Voces chilenas de los reinos animal y vegetal/Prólogo
No faltaron desde los primeros años del descubrimiento curiosos observadores que fueron consignando en sus relaciones o en sus obras algunas noticias acerca de los seres que poblaban los reinos animal y vegetal americanos que se les presentaron a la simple vista como más extraños comparados con los que ellos conocían. A Colón y sus compañeros les lleno de sorpresa el ver que los indios andaban con tizones encendidos en la boca, que no eran otra cosa que el tabaco, y sabido es que el gran genovés, ademas de los hombres del Nuevo Mundo, llevó también a España, pintados papagayos de los que poblaban sus selvas. Así fué como poco a poco se fueron incorporando en el habla castellana y enriqueciéndola ciertas voces americanas, primeramente de las islas nuevamente descubiertas, como areito, bejuco, buhío, cacique, canoa, macana, etc., y más tarde las que procedían del continente mismo. En el limitado campo de las presentes apuntaciones, esto es, de las palabras que en Chile se conocen procedidas de los reinos animal y vegetal, recordaremos que Pedro Mártir de Anglería, el primero de los historiadores del Nuevo Mundo, habló ya en su carta de 29 de abril de 1494 del maíz, que llamó «trigo con que los indios hacen el pan»; de las piñas, que el rey Fernando fué el primero que probó en España; del cacao y del chocolate, del ají, las batatas, los cocos, la yuca, la pita, del mamey y de los cucuyos.
Siguióle después en la descripción de los animales y plantas el gran cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, que en una fecha tan cercana al descubrimiento como el año de 1535, publicó una obra especialmente destinada a tratar en sumario de la natural historia de las Indias, que en la parte que a los chilenos puede interesar recordó también la piña, el guayabo, el guayacán, que el Diccionario acogió bajo el nombre de guayaco; la tonina, la tuna y la jaiba (que aun no aparece en el léxico oficial); y luego después, cuando escribió su Historia General, describió el ají, el alcatraz, la barata (aun no consignada, a no ser por la designación de «cucaracha de Indias», bajo la voz fótula); la batata, el pájaro carpintero. que se decía pito en España, pero que no aparece bajo tal nombre en el Diccionario; el cardón, que se da como sinónimo de cardencha, o sea de la carda que llamamos, tomando la parte por el todo; la guayaba, la llama, el maguey, el maní, la nigua, la papa (cambiada sin fundamento alguno y con prescindencia de su etimología indígena, en patata); el sagú, el tabaco, la tuna, el vagre (escrito ahora con b e incorporado por fin en la última edición del léxico) y de la yuca.
López de Gómara fué tanto más retórico cuanto menos curioso que Oviedo en materia de vocablos indígenas (como que no puso jamas los pies en América) y apenas si recuerda la nigua y las «chinches con alas», las vinchucas, que aun no aparecen en el léxico; si bien pudo hablar del tomate, cuya procedencia mexicana, ya que historió a Cortés, debió recordar.
Cieza de León apuntó la tuna, también de aquel país; la coca, la gallinaza o gallinazo, como se dice generalmente; las papas y las paltas; el guanaco, la vicuña, el paco y la viscacha.
Agustín de Zarate menciona el alcatraz y es el primero que habla del cóndor, que hoy aparece al cabo en el léxico con el acento que le corresponde.
Siguiendo siempre el orden cronológico, tenemos a continuación al gran médico y naturalista Nicolás Monardes, que describió y dibujó el armadillo, por el ejemplar que disecado conservaba en su casa en Sevilla, Gonzalo de Molina, y que esta ya en el léxico bajo su nombre harto mas conocido de quirquincho, aunque sin establecer su sinonimia ni su etimología; la coca, la guayaba, la piña, la que llamó «yerba del sol», de origen peruano, como el paico, que también estudia, y que el Diccionario, dándolo como de procedencia chilena, lo describe bajo el nombre de pazote, forma en que nadie lo conoce aquí.
Don Bernardo de Vargas Machuca en su Milicia y descripción de las Indias, impresa en Madrid en 1599, trata del cacao, la coca, el capulí, el cóndor, el guanaco, el molle, la piña, la tuna y la vicuña: y casi al mismo tiempo que aquella obra salía a luz la Historia natural y moral de las Indias del P. José de Acosta, que a su espíritu observador, añadía el estar bien preparado para tratar de esas materias, por haber residido no poco tiempo en el Perú y en México, y que así pudo hablar con perfecto conocimiento del cacao, del camote, capolíes, coca, coco, cuy, cóndor, chinchilla, flor del sol, frísoles y pallares (voz esta ultima que acaba de entrar en el léxico como «judía del Perú»); de la granadilla, del guanaco, del guayacán, maguey, molle; del maiz moroche (incorporado en el léxico en su forma corriente de morocho): de la palta, la papa y sus derivados culinarios chuño y locro (que también consulta ahora el léxico); de la piña (que nadie, sea dicho de paso, llama en estas partes con el nombre brasileño de ananás): la tuna y el tunal, la viscacha, la vicuña y el zapallo, que aun no logra la suerte de otras voces de hallar el sitio que tan justamente le corresponde en el habla castellana. De dos frutas de Chile habla también el curioso jesuíta: la frutilla y los coquillos, nuestros coquitos: y con él se cierra el número de los escritores que de cosas americanas trataron hasta finalizar el siglo XVI. El XVII puede decirse que pasó, si exceptuamos la obra del cronista Antonio de Herrera, escrita muy a sus principios y que contiene la noticia de algunas plantas americanas, y por lo que a Chile toca, la muy curiosa que da de la teca de los araucanos, único cereal que hasta hoy haya desaparecido del globo terrestre; si exceptuamos ese libro, digo, pasó sin que la literatura general aportase dato alguno a la lexicografía americana, siendo necesario esperar hasta los últimos años del XVIII para ver aparecer el Diccionario geográfico de la América de don Antonio de Alcedo, en el que muy de propósito se insertó al final una nomenclatura de voces indígenas de ella, con sus respectivas definiciones, que en la parte que a Chile interesa, por tratarse de las que aquí son conocidas, contiene las siguientes:
Calaguala, camote, cachanlagua, chinchilla, chirimoya, coca, condór (de donde sin duda el acento, originado quizás de un yerro de imprenta, que se ha mantenido durante tiempo en el léxico); coyote,—de donde cidra coyote, por alcayota,—voz mejicana de significado genérico que se da a las producciones de la tierra; cucaracha, culén, cuy, chonta, diuca, durazno, que tal procedencia le atribuye; gallinazo, guayaba, guayacán, loro, lucúma (con el acento grave), llama, madi, maguey, maitén, maíz, maní, maqui, molle, murtilla, níspero, que como sinónimo amecano de zapotillo nos da el léxico; pájaroniño, palta, papas, papaya, pericote, picaflor, piña, pique o ñigua, pita, piuquén, puma, quinchamalí, tril (que escribe trillis), tutuma, viravira, vizcacha, zapallo (con y) zancudo, zapote.
Tenemos, pues, así, que por primera vez salen a plaza las voces chilenas diuca, madi, maitén, maqui, piuquén, quinchamalí y tril: que de las otras de tal procedencia contenidas en esa enumeración ya veremos que lo estaban de antes.
Por lo que he podido averiguar, la primera alusión a un producto natural, una planta, de Chile se encuentra en la obra de Monardes ya recordada, en el siguiente párrafo de la carta que Pedro de Osma y Xara y Cejo le escribió desde Lima a 26 de diciembre de 1568, que dice así: «El año de cincuenta y ocho, en Chile se cortaron ciertos indios presos las pantorrillus para comérselas, y las usaron para ello, y lo que es mas de admiración, que se pusieron en lo cortado ciertas yerbas. y no les salió gota de sangre; y lo vieron esto muchos entonces, en la ciudad de Santiago, presente el señor don García de Mendoza, que fué cosa que admiró a todos.
Y es lástima que no se expresara el nombre de tan maravillosa planta, cuya virtud corre parejas con la de aquella otra de que hacen mención el P. Rosales y Gómez de Vidaurre, «que ablanda el hierro de modo que puede manejarse con las manos del mismo modo que la cera!»
Después de esto, se impone el tratar de los que en ese orden de nuestro país han escrito, y pues se ha nombrado a Hurtado de Mendoza, luego ocurre a los puntos de la pluma el nombre de don Alonso de Ercilla, que estuvo en Chile cerca de tres años y que aquí escribió gran parte de su Araucana, según de todos es sabido, en la cual es de creer que se hallaran algunas noticias de los objetos naturales de esta tierra. ¡Desilusión profunda! Ya Humboldt achacaba al poeta su falta de observación de la naturaleza del país en que se desarrollaron las hazañas de los héroes de su epopeya, reproche que repetía después don Miguel Colmeiro, llegando a decir que, en materias de botánica, aun le superaba don Diepo de Santisteban Osorio, el pedestre continuador de su Araucana, y en verdad que les sobra razón para ello. Esa obra, salvo unas cuantas voces americanas, como son, apó, bejuco, cacique, canoa, chaquira, escaupil, inca, llanto, mangle, palla, vicuña, en todo lo demás bien manifiesta que, en ese orden, bien pudo ser escrita por alguien que no hubiese salido de Madrid. Así, de animales, habla del león, del tigre, de la onza, del pardo, de los venados; en términos poéticos, de la golondrina y del ruiseñor (Progne y Filomena); en igual forma, de «la mustia Clicie» (el girasol o nuestra maravilla); de plantas, apenas si de la frutilla de la murta y de las ovas marinas; y en cuanto a Mores, de las que se daban en España:
El blanco lirio y encarnada rosa,
Junquillos, azahares y mosquetas,
Azucenas, jazmines y violetas.
Pero, chilena, ni una sola! Sin duda que en esto le hizo ventaja nuestro Pedro de Oña, que comprendió cuánto ganaría su relato con insertar en él vocablos que propendiesen a darle el conveniente sabor local, según tuvo cuidado de advertirlo en su prólogo al lector, al prevenir que en sus versos iban «mezclados algunos términos indios, no por cometer barbarismo, sino porque, siendo tan propria dellos la materia, me pareció congruencia que en esto también le correspondiese la forma»; cuidando, además, de aclararlos en notas que puso a ellos al final de su obra. Y así fué cómo y por qué habló en ella de apó, callana, cóndor, chaquira, chicha, huincha, llanto, macana, muday, pérper, pillán, ulpo y yole, y, dentro del orden de voces de que tratamos, de la cortadora, del madi, del molle y del pacay, nombre que da a un árbol de que se hacía el mejor carbón, que perdura en el Perú y en algún lugar geografico y que hoy ya no se conoce en Chile, en cuanto yo sepa.
De los otros poetas que escribieron de las guerras de Chile, Alvarez de Toledo menciona el pangue, y Mendoza Monteagudo el lanco, pero sus obras permanecieron inéditas hasta nuestros días.
Poca cosa es todo esto, como se ve, y no puede uno menos de sorprenderse también al notar que el P. Alonso de Ovalle, tan chileno que era, al paso que se extiende en pintar con subidos colores la fertilidad del suelo de este país en producir las plantas europeas frutales y la hermosura de los arboles a que se daba los nombres que tenían en Europa, como el roble, el laurel, el avellano y otros; de las llores del viejo mundo que aquí se cultivaban en los jardines y de las que espontáneamente, de allí procedidas, habían invadido los campos, de las propias de la tierra apenas si habla del quinchamalí, del culén y de la cachanlagua (que describe sin nombrarla), la patagua,—hoy ya colocada en el léxico,—el pengu (peumo), el maqui, el molle, el huigán (huingán), la murtilla, el quelu (queule) y la frutilla; el luche y el cochayuyo; de las aves, la lloica (loica), el peucu i (peuco) y el qulten (queltehue); de los mariscos, los choros, los locos y los picos; y de los animales, el cuy, el guanaco y el quirquincho.
Verdad es que, ya casi medio siglo antes, Alonso González de Nájera había escrito su Desengaño y reparo de la guerra de Chile, obra en la cual se enunciaban algunas aves y unas pocas plantas de este país; de aquéllas, el alcatraz, el piuquén y el traro, la vandurria, y el flamenco, que debo recordar por el curiosísimo dato que respecto de estos pájaros da, cual es, que eran «según dicen en aquella tierra, nuevamente aportados a aquellas marinas»; de los mariscos, describe el pico, y del reino vegetal, la frutilla, la murtilla, el maqui, el quinchamalí, la pichoa, la quinua, el maguey, el pangue, los quiscos y los coleos (colihues).
De los cronistas anteriores a él que escribieron en prosa, Góngora Marmolejo, el más notable, sin duda, de los del siglo XVI y el que mas de cerca sigue a Ercilla, no contiene, como éste, ni una sola línea respecto a las producciones naturales chilenas, si exceptuamos las perdices y los halcones (sin sus nombres chilenos), demasiado ocupado en referir los sucesos de la guerra araucana, que era, ciertamente, lo primero en un tiempo en que por causa de ella los españoles se jugaban la vida casi a diario; y Mariño de Lobera, el otro de los cronistas de esa época, cualquiera diría, al ver la enunciación que consigna de las aves y plantas de Chile, que describe una provincia de España, excepción hecha de cuando, al hablar de la ciudad de Valdivia, dice que «es abundosa de todos los mantenimientos que siembran los indios para su sustentación, así como maíz, papas, quinua, madi, ají y frísoles»; y cuando enumera el cori, (corecore), lanco, cuilén (culén), la lepichoa (pichoa) y otras tres plantas que llama quedanque, chopeichope y megue, que no se sabe hoy en día cuales sean; y de «unas matas de una vara de altura, de tal calidad, que cayendo en ellas el rocío, a ciertos tiempos del año se sazona de manera, que se vuelve en sal menuda», fenómeno sobre el cual Gómez de Vidaurre había de llamar también la atención más tarde.
Por los días en que el P. Ovalle daba a la prensa en Roma su libro, otro jesuíta, el madrileño Diego de Rosales, estaba empeñado en escribir aquí una Historia general del Reino de Chile, en la cual dedicó varios capítulos a los animales, aves y plantas del país, estas últimas, sobre todo, que constituían a su decir, y con razón, la botica de los naturales, dándonos en sus descripciones noticias preciosas acerca de los nombres indígenas de muchas yerbas y de sus virtudes medicinales, hasta aluna sólo en pequeña parte aprovechadas, cuya enumeración llegaría a ser fatigosa por lo extensa, pero que se vera consignada en hartos lugares de este opúsculo.
Y así en seguida, durante el siglo XVIII, todos los cronistas, cual mas, cual menos, Córdoba y Figueroa, Núñez de Pineda, Olivares, Gómez de Vidaurre, Carvallo y Goyeneche, alguna noticia consignaron, sobre todo el penúltimo de los nombrados, de las producciones naturales de Chile, que quedaron punto menos que sepultadas en el olvido por no haberse impreso esas obras hasta nuestros días. No así la del sacerdote francés Luis Feuillée, a quien le fué dado visitar las regiones vecinas a Concepción en un viaje de estudio realizado en 1710, cuando con el cambio de política seguido por España con el acceso al trono de Felipe V estos remotos países se abrieron al comercio de la Francia. Publicó Feuillée su Relation du voyage, etc., en París, en 1714, dando en ella a conocer al mundo sabio algunas plantas chilenas con descripciones científicas y laminas grabadas en cobre, cuales fueron, aunque con graves yerros en los nombres, como no pudo menos de ser para un oído extranjero: (cullé) culén, clincín, chanco-laguén (cachanlagua), illen, itíu, ligtu (liuto), llanpanke (pangue), nillgue (ñilhue), pichua (pichoa), pillabileum, quellgón, tupa, y alguna otra.
Pero, por muy apreciable que para su tiempo y el reducido terreno explorado fuera la obra del sabio francés, no puede compararse con la que nuestro compatriota el abate don Juan Ignacio Molina dió a la estampa en italiano en 1787, vertida que fué en el año siguiente al castellano por Arquellada y Mendoza, en la que, al par de una clasificación científica, sobre todo en lo referente a las plantas conforme al sistema de Linneo, se consignaron abundantes noticias de las producciones naturales de Chile, mínimas en verdad, comparadas con la riqueza de nuestra flora, pero tan estimables, por lo demás, que hasta hoy se consultan y se leen siempre con agrado.
Otra fuente valiosa de información para el estudio de las plantas chilenas se debió a los botánicos españoles Ruiz y Pavón, cuyos trabajos se dieron a luz por el Gobierno de la Península, con suscripciones recogidas en toda América, en cuatro volúmenes en gran folio, con el título de Flora Peruviana et Chilensis, en los que, junto con descripciones acabadas, se puede disfrutar de la vista de las especies en láminas admirablemente grabadas y de tamaño casi siempre del natural. Como es obra escasa ni adquirible aun a mucho costo, no esta de mas que apunte aquí los nombres indígenas de plantas chilenas que en ella se consignan, algunas de las cuales ya no se conocen con los que en aquel tiempo llevaban.
Tomo I: achira: amor seco: incolae nuncupant, quoniam fructus transeuntium vestibus adhaerent. Arguenilla (Jovellana punctata) Broquín (y no proquín, como dice Feuillée). (Aeaena argentea). Cabellos de ángel (Cuscuta corymbosa). Cebadilla: congona: chachaul o arguenita (Calceollaria rugosa); chonta: nebú o avellano (Quadria heterophyla); Pagnhin (el palquín de Feuillée), el pañil o parguín; (Buddieja globosa). Pangue: piñol (Embotherium dentatum); sandia-lahuen (Verbena multifida); voqui (Cissus striata): «Nomen non solum omni plantae scaudenti, sed metaphorice etiam obtrectationi bus chilenses applicant».
Tomo II: Capulí (Physalis pubescens), que no es el árbol de que habla el Diccionario, pero que trae Salva. Quinchamalí: uñuperguén (Campánula filiformis).
Tomo III: Cardón o puya: codocoipu (Myoschilos oblonga): id est, fructus cujusdam animalis amphibii, a Molina mus coipus dicti, quia ejus fructibus praesertim nutritur». Copihue: chilco o thilco; chupón (Bromelia sphacelata); «vulgo chupón, et fructus chupones». Guadalahuén, «id est, yerba de la apostema». Guillipatagua (Villaresia mucronata); esto es, el árbol del huillín». Ictriho o itíu (Loranthus verticillatus); illen, (Anthericum caeruleum); illmu (Conanthera bifolia); lintu, ligtu, según Feuillée; lúcumo (Achras lucuma) «et fructus lúcumas appellantur». Lun o liun o sietecamisas (Stereoxylon revolutum), «quia cortex in laminulas septem, tenues dipescituir»; maitén; ñipa; quila, vulgo zarzaparrilla (Herreria stellata).
Durante la primera mitad del siglo XIX aparecieron también en las obras de viajeros extranjeros, una que otra descripción de animales y plantas chilenos, siendo de notar entre ellas, por la especialidad de su tema, las Plantae rariores de Bertero, publicadas por A. Colla, libro en el que se habla de la cebolleta (Ornithrogalum aequipetalum, y del oreganillo (Gardoquia obovata); pero ni todas juntas encierran una mínima parte siquiera del material que abarca la gran obra de don Claudio Gay, que honraría a cualquiera nación, de escaso valor en su parte histórica, a no ser por los documentos que la ilustran, como no podía menos de ser, pero verdadero monumento científico en su conjunto, del estudio de las producciones de la naturaleza en Chile, en su parte botánica especialmente, que es la que constituye su riqueza. Gay vivió en Chile por muchos años, viajó por todo el país, oyó y acogió de boca del pueblo los nombres de las especies que había de describir científicamente, dejándonos, así, una de las mejores y más abundantes fuentes de información con que contamos para el estudio lexicográfico, materia de estas notas, y que se completa por los trabajos sobre la historia natural de Chile que realizó después el sabio doctor don Rodulfo A. Philippi, mi amado maestro que fué, cuya memoria debemos conservar los chilenos con la gratitud que merecen su desinterés, su amor sin limites al trabajo y su bondad nunca desmentida, siempre tan claro como conciso en sus descripciones, que he de seguirlas con preferencia a todas.
Alguna mención merecen también para nuestro objete el estudio acerca de las plantas medicinales de Chile del doctor don Adolfo Murillo, y los varios de don Carlos Reiche sobre nuestra botánica, especialmente el que dedicó a las malezas de Chile.
Tal era el caudal de fuentes escritas (para no hablar de elude menor importancia) que existía cuando el doctor don Rodolfo Lenz comenzó la publicación de su Diccionario Etimológico, terminado de imprimir en 1910, vasto arsenal de nombres indígenas chilenos, tratados con método científico, abundantísimo en citas de las fuentes atendibles y lleno de observaciones casi siempre muy atinadas, que habrían sido de mas fuerza, en cuanto se refiere a la parte castellana, si no estuviesen emitidas a veces con cierta acrimonia... Cierto es también que los medios de información de que de ordinario se valió, cuando faltaban los testimonios escritos, cuáles eran, los datos que le suministraron sus jóvenes alumnos chilenos, pecan en ocasiones por yerros de pronunciación, que su calidad de extranjero no le permitió siempre salvar, y que el método a que se ajusta en la escritura de las voces, que le lleva a desechar siempre la g para reemplazarla por la h, no puede aceptarse como norma invariable; pero todo eso es nada, comparado con lo mucho, muchísimo de provecho que de su obra puede sacarse.
Honra asimismo de nuestras letras es el Diccionario de Chilenismos de mi doctísimo compañero de Academia, don Manuel Antonio Román, cuyo tomo IV. que comprende hasta la letra Q, acaba de publicarse.
No escaseaban, en verdad, los estudios sobre nuestros chilenismos, que por ser bien conocidos, no necesito enumerar; pero todos ellos resultan de poco alcance comparados con este libro, por las muchísimas voces y frases que contiene de nuestra habla, en las que se nos enseña a distinguir lo correcto de lo que no lo es, con ejemplos y digresiones filológicas que acusan tanto su saber como su tesonera labor, siempre llevando por norte tan ciego respeto al léxico oficial, que conoce hasta en sus minucias, como seguramente nadie le profesa en la propia España.
Con tales elementos de trabajo, ha sido fácil apuntar las voces chilenas que pudieran incorporarse en el Diccionario, —que hubiéramos aumentado en muchas más a no prescindir de aquellas menos conocidas o de uso puramente regional,—y bien poco lo que he puesto de mi cosecha; y para que la Real Academia disponga de los medios de información, reunidos, eso sí, en pocas líneas, que acrediten aquella pretensión, he anotado el nombre científico que corresponde a cada una de esas voces, para manifestar prima facie que son especies diversas de por sí; los pasajes de antiguos cronistas que las recuerdan, para exhibir su antigüedad, llevando las citas solamente hasta donde he creído que basten al intento; una descripción, tomada de los naturalistas, del animal o planta de que se trata; en cuanto ha sido posible, su etimología, de ordinario araucana; y finalmente, la referencia a los Diccionarios de Lenz y Román en que se pudieran hallar mas detalles relativos a esas voces.
Presentado así éste que llamaría banquete chileno de trescientos y tantos platos, la Academia elegirá entre ellos los que guste, que, me imagino, sera en su mayor parte, puesto que están llamados a enriquecer nuestra lengua de lo que da buen indicio la tendencia ya claramente manifestada en su última edición del léxico, incorporando en ella voces chilenas que en las anteriores no figuraban, y si ya tienen lugar en él, como no puede menos de ser, tantas americanas, y entre ellas, las chilenas que en este momento recuerdo, como son, frutilla, frutillar, murtilla, mote, palqui, patagua, etc., ¿por qué dudar de que en una edición venidera no se dé cabida a tantas otras no menos acreedoras a ese título?