Viento norte

editar

El campo está seco: hace tiempo que no llueve; los pastos se ponen tristes, y nada todavía anuncia la venida del aguacero bienhechor. Días con viento liviano del Oeste, o completamente serenos, van siguiéndose sin cesar. El estanciero se desespera.

Un día, por la mañana, al abrir la puerta de su vivienda, oye rezongar al capataz; éste está retando a un peón y el peón se va, contestando algo fuerte, hasta el palenque. Allí, saca a rebencazos un caballo que se encabrita, corcovea, y se oye toda una explosión de golpes secos en la grupa del animal y de pisotones y de patadas, hasta que el caballo, cortando bozal y cabestro, dispara, ensillado.

Al ruido, asoma la cabeza a la ventana, la señora del mayordomo. Fruncida la cara, tiene pegado en cada sien un redondel de papa fresca, y un aire de terrible mal humor, lleva pintado en la frente.

¡Viento Norte! ¡Amigo, con él, no hay hombre bueno, ni mujer amable, ni caballo manso!

Con él, reina insufrible malestar, indefinido, desconsolador, tanto para la gente como para los animales. El aire es pesado, caluroso, seco; si sopla fuerte el viento, lo que muy a menudo le sabe suceder, parece que le quema a uno el cutis y le va a prender fuego a la barba.

La tierra, en torbellinos, le azota la cara, y parece que todo se junta para hacer imposible la vida.

Y dura ese maldito viento Norte; dura días y días. Las papitas en la sien han alternado con porotos alrededor de los ojos; ha habido despedida de peones, poleas en la pulpería, nerviosidades de todo género, y sopla siempre.

El único consuelo es que ha de sacar agua. Pero ¿cuándo?

Después de muchos días, se forma, en fin, tormenta al Sur. Se eleva despacio, majestuosa, obscura en el horizonte. Sigue soplando el viento Norte, pero más suave, como si, poco a poco, se fuera retirando, cansado o receloso.

Norte claro, Sur obscuro, aguacero seguro. Ha dejado de soplar el viento; la Naturaleza parece presa de un solemne estupor; los perros viejos, a ratos, se tiran al suelo y se revuelcan, patas arriba: nubes de alguaciles dorados se asientan en todas partes...

Un trueno se ha dejado oír; y pronto caen por fin las primeras gotas, anchas como patacones... que son.

¡Con qué gusto se respira el perfume de la tierra mojada!

Es que con el aguacero vuelve la vida a las plantas, la fuerza a los animales, la calma a los nervios, la salud a todos los seres, la alegría a la campaña toda.

¡Caiga no más, agua! ¡Qué se desplomen las nubes, y se llenen las lagunas!...

Pasó la tormenta, refrescó la atmósfera. El cielo resplandece, las hojas de los álamos están como recién barnizadas; los peones vuelven del trabajo, mojados y cantando; el capataz chancea con ellos, los caballos relinchan alegres y, a la ventana, asoma la cabeza la señora del mayordomo.

Risueña ella también, ahora, y de buen humor, fresca, rosada, buena moza.