Zaragoza/V
V
-Gabriel -me decía aquella mañana-, ¿tienes ganas de batirte?
-Agustín, ¿tienes tú ganas de batirte? -le respondí. (Como se ve nos tuteábamos a los tres días de conocernos.)
-No muchas -dijo-. Figúrate que la primera bala nos matara...
-Moriríamos por la patria, por Zaragoza, y aunque la posteridad no se acordara de nosotros, siempre es un honor caer en el campo de batalla por una causa como esta.
-Dices bien -repuso con tristeza-; pero es una lástima morir. Somos jóvenes. ¿Quién sabe lo que nos está destinado en la vida?
-La vida es una miseria, y para lo que vale, mejor es no pensar en ella.
-Eso que lo digan los viejos; pero no nosotros que empezamos a vivir. Francamente, yo no quisiera ser muerto en este terrible cerco que nos han puesto los franceses. En el otro sitio también tomamos las armas todos los alumnos del Seminario, y te confieso que estaba yo más valiente que ahora. Un fuego particular enardecía mi sangre, y me lanzaba a los puestos de mayor peligro sin temer la muerte. Hoy no me pasa lo mismo: estoy medroso y el disparo de un fusil me hace estremecer.
-Eso es natural -contesté-. El miedo no existe cuando no se conoce el peligro. Por eso dicen que los más valientes soldados son los bisoños.
-No es nada de eso. Francamente, Gabriel, te confieso que esto de morir sin más ni más me sabe muy mal. Por si muero voy a hacerte un encargo, que espero cumplirás con la solicitud de un buen amigo. Atiende bien a lo que te digo. ¿Ves aquella torre que se inclina de un lado y parece alongarse hacia acá para ver lo que aquí pasa u oír lo que estamos diciendo?
-La Torre Nueva. Ya la veo; ¿qué encargo me vas a dar para esa señora?
Amanecía, y entre los irregulares tejados de la ciudad, entre las espadañas, minaretes, miradores y cimborrios de las iglesias, se destacaba la Torre Nueva, siempre vieja y nunca derecha.
-Pues oye bien -continuó Agustín-. Si me matan a los primeros tiros en este día que ahora comienza, cuando acabe la acción y rompan filas, te vas allá...
-¿A la Torre Nueva? Llego, subo...
-No hombre, subir no. Te diré: llegas a la plaza de San Felipe, donde está la Torre... Mira hacia allá: ¿ves que junto a la gran mole hay otra torre, un campanario pequeñito? Parece un monaguillo delante del señor canónigo, que es la torre grande.
-Sí, ya veo al monaguillo. Y si no me engaño, es el campanario de San Felipe. Y ahora toca el maldito.
-A misa, está tocando a misa -dijo Agustín con grande emoción-. ¿No oyes el esquilón rajado?
-Pues bien, sepamos lo que tengo que decir a ese señor monaguillo que toca el esquilón rajado.
-No, no es nada de eso. Llegas a la plaza de San Felipe. Si miras al campanario, verás que está en una esquina: de esta esquina parte una calle angosta: entras por ella y a la izquierda encontrarás al poco trecho otra calle angosta y retirada que se llama de Antón Trillo. Sigues por ella hasta llegar a espaldas de la iglesia. Allí verás una casa: te paras.
-Y luego me vuelvo.
-No; junto a la casa de que te hablo hay una huerta, con un portalón pintado de color de chocolate. Te paras allí...
-Me paro allí, y allí me estoy.
-No hombre: verás...
-Estás más blanco que la camisa, Agustinillo. ¿Qué significan esas torres y esas paradas?
-Significan -continuó mi amigo con más embarazo cada vez-, que en cuanto estés allí... Te advierto que debes ir de noche... Bueno; llegas, te paras; aguardas un poquito; luego pasas a la acera de enfrente, alargas el cuello y verás por sobre la tapia de la huerta una ventana. Coges una piedrecita y la tiras contra los vidrios de modo que no haga mucho ruido.
-Y en seguida saldrá ella.
-No, hombre, ten paciencia. ¿Qué sabes tú si saldrá o no saldrá?
-Bueno: pongamos que sale.
-Antes te diré otra cosa, y es que allí vive el tío Candiola. ¿Tú sabes quién es el tío Candiola? Pues es un vecino de Zaragoza, hombre que según dicen, tiene en su casa un sótano lleno de dinero. Es avaro y usurero y cuando presta saca las entrañas. Sabe de leyes, y moratorias y ejecuciones más que todo el Consejo y Cámara de Castilla. El que se mete en pleito con él está perdido. Es riquísimo.
-De modo que la casa del portalón pintado de color de chocolate será un magnífico palacio.
-Nada de eso: verás una casa miserable, que parece se está cayendo. Te digo que el tío Candiola es avaro. No gasta un real aunque lo fusilen, y si le vieras por ahí, le darías una limosna. Te diré otra cosa, y es que en Zaragoza nadie le puede ver, y le llaman tío Candiola por mofa y desprecio de su persona. Su nombre es D. Jerónimo de Candiola, natural de Mallorca, si no me engaño.
-Y ese tío Candiola tiene una hija.
-Hombre, espera. ¡Qué impaciente eres! ¿Qué sabes tú si tiene o no tiene una hija? -me dijo, disimulando con estas evasivas su turbación-. Pues como te iba contando, el tío Candiola es muy aborrecido en la ciudad por su gran avaricia y mal corazón. A muchos pobres ha metido en la cárcel después de arruinarlos. Además en el otro sitio no dio un cuarto para la guerra, ni tomó las armas, ni recibió heridos en su casa, ni le pudieron sacar una peseta, y como un día dijera que a él lo mismo le daba Juan que Pedro, estuvo a punto de ser arrastrado por los patriotas.
-Pues es una buena pieza el hombre de la casa de la huerta del portalón color de chocolate. ¿Y si cuando arroje la piedra a la ventana, sale el tío Candiola con un garrote y me da una solfa por hacerle chicoleos a su hija?
-No seas bestia, y calla. ¿No sabes que desde que oscurece, Candiola se encierra en un cuarto subterráneo y se está contando su dinero hasta más de medianoche? ¡Bah! Ahora va él a ocuparse... Los vecinos dicen que sienten un cierto rumorcillo o sonsonete como si estuvieran vaciando sacos de onzas.
-Bien; llego, arrojo la piedra, espero, ella sale y le digo...
-Le dices que he muerto... no, no seas bárbaro. Le das este escapulario... no, le dices... no, más vale que no le digas nada.
-Entonces, le daré el escapulario.
-Tampoco: no le lleves el escapulario.
-Ya, ya comprendo. Luego que salga, le daré las buenas noches y me marcharé cantando La Virgen del Pilar dice...
-No: es preciso que sepa mi muerte. Tú haz lo que yo te mando.
-Pero si no me mandas nada.
-¿Pero qué prisa tienes? Deja tú. Todavía puede ser que no me maten.
-Ya. ¡Cuánto ruido para nada!
-Es que me pasa una cosa, Gabriel, y te la diré francamente. Tenía muchos, muchísimos deseos de confiarte este secreto, que se me sale del pecho. ¿A quién lo había de revelar sino a ti, que eres mi amigo? Si no te lo dijera, me reventaría el corazón como una granada. Temo mucho decirlo de noche en sueños, y por este temor no duermo. Si mi padre, mi madre o mi hermano lo supieran, me matarían.
-¿Y los padres del Seminario?
-No nombres a los padres. Verás: te contaré lo que me ha pasado. ¿Conoces al padre Rincón? Pues el padre Rincón me quiere mucho, y todas las tardes me sacaba a paseo por la ribera o hacia Torrero o camino de Juslibol. Hablábamos de teología y de letras humanas. Rincón es tan entusiasta del gran poeta Horacio que suele decir: «Es lástima que ese hombre no haya sido cristiano para canonizarlo». Lleva siempre consigo un pequeño Elzevirius, a quien ama más que a las niñas de sus ojos, y cuando nos cansamos en el paseo, él se sienta, lee y entre los dos hacemos los comentarios que se nos ocurren... Bueno... ahora te diré que el padre Rincón era pariente de doña María Rincón, difunta esposa de Candiola, y que este tiene una heredad en el camino de Monzalbarba, con una torre miserable, más parecida a cabaña que a torre, pero rodeada de frondosos árboles y con deliciosas vistas al Ebro. Una tarde, después que leímos el Quis multa gracilis te puer in rosa, mi maestro quiso visitar a su pariente. Fuimos allá, entramos en la huerta, y Candiola no estaba. Pero nos salió al encuentro su hija, y Rincón le dijo: -Mariquilla, da unos melocotones a este joven y saca para mí una copita de lo que sabes.
-¿Y es guapa Mariquilla?
-No preguntes eso. ¿Que si es guapa? Verás... El padre Rincón le tomó la barba, y haciéndole volver la cara hacia mí, me dijo: «Agustín, confiesa que en tu vida has visto una cara más linda que esta. Mira qué ojos de fuego, qué boca de ángel y qué pedazo de cielo por frente». Yo temblaba, y Mariquilla, con el rostro encendido como la grana, se reía. Luego Rincón continuó diciendo: «A ti que eres un futuro padre de la Iglesia, y un joven ejemplar sin otra pasión que la de los libros, se te puede enseñar esta divinidad. Joven, admira aquí las obras admirables del Supremo Creador. Observa la expresión de ese rostro, la dulzura de esas miradas, la gracia de esa sonrisa, el frescor de esa boca, la suavidad de esa tez, la elegancia de ese cuerpo, y confiesa que si es hermoso el cielo, y la flor, y las montañas, la luz, todas las creaciones de Dios se oscurecen al lado de la mujer, la más perfecta y acabada hechura de las inmortales manos». Esto me dijo mi maestro, y yo, mudo y atónito, no cesaba de contemplar aquella obra maestra, que era sin disputa mejor que la Eneida. No puedo explicarte lo que sentí. Figúrate que el Ebro, ese gran río que baja desde Fontibre hasta dar en el mar por los Alfaques, se detuviera de improviso en su curso, y empezase a correr hacia arriba volviendo a las Asturias de Santillana: pues una cosa así pasó en mi espíritu. Yo mismo me asombraba de ver cómo todas mis ideas se detuvieron en su curso sosegado, y volvieron atrás, echando no sé por qué nuevos caminos. Te digo que estaba asombrado y lo estoy todavía. Mirándola sin saciar nunca la ansiedad tanto de mi alma como de mis ojos, yo me decía: «La amo de un modo extraordinario. ¿Cómo es que hasta ahora no había caído en ello?». Yo no había visto a Mariquilla hasta aquel momento.
-¿Y los melocotones?
-Mariquilla estaba tan turbada delante de mí como yo delante de ella. El padre Rincón se puso a hablar con el hortelano sobre los desperfectos que habían hecho en la finca los franceses (pues esto pasaba a principios de Setiembre, un mes después de levantado el primer sitio) y Mariquilla y yo nos quedamos solos. ¡Solos! Mi primer impulso fue echar a correr, y ella, según me ha dicho, también sintió lo mismo. Pero ni ella ni yo corrimos, sino que nos quedamos allí. De pronto sentí una grande y extraña energía en mi cerebro. Rompiendo el silencio, comencé a hablar con ella. Dijimos varias cosas indiferentes al principio, pero a mí me ocurrían pensamientos que según mi entender, sobresalían de lo vulgar, y todos, todos los dije. Mariquilla me respondía poco; pero sus ojos eran más elocuentes que cuanto yo le estaba diciendo. Al fin, llamonos el padre Rincón, y nos marchamos. Me despedí de ella y en voz baja le dije que pronto nos volveríamos a ver. Volvimos a Zaragoza. ¡Ay! Por el camino, los árboles, el Ebro, las cúpulas del Pilar, los campanarios de Zaragoza, los transeúntes, las casas, las tapias de las huertas, el suelo, el rumor del viento, los perros del camino, todo me parecía distinto; todo, cielo y tierra habían cambiado. Mi buen maestro volvió a leer a Horacio, y yo dije que Horacio no valía nada. Me quiso comer, y amenazome con retirarme su amistad. Yo elogié a Virgilio con entusiasmo, y repetí aquellos célebres versos:
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-Eso pasó a principios de Setiembre -le dije-. ¿Y de entonces acá?
-Desde aquel día ha empezado para mí la nueva vida. Comenzó por una inquietud ardiente que me quitaba el sueño, haciéndome aborrecible todo lo que no fuera Mariquilla. La propia casa paterna me era odiosa, y vagando por los alrededores de la ciudad sin compañía alguna, buscaba en la soledad la paz de mi espíritu. Aborrecí el colegio, los libros todos y la teología, y cuando llegó Octubre y me querían obligar a vivir encerrado en la santa casa, me fingí enfermo para quedarme en la mía. Gracias a la guerra, que a todos nos ha hecho soldados, puedo vivir libremente, salir a todas horas, incluso de noche, y verla y hablarle con frecuencia. Voy a su casa, hago la seña convenida, baja, abre una ventana con reja, y hablamos largas horas. Los transeúntes pasan; pero como estoy embozado en mi capa hasta los ojos, con esto y la oscuridad de la noche, nadie me conoce. Por eso los muchachos del pueblo se preguntan unos a otros: «¿Quién será el novio de la Candiola?». De algunas noches a esta parte, recelando que nos descubran, hemos suprimido la conversación por la reja. María baja, abre el portalón de la huerta y entro. Nadie puede descubrirnos, porque D. Jerónimo, creyéndola acostada, se retira a su cuarto a contar el dinero, y la criada vieja, única que hay en la casa, nos protege. Solos en la huerta, nos sentamos en una escalera de piedra que allí existe, y al través de las ramas de un álamo negro y corpulento, vemos a pedacitos la claridad de la luna. En aquel silencio majestuoso nuestras almas comprenden lo divino y sentimos con un sentimiento inmenso, que no puede expresarse por el lenguaje. Nuestra felicidad es tan grande que a veces es un tormento vivísimo; y si hay momentos en que uno desearía centuplicarse, también los hay en que uno desearía no existir. Pasamos allí largas horas. Anteanoche estuve hasta cerca del día, pues como mis padres me creen en el cuerpo de guardia, no tengo prisa por retirarme. Cuando principiaba a aclarar la aurora, nos despedimos. Por encima de la tapia de la huerta se ven los techos de las casas inmediatas, y el pico de la Torre Nueva. María, señalándole, me dijo:
-Cuando esa torre se ponga derecha, dejaré de quererte.
No dijo más Agustín, porque sonó un cañonazo del lado de Monte Torrero, y ambos volvimos hacia allá la vista.