Zalacaín el aventurero/Libro II/Capítulo I
EN EL QUE SE HABLA DE LOS PRELUDIOS DE LA ÚLTIMA GUERRA CARLISTA
Hay hombres para quienes la vida es de una facilidad extraordinaria. Son algo así como una esfera que rueda por un plano inclinado, sin tropiezo, sin dificultad alguna.
¿Es talento, es instinto o es suerte? Los propios interesados aseguran ser instinto o talento, sus enemigos dicen casualidad, suerte, y esto es más probable que lo otro, porque hay hombres excelentemente dispuestos para la vida, inteligentes, enérgicos, fuertes y que sin embargo, no hacen más que detenerse y tropezar en todo.
Un proverbio vasco dice: «El buen valor asusta a la mala suerte.» Y esto es verdad a veces... cuando se tiene buena suerte.
Zalacaín era afortunado; todo lo que intentaba lo llevaba bien. Negocios, contrabando, amores, juego...
Su ocupación principal era el comercio de caballos y de mulas que compraba en Dax y pasaba de contrabando por los Alduides o por Roncesvalles.
Tenía como socio a Capistun el Americano, hombre inteligentísimo, ya de edad, a quien todo el mundo llamaba el americano, aunque se sabía que era gascón. Su mote procedía de haber vivido en América mucho tiempo.
Bautista Urbide, antiguo panadero de la tahona de Archipe, formaba muchas veces parte de las expediciones. Lo mismo Capistun que Martín, tenían como punto de descanso el pueblo de Zaro, próximo a San Juan del Pie del Puerto, donde vivía la Ignacia con Bautista.
Capistun y Martín conocían, como pocos, los puertos de Ibantelly y de Atchuria, de Alcorrunz y de Larratecoeguia, toda la línea de Mugas de Zugarramurdi. Habían recorrido muchas veces los caminos que hay entre Meaca y Urdax, entre Izpegui y San Estéban de Baigorri, entre Biriatu y Enderlaza, entre Elorrieta, la Banca y Berdáriz. En casi todos los pueblos de la frontera vasco-navarra, desde Fuenterrabía hasta Valcarlos, tenían algún agente para sus negocios de contrabando. Conocían también, palmo a palmo, las veredas que van por las vertientes del monte Larrun y no había misterios para ellos hacia el lado Este de Navarra en esas praderas altas, metidas entre los bosques de Irati y de Ori.
La vida de Capistun y Martín era accidentada y peligrosa. Para Martín, la consigna del viejo Tellagorri era la norma de su vida. Cuando se encontraba en una situación apurada, cercado por los carabineros, cuando se perdía en el monte, en medio de la noche, cuando tenía que hacer un esfuerzo sobre sí mismo, recordaba la actitud y la voz del viejo al decir: ¡Firmes! ¡Siempre firmes! Y hacía lo necesario en aquel momento con decisión.
Tenía Martín serenidad y calma. Sabía medir el peligro y ver la situación real de las cosas sin exageraciones y sin alarmas. Para los negocios y para la guerra el hombre necesita ser frío.
Martín comenzaba a impregnarse del liberalismo francés y a encontrar atrasados y fanáticos a sus paisanos; pero, a pesar de esto, creía que don Carlos, en el instante que iniciase la guerra, conseguiría la victoria.
En casi todo el Mediodía de Francia se creía lo mismo.
El gobierno de la República, los subprefectos y demás funcionarios de la frontera española dejaban pasar a los facciosos; y en los coches de Elizondo, por los Alduides, por San Estéban de Baigorri, por Añoa, viajaban los jefes carlistas, con sus uniformes é insignias de mando.
Martín y Capistun, además de mulas y de caballos, habían llevado a diferentes puntos de Guipúzcoa y de Navarra, armas y materias necesarias para la fabricación de pólvora, cartuchos y proyectiles, y hasta llegaron a pasar por la frontera un cañón, de desecho de la guerra franco-prusiana, vendido por el Estado francés.
Los comités carlistas funcionaban a la vista de todo el mundo. Generalmente, Martín y Capistun se entendían con el de Bayona, pero algunas veces tuvieron que relacionarse con el de Pau.
Muchas veces habían dejado en manos de jóvenes carlistas, disfrazados de boyerizos, barricas llenas de armas. Los carlistas montaban las barricas en un carro y se internaban en España.
— Es vino de la Rioja --solían decir en broma, al llegar a los pueblos golpeando los toneles, y el alcalde y el secretario cómplices los dejaban pasar.
También solían cargar en carros, que cubrían de tejas, plomo en lingotes, que había de servir para fundir balas.
La alusión a la guerra próxima se notaba en una porción de indicios y señales. Curas, alcaldes y jaunchos [Nota: Jaunchos-caciques.] se preparaban. Muchas veces, al cruzar un pueblo, se oía una voz aguda como de Carnaval, que gritaba en vasco: ¿Noiz zuazté? (¿Cuándo os vais?) Lo que quería decir: ¿Cuándo os echáis al campo?
Se cantaba también en Guipúzcoa una canción en vascuence, que aludía a la guerra y que se llamaba Gu guerá (Nosotros somos). Era así:
UNA VOZ
Bigarren chandan
aditutzendet
ate joca _dan dan_.
Ale onduan
norbait dago ta
galdezazu nor dan.
(Por segunda vez oigo que están llamando a la puerta, _dan, dan_. Junto a la puerta hay alguno. Pregunta quién es.)
VARIAS VOCES
Ta gu guerá
Ta gu guerá
gabiltzanac
gora berá
etorri nayean onera.
Ta gu guerá
Ta gu guerá
Quirlis Carlos
Carlos Quirlis
Ecarri nayean onerá.
(Nosotros somos, nosotros somos los que andamos de arriba a abajo queriendo venir aquí. Nosotros somos, nosotros somos Quirlis Carlos, Carlos Quirlis, queriéndole traer aquí.)
Y mientras en las provincias se organizaba y preparaba una guerra feroz y sangrienta, en Madrid, políticos y oradores se dedicaban con fruición a los bellos ejercicios de la retórica.
Un día de Mayo fueron Martín, Capistun y Bautista a Vera. La señora de Ohando tenía una casa en el barrio de Alzate y había ido a pasar allí una temporada.
Martín quería hablar con su novia, y Capistun y Bautista le acompañaron. Salieron de Sara y marcharon por el monte a Alzate.
Martín contaba con una de las criadas de Ohando, partidaria suya, y ésta le facilitaba el poder hablar con Catalina. Mientras Martín quedó en Alzate, Capistun y Bautista entraron en Vera.
En aquel mismo momento, don Carlos de Borbón, el pretendiente, llegaba rodeado de un Estado Mayor de generales carlistas y de algunos vendeanos franceses.
Se leyó una alocución patriótica, y después don Carlos, repitiendo el final de la alocución, exclamó:
— Hoy dos de Mayo. ¡Día de fiesta nasional! ¡Abaco el extranquero!
El extranquero era Amadeo de Saboya.
Capistun y Bautista anduvieron entre los grupos. Se decía que uno de aquellos caballeros era Cathelineau, el descendiente del célebre general vendeano; se señalaba también al conde de Barrot y a un marqués navarro.
Cuando llegó Martín a Vera se encontró la plaza llena de carlistas; Bautista le dijo:
— La guerra ha empezado.
Martín se quedó pensativo.
Volvieron Martín, Capistun y Bautista a Francia. Bautista gritaba irónicamente a cada paso: --¡Abaco el extranquero! --Zalacaín pensaba en el giro que tomaría aquella guerra así iniciada y en lo que podría influir en sus amores con Catalina.