Zadig, o el Destino/Capítulo VIII
De su misma dicha vino la desgracia de Zadig, pero mas aun de su mérito. Todos los dias conversaba con el rey, y con su augusta esposa Astarte, y aumentaba el embeleso de su conversacion aquel deseo de gustar, que, con respecto al entendimiento, es como el arreo á la hermosura; y poco á poco hicieron su mocedad y sus gracias una impresion en Astarte, que á los principios no conoció ella propia. Crecia esta pasion en el regazo de la inocencia, abandonándose Astarte sin escrúpulo ni rezelo al gusto de ver y de oir á un hombre amado de su esposo y del reyno entero. Alababásele sin cesar al rey, hablaba de él con sus damas, que ponderaban mas aun sus prendas, y iodo así ahondaba en su pecho la flecha que no sentia. Hacia regalos á Zadig, en que tenia mas parte el amor de lo que ella se pensaba; y muchas veces, quando se figuraba que le hablaba como reyna, satisfecha se expresaba como muger enamorada.
Muy mas hermosa era Astarte que la Semira que tanta ojeriza tenia con los tuertos, y que la otra que habia querido cortar á su esposo las narices. Con la llaneza de Astarte, con sus tiernas razones de que empezaba á sonrojarse, con sus miradas que procuraba apartar de él, y que en las suyas se clavaban, se encendió en el pecho de Zadig un fuego que á él propio le pasmaba. Combatió, llamo á su auxîlio la filosofía que siempre le habia socorrido; pero esta ni alumbró su entendimiento, ni alivió su ánimo. Ofrecíanse ante él, como otros tantos dioses vengadores, la obligacion, la gratitud, la magestad suprema violadas: combatia y vencia; pero una victoria á cada instante disputada, le costaba lágrimas y suspiros. Ya no se atrevia á conversar con la reyna con aquella serena libertad que tanto á entrámbos habia embelesado; cubríanse de una nube sus ojos; eran sus razones confusas y mal hiladas; baxaba los ojos; y quando involuntariamente en Astarte los ponia, encontraba los suyos bañados en lágrimas, de donde salian inflamados rayos. Parece quese decian uno á otro: Nos adoramos, y tememos amarnos; ámbos ardemos en un fuego que condenamos. De la conversacion de la reyna salia Zadig fuera de sí, desatentado, y como abrumado con una caiga con la qual no podia. En medio de la violencia de su agitacion, dexó que su amigo Cador columbrara su secreto, como uno que habiendo largo tiempo aguantado las punzadas de un vehemente dolor, descubre al fin su dolencia por un grito lastimero que vencido de sus tormentos levanta, y por el sudor frio que por su semblante corre.
Díxole Cador: Ya habia yo distinguido los afectos que de vos mismo os esforzábais á ocultar: que tienen las pasiones señales infalibles; y si yo he leido en vuestro corazon, contemplad, amado Zadig, si descubrirá el rey un amor que le agravia; él que no tiene otro defecto que ser el mas zeloso de los mortales. Vos resistís á vuestra pasion con mas vigor que combate Astarte la suya, porque sois filósofo y sois Zadig. Astarte es muger, y eso mas dexa que se expliquen sus ojos con imprudencia que no piensa ser culpada: satisfecha por desgracia con su inocencia, no se cura de las apariencias necesarias. Miéntras que no le remuerda en nada la conciencia, tendré miedo de que se pierda. Si ámbos estuviéseis acordes, frustraríais los ojos mas linces: una pasion en su cuna y contrarestada rompe afuera; el amor satisfecho se sabe ocultar. Estremecióse Zadig con la propuesta de engañar al monarca su bienhechor, y nunca fué mas fiel á su príncipe que quando culpado de un involuntario delito. En tanto la reyna repetia con tal freqüencia el nombre de Zadig; colorábanse de manera sus mexillas al pronunciarle; quando le hablaba delante del rey, estaba unas veces tan animada y otras tan confusa; parábase tan pensativa quando se iba, que turbado el rey creyó todo quanto vía, y se figuró lo que no vía. Observó sobre todo que las babuchas de su muger eran azules, y azules las de Zadig; que los lazos de su muger eran pajizos, y pajizo el turbante de Zadig: tremendos indicios para un príncipe delicado. En breve se tornáron en su ánimo exâsperado en certeza las sospechas.
Los esclavos de los reyes y las reynas son otras tantas espías de sus mas escondidos afectos, y en breve descubriéron que estaba Astarte enamorada, y Moabdar zeloso. Persuadió el envidioso á la envidiosa á que enviara al rey su liga que se parecia á la de la reyna; y para mayor desgracia, era azul dicha liga. El monarca solo pensó entónces en el modo de vengarse. Una noche se resolvió á dar un veneno á la reyna, y á enviar un lazo á Zadig al rayar del alba, y dió esta órden á un despiadado eunuco, executor de sus venganzas. Hallábase á la sazon en el aposento del rey un enanillo mudo, pero no sordo, que dexaban allí como un animalejo doméstico, y era testigo de los mas recónditos secretos. Era el tal mudo muy afecto á la reyna y á Zadig, y escuchó con no ménos asombro que horror dar la órden de matarlos ámbos. ¿Mas cómo haria para precaver la execucion de tan espantosa órden, que se iba á cumplir destro de pocas horas? No sabia escribir, pero sí pintar, y especialmente retratar al vivo los objetos. Una parte de la noche la pasó dibuxando lo que queria que supiera la reyna: representaba su dibuxo, en un rincon del quadro, al rey enfurecido dando órdenes á su eunuco; en otro rincon una cuerda azul y un vaso sobre una mesa, con unas ligas azules, y unas cintas pajizas; y en medio del quadro la reyna moribunda en brazos de sus damas, y á sus plantas Zadig ahorcado. Figuraba el horizonte el nacimiento del sol, como para denotar que esta horrenda catástrofe debia executarse al rayar de la aurora. Luego que hubo acabado, se fué corriendo al aposento de una dama de Astarte, la despertó, y le dixo por señas que era menester que llevara al instante aquel quadro á la reyna.
Hete pues que á media noche llaman á la puerta de Zadig, le despiertan, y le entregan una esquela de la reyna: dudando Zadig si es sueño, rompe el nema con trémula mano. ¡Qué pasmo no fué el suyo, ni quien puede pintar la consternacion y el horror que le sobrecogiéron, quando leyó las siguientes palabras! «Huid sin tardanza, ó van á quitaros la vida. Huid, Zadig, que yo os lo mando en nombre de nuestro amor, y de mis cintas pajizas. No era culpada, pero veo que voy á morir delinquente.»
Apénas tuyo Zadig fuerza para articular una palabra. Mandó llamar á Cador, y sin decirle nada le dió la esquela; y Cador le forzó á que obedeciese, y á que tomase sin detenerse el camino de Menfis. Si os aventurais á ir á ver á la reyna, le dixo, acelerais su muerte; y si hablais con el rey, tambien es perdida. Yo me encargo de su suerte, seguid vos la vuestra: esparciré la voz de que os habeis encaminado hácia la India, iré pronto á buscaros, y os diré lo que hubiere sucedido en Babilonia.
Sin perder un minuto, hizo Cador llevar á una salida excusada de palacio dos dromedarios ensillados de los mas andariegos; en uno montó Zadig, que no se podia tener, y estaba á punto de muerte, y en otro el único criado que le acompañaba. A poco rato Cador sumido en dolor y asombro hubo perdido á su amigo de vista.
Llegó el ilustre prófugo á la cima de un collado de donde se descubria á Babilonia, y clavando los ojos en el palacio de la reyna se cayó desmayado. Quando recobró el sentido, vertió abundante llanto, invocando la muerte. Al fin despues de haber lamentado la deplorable estrella de la mas amable de las mugeres, y la primera reyna del mundo, reflexîonando un instante en su propia suerte, dixo: ¡Válame Dios; y lo que es la vida humana! ¡O virtud, para que me has valido! Indignamente me han engañado dos mugeres; y la tercera, que no es culpada, y es mas hermosa que las otras, va á morir. Todo quanto bien he hecho ha sido un manantial de maldiciones para mí; y si me he visto exâltado al ápice de la grandeza, ha sido para despeñarme en la mas honda sima de la desventura. Si como tantos hubiera sido malo, seria, como ellos, dichoso. Abrumado con tan fatales ideas, cubiertos los ojos de un velo de dolor, pálido de color de muerte el semblante, y sumido el ánimo en el abismo de una tenebrosa desesperacion, siguió su viage hácia el Egipto.