Zalacaín el aventurero/Libro II/Capítulo IX

Zalacaín el aventurero
Libro Segundo: Andanzas y correrías

de Pío Baroja
Capítulo IX


CÓMO MARTÍN Y EL EXTRANJERO PASEARON DE NOCHE POR ESTELLA Y DE LO QUE HABLARON


Pasaron por el portal de Santiago, entraron en la calle Mayor y preguntaron en la posada si había alojamiento.

Una muchacha apareció en la escalera.

— Está la casa llena --dijo--. No hay sitio para tres personas, sólo una podría quedarse.

— ¿Y las caballerías? --preguntó Bautista.

— Creo que hay sitio en la cuadra.

Fué la muchacha a verlo y Martín dijo a Bautista.

— Puesto que hay sitio para una persona, tú te puedes quedar aquí. Vale más que estemos separados y que hagamos como si no nos conociéramos.

— Sí, es verdad --contestó Bautista.

— Mañana, a la mañana, en la plaza nos encontraremos.

— Muy bien.

Vino la muchacha y dijo que había sitio en la cuadra para los jacos.

Entró Bautista en la casa con las caballerías, y el extranjero y Martín fueron, preguntando, a otra posada del paseo de los Llanos, donde les dieron alojamiento.

Llevaron a Martín a un cuarto desmantelado y polvoriento, en cuyo fondo había una alcoba estrecha, con las paredes cubiertas de unas manchas negras de humo. Sin duda los huéspedes mataban las chinches quemándolas con una vela o con la lamparilla y dejaban estos tranquilizadores rastros. En el gabinete y en la alcoba olía a cuadra, olor que venía de las junturas de las maderas del suelo.

Martín sacó la carta de Levi-Alvarez y el paquete de letras cosido en el cuero de la bota y separó las ya aceptadas y firmadas, de las otras. Como estas todas eran para Estella, las encerró en un sobre y escribió:

«Al general en jefe del ejército carlista.»

— ¿Será prudente --se dijo-- entregar estas letras sin garantía alguna?

No pensó mucho tiempo, porque comprendió enseguida que era una locura pedir recibo o fianza.

— La verdad es que, si no quieren firmar, no puedo obligarles, y si me dan un recibo y luego se les ocurre quitármelo, con prenderme están al cabo de la calle. Aquí hay que hacer como si a uno le fuera indiferente la cosa y, si sale bien, aprovecharse de ella, y si no, dejarla.

Esperó a que se secara el sobre. Salió a la calle. Vió en la calle un sargento y, después de saludarle, le preguntó:

— ¿Dónde se podrá ver al general?

— ¡A qué general!

— Al general en jefe. Traigo unas cartas para él.

— Estará probablemente paseando en la plaza. Venga usted.

Fueron a la plaza. En los arcos, a la luz de unos faroles tristes de petróleo, paseaban algunos jefes carlistas. El sargento se acercó al grupo y, encarándose con uno de ellos, dijo:

— Mi general.

— ¿Qué hay?

— Este paisano, que trae unas cartas para el general en jefe.

Martín se acercó y entregó los sobres. El general carlista se arrimó a un farol y los abrió. Era el general un hombre alto, flaco, de unos cincuenta años, de barba negra, con el brazo en cabestrillo. Llevaba una boina grande de gascón con una borla.

— ¿Quién ha traído esto? --preguntó el general con voz fuerte.

— Yo --dijo Martín.

— ¿Sabe usted lo que venía aquí dentro?

— No, señor.

— ¿Quién le ha dado a usted estos sobres?

— El señor Levi-Alvarez de Bayona.

— ¿Cómo ha venido usted hasta aquí?

— He ido de San Juan de Luz a Zumaya en barco, de Zumaya aquí a caballo.

— ¿Y no ha tenido usted ningún contratiempo en el camino?

— Ninguno.

— Aquí hay algunos papeles que hay que entregar al rey. ¿Quiere usted entregarlos o que se los entregue yo?

— No tengo más encargo que dar estos sobres y, si hay contestación, volverla a Bayona.

— ¿No es usted carlista? --preguntó el general, sorprendido del tono de indiferencia de Martín.

— Vivo en Francia y soy comerciante.

— Ah, vamos, es usted francés.

Martín calló.

— ¿Dónde para usted? --siguió preguntando el general.

— En una posada de ese paseo...

— ¿Del paseo de los Llanos?

— Creo que sí. Así se llama.

— ¿Hay una administración de coches en el portal? ¿No?

— Sí, señor.

— Entonces, es la misma, ¿Piensa usted estar muchos días en Estella?

— Hasta que me digan si hay contestación o no.

— ¿Cómo se llama usted?

— Martín Tellagorri.

— Está bien. Puede usted retirarse.

Saludó Martín y se fué a la posada. A la puerta se encontró con el extranjero.

— ¿Dónde se mete usted? --le dijo--. Le andaba buscando.

— He ido a ver al general en jefe.

— ¿De veras?

— Sí.

— ¿Y le ha visto usted?

— Ya lo creo. Y le he dado las cartas que traía para él.

— ¡Demonio! Eso sí que es ir de prisa. No le quisiera tener a usted de rival en un periódico. ¿Qué le ha dicho a usted?

— Ha estado muy amable.

— Tenga usted cuidado, por si acaso. Mire usted que estos son unos bandidos.

— Le he indicado que soy francés.

— Bah, no importa. Este verano han fusilado a un periodista alemán amigo mío. Tenga usted cuidado.

— ¡Oh! Lo tendré.

— Ahora, vamos a cenar.

Subieron las escaleras y entraron en una cocina grande.

Varios paisanos y soldados, congregados allí, charlaban. Se sentaron a cenar a una mesa larga, iluminada por un velón de varios mecheros que colgaba del techo.

Un hombre viejo, bajito, que presidía la mesa, se quitó la boina y comenzó a rezar; todos los comensales hicieron lo mismo, menos el extranjero a quien advirtió Martín de su olvido y que, al darse cuenta, se quitó apresuradamente la gorra.

En el transcurso de la cena, el hombre bajito habló más que nadie. Era navarro de la Ribera. Tenía un tipo repulsivo, chato, de mirada oblicua, pómulos salientes, la boina pequeña echada sobre los ojos, como si instintivamente quisiera ocultar su mirada. Defendía la conducta del cabecilla asesino Rosas Samaniego, que estaba entonces preso en Estella, y le parecía poca cosa el echar a los hombres por la sima de Igusquiza, tratándose de liberales y de hombres que blasfemaban de su Dios y de su religión.

Contó el tal viejo varias historias de la guerra carlista anterior. Una de ellas era verdaderamente odiosa y cobarde. Una vez cerca de un río, yendo con la partida, se encontraron con diez o doce soldados jovencitos que lavaban sus camisas en el agua.

— A bayonetazos acabamos con todos --dijo el hombre sonriendo, luego añadió hipócritamente-- Dios nos lo habrá perdonado.

Durante la cena, el repulsivo viejo estuvo contando hazañas por el estilo. Aquel tipo miserable y siniestro era fanático, violento y cobarde, se recreaba contando sus fechorías, manifestaba crueldad bastante para disimular su cobardía, tosquedad para darla como franqueza y ruindad para darle el carácter de habilidad. Tenía la doble bestialidad de ser fanático y de ser carlista.

Este desagradable y antipático personaje se puso después a clasificar los batallones carlistas según su valor; primero eran los navarros, como era natural, siendo él navarro, luego los castellanos, después los alaveses, luego los guipuzcoanos y al último los vizcaínos.

Por el curso de la conversación se veía que había allá un ambiente de odios terribles; navarros, vascongados, alaveses, aragoneses y castellanos se odiaban a muerte. Todo ese fondo cabileño que duerme en el instinto provincial español estaba despierto. Unos se reprochaban a otros el ser cobardes, granujas y ladrones.

Martín se ahogaba en aquel antro, y sin tomar el postre, se levantó de la mesa para marcharse. El extranjero le siguió y salieron los dos a la calle.

Lloviznaba. En algunas tabernas obscuras, a la luz de un quinqué de petróleo, se veían grupos de soldados. Se oía el rasguear de la guitarra; de cuando en cuando una voz cantaba la jota, en la calle negra y silenciosa.

— Ya me está a mí cargando esta canción estólida --murmuró Martín.

— ¿Cuál? --preguntó el extranjero.

— La jota. La encuentro como una cosa petulante. Me parece que le estoy oyendo hablar a ese viejo navarro de la posada. El que la canta quiere decir: «Yo soy más valiente que nadie, más noble que nadie, mas heroico que nadie.»

— ¿Y estos no son más valientes que los demás españoles? --preguntó el extranjero maliciosamente.

— No lo sé; yo no lo creo, por lo menos. Yo, ahora mismo, si tuviera quinientos hombres tomaba Estella por asalto y le pegaba fuego.

— ¡Ja! ¡Ja! Es usted un hombre extraordinario.

— Es que lo digo porque lo creo.

Yo también lo creo, y siento que no tenga usted los quinientos hombres. ¿Y que decía usted de la gente del Ebro?

— Nada, que han decidido ellos mismos que son los únicos francos, los únicos leales, porque hablan muy en bruto y cantan la jota.

— ¿De manera que para usted este canto es como una falsificación del valor y de la energía?

— Sí, algo así.

— Está bien. Lo diré en mi próxima crónica. ¿No le parece a usted mal que me sirva de sus opiniones?

— De ningún modo, porque a mí no me sirven para nada.

Siguieron paseando, pero al alejarse un poco, un centinela les dió el alto y volvieron a la plaza. Se hallaba ésta solitaria.

Dieron varias vueltas y un sereno les saludó y les dijo:

— ¿Qué hacen ustedes aquí?

— ¿No se puede pasear? --preguntó Zalacaín.

— Hombre, sí; pero no es una hora muy a propósito.

— Es que hemos cenado tarde y estábamos dando una vuelta --dijo el extranjero-- no quisiéramos acostarnos tan pronto.

— ¿Por qué no van ustedes allí? --dijo el sereno, señalando los balcones de una casa que brillaban iluminados.

— ¿Qué es lo que hay allí? --preguntó Martín.

— El Casino --contestó el sereno.

— ¿Y qué hacen ahora? --dijo el extranjero.

— Estarán jugando.

Se despidieron del vigilante nocturno y dejaron la plaza.

Después, dando un rodeo, salieron al paseo de Los Llanos. Una campana de un convento comenzó a tocar.

— Juego, campanas, carlismo y jota. ¡Qué español es esto, mi querido Martín! --dijo el extranjero.

— Pues yo también soy español y todo eso me es muy antipático -—contestó Martín.

— Sin embargo, son los caracteres que constituyen la tradición de su país --dijo el extranjero.

— Mi país es el monte --contestó Zalacaín.