Whong-Fau-Sang
de Abraham Valdelomar
(Cuento chino)


WHONG-FAU-SANG

o sea

La torva enfermedad tenebrosa


Entre los más graves defectos que ensombrecían el alma de los habitantes de Siké, la gran aldea china que existiera allá por los tiempos en que Confucio fumaba opio y dictaba lecciones de Moral en la Universidad de Pekín, existía uno llamado Wingfan, o sea "la torva enfermedad tenebrosa", que corresponde a lo que los occidentales llaman a la envidia. Era esta enfermedad lacerante epidemia mortal, más terrible que la peste negra, y contra la cual eran vanos los remedios de los médicos y todos los consejos profundos y sabios del los filósofos. El gran señor Confucio en su libro rebosante de sabiduría y admirable de sana y paciente erudición Fon-tin-góo o sea El tratado de las humanas pasiones, dice refiriéndose a la envidia: "Juntad en un año la peste, la sequía, el hambre, el látigo de los chon, la caracha, la tempestad, la pestilencia, la lepra negra, el granizo en la cosecha de arroz, las frases del blasfemo, la carne de toro, y el beso de la vieja desdentada, juntadlas en un año y siempre quedarán veinte hombres vivos; pero con una frase de un minuto dicha por uno que tenga "la torva enfermedad tenebrosa" no quedará una sola reputación limpia.

En Siké, la envidia era el símbolo y la característica del espíritu nacional. La falta de talento, de honestidad y de circunspección; el olvido de la sana moral y de los antepasados; la carencia de sensación, la falta de grandes virtudes privadas y colectiva, hicieron que en Siké "la torva enfermedad tenebrosa" hiciera espantosa mayoría. Chong-Say, el célebre filósofo del siglo 86 de la Era Azul, contemporáneo de Sa-Gay, el poeta de los lagos, el cantor de las azules aguas del río Hoang-Hó y el de Hon-Toy, el descubridor del aceite de tortuga blanca por la cruel enfermedad llamada "el sollozo persistente", aquel sabio filósofo que tiene hoy una estatua en la vía de las tumbas en Shanghai hace en uno de sus libros el siguiente esquema de la "torva enfermedad tenebrosa": Kan-Sin, padre de Son-Chó, tiene hambre, y es ambicioso; Son-Chó, padre de Go-San, es pordiosero y malévolo; Gó-San, padre de Mong-Fú es avariento y despechado; Mong-Fú, padre de Wang-Sán, es leproso y despreciable; Wan-Sán, padre de Jo-Ji, es salteador y presidiario; Jo-Ji, padre de So-Chof, muere en la horca, y So-Chof, que ha recibido esta herencia, envidioso.

Así pues, sólo recae "la enfermedad tenebrosa" en quienes no tienen en la envidia nada que se les haga halagadora. En Siké los pobladores honestos eran el alimento de los enfermos de la envidia. Cuando un adorador de Weng-Chan –dios de la literatura– era favorecido en sus versos y canciones, cuando el rico sembrador hacía una buena cosecha de habas; cuando el vil carnicero sacaba más pesas de grasa del cerdo joven; cuando el pobre de hacienda, a fuerza de estudio y de virtud era favorecido por el mandarín; cuando el transeúnte llevaba un traje de seda amarillo, cuando el honesto labriego podía comer un paté de entrañas de gamo o un nido de golondrinas; cuando el alumno distinguido de la academia conseguía una mención de honor; cuando el justo era alabado; cuando algo bueno hacía sonreír el alma de los habitantes de Siké, los enfermos de la "torva enfermedad" saciaban su despecho en la reputación del favorecido. Así, el que en Siké no tenía envidiosos, era un infeliz en el concepto de las gentes de bien. Era necesario ser muy despreciable, tener todas las fallas morales y todas las llagas del cuerpo para que los envidiosos no se ensañaran contra el infeliz. La valía de los hombres de Siké se graduaba según el número de envidias que despertaban. Así se decía: "Fan-Gan" vale mucho más y tiene más méritos y virtudes que Chan-Tó porque aquél tiene cincuenta envidiosos y éste solo goza de cuatro".

El insensato afán de los atacados de "la torva enfermedad" era nivelarse con los que, a fuerza de trabajo y de virtud, conseguían una situación respetable. Al que tenía gran talento se le adjudicaba una leyenda terrible. Así a Fo-Ló, que pasaba por ser un orador maravilloso, se le tildaba de banal y transigente; el Gran Chin-Kaa, aquel mandarín modelo, echado del gobierno por el repudiado y nefando Rat-Hon se le acusaba de borracho; sin embargo al mediocre Pu-Tay, que no tenía grandes merecimientos, apenas se le inculpaba de ser refractario al aseo personal, y al Chi-Chí que siendo despreciable ocupaba airada situación, sólo le acusaban de su fealdad fisiológica.

Pero la terrible enfermedad tenebrosa en medio de todo tenía una virtud: hacía resaltar el mérito de los atacados por sus garras. En los pantanos ocurre que el fango del fondo, donde anidan las miasmas de todas las enfermedades, y donde hay repelentes y oscuros animales venenosos, crece la raíz que, surgiendo de la superficie, hace abrir en su extremidad, entre hojas verdes, la blanca e impecable flor de loto; así, del fango de Siké, donde la envidia tenía su reino, surgían las reputaciones más blancas. Y entonces por contraste honesto sabían distinguir bien entre un virtuoso o un enfermo de envidia, porque el que estaba atacado de "la torva enfermedad" era inquieto, pálido, de acerado mirar, en el cual delatábanse todas las sombras de su alma; febril, atormentado, perseguido por la felicidad ajena, iba por los campos y por las ciudades descarnado, con los ojos de insomnio, trágico, escupiendo la babaza de una frase oprobiosa sobre las sencillas flores; y así vivía y moría, en una perpetua fatiga, sólo comparable a la del fumador de opio cuando carece de la droga del ensueño.

Sin pan, sin comodidad, sin amigos, sin satisfacciones sanas, sin esperanzas, agobiado por el fardo de maldades que cargaba en la espalda, sin tener un antepasado de que enorgullecerse, sin haber realizado una obra que lo dignificase, estéril, incapaz, despechado, sombrío como un fratricida asustado a veces por su propia conciencia, moría en un rincón olvidado, rodeado de podre, lleno de úlceras, huido de los perros, entre un montón de basura, a la orilla de un río, sin una frase de consuelo, sin una gota de agua para aplacar la sed perenne, maldecido, como una rata pestilente y mefítica, llena de maldiciones, de desprecio y de condenación, mientras en el campo florecían los ciruelos y en la ciudad sus enemigos.

Eran los envidiosos los peores enemigos de toda la sociedad, pero como los fi-ti-ho, las larvas del cerezo, sólo podían morder la cañas porque sus dientes eran impotentes para penetrar en la madera fina de los árboles nobles, que embellecen con su copudo ramaje, los valles multicolores y perfumados que extienden, no sólo en la gran aldea de Siké sino en todo el inmenso territorio de la China, desde las heladas regiones de la Manchuria, hasta los cielos tropicales y pantanosos de Yunnan, donde florecen los lotos, a la primera sonrisa luminosa de la dulce primavera naciente...


Tu-Ku-Say-Long, exdirector de la Biblioteca Nacional de Pekín, condecorado con el Dragón rojo, Oficial del Crisantemo Azul, etc.