciendo:

-Firmes, muchachos. No correr. Eso es para asustaros. Nosotros también tenemos pólvora en abundancia, y abriremos minas. ¿Creéis que eso les dará ventaja? Al contrario. Veremos cómo se defienden entre los escombros.

Palafox se presentó a la entrada de la calle, y su presencia nos contuvo algún tanto. El mucho ruido impidiome oír lo que nos dijo; pero por sus gestos comprendí que quería impelernos a marchar sobre las ruinas.

-Ya oís, muchachos; ya oís lo que dice el capitán general -vociferó a nuestro lado un fraile de los que venían en la comitiva de Palafox-. Dice que si hacéis un pequeño esfuerzo más, no quedará vivo un solo francés.

-¡Y tiene razón! -exclamó otro fraile-. No habrá en Zaragoza una mujer que os mire, si al punto no os arrojáis sobre las ruinas de las casas y echáis de allí a los franceses.

-Adelante, hijos de la Virgen del Pilar -añadió un tercer fraile-. Allí hay un grupo de mujeres. ¿Las veis? Pues dicen que si no vais vosotros, irán ellas. ¿No os da vergüenza vuestra cobardía?

Con esto nos contuvimos un poco. Reventó otra casa a la derecha, y entonces Palafox se internó en la calle. Sin saber cómo ni por qué, nos llevaba tras sí. Y ahora es ocasión de hablar de este personaje eminente, cuyo nombre va unido al de las célebres proezas de Zaragoza. Debía en gran parte su prestigioa su gran valor; pero también a la nobleza de su origen, al respeto con que siempre fue mirada allí la familia de Lazán y a su hermosa y arrogante presencia. Era joven. Había pertenecido al Cuerpo de Guardias, y se le elogiaba mucho por haber despreciado los favores de una muy alta señora, tan famosa por su posición como por sus escándalos. Lo que más que nada hacía simpático al caudillo zaragozano era su indomable y serena valentía, aquel ardor juvenil con que acometía lo más peligroso y difícil, por simple afán de tocar un ideal de gloria.

Si carecía de dotes intelectuales para dirigir obra tan ardua como aquella, tuvo el acierto de reconocer su incompetencia, y rodeose de hombres insignes por distintos conceptos. Estos lo hacían todo, y Palafox quedábase tan sólo con lo teatral. Sobre un pueblo en que tanto prevalece la imaginación, no podía menos de ejercer subyugador dominio aquel joven general, de ilustre familia y simpática figura, que se presentaba en todas partes reanimando a los débiles y distribuyendo recompensas a los animosos. Los zaragozanos habían simbolizado en él sus virtudes, su constancia, su patriotismo ideal con ribetes de místico y su fervor guerrero. Lo que él disponía, todos lo encontraban bueno y justo. Como aquellos monarcas a quienes las tradicionales leyes han hecho representación personal de los principios fundamentales del gobierno, Palafox no podía hacer nada malo: lo malo era obra de sus consejeros. Yen realidad, el ilustre caudillo reinaba y no gobernaba. Gobernaban el padre Basilio, O'Neilly, Saint-March y Butrón, clérigo escolapio el primero, generales insignes los otros tres.

En los puntos de peligro aparecía siempre Palafox como la expresión humana del triunfo. Su voz reanimaba a los moribundos, y si la Virgen del Pilar hubiera hablado, no hubiera hablado por otra boca. Su rostro expresaba siempre una confianza suprema, y en él la triunfal sonrisa infundía coraje como en otros el ceño feroz. Vanagloriábase de ser el impulsor de aquel gran movimiento. Como comprendía por instinto que parte del éxito era debido, más que a lo que tenía de general a lo que tenía de actor, siempre se presentaba con todos sus arreos de gala, entorchados, plumas y veneras, y la atronadora música de los aplausos y los vivas le halagaban en extremo. Todo esto era preciso, pues ha de haber siempre algo de mutua adulación entre la hueste y el caudillo para que el enfático orgullo de la victoria arrastre a todos al heroísmo.