Zalacaín el aventurero/Libro III/Capítulo III

Zalacaín el aventurero
Libro Tercero: Las últimas aventuras

de Pío Baroja
Capítulo III


EN DONDE MARTÍN COMIENZA A TRABAJAR POR LA GLORIA


En la época de las nieves, un general audaz que venía de muy lejos intentó envolver a los carlistas por el lado del Pirineo, y saliendo de Pamplona avanzó por la carretera de Elizondo; pero al ver el alto de Velate defendido y atrincherado por los carlistas, se retiró hacia Erguí y luego tomó por el puerto de Olaberri, próximo a la frontera, por entre bosques y sendas malísimas; y perdidos sus soldados en los bosques, llegaron después de dos días y tres noches al Baztán.

La imprudencia era grande, pero aquel general tuvo suerte, porque si la terrible nevada que cayó al día siguiente de estar en Elizondo cae antes, hubieran quedado la mitad de las tropas entre la nieve.

El general pidió víveres a Francia, y gracias a la ayuda del país vecino, pudo dar de comer a su gente y preparar alojamiento. Martín y Bautista se hallaban en relación con una casa de Bayona, y fueron a Añoa con sus carros.

Añoa está a un kilómetro próximamente de la frontera, en donde se halla establecida la aduana española de Dancharinea.

Aquel día, una porción de gente de la frontera francesa se asomó a Añoa. La carretera estaba atestada de carromatos, carretas y ómnibus, que conducían al valle de Baztán para las tropas fardos de zapatos, sacos de pan, cajones de galleta de Burdeos, esparto para las camas, barriles de vino y de aguardiente.

El camino estaba intransitable y lleno de barro. Además de todo aquel convoy de mercancías consignado al ejército, hallábanse otros coches atiborrados de géneros que algunos comerciantes de Bayona llevaban a ver si vendían al por menor.

Había también cerca del puente, sobre el riachuelo Ugarona, una porción de cantineros con sus cestas, frascos y cachivaches.

Martín con su mujer, y Bautista con la suya, se acercaron a Añoa y se alojaron en la venta. Catalina quería ver si obtenía noticias de su hermano.

En la venta preguntaron a un muchacho desertor carlista, pero no supo darles ninguna razón de Carlos Ohando.

— Si no está en Peñaplata, irá camino de Burguete --les dijo.

Se encontraban a la puerta de la venta Martín y Bautista, cuando pasó, envuelto en su capote, Briones, el hermano de Rosita. Le saludó a Martín muy afectuoso y entró en la venta. Vestía uniforme de comandante y llevaba cordones dorados como los ayudantes de generales.

— He hablado mucho de usted a mi general--le dijo a Martín.

— ¿Sí?

— Ya lo creo. Tendría mucho gusto en conocer a usted. Le he contado sus aventuras. ¿Quiere usted venir a saludarle? Tengo ahí un caballo de mi asistente.

— ¿Dónde está el general?

— En Elizondo. ¿Viene usted?

— Vamos.

Advirtió Martín a su mujer que se marchaba a Elizondo; montaron Briones y Zalacaín a caballo y charlando de muchas cosas llegaron a esta villa, centro del valle del Baztán. El general se alojaba en un palacio de la plaza; a la puerta dos oficiales hablaban.

Le hizo pasar Briones a Martín al cuarto en donde se encontraba el general. Éste, sentado a una mesa donde tenía planos y papeles, fumaba un cigarro puro y discutía con varias personas.

Presentó Briones a Martín, y el general, después de estrecharle la mano, le dijo bruscamente:

— Me ha contado Briones sus aventuras. Le felicito a usted.

— Muchas gracias, mi general.

— ¿Conoce usted toda esta zona de mugas de la frontera que domina el valle del Baztán?

— Sí, como mi propia mano. Creo que no habrá otro que las conozca tan bien.

— ¿Sabe usted los caminos y las sendas?

— No hay más que sendas.

— ¿Hay sendero para subir a Peñaplata por el lado de Zugarramurdi?

— Lo hay.

— ¿Pueden subir caballos?

— Sí, fácilmente.

El general discutió con Briones y con el otro ayudante. Él había tenido el proyecto de cerrar la frontera é impedir la retirada a Francia del grueso del ejército carlista, pero era imposible.

— Usted ¿qué ideas políticas tiene? --preguntó de pronto el general a Martín.

— Yo he trabajado para los carlistas, pero en el fondo creo que soy liberal.

— ¿Querría usted servir de guía a la columna que subirá mañana a Peñaplata?

— No tengo inconveniente.

El general se levantó de la silla en donde estaba sentado y se acercó con Zalacaín a uno de los balcones.

— Creo --le dijo-- que actualmente soy el hombre de más influencia de España. ¿Qué quiere usted ser? ¿No tiene usted ambiciones?

— Actualmente soy casi rico; mi mujer lo es también...

— ¿De dónde es usted?

— De Urbia.

— ¿Quiere usted que le nombremos alcalde de allá?

Martín reflexionó.

— Sí, eso me gusta --dijo.

— Pues cuente usted con ello. Mañana por la mañana hay que estar aquí.

— ¿Van a ir tropas por Zugarramurdi?

— Sí.

— Yo les esperaré en la carretera, junto al alto de Maya.

Martín se despidió del general y de Briones, y volvió a Añoa, para tranquilizar a su mujer. Contó a Bautista su conversación con el general; Bautista se lo dijo a su mujer y ésta a Catalina.

A media noche, se preparaba Martín a montar a caballo, cuando se presentó Catalina con su hijo en brazos.

— ¡Martín! ¡Martín! --le dijo sollozando--. Me han asegurado que quieres ir con el ejército a subir a Peñaplata.

— ¿Yo?

— Sí.

— Es verdad. ¿Y eso te asusta?

— No vayas. Te van a matar, Martín. ¡No vayas! ¡Por nuestro hijo! ¡Por mí!

— Bah, ¡tonterías! ¿Que miedo puedes tener? Si he estado otras veces solo, ¿qué me va a pasar, yendo en compañía de tanta gente?

— Sí, pero ahora no vayas, Martín. La guerra se va a acabar en seguida. Que no te pase algo al final.

— Me he comprometido. Tengo que ir.

— ¡Oh, Martín! --sollozó Catalina--. Tú eres todo para mí; yo no tengo padre, ni madre, ni tengo hermano, porque el cariño que pudiese tenerle a él lo he puesto en ti y en tu hijo. No vayas a dejarme viuda, Martín.

— No tengas cuidado. Estáte tranquila. Mi vida está asegurada, pero tengo que ir. He dado mi palabra...

— Por tu hijo...

— Sí, por mi hijo también... No quiero que, andando el tiempo, puedan decir de él: «Este es el hijo de Zalacaín, que dió su palabra y no la cumplió por miedo»; no, si dicen algo, que digan: «Este es Miguel Zalacaín, el hijo de Martín Zalacaín, tan valiente como su padre... No. Más valiente aún que su padre.»

Y Martín, con sus palabras, llegó a infundir ánimo en su mujer, acarició al niño, que le miraba sonriendo desde el regazo de su madre, abrazó a ésta y, montando a caballo, desapareció por el camino de Elizondo.