Viejas terras
VIEJAS TIERRAS
¡Qué desembarco el de ayer noche! No lo olvidaremos fácilmente. Con un tiempo frío, lluvioso, llegamos a Boulogne-sur-Mer a las 11 y 12 de la noche. Un buquecito de la Hamburgo-Amerika-Line vino en nuestra busca. Desembarcamos.
Hoy a mediodía dejamos en Southampton a la mayoría de la célebre "Punta Brava' esos argentinos, brasileños y chilenos que, con mi padre, único uruguayo, completaban nuestro pequeño A. B. C. En Boulogne bajó el resto: un talentoso marino argentino, un distinguido ingeniero español, mi padre y yo. Hallada una maleta y una sombrerera que llorábamos perdida, combinamos reunir todos los bultos y salvaguardarlos bajo mi título de Delegado Oficial; así serían despachados en la aduana sin tropiezo. A las 2 p. m. salía un tren de Boulogne a París y queríamos alcanzarlo. Todo fué bien hasta que el marino que ya había perdido sombrerera y maleta perdió un baúl. Busca que buscarás, y mi padre impaciente por recorrer Boulogne para saludar al capitán de los Andes... ¿Cómo dejar a nuestros representantes últimos de la Punta Brava, máxime cuando se.habían cansado buscando coche, ayudando a izar baúles y cajones, corriendo de acá para allá y vigilando todo?
F Al fin arrancamos, pasajeros en un coche tirado por un caballejo peor que Rocinante. Era de oir al ingeniero español más salado que la marcharlando con el auriga en francés caló populachero; encantándolo hasta hacerle olvidar los gritos de ánimo con que incitaba a trotar al rocín; haciéndolo quedar en suspenso con palmo de boca abierta, llena de risa. Nosotros sentados; ellos de pie, entre bártulos, llegamos a la estación.
Pesado el equipaje, al obligado: Cuándo sale el tren?, siguió un: Lo mismo puede salir con media hora de atraso que con cuatro, pues espera el buque inglés que atracará esta noche en Calais.
Se nos cayó el alma a los pie Imaginen un día de trajín, de emociones, y no pocas, sin dormir la siesta ya habitual a bordo, con espera de toda una noche y ahora de toda una madrugada...¿Qué hacer?
A nuestros compañeros, se les ocurre una solu ción: Cenar. Buen hambre traíamos. Frente a la estación había un hotel. Cruzamos, atraídos por la luz, y ¡pum! nos dan con las puertas en plena cara. Después de las 2 p. m. todo se cierra en Boulogne. ¡Adiós cena! ¡Y esperar, con hambre y frío, hasta las 4 ó las 5, para seguir viaje horas de horas rumbo a París!
Con eso no se avino nuestro compañero español.
Y, en el caló que constituía su especialidad: Andatú, pilluelo, ¿dónde se cena? Y ya se hizo dar señas.
No quiso aceptar guía por la catadura de apaches de los que se ofrecieron.
En marcha. A cada rato la pregunta: Será esta calle a la derecha del jardín? Aquí no debíamos doblar? Por fin, lo inevitable: nos perdimos.
El ingeniero ataja que te atajarás a todo bicho vi viente, barrenderos, verduleros que iban a mercar, serenos, vigilantes. Tropicza aquí, levanta allá, caímos en una brasserie que fué, sí, caer en las brasas. Mi padre entra primero: ¡No mires!, me dice.
Habíamos dado con una casa non sancta en pleno jolgorio.
Fuera, otra vez. ¿Dónde cenar? Un pobre, mal entrazado, con buenos modales, ofreció llevarnos a un hotel. Nuestros compañeros le desconfiaban porque, a la par de él, iba otro por la acera de enfrente, que les pareció sospechoso. Mi padre, intranquilo, temiendo perder el tren, ataja a un caballero que abría la puerta de su casa. ¡Oh, sorpresa! ¡ Era el comisario del "Ipiranga", de nuestro "Ipiranga".
Nos condujo a una brasserie decente; cenamos pollo y jamón rociado con excelente Burdeos y, ya lastrados, jal tren! Una pitada nos indica que era un poco bastante demasiado tarde, como dice en "La Gringada" Antonio Podestá.
Y tanto que el tren pasó soplándonos en pleno rostro: La hicimos!
Pero no: Era un expreso que no hacía alto en Boulogne. Ya en la estación, nos avisan que pasáramos al andén: Allí los pasajeros, como mulos, acarrean el equipaje. Prohiben el acceso a los changadores. El ingeniero sudaba trasladando su escopeta fina, que pasó en aduanas sin pagar derecho, gracias a su incomparable flema, sus baules atestados de ropa de baile, indispensable ya a la llegada, y el nécessaire, amén de mi saco de pieles que, como español y caballero, no permitió que yo llevara al brazo.
En vista de que tren no llegaba—las 4 p. mno volverían a dar—decidimos atorrar por los alrededores. Preciosa la vista de la ciudad con sus calles en alto, empinando casas de techos rojos y negras chimeneas; con sus puentes bajo los que pasan bulevares bordeados de álamos, tan altos como los de Mendoza; con sus torres de iglesias, conventos, escuelas, castillos.
Llegó el tren: Venía atestado. Imprudentes, llegamos a interrumpir un sueño idílico. A buscar otro sitio. Gritan: ¡Viajeros al tren!—cuando avisa un compañero: ¡ Aquí hay lugar!—Invadimos: Un solo pasajero dormía como un tronco. Nos instalamos.
Llega el guarda:—Salgan todos los hombres: Este es un reservado para señoras solas.—Y, ¡zás!, ¡trás!, sacude al dormido quien, entre rezongos y amenazas, sale trastabillando. Síguenlo los demás. ¡Y quedó sola. en un departamento bonito y cómodo!
Luchando con el sueño que pesaba sobre mis párpados, vi desfilar la bien cultivada campiña francesa hasta París. Allí nos dividimos: El ingeniero tomó un auto con llantas de goma; el marino argentino, un fiacre cuyo cochero lucía artístico chaleco—pescado, a grandes vistosos cuadros. ¡Lo que el ingeniero le dijo mientras cargaban el equipaje! Ni andaluz, para tener tal gracejo.
En el inter, sin desperdiciar un segundo, ya se conquistó, de ojito, a una francesita monona que lo miraba embobada.
Mi padre y yo dejamos los bártulos; tomamos un simón con cochero de galera blanca pintada con frescoral y ¡Al Hotel Corneille!, rue Corneille 5, en pleno Barrio Latino.
—No sé qué calle será ésa—nos espetó el auriga, y no hubo tutía. Pero, pregunta que te preguntarás, dimos con el hotel: A la vuelta del Odeón, lindolimpio confortable. No era mi tipo. Yo quería un hotel de estudiantes: Ahí no podía haber vivido Museta ni soñado Mimí.
—¡Cochero, vamos al Saint Pierre!
Pero, son millonarios—relativamente los estudiantes de hoy? Esta pieza, pobre y todo, es coquetona.
Mi gesto de desagrado trajo una explicación.
—Si la señora quiere subir, en el 5.0 piso hay piezas más chicas.
Trepamos: Sotabanco, 2.0 piso bajando del cielo; teelo que se toca con sólo empinarse en puntillas de pies; ventana sobre un balcón que domina espléndido bosque de chimeneas y cerros de tejados: Gran concierto gatuno en perspectiva.
Muebles Cama, mesa, lavabo, armario, estante, clavos, sillas y butaca. Pero, ¿de qué museo medioeval salió todo ésto? La cama parece la que abrigaba al Pescador de Islandia; las sillas, las que sustentaron a Luis Onceno: Lo demás, de juguete: No tocarlo: No empieza el mueble cuando ya se acabó.
Olvidaba: Hay estufa y de mármol y empotrada en la pared—¡Adiós caño por donde los héroes de Paul de Kock robaban calor al pudiente vecino!
¡Cómo será de helado esto en invierno! Pero ¡qué vista lindísima! Ni los pájaros. ¡Y cuánto sol!
Un sol paliducho, en verdad. Hace cinco meses que llueve y llueve.
Hoy lloviznó a ratos mientras volvíamos de la Estación con el equipaje. Cruzamos París de un cabo al otro atravesando el Sena. Todo lo vimos a vuelo de pájaro: La Magdalena, la Opera, el Arco de Triunfo, Notre—Dame, el Louvre, el Palacio de Gobierno, los libreros de viejo costeando los muelles, los imponderables bulevares, los árboles que ni en Mendoza o en Jujuy tan altos, morrudos, verdes y frescos; las flores como en ramilletes artísticos desbordando por ventanas, balcones y tejados. La Sorbonne y la Escuela de Medicina que serán mis próximas compañeras, una frente al balcón; la otra, la Facultad, a un paso, a la derecha.
El departamento vecino está ocupado por un profesor alemán que completa estudios de filología en París. De tarde suelo verlo leyendo al fresco, en el balcón, bien extendido entre dos sillas, los pies más altos que la cabeza, la larga y humeante pipa en la boca, un pilón de libros, revistas y cuadernos a un lado, cerveza y un vaso al otro. Viste robe de chambre listada, y peinada hacia atrás la rizosa melena.
Es culto y comedido: En obsequio nuestro cambió de habitación para que mi padre y yo pudiéramos tener piezas corridas.
De nuestro balcón apenas si se dominan los detalles del variado espectáculo ofrecido por la Rue de l'Ecole de Médecine: En cambio, de noche, cuando nos retiramos a altas horas, apreciamos de cerca su bulliciosa animación: Grupos de ambos sexos se divierten, cantan, ríen, organizan ridículas procesiones, se ejercitan en llevar a las bellas colgadas del cuello sobre las espaldas, sujetas por natural collar de torneados brazos: gritan a voz en cuello, corren, corean himnos o se arremolinan alrededor de alguno que perora en serio o en broma.
Todo se lo permiten entre ellos. Nada con el que pasa. Respetan la libertad ajena hasta el punto de hacerse respetables en medio de sus bullangueras diversiones.
Ese admirable respeto por la libertad ajena caracteriza a París en todo lugar. ¡Cuántas veces, en los corredores de la Taverne Pascal, por ejemplo, presencié escenas idílicas o bufas, admirada de que conservaran única y exclusivamente la característica que sus actores le imprimieron sin que el medio ambiente influyera con la más mínima crítica!
Ni una mirada, ni un gesto, ni una palabra menoscaba la libertad ajena: Cada cual procede a su guisa y el vecino no para mientes en ello: Ahí está el secreto de la impresión de equilibrio con que París satura a todo visitante.
Cerca, muy cerca, aunque desde el balcón no la veo, está Notre—Dame.
¡Las horas que he pasado, amándote, Catedral ya extindel Medio—Evo, testigo secular de una fe guida, alma de piedra de siglos bárbaramente ingenuos! En todo momento, fuéramos donde fuéramos, al ir y al volver, forzosamente, frente a Norte—Dame pasábamos. Y en esos 29 inolvidables días la he admirado bajo todas las luces, desde todos los puntes de vista: Cruzáramos a pie o en auto los pucates de l'Ile de France, remontáramos el Sena o regresáramos río abajo, en los Bateaux Mouches, ascendiéramos a la gigante Eiffel, a la Columna de Julio o a las torres mismas desbordantes de monstruos alados, la Catedral, siempre la Catedral fijaba mi alma en los siglos que pasaron.
Amaba sus alrededores, sus puertas esculpidas, sus peldaños enterrados a medias, sus naves, su escalera que amedrenta, la tallada en la piedra y que a la piedra hirviente en monstruos esculpidos lleva; su balconada del frente, el panorama que desde ella se domina, sus torres agujadas, su techo de pizarra, su actual abandono, su pasada majestad y realeza, la pátina con que la marcó el tiempo; el sol que a mediodía la baña rejuveneciéndola; la lluvia lenta y triste que le llora saudades de tiempos pasados para no volver; la sombra de la tarde en un bello ocaso que le hace revivir.amortajándola en el pasado glorioso.
Pero nada de eso hablaba ya a mi imaginación y a mi sentimiento si llegaba a fijar la mirada en los monstruos de granito que pueblan sus techos, decoran sus salientes, trepan por torres, agujas y flechas, flanquean campanarios, bordean tejados, abriendo por doquier enormes bocazas.
Los miraba y sufría. Y un terror vago, profundo, me atraía, sin embargo, a ellos. Allí estaban aguitándome con sus cuencas sin ojos, injuriándome con sus muecas demoniacas, amenazándome con sus lenguas viperinas, persiguiéndome con sus saltos de fiera.
Distintos y unos; millares; innúmero y uno, uno sólo en la idea; particulares, individuales, encarnando la generalidad en el conjunto; facetas, matices, aristas de una única creación imaginativa.
Adheridos a la pétrea catedral, semejan surgir de ella. Los miraba y veía en ellos un símbolo:
Notre Dame era la fe que elevaba sus torres de piedra invocando la protección divina; los monstruos eran los prejuicios engendrados por esa mentira vital, prejuicios que se alimentaban de ella, agotándela y aterrorizando a los creyentes con amenazas de castigos eternos, de maldades terrenales, de cobardías internas, de venganzas, de espionaje, de denuincias de criminales instintos, de rabiosos celos, de enroscada envidia, de maldiciente lengua de monstruosa crueldad, de demoniacas pasiones...
Pasado de estas viejas tierras, ¡cómo vives en las piedras de tus catedrales! Y cómo, a pesar nuestro, luchando con la razón que te denigra, el sedimento de ancestrales prejuicios que en nosotros lle vamos, ese pasado viviente, te venera, te ama, ae postra ante ti sin discutirte.