XVIII

Los franceses habíanse apoderado también de la batería de los Mártires, y en aquella misma tarde fueron dueños de las ruinas de Santa Engracia y del convento de Trinitarios. ¿Se concibe que continúe la resistencia de una plaza después de perdido lo más importante de su circuito? No, no se concibe, ni en las previsiones del arte militar ha entrado nunca que, apoderado el enemigo de la muralla por la superioridad incontrastable de su fuerza material, ofrezcan las casas nuevas líneas de fortificaciones, improvisadas por la iniciativa de cada vecino; no se concibe que, tomada una casa, sea preciso organizar un verdadero plan de sitio para tomar la inmediata, empleando la zapa, la mina y ataques parciales a la bayoneta,desarrollando contra un tabique ingeniosa estratagema; no se concibe que tomada una acera sea preciso para pasar a la de enfrente poner en ejecución las teorías de Vauban, y que para saltar un arroyo sea preciso hacer paralelas, zig-zags y caminos cubiertos.

Los generales franceses se llevaban las manos a la cabeza diciendo: «Esto no se parece a nada de lo que hemos visto». En los gloriosos anales del imperio se encuentran muchos partes como este: «Hemos entrado en Spandau; mañana estaremos en Berlín». Lo que aún no se había escrito era lo siguiente: «Después de dos días y dos noches de combate hemos tomado la casa número 1 de la calle de Pabostre. Ignoramos cuándo se podrá tomar el número 2».

No tuvimos tiempo para reposar. Los dos cañones que enfilaban la calle de Pabostre, en el ángulo de Puerta Quemada, se habían quedado sin gente. Unos corrimos a servirlo, y el resto del batallón ocupó varias casas en la calle de Palomar. Los franceses dejaron de hacer fuego de cañón contra los edificios que habíamos abandonado, ocupándose precipitadamente en repararlos como pudieron. Lo que amenazaba ruina lo demolían, y tapiaban los huecos con vigas, cascajo y sacas de lana.

Como no podían atravesar sin riesgo el espacio intermedio entre los restos de muralla y sus nuevos alojamientos, comenzaron a abrir una zanja en zig-zag desde el Molino de la ciudad a la casa queantes ocupáramos nosotros, la cual, sólo conservaba en buen estado para alojamiento la planta baja.

Al punto comprendimos que una vez dueños de aquella casa, procurarían, derribando tabiques, apoderarse de toda la manzana, y para evitarlo la tropa disponible fue distribuida en guarniciones que ocuparon todos los edificios donde había peligro. Al mismo tiempo se levantaban barricadas en las bocacalles, aprovechando los escombros. Nos pusimos a trabajar con ardor frenético en distintas faenas, entre las cuales la menos penosa era seguramente la de batirnos. Dentro de las casas arrojábamos por los balcones todos los muebles; afuera transportábamos heridos o arrimábamos los muertos al zócalo de los edificios, pues las únicas honras fúnebres que por entonces podían hacérseles, consistían en quitarlos de donde estorbaban.

Quisieron también los franceses ganar a Santa Mónica, convento situado en la línea de las Tenerías, más al Norte de la calle de Pabostre; pero sus paredes ofrecían buena resistencia, y no era fácil tomarlo como aquellas endebles casas, que el estruendo tan sólo de los cañones hacía estremecer. Los voluntarios de Huesca la defendían con gran arrojo, y después de repetidos ataques, los sitiadores dejaron la empresa para otro día. Posesionados tan sólo de algunas casas, en ellas permanecían a la caída de la tarde como en escondida madriguera, y ¡ay de aquel que la cabeza asomaba fuera de las ventanas! Las paredespróximas, los tejados, las bohardillas y tragaluces abiertos en distintas direcciones estaban llenos de atentos ojos que observaban el menor descuido del soldado enemigo para soltarle un tiro.

Cuando anocheció empezamos a abrir huecos en los tabiques para comunicar, todas las casas de una misma manzana. A pesar del incesante ruido del cañón y la fusilería, en el interior de los edificios pudimos percibir el golpear de las piquetas enemigas, ocupadas en igual tarea que nosotros. También ellos establecían comunicaciones. Como aquella arquitectura era frágil y casi todos los tabiques de tierra, en poco tiempo abrimos paso entre varias casas.

A eso de las diez de la noche nos hallábamos en una que debía de ser muy inmediata a la de Manuela Sancho, cuando sentimos que por conductos desconocidos, por sótanos, pasillos o subterráneas comunicaciones, llegaba a nuestros oídos el rumor de las voces del enemigo. Una mujer subió azorada por una escalerilla, diciéndonos que los franceses estaban abriendo un boquete en la pared de la cuadra, y bajamos al instante; pero aún no estábamos todos en el patio frío, estrecho y oscuro de la casa, cuando a boca de jarro se nos disparó un tiro, y un compañero fue levemente herido en el hombro. A la escasa claridad percibimos varios bultos que sucesivamente se internaron en la cuadra, e hicimos fuego, avanzando después con brío tras ellos.

Al ruido de los tiros acudieron otros compañeros nuestros que habían quedado arriba, y penetramos denodadamente en la lóbrega pieza. Los enemigos no se detuvieron en ella, y a todo escape repasaron el agujero abierto en la pared medianera, buscando refugio en su primitiva morada, desde la cual nos enviaron algunas balas. No estábamos completamente a oscuras, porque ellos tenían una hoguera, de cuyas llamas algunos débiles rayos penetraban por la abertura, difundiendo rojiza claridad sobre el teatro de aquella lucha. Yo no había visto nunca cosa semejante, ni jamás presencié combate alguno entre cuatro negras paredes y a la luz indecisa de una llama lejana, cuya oscilación proyectaba movibles sombras y espantajos en nuestro derredor.

Adviértase que la claridad era perjudicial a los franceses, porque a pesar de guarecerse tras el hueco, nos ofrecían blanco seguro. Nos tiroteamos un breve rato, y dos compañeros cayeron muertos o mal heridos sobre el húmedo suelo. A pesar de este desastre, hubo otros que quisieron llevar adelante aquella aventura, asaltando el agujero e internándose en la guarida del enemigo; pero aunque este había cesado de ofendernos, parecía prepararse para atacar mejor. De repente se apagó la hoguera y quedamos en completa oscuridad. Dimos repetidas vueltas buscando la salida, y chocábamos unos con otros. Esta situación, junto con el temor de ser atacados con elementos superiores, o de quearrojaran en medio de aquel sepulcro granadas de mano, nos obligó a retirarnos al patio confusamente y en tropel.

Tuvimos tiempo, sin embargo, para buscar a tientas y recoger a los dos camaradas que habían caído durante la refriega, y luego que salimos, cerramos la puerta, tabicándola por dentro con piedras, escombros, vigas, toneles y cuanto en el patio se nos vino a las manos. Al subir, el que nos mandaba repartió algunos hombres en distintos puntos de la casa, dejando un par de escuchas en el patio para atender a los golpes de la zapa enemiga, y a mí me tocó salir fuera con otros, para traer un poco de comida, que a todos nos hacía muchísima falta.

En la calle nos pareció que de una mansión de tranquilidad pasábamos al mismo infierno, porque en medio de la noche continuaba el fuego entre las casas y la muralla. La claridad de la luna permitía correr sin tropiezo de un punto a otro, y las calles eran a cada instante atravesadas por escuadrones de tropa y paisanos que iban a donde, según la voz pública, había verdadero peligro. Muchos, sin entrar en fila y guiados de su propio instinto, acudían aquí y allí, haciendo fuego desde el punto que mejor les venía a cuento. Las campanas de todas las iglesias tocaban a la vez con lúgubre algazara, y a cada paso se encontraban grupos de mujeres transportando heridos.

Por todas partes, especialmente en el extremo de las calles que remataban en la muralla de Tenerías, se veían hacinados los cuerpos, y el herido se confundía con el cadáver, no pudiendo determinarse de qué boca salían aquellas voces lastimosas que imploraban socorro. Yo no había visto jamás desolación tan espantosa; y más que el espectáculo de los desastres causados por el hierro, me impresionó ver en los dinteles de las casas o arrastrándose por el arroyo en busca de lugar seguro, a muchos atacados de la epidemia y que se morían por momentos sin tener en las carnes la más ligera herida. El horroroso frío les hacía dar diente con diente, e imploraban auxilio con ademanes de desesperación, porque no podían hablar.

A todas estas, el hambre nos había quitado por completo las fuerzas, y apenas nos podíamos tener.

-¿Dónde encontraremos algo de comida? -me dijo Agustín-. ¿Quién se va a ocupar de semejante cosa?

-Esto tiene que acabarse pronto de una manera o de otra -respondí-. O se rinde la ciudad o perecemos todos.

Al fin, hacia las piedras del Coso encontramos una cuadrilla de Administración que estaba repartiendo raciones, y ávidamente tomamos las nuestras, llevando a los compañeros todo lo que podíamos cargar. Ellos lo recibieron con gran algarabía y cierta jovialidad impropia de las circunstancias;pero el soldado español es y ha sido siempre así. Mientras comían aquellos mendrugos tan duros como el guijarro, cundió por el batallón la opinión unánime de que Zaragoza no podía ni debía rendirse nunca.

Era la medianoche, cuando empezó a disminuir el fuego. Los franceses no conquistaban un palmo de terreno fuera de las casas que ocuparon por la tarde, aunque tampoco se les pude echar de sus alojamientos. Esta epopeya se dejaba para los días sucesivos; y cuando los hombres influyentes de la ciudad: los Montoria, los Cereso, los Sas, los Salamero y los San Clemente volvían de las Mónicas, teatro aquella noche de grandes prodigios, manifestaban una confianza enfática y un desprecio del enemigo, que enardecía el ánimo de cuantos les oían.

-Esta noche se ha hecho poco -decía Montoria-. La gente ha estado algo floja. Verdad que no había para qué echar el resto, ni debemos salir de nuestro ten con ten, mientras los franceses nos ataquen con tan poco brío... Veo que hay algunas desgracias... poca cosa. Las monjas han batido bastante aceite con vino, y todo es cuestión de aplicar unos cuantos parches... Si hubiera tiempo, bueno sería enterrar los muertos de ese montón; pero ya se hará más adelante. La epidemia crece... es preciso dar muchas friegas... friegas y más friegas; es mi sistema. Por ahora, bien pueden pasarse sin caldo; el caldo es un brebaje repugnante.Yo les daría un trago de aguardiente, y en poco tiempo podrían tomar el fusil. Con que, señores, la fiesta parece acabarse por esta noche; descabezaremos un sueño de media hora, y mañana... mañana se me figura que los franceses nos atacarán formalmente.

Luego encaró con su hijo, que en mi compañía se le acercaba, y continuó así:

-¡Oh Agustinillo! Ya había preguntado por ti. Pues estaba con cuidado, porque en acciones como la de hoy suele suceder que muere alguna gente. ¿Estás herido? No, no tienes nada; a ver... un simple rasguño... ¡Ah!, ¡chico!, se me figura que no te has portado como un Montoria. Y Vd., Sr. de Araceli, ¿ha perdido alguna pierna? Tampoco; parece que los dos acaban de salir de la fábrica: no les falta ni un pelo. Malo, malo. Me parece que tenemos aquí un par de gallinas... Ea, a descansar un rato, nada más que un rato. Si se sienten Vds. atacados de la epidemia, friegas y más friegas... es el mejor sistema... Con que, señores, quedamos en que mañana se defenderán estas casas tabique por tabique. Lo mismo pasa en todo el contorno de la ciudad; pero en cada alcoba habrá una batalla. Vamos a la capitanía general, y veremos si Palafox ha acordado lo que pensamos. No hay otro camino: o entregarles la ciudad, o disputarles cada ladrillo como si fuera un tesoro. Se aburrirán. Hoy han perdido seis u ocho mil hombres. Pero vamos a ver al excelentísimoSr. D. José... Buenas noches, muchachos, y mañana tratad de sacudir esa cobardía...

-Durmamos un poquito -dije a mi amigo, cuando nos quedamos solos-. Vamos a la casa que estamos guarneciendo, donde me parece que he visto algunos colchones.

-Yo no duermo -me contestó Montoria, siguiendo por el Coso adelante.

-Ya sé dónde vas. No se nos permitirá alejarnos tanto, Agustín.

Mucha gente, hombres y mujeres, en diversas direcciones, discurrían por aquella gran vía. De improviso una mujer corrió velozmente hacia nosotros y abrazó a Agustín sin decirle nada. Profunda emoción ahogaba la voz en su garganta.

-Mariquilla, Mariquilla de mi corazón -exclamó Montoria, abrazándola con júbilo-. ¿Cómo estás aquí? Iba ahora en busca tuya.

Mariquilla no podía hablar, y sin el sostén de los brazos del amante, su cuerpo, desmadejado y flojo, hubiera caído al suelo.

-¿Estás enferma? ¿Qué tienes? ¿Por qué lloras? ¿Es cierto que las bombas han derribado tu casa?

Cierto debía de ser, pues la desgraciada joven mostraba en su desaliñado aspecto una gran desolación. Su vestido era el que le vimos la noche anterior. Tenía suelto el cabello y en sus brazos magullados observamos algunas quemaduras.

-Sí -dijo al fin con apagada voz-. Nuestra casano existe; no tenemos nada, lo hemos perdido todo. Esta mañana cuando salistes de allá, una bomba hundió el techo. Luego cayeron otras dos...

-¿Y tu padre?

-Mi padre está allá, y no quiere abandonar las ruinas de la casa. Yo he estado todo el día buscándote para que nos dieras algún socorro. Me he metido entre el fuego, he estado en todas las calles del arrabal, he subido a algunas casas. Creí que habías muerto.

Agustín se sentó en el hueco de una puerta, y abrigando a Mariquilla con su capote, la sostuvo en sus brazos como se sostiene a un niño. Repuesta de su desmayo, pudo seguir hablando, y entonces nos dijo que no habían podido salvar ningún objeto y que apenas tuvieron tiempo para huir. La infeliz temblaba de frío, y poniéndole mi capote sobre el que ya tenía, tratamos de llevarla a la casa que guarnecíamos.

-No -dijo-. Quiero volver al lado de mi padre. Está loco de desesperación y dice mil blasfemias injuriando a Dios y a los santos. No he podido arrancarle de aquello que fue nuestra casa. Carecemos de alimento. Los vecinos no han querido darle nada. Si Vds. no quieren llevarme allá, me iré yo sola.

-No Mariquilla, no, no irás allá -dijo Montoria-; te pondremos en una de estas casas, donde al menos por esta noche estarás segura, y, entre tanto Gabriel irá en busca de tu padre, y llevándole algúnalimento, de grado o por fuerza le sacará de allí.

Insistió la Candiola en volver a la calle de Antón Trillo, pero como apenas tenía fuerzas para moverse, la llevamos en brazos a una casa de la calle de los Clavos donde estaba Manuela Sancho.