Vidas paralelas: Sertorio


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No es maravilla quizá que en un tiempo indeterminado, inclinándose ora a una parte y ora a otra la fortuna, los acontecimientos vuelvan a repetirse muchas veces con las mismas circunstancias. Porque si hay una muchedumbre infinita de accidentes, la fortuna tiene un poderoso artífice de la semejanza de los sucesos en lo indefinido de la materia, y si los acontecimientos están contraídos a un número prefijado, es necesario también que muchas veces los mismos efectos sean producidos por las mismas causas. Hay algunos, por tanto, que, complaciéndose en cotejar lo que han leído u oído de esta clase de accidentes, forman una colección de los que parecen hechos de intento y con meditado discurso, como, por ejemplo, que habiendo habido dos Atis, personajes ilustres, el uno Siro y el otro Arcade, ambos fueron muertos por jabalíes. De dos Acteones, el uno fue despedazado por sus perros, y el otro, por sus amadores. De dos Escipiones, por el uno fueron primero vencidos los Cartagineses, y por el otro fueron después arruinados del todo. Troya fue tomada por Heracles, a causa de los caballos de Laomedonte; por Agamenón, mediante el caballo llamado de madera, y tercera vez, por Caridemo, a causa del accidente de haberse caído un caballo en las puertas y no haber podido los Troyanos cerrarlos prontamente. De dos ciudades que tienen nombres de dos plantas de suavísimo olor, Ío y Esmirna, en la una se dice haber nacido el poeta Homero y haber muerto en la otra. Ea, pues, añadamos a estos acasos el que entre los grandes generales, los más guerreros y que más grandes cosas acabaron por la astucia y la sagacidad todos fueron tuertos: Filipo, Antígono, Aníbal y éste de quien ahora escribimos, Sertorio; el cual se hallará haber sido más contenido que Filipo en el trato con mujeres, más fiel que Antígono con sus amigos, más humano que Aníbal con los contrarios, y, no habiendo sido inferior a ninguno en la prudencia, fue muy inferior a todos en la fortuna, la que siempre le fue más adversa que sus más poderosos enemigos, y, sin embargo, desterrado y extranjero, nombrado caudillo de unos bárbaros, fue digno competidor de la pericia de Metelo, de la osadía de Pompeyo, de la fortuna de Sila y de todo el poder de los Romanos. A éste, el que encontramos más semejante entre los Griegos es el Cardiano Éumenes: ambos eran nacidos para mandar ejércitos; ambos eran fecundos en estratagemas; ambos, arrojados de su país, fueron caudillos de gentes extrañas, y a ambos, finalmente, fue en su muerte muy dura y violenta la fortuna, porque perecieron traidoramente a manos de aquellos mismos con quienes habían vencido a los enemigos.

Nació Quinto Sertorio en la ciudad de Nursia, país de los Sabinos, de oscuro linaje. Criado con esmero por su madre, viuda, habiendo quedado huérfano de padre, parece que fue con extremo amante de aquella, de la cual se dice haber tenido por nombre el de Rea. Ejercitóse en las causas con bastante aplauso, y siendo aún joven llegó, según es fama, a adquirir cierto poder en Roma por su elegancia en el decir; pero su sobresaliente mérito y sus hazañas en la milicia llamaron hacia esta parte su ambición.

En primer lugar, cuando los Cimbros y los Teutones invadieron la Galia, militó con Cepión, y habiendo los Romanos peleado débilmente y entregádose a la fuga, no obstante haber perdido su caballo y hallarse herido, pasó el Ródano a nado, costándole mucho el vencer, embarazado con la coraza y el escudo, la contraria corriente: ¡tan fuerte y robusto era su cuerpo, y tan sufridor del trabajo en fuerza del ejercicio! En segundo lugar, cargando aquellos con numerosísimo ejército y terribles amenazas, de manera que se reputaba por cosa extraordinaria que un Romano se mantuviera en formación y obedeciera al general, fue enviado por Mario en observación de los enemigos. Vistióse el traje de los Galos, y, aprendiendo lo más común del idioma para poder contestar oportunamente, se metió entre los bárbaros; de donde, habiendo visto por sí unas cosas y preguntado otras a los que tenía a mano, regresó al campamento. Concediósele entonces el prez del valor, y habiendo dado durante toda la expedición muchas pruebas de prudencia y de arrojo, adquirió fama y se ganó la confianza del general. Después de esta guerra de los Cimbros y Teutones fue enviado a España de tribuno con el pretor Didio, y se hallaba en cuarteles de invierno en Cazlona, ciudad de los CeltÍberos. Sucedió que, insolentes los soldados con la abundancia, y dados a la embriaguez, incurrieron en el desprecio de los bárbaros, los cuales enviaron a llamar a sus vecinos de Orisia; éstos, yendo de casa en casa, acabaron con ellos; pudo, sin embargo, Sertorio evadirse con unos pocos, y recogiendo a otros que también huían dio la vuelta en rededor a la ciudad, y hallando abierta la puerta por donde los bárbaros habían entrado secretamente, no cayó en el error de éstos, sino que, poniendo guardias y tomando todas las avenidas, dio muerte a todos los que estaban en edad de llevar armas. Ejecutado esto, mandó a todos los soldados que dejaran sus propias armas y vestidos y adornándose con los de los bárbaros le siguieran a otra ciudad, de donde salieron los que en la noche los habían sorprendido. Con la vista de las armas logró que estos otros se engañaran, y hallando abierta la puerta se le vinieron a las manos gran número de habitantes, que creían salir a recibir a sus amigos y conciudadanos, que volvían después de conseguido su intento; así fue que muchos recibieron la muerte en la misma puerta, y otros que se entregaron fueron vendidos como esclavos.

Hízose con esto Sertorio muy celebrado en España; apenas volvió a Roma, fue nombrado cuestor de la Galia Cispadana, en ocasión de urgencia; amenazando, en efecto, la Guerra Mársica, se le dio el encargo de levantar tropas y de reunir armas, y como hubiese puesto mano a la obra con una diligencia y prontitud muy diferente de la pesadez y delicadeza de los demás jóvenes, adquirió fama de hombre activo y eficaz. Mas no por haber sido promovido a la dignidad de caudillo aflojó en el denuedo militar, sino que, ejecutando brillantes hazañas, y arrojándose sin tener cuenta de su persona a los peligros, quedó privado de un ojo, habiéndoselo sacado en un encuentro. De esta pérdida hizo después vanidad toda la vida, diciendo que los demás no llevaban siempre consigo el testimonio de los premios alcanzados, siéndoles forzoso dejar los collares, las lanzas y las coronas, cuando él tenía siempre consigo las señales de su valor; y los que eran espectadores de su infortunio lo eran al mismo tiempo de su virtud. Tributóle también el pueblo el honor que le era debido: porque al verle entrar en el teatro le recibieron con aplausos y con expresiones de elogio, distinción de que con dificultad gozaban aun los más provectos en edad y más recomendados por sus méritos. Pidió el tribunado de la plebe; pero, oponiéndosele la facción de Sila, quedó desairado; por lo que parece fue desde entonces enemigo de éste. Después, cuando Mario, vencido por Sila, tuvo que huir, y éste se ausentó para hacer la guerra a Mitridates, como uno de los cónsules, Octavio, mantuviese el partido de Sila, y Cina, que aspiraba a cosas nuevas, tratase de suscitar la facción vencida de Mario, arrimóse a éste Sertorio; y más viendo que el mismo Octavio estaba fluctuante y solo no se atrevía a fiarse de los amigos de Mario. Trabóse una acción reñida en la plaza entre ambos cónsules, en la que quedó vencedor Octavio, y Cina y Sertorio, que habían perdido poco menos de diez mil hombres, huyeron; pero como hubiesen podido reunir con sus persuasiones la mayor parte de las tropas esparcidas por la Italia, volvieron muy pronto en estado de poder medir las armas con Octavio.

Habiendo regresado Mario del África, y puéstose a las órdenes de Cina, como correspondía lo hiciese un particular respecto de un cónsul, los demás eran de opinión de que convenía recibirle; pero Sertorio se opuso, bien fuera por creer que Cina le atendería menos luego que tuviese cerca de sí a un militar de más nombre, o bien por la dureza de Mario, no fuera que lo echara todo a perder, abandonándose a una ira que pasaba todos los términos de lo justo cuando quedaba superior. Decía, pues, que era muy poco lo que les quedaba que hacer hallándose ya vencedores, y que si recibían a Mario éste se arrogaría toda la gloria y todo el poder, siendo hombre desabrido y muy poco de fiar para la comunión de mando. Respondiále Cina que discurría con acierto; pero que él estaba entre avergonzado y dudoso para alejar a Mario, a quien él mismo había llamado a tener parte en la empresa; a lo que le repuso Sertorio: “Pues yo, en el concepto de que Mario había venido a Italia por impulso propio, reflexionaba sobre el partido que convendría tomar; pero tú no has debido conferenciar sobre este negocio cuando llega el que tú deseabas que viniese, sino admitirle y valerte de él, pues que la palabra empeñada no debe dejar lugar a reflexiones”. Resolvióse, por tanto, Cina a llamar a Mario, y, habiendo repartido las tropas en tres divisiones, las mandaron los tres. Terminóse la guerra; y entregados Cina y Mario a toda crueldad e injusticia, tanto que a los Romanos les parecían ya oro los males de la guerra, se dice que sólo Sertorio no quitó a nadie la vida, por aversión, ni se ensoberbeció con la victoria, sino que antes se mostró irritado de la conducta de Mario; y hablando a solas a Cina e intercediendo con él logró ablandarlo. Finalmente, como a los esclavos que tuvo Mario por camaradas en la guerra, y de quienes se valió después como ministros de tiranía, les hubiese dado éste más soltura y poder de lo que convenía, concediéndoles o mandándoles unas cosas, y propasándose ellos a otras con la mayor injusticia, dando muerte a sus amos, solicitando a sus amas y usando de toda violencia con los hijos, no pudo Sertorio llevarlo en paciencia, y hallándose reunidos en un mismo campamento los hizo asaetar a todos, que no bajaban de cuatro mil.

Falleció luego Mario; Cina fue muerto de allí a poco, y Mario el joven se arrogó, contra la voluntad de Sertorio y con quebrantamiento de las leyes, el consulado; los Carbones, los Norbanos y los Escipiones hacían tibiamente la guerra a Sila, que llegaba; perdíanse unas cosas por cobardía y desidia de los generales y otras por traición se malograban. En este estado era inútil su presencia para unos negocios enteramente desesperados, por el poco tino de los que tenían en sus manos el poder. Por colmo de desorden, Sila, que tenía su campo al frente del de Escipión y hacía correr la voz de que se gozaría de paz, corrompió el ejército, y aunque Sertorio se lo previno y advirtió a Escipión, no pudo hacérselo entender. Entonces, pues, dando por enteramente perdida la ciudad, partió para España, con la mira de anticiparse a ocupar en ella el mando y la autoridad, y preparar allí un refugio a los amigos desgraciados. Sobrecogiéronle malos temporales en países montañosos, y tuvo que comprar de los bárbaros, a costa de subsidios y remuneraciones, que le dejaran continuar el camino. Incomodábanse los suyos y le decían no ser digno de un procónsul romano pagar tributo a unos bárbaros despreciables; mas él, no poniendo atención en lo que a éstos les parecía una vergüenza, “Lo que compro- les respondio- es la ocasión, que es lo que más suele escasear a los que intentan cosas grandes”; así continuó ganando a los bárbaros con dádivas, y apresurándose ocupó, la España. Halló en ella una juventud floreciente en el número y en la edad; pero como la viese mal dispuesta a sujetarse a toda especie de mando, a causa de la codicia y malos tratamientos de los Pretores que les habían cabido, con la afabilidad se atrajo a los más principales, y con el alivio de los tributos a la muchedumbre; pero con lo que principalmente se hizo estimar fue con librarlos de las molestias de los alojamientos. Obligó, en efecto, a los soldados a armarse barracas en los arrabales de los pueblos, siendo él el primero que se hospedaba en ellas. Sin embargo, no se debió todo a la benevolencia de los bárbaros, sino que, habiendo armado de los Romanos allí domiciliados a los que estaban en edad de tomar las armas, y habiendo construído naves y máquinas de todas especies, de este modo tuvo sujetas a las ciudades, siendo benigno cuando se disfrutaba de paz y apareciendo temible a los enemigos con sus prevenciones de guerra.

Habiéndole llegado noticia de que Sila dominaba en Roma, y la facción de Mario y Carbón había sido arruinada, al punto receló que el ejército vencedor iba a venir contra él con algunos de los caudillos, y se propuso cerrar el paso de los montes Pirineos por medio de Julio Salinátor, que mandaba seis mil infantes. Fue, en efecto, enviado de allí a poco por Sila Gayo Anio, el cual, viendo que la posición de Julio era inexpugnable, se quedó en la falda, sin saber qué hacerse; pero habiendo muerto a traición a Julio un tal Calpurnio, dicho por sobrenombre Lanario, y abandonando los soldados las cumbres del Pirineo, seguía su marcha Anio con grandes fuerzas, arrollando los obstáculos. Considerábase Sertorio muy desigual, y retirándose con tres mil hombres a Cartagena, allí se embarcó, y atravesando el Mediterráneo aportó al África por la parte de la Mauritania. Sorprendieron los bárbaros a sus soldados, mientras, sin haber puesto centinelas, se proveían de agua, y habiendo perdido bastante gente se dirigía otra vez a España; vióse, no obstante, apartado de ella, por haber tenido la desgracia de dar con unos piratas de Cilicia, y arribó a la isla Pitiusa, donde desembarcó, habiendo desalojado la guarnición que allí tenía Anio. Acudió este bien pronto con gran número de naves y cinco mil hombres de infanteria; Sertorio se preparaba a pelear con él en combate naval, aunque sus buques eran de poca resistencia, y dispuestos más bien para la ligereza que para la fuerza; pero, alborotado el mar con un violento céfiro, perdió la mayor parte de ellos, estrellados en las rocas por su falta de peso, y con sólo unos pocos, arrojado del mar por la tempestad y de la tierra por los enemigos, anduvo fluctuando por espacio de diez días; y luchando contra las olas y contra tan deshecha borrasca se vio en mil apuros para no perecer.

Habiendo por fin cedido el viento, aportó a unas islas, entre sí muy próximas, desprovistas de agua, de las que hubo de partir; y pasando por el Estrecho Gaditano, dobló a la derecha y tocó en la parte exterior de España, poco más arriba de la embocadura del Betis, que desagua en el mar Atlántico, dando nombre a la parte que baña de esta región. Diéronle allí noticia unos marineros, con quienes habló de ciertas islas del Atlántico, de las que entonces venían. Éstas son dos, separadas por un breve estrecho, las cuales distan del África diez mil estadios, y se llaman Afortunadas. Las lluvias en ellas son moderadas y raras, pero los vientos, apacibles y provistos de rocío, hacen que aquella tierra, muelle y crasa, no sólo se preste al arado y a las plantaciones, sino que espontáneamente produzca frutos que por su abundancia y buen sabor basten a alimentar sin trabajo y afán a aquel pueblo descansado. Un aire sano, por el que las estaciones casi se confunden, sin que haya sensibles mudanzas, es el que reina en aquellas islas, pues los cierzos y solanos que soplan de la parte de tierra, difundiéndose por la distancia de donde vienen en un vasto espacio van decayendo y pierden su fuerza; y los del mar, el ábrego y el céfiro, siendo portadores de lluvias suaves y escasas, por lo común, con una serenidad humectante es con la que refrigeran y con la que mantienen las plantas, de manera que hasta entre aquellos bárbaros es opinión, que corre muy válida, haber estado allí los Campos Elisios, aquella mansión de los bienaventurados que tanto celebró Homero.

Engendró esta relación en Sertorio un vivo deseo de habitar aquellas islas y vivir con sosiego, libre de la tiranía y de toda guerra; pero habiéndolo entendido los de la Cilicia, que ninguna codicia tenían de paz y de quietud, sino de riqueza y de despojos, le dejaron con sus deseos, y se dirigieron al África para restituir a Áscalis, hijo de Ifta, al trono de la Mauritania. No pudo tampoco contenerse Sertorio, sino que resolvió ir en auxilio de los que peleaban contra Áscalis, para que sus tropas, concibiendo nuevas esperanzas, y teniendo ocasión de nuevas hazañas, no se le desbandasen por la falta de recursos. Habiendo sido su llegada de gran placer para los Mauritanos, puso mano a la obra, y, vencido Áscalis, le puso sitio Sila, en tanto, envió en socorro de éste a Paciano, con las correspondientes fuerzas; mas habiendo venido Sertorio a batalla con él, le dio muerte, y quedando vencedor agregó a las suyas estas tropas, poniendo después cerco a la ciudad de Tingis, adonde Ascalis se había retirado con sus hermanos, Dicen los Tingitanos que está allí enterrado Anteo, y Sertorio hizo abrir su sepulcro, no queriendo dar crédito a aquellos bárbaros, a causa de su desmedida grandeza; pero visto el cadáver, que tenía de largo, según se cuenta, sesenta codos, se quedó pasmado, y sacrificando víctimas volvió a cerrar la sepultura, habiéndole dado con esto mayor honor y fama. Añaden los Tingitanos a esta fábula que, muerto Anteo, su mujer, Tingis, se ayuntó con Heracles, y habiendo tenido en hijo a Sófax, reinó éste en el país y puso a la ciudad el nombre de la madre, y que de este Sófax fue hijo Diodoro, a quien obedecieron muchas gentes del África, por tener a sus órdenes un ejército griego, compuesto de los que fueron allí trasladados por Heracles de Olbia y de Micenas. Mas todo esto sea dicho en honor de Juba, el mejor historiador entre los reyes, por cuanto se dice que su linaje traía origen de Diodoro y Sófax. Sertorio, aunque logró triunfar de todos, en nada ofendió a los que le suplicaron y se pusieron en sus manos, sino que les restituyó los bienes, las ciudades y el gobierno, recibiendo sólo lo que buenamente había menester, y aun esto por pura dádiva.

Meditaba adónde se dirigiría desde allí, cuando le llamaron los Lusitanos, brindándole, por medio de embajadores, con el mando; pues hallándose faltos de un general de opinión y de experiencia, que pudieran oponer al temor que los Romanos les inspiraban, en éste sólo tenían confianza, por haber sabido de los que le habían tratado cuál era su índole; pues se dice que Sertorio no se dejaba dominar ni del deleite ni del miedo, siendo por naturaleza inalterable en los peligros y moderado en la prosperidad; que trabado el combate, no fue inferior en arrojo a ninguno de los generales de su tiempo, y que, cuando en la guerra se trataba de merodear y hacer presa, de ocupar puestos ventajosos o de meterse por entre los enemigos, necesitándose para ello de dolo y de engaños, era en tales casos de los más sagaces y astutos. En premiar los servicios usaba de largueza y magnificencia, siendo benigno en castigar las faltas; sin embargo, lo ejecutado cruel y sañudamente con los rehenes hacia el fin de sus días parece que descubre que su carácter no era el de la mansedumbre, sino que por reflexión lo sabía comprimir, cediendo a la necesidad. Por lo que hace a mí, nunca creeré que una virtud decidida y bien cimentada en la razón pueda por ningún caso de fortuna degenerar en el vicio opuesto; con todo, no considero imposible que los mejores propósitos, y los caracteres más formados a la virtud, hagan mudanza en sus costumbres por desgracias y calamidades injustamente padecidas; y fue lo que me parece le sucedió a Sertorio, que, cuando se vio abandonado de la fortuna, irritado por los mismos acontecimientos se hizo cruel contra los que le ofendían.

Como le llamasen, pues, los Lusitanos, abandonó el África, y poniéndose al frente de ellos, constituído su general con absoluto imperio, sujetó a su obediencia aquella parte de la España, uniéndosele los más voluntariamente, a causa, en la mayor parte, de su dulzura y actividad, aunque también usó de artificios para engañarlos y embaucarlos; el más señalado entre todos fue el de la cierva, que dispuso de esta manera. Uno de aquellos naturales, llamado Espano, que vivía en el campo, se encontró con una cierva recién parida que huía de los cazadores; y a ésta la dejó ir; pero a la cervatilla, maravillado de su color, porque era toda blanca, la persiguió y la alcanzó. Hallábase casualmente Sertorio acampado en las inmediaciones, y como recibiese con afabilidad a los que le llevaban algún presente, bien fuese de caza, o de los frutos del campo, recompensando con largueza a los que así le hacían obsequio, se le presentó también éste para regalarle la cervatilla. Admitióla, y al principio no fue grande el placer que manifestó; pero con el tiempo, habiéndose hecho tan mansa y dócil, que acudía cuando la llamaba, y le seguía a doquiera que iba, sin espantarse del tropel y ruido militar, poco a poco la fue divinizando, digámoslo así, haciendo creer que aquella cierva había sido un presente de Diana, y esparciendo la voz de que le revelaba las cosas ocultas, por saber que los bárbaros son naturalmente muy inclinados a la superstición. Para acreditarlo más, se valía de este medio: cuando reservada y secretamente llegaba a entender que los enemigos iban a invadir su territorio, o trataban de separar de su obediencla a una ciudad, fingía que la cierva le había hablado en las horas del sueño, previniéndole que tuviera las tropas a punto. Por otra parte, si se le daba aviso de que alguno de sus generales había alcanzado una victoria, ocultaba al que lo había traído, y presentaba a la cierva coronada como anunciadora de buenas nuevas, excítándolos a mostrarse alegres y a sacrificar a los dioses, porque en breve había de llegar una fausta noticia.

Después que los hubo hecho tan dóciles, los tenía dispuestos para todo, estando persuadidos de que no eran mandados por el designio de un hombre extranjero, sino por un dios; dando además los hechos mismos testimonio de que su poder se había aumentado fuera de lo que podía pensarse, porque con sólo haber reunido cuatro mil broqueleros y setecientos caballos de los Lusitanos, con dos mil y seiscientos a quienes llamaban Romanos, y con unos setecientos Africanos que se le habían agregado, siguiéndole desde aquella región, hacía la guerra a cuatro generales romanos, que tenían a sus órdenes ciento veinte mil infantes, seis mil hombres de caballería, dos mil entre arqueros y honderos y un grandísimo número de ciudades: cuando él, al principio, no tuvo entre todas más de veinte; y sin embargo de haber empezado con tan escasas y apocadas fuerzas, no sólo sujetó a numerosos pueblos y tomó muchas ciudades, sino que, de los generales contrarios, a Cota lo venció en combate naval cerca del puerto de Melaria, y a Aufidio, prefecto de la Bética, lo derrotó a las orillas del Betis, matándole doscientos Romanos. Venció, asimismo, por medio de su cuestor, a Domicio Calvisio, procónsul que era de la otra España, y dio muerte a Toranio, otro de los generales que Metelo había enviado con fuerzas contra él; aun al mismo Metelo, varón de los primeros y más acreditados de su edad, habiéndose aprovechado de los no pequeños yerros que éste cometió, le puso en tanto aprieto, que fue preciso que Lucio Manlio viniera desde la Galia Narbonense en su socorro, y que de Roma misma fuera enviado Pompeyo Magno con considerables fuerzas. Porque Metelo no sabía qué hacerse con un hombre arrojado, que huía de toda batalla campal, y usaba de todo género de estratagemas por la prontitud y ligereza de la tropa española; cuando él no estaba ejercitado sino en combates reglados y en riguroso orden, y sólo sabía mandar tropas apiñadas, que, combatiendo a pie firme, estaban acostumbradas a rechazar y destrozar a los enemigos que venían con ellas a las manos; pero no a trepar por los montes, siguiendo el alcance de sus incansables fugas a unos hombres veloces como el viento, ni a tolerar como ellos el hambre y un género de vida en la que para nada echaban de menos el fuego ni las tiendas.

Además de esto, Metelo, que era ya hombre de bastante edad, después de muchos y peligrosos combates, había empezado a tratarse con más delicadeza y regalo que antes, y se las había con Sertorio, lleno de vigor y robustez, y que tenía muy ejercitadas las fuerzas, la ligereza y la frugalidad. Porque ni aun en el mayor ocio se dio jamás al vino, y se había acostumbrado a tolerar grandes fatigas, largas marchas y frecuentes vigilias, bastándole para todo esto escasos y groseros alimentos. Entreteníase siempre, cuando estaba desocupado, en andar por el campo y en cazar, ensayando el modo de libertarse con la fuga, y cómo envolver al enemigo siguiendo un alcance; y así había adquirido conocimiento de los lugares inaccesibles y de los que daban franco paso. Por tanto, sucediendo, por lo común, que el que quiere evitar batalla padece lo mismo que el que es vencido, para éste el huír era como si él persiguiese; porque cortaba a los que iban a tomar agua, interceptaba los víveres; si el enemigo quería marchar, le impedía el paso; cuando iba a acamparse, no le dejaba sosiego, y cuando quería sitiar se aparecía él y le sitiaba por hambre, tanto, que los soldados llegaron a aburrirse; y como Sertorio provocase a Metelo a un desafío, empezaron a gritar, incitándole a que peleara general contra general, Romano contra Romano; cuando vieron que no lo admitía, le insultaron, pero él se rió de ellos, e hizo muy bien: pues, como dice Teofrasto, un general debe hacer muerte de general y no de un miserable soldado. Viendo, pues, Metelo que los de Lacóbriga estaban muy de parte de Sertorio, y que sería fácil tomarlos por la sed, a causa de que dentro de la ciudad no había más que un solo pozo, y entraba en su proyecto apoderarse de las fuentes y arroyos que había de murallas afuera, marchó con este pueblo, persuadido de que el sitio sería cosa de dos días, faltándoles el agua; así, a sus soldados les dio orden de que sólo tomaran provisiones para cinco días. Mas Sertorio, acudiendo al punto en su auxilio, dispuso que se llenaran de agua dos mil odres, señalando por cada uno una gruesa cantidad de dinero; y habiéndose presentado al efecto muchos Españoles y muchos Mauritanos, escogió a los más robustos y más ligeros, y los envió por la montaña, con orden de que, cuando entregaran los odres en la ciudad, sacaran a la gente inútil, para que con aquel repuesto de agua tuvieran bastante los defensores. Llegó esta disposición a oídos de Metelo, y le fue de mucho desagrado, porque ya los soldados casi habían consumido los víveres, y tuvo que enviar, para que hiciese un nuevo acopio, a Aquilio, que mandaba seis mil hombres. Entiéndelo Sertorio, y adelantándose a tomar el camino, cuando ya Aquilio volvía, hace salir contra él tres mil hombres de un barranco sombrío; y acometiendo él mismo de frente, le derrota, y la muerte a unos y toma a otros cautivos. Metelo, cuando vio que Aquilio volvía sin armas y sin caballo, tuvo que retirarse ignominiosamente, escarnecido de los Españoles.

Por estas hazañas miraban a Sertorio con grande amor aquellos bárbaros, y también porque, acostumbrándolos a las armas, a la formación y al orden de la milicia romana, y quitando de sus incursiones el aire furioso y terrible, había reducido sus fuerzas a la forma de un ejército, de grandes cuadrillas de bandoleros que antes parecían. Además de esto, no perdonando gastos les adornaba con oro y plata los cascos, les pintaba con distintos colores los escudos, enseñábalos a usar de mantos y túnicas brillantes, y, fomentando por este medio su vanidad, se ganaba su afición. Mas lo que principalmente les cautivó la voluntad fue la disposición que tomó con los jóvenes; porque reuniendo en Huesca, ciudad grande y populosa, a los hijos de los más principales e ilustres entre aquellas gentes, y poniéndoles maestros de todas las ciencias y profesiones griegas y romanas, en la realidad los tomaba en rehenes, pero en la apariencias los instruía, para que, en llegando a la edad varonil, participasen del gobierno y de la magistratura. Los padres, en tanto, estaban sumamente contentos viendo a sus hijos ir a las escuelas muy engalanados y vestidos de púrpura, y que Sertorio pagaba por ellos los honorarios, los examinaba por sí muchas veces, les distribuía premios y les regalaba aquellos collares que los Romanos llaman bulas. Siendo costumbre entre los Españoles que los que hacían formación aparte con el general perecieran con él si venía a morir, a lo que aquellos bárbaros llamaban consagración, al lado de los demás generales sólo se ponían algunos de sus asistentes y de sus amigos; pero a Sertorio le seguían muchos millares de hombres, resueltos a hacer por él esta especie de consagración. Así, se refiere que, en ocasión de retirarse a una ciudad, teniendo ya a los enemigos cerca, los Españoles, olvidados de sí mismos, salvaron a Sertorio, tomándolo sobre los hombros y pasándolo así de uno a otro, hasta ponerlo encima de los muros, y luego que tuvieron en seguridad a su general cada uno de ellos se entregó a la fuga.

Ni eran solos los Españoles a quererle por su caudillo, sino que este mismo tenían los soldados venidos de la Italia. Llegó, pues, también a España, con grandes caudales y mucha gente, Perpena Ventón, del mismo partido que Sertorio, con ánimo de hacer de por sí la guerra a Metelo; pero los soldados empezaron a indisponerse, y haciendo frecuente conversación de Sertorio, pensaban ya en abandonar a Perpena, de quien decían que estaba muy hinchado con su linaje y su riqueza: así, cuando ya se supo que Pompeyo pasaba los Pirineos, tomaron los soldados las armas y las insignias de las legiones y gritaron a Perpena para que los condujese al campo de Sertorio, amenazándole que de lo contrario le dejarían por ir en busca de un hombre que podía salvarse y salvarlos; y Perpena tuvo que condescender con sus ruegos, y marchando al frente de ellos juntó con las de Sertorio sus tropas, que consistían en cincuenta y tres cohortes.

Abrazaban el partido de Sertorio todos los de la parte acá del Ebro, con lo cual el número era poderoso, porque de todas partes acudían y se le presentaban gentes; pero, mortificado con el desorden y la temeridad de aquella turba, que clamaba por venir a las manos con los enemigos, sin poder sufrir la dilación, trató de calmarla y sosegarla por medio de la reflexión y del discurso. Mas cuando vio que no cedían, sino que insistían tenazmente, no hizo por entonces caso de ellos, y los dejó que fueran a estrellarse con los enemigos, con la esperanza de que, no siendo del todo deshechos, sino hasta cierto punto escarmentados, con esto los tendría en adelante más sujetos y obedientes. Sucedió lo que pensaba, y marchando entonces en su socorro los sostuvo en la fuga, y los restituyó con seguridad al campamento. Queriendo luego curarlos del desaliento, los convocó a todos al cabo de pocos días a junta general, en la que hizo presentar dos caballos, el uno sumamente flaco y viejo, y el otro fuerte y lozano, con una cola muy hermosa y muy poblada de cerdas. Al lado del flaco se puso un hombre robusto y de mucha fuerza, y al lado del lozano otro hombre pequeño y de figura despreciable. A cierta señal, el hombre robusto tiró con entrambas manos de la cola del caballo como para arrancarla, y el otro pequeño, una a una, fue arrancando las cerdas del caballo brioso. Como al cabo de tiempo el uno se hubiese afanado mucho en vano, y hubiese sido ocasión de risa a los espectadores, teniendo que darse por vencido mientras que el otro mostró limpia la cola de cerdas en breve tiempo y sin trabajo, levantándose Sertorio: “Ved ahí- les dijo-, oh camaradas, cómo la paciencia puede más que la fuerza; cómo cosas que no pueden acabarse juntas ceden y se acaban poco a poco; nada resiste a la asiduidad, con la que el tiempo, en su curso, destruye y consume todo poder, siendo un excelente auxiliador de los que saben aprovechar la ocasión que les presenta e irreconciliable enemigo de los que fuera de sazón se precipitan”. Inculcando continuamente Sertorio a los bárbaros estas exhortaciones, los alentaba y disponía para esperar la oportunidad.

Entre sus acciones de guerra no fue lo que menos admiración excitó lo ejecutado con los llamados Caracitanos. Este es un pueblo situado más allá del río Tajo, que no se compone de casas, como las ciudades o aldeas, sino que, en un monte de bastante extensión y altura, hay muchas cuevas y cavidades de rocas que miran al norte. El país que la circunda produce un barro arcilloso y una tierra muy deleznable por su finura, incapaz de sostener a los que andan por ella, y que con tocarla ligeramente se deshace como la cal o la ceniza. Era, por tanto, imposible tomar por fuerza a estos bárbaros, porque cuando temían ser perseguidos se retiraban con las presas que habían hecho a sus cuevas, y de allí no se movían. En ocasión, pues, en que Sertorio se retiraba de Metelo y había establecido su campo junto a aquel monte, le insultaron y despreciaron, mirándole como vencido; y él, bien fuese de cólera, o bien por no dar idea de que huía, al día siguiente, muy de mañana, movió con sus tropas y fue a reconocer el sitio. Como por ninguna parte tenía subida, anduvo dando vueltas, haciéndoles vanas amenazas; mas en esto advirtió que de aquella tierra se levantaba mucho polvo y que por el viento era llevado a lo alto: porque, como hemos dicho, las cuevas estaban al norte, y el viento que corre de aquella región, al que algunos llaman Cecias, es allí el que más domina y el más impetuoso de todos, soplando de países húmedos y del montes cargados de nieve. Estábase entonces en el rigor del verano, y, fortificado el viento con el deshielo que en la parte septentrional se experimentaba, lo tomaban con mucho gusto aquellos naturales, porque en el día los refrigeraba a ellos y a sus ganados. Habíalo discurrido así Sertorio, y se lo había oído también a los del contorno, por lo cual dio orden a los soldados de que, recogiendo aquella tierra suelta y cenicienta, la fueran acumulando en diferentes puntos delante del monte; y como creyesen los bárbaros que el objeto era formar trincheras contra ellos, lo tomaron a burla. Trabajaron en esto los soldados hasta la noche, hora en que se retiraron; pero por la mañana siguiente empezó desde luego a soplar una aura suave, que levantó lo más delgado de aquella tierra amontonada, esparciéndola a manera de humo, y después, arreciándose el cecias con el sol, y poniéndose ya en movimiento los montones, los soldados que se hallaban presentes los revolvían desde el suelo y ayudaban a que se levantase la tierra. Algunos corrían con los caballos arriba y abajo, y contribuían, también a que la tierra se remontase en el aire, y a que, hecha un polvo todavía más delgado, fuese empujada por aquel hacia las casas de los bárbaros, que recibían el cierzo por la puerta. Estos, como las cuevas no tenían otro respiradero que aquel sobre el que se precipitaba el viento, quedaron muy luego ciegos, y además empezaron a ahogarse, respirando un aire incómodo y cargado de polvo; por lo cual apenas pudieran aguantar dos días, y al tercero se entregaron; aumentando, no tanto el poder como la gloria de Sertorio, por verse que lo que no estaba sujeto a las armas lo alcanzaba con la sabiduría y el ingenio.

Mientras que hizo la guerra a Metelo, parecía que su buena suerte era en gran parte debida a la vejez y torpeza de éste, que no podía contrarrestar a un hombre osado, y caudillo más bien de una tropa de bandoleros que de un ejército ordenado; pero cuando, después de haber pasado Pompeyo los Pirineos, contrapuso al de éste su campo, y dieron uno y otro diferentes pruebas de toda la habilidad y pericia militar, y se vio que sobresalía Sertorio así en acometer como en saber guardarse, entonces enteramente fue declarado, aun en Roma mismo, como el más diestro para dirigir la guerra entre los generales de su edad. y eso que no era vulgar la fama de Pompeyo, sino que estaba entonces en lo más florido de su gloria, de resulta de sus hazañas en el partido de Sila por las que éste le apellidó Magno, que quiere decir grande, y mereció los honores del triunfo antes de salirle la barba. Por esta causa muchas de las ciudades sujetas a Sertorio, abandonaron después este propósito por el suceso de Laurón que salió muy al revés de lo que se esperaba. Teníalos sitiados Sertorio, y fue Pompeyo en su socorro con todas sus fuerzas. Había un collado en la mejor situación, frente a la ciudad, y el uno por tomarle, y por impedirlo el otro, movieron ambos de sus campos. Adelantóse Sertorio, y Pompeyo entonces, acudiendo con su ejército, lo tuvo a gran ventura, porque creyó que iba a coger a Sertorio en medio de la ciudad y de sus tropas; y avisando a los Lauronitas, les dijo que tuvieran buen ánimo y salieran a las murallas a ver sitiado a Sertorio. Mas éste, cuando lo supo, se echó a reír, y “Ya volviendo a aquel la vista, pensaban en mudanzas; pero le enseñaré yo- dijo al discípulo de Sila, porque así llamaba por burla a Pompeyo- que el general debe mirar mucho en derredor, y no precisamente delante de sí”; y en seguida hizo advertir a los sitiados que había dejado seis mil infantes en el primer campamento de donde había salido para tomar el collado, a fin de que, cuando Pompeyo le acometiese, lo tomasen éstos por la espalda. Echólo tarde de ver Pompeyo; así, no se atrevió a combatir, temiendo ser cortado, ni tampoco se resolvió de vergüenza a retirarse y abandonar a los Lauronitas en aquel peligro; mas fuele preciso estar presente y ser testigo de su perdición, pues aquellos bárbaros desmayaron y se entregaron a Sertorio. No tocó éste a las personas: antes, los dejó ir libres; a la ciudad, en cambio, la abrasó, no por cólera o por crueldad, porque entre todos los generales parece que fue éste el que menos se dejó llevar de la ira, sino para afrenta y mengua de los que tanto admiraban a Pompeyo: pues correría la voz entre los bárbaros de que, con estar presente y casi calentarse al fuego de una ciudad aliada, no le dio socorro.

Sufrió Sertorio bastantes derrotas, no obstante que en sí mismo y en los que con él peleaban se conservó siempre invicto, sino en las personas de otros generales suyos; pero aún era más admirado por el modo de reparar estos descalabros que sus contrarios por la victoria, como sucedió en la batalla del Júcar [Sucrón] con Pompeyo, y en la del Turia con él mismo y con Metelo. De la del Júcar se dice haberse dado acometiendo Pompeyo, para que Metelo no tuviese parte en la victoria. Sertorio quería también combatir con Pompeyo antes que se le uniese Metelo, y reuniendo a su gente se presentó a la pelea entrada ya la tarde, reflexionando que las tinieblas serían a los enemigos, extranjeros e ignorantes del terreno, un estorbo para huir o para seguir el alcance. Trabada la batalla, hizo la casualidad que no estuviera él al principio opuesto a Pompeyo, sino a Afranio, que mandaba la izquierda, hallándose él colocado en su derecha; pero habiendo entendido que los que contendían con Pompeyo aflojaban y eran vencidos, encargó a la derecha a otros de sus generales, y pasó corriendo a la parte vencida. Reunió y alentó a unos que ya se retiraban, y a otros que se mantenían en formación, y cargando de recio a Pompeyo, que perseguía a los primeros, le puso en desorden, y estuvo en muy poco que no pereciese, habiendo salido herido y salvádose prodigiosamente; y fue que los Africanos que estaban al lado de Sertorio, cuando cogieron el caballo de Pompeyo engalanado con oro y adornado de preciosos arreos, al partirlos altercaron entre sí y le dejaron escapar. Afranio, desde el momento que Sertorio partió en socorro de la otra ala, rechazó a los que tenía al frente, y los llevó hasta el campamento, en el que se precipitó con ellos, y empezó a saquearlo. Era ya de noche, y no sabía que Pompeyo había sido puesto en fuga, ni podía contener a los suyos en el pillaje. Vuelve en esto Sertorio, que por su parte había vencido, y sorprendiendo a los de Afranio, que se aturdieron por hallarse desordenados, hizo en ellos gran matanza. A la mañana temprano armó sus tropas, y bajó de nuevo a dar batalla; pero, noticioso de que Metelo estaba cerca, mudó de propósito, y se retiró al campamento, diciendo: “A fe que al mozuelo éste, si la vieja no hubiera llegado, le habría yo dado una zurra y lo habría enviado a Roma.”

Andaba muy decaído de ánimo, a causa de que no parecía por ninguna parte la cierva, y se sentía falto de este artificio para con aquellos bárbaros, entonces más que nunca necesitados de consuelo. Por casualidad, unos que discurrían por el campo con otro motivo dieron con ella, y conociéndola por el color la recogieron. Habiéndolo entendido Sertorio, les prometió una crecida suma, con tal que a nadie lo dijesen; y ocultando la cierva, pasados unos cuantos días se encaminó al sitio de las juntas públicas con un rostro muy alegre, manifestando a los caudillos de los bárbaros que de parte de Dios se le había anunciado en sueños una señalada ventura, y subiendo después al tribunal se puso a dar audiencia a los que se presentaron. Dieron a este tiempo suelta a la cierva los que estaban encargados de su custodia, y ella, que vio a Sertorio, echando a correr muy alegre hacia la tribuna, fue a poner la cabeza entre las rodillas de aquel, y con la boca le tocaba la diestra, como antes solía ejecutarlo. Correspondió Sertorio con cariño a sus halagos, y aun derramó alguna lágrima, lo que al principio causó admiración a los que se hallaban presentes, pero después acompañaron con aplauso y regocijo hasta su habitación a Sertorio, teniéndole por un hombre extraordinario y amado de los Dioses, y cobrando ánimo concibieron faustas esperanzas.

En los campos seguntinos había reducido a los enemigos a la última escasez, y le fue preciso combatir con ellos en ocasión que bajaban a merodear y hacer provisiones. Peleóse denodadamente por una y otra parte, y Memio, el mejor caudillo de los que militaban bajo Pompeyo, murió en lo más recio de la batalla. Vencía, por tanto, Sertorio, y con gran mortandad de los que se le oponían trataba de penetrar hasta Metelo, el cual, sosteniéndose y peleando alentadamente, fuera de lo que permitía su edad, fue herido de un bote de lanza. Los Romanos, que vieron el hecho, o llegaron a oírlo, se cubrieron de vergüenza de que pudiera decirse abandonaban a su general, y al mismo tiempo se encendieron en ira contra los enemigos. Protegiéronle, pues, con los escudos, y combatiendo esforzadamente, no sólo le retiraron, sino que rechazaron a los Españoles. Mudóse con esto la suerte de la victoria, y Sertorio, para proporcionar a los suyos una fuga segura y dar tiempo a que le llegaran nuevas tropas, se retiró a una ciudad montuosa y bien fortificada, cuyos muros empezó a reparar, y a obstruir sus puertas, sin embargo de que en todo pensaba más que en aguantar allí un sitio, sino que así engañó a los enemigos. Porque atendiendo a él solo, y esperando que sin dificultad se apoderarían de la ciudad, no pensaron en perseguir a los bárbaros en su fuga, ni hicieron caso de las fuerzas que de nuevo acudían a Sertorio. Reuníalas en tanto, enviando caudillos a las ciudades que estaban por él, y dándoles orden de que cuando tuvieran bastante número se lo avisaran por un emisario. Cuando ya tuvo estos avisos, salió sin trabajo por medio de los enemigos, fue a unirse con su gente, y presentándose otra vez con respetables fuerzas les interceptaba a aquellos los víveres: los que podían venirles por tierra, armándoles celadas, cortando sus partidas y apareciéndose por todas partes, sin darse ni darles reposo; y los del mar, por medio de barcos corsarios, con los que era dueño de la marina, en términos que, precisados los generales romanos a separarse, Metelo se retiró a la Galia, y Pompeyo hubo de invernar con incomodidad en los Vacceos, por falta de fondos; escribiendo al Senado que no regresaría con el ejército si no se le enviaba dinero: porque ya había gastado todo su caudal peleando por la Italia; en Roma no se hablaba de otra cosa sino de que Sertorio llegaría antes a la Italia que Pompeyo. ¡A este punto trajo la pericia y destreza de Sertorio a los primeros y más hábiles generales de aquel tiempo!

Manifestó el mismo Metelo cuánto le imponía este insigne varón, y cuán ventajoso era el concepto que de él tenía, porque hizo publicar por pregón que si algún Romano le quitaba la vida le daría cien talentos de plata y veinte mil yugadas de tierra, y si fuese algún desterrado le concedería la vuelta a Roma; lo que era desesperar de poderlo conseguir en guerra abierta, poniéndolo en almoneda para una traición. Además, habiendo vencido en una ocasión a Sertorio, se envaneció tanto y lo tuvo a tan grande dicha, que se hizo saludar emperador, y las ciudades por donde transitaba le recibían con sacrificios y con aras. Dícese que consintió le ciñeran las sienes con coronas y que se le dieran banquetes suntuosos, en los que brindaba adornado con ropa triunfal. Teníanse dispuestas victorias con tal artificio, que por medio de resortes le presentaban trofeos y coronas de oro, y había, coros de mozos y doncellas que le cantaban himnos de victoria: haciéndose justamente ridículo con semejantes demostraciones, pues que tanto se vanagloriaba y tal contento había concebido de haber quedado vencedor por haberse él retirado espontáneamente respecto de un hombre a quien llamaba el fugitivo de Sila y el último resto de la fuga de Carbón. De la grandeza de ánimo de Sertorio son manifiestas pruebas, lo primero, el haber dado el nombre de Senado a los que de este Cuerpo habían huido de Roma y se le habían unido, y el elegir entre ellos los Cuestores y Pretores, procediendo en todas estas cosas según las leyes patrias; y lo segundo, el que, valiéndose de las armas, de los bienes y de las ciudades de los Españoles, ni en lo más mínimo partía con ellos el sumo poder, y a los Romanos los establecía por sus generales y magistrados, como queriendo reintegrar a éstos en su libertad y no aumentar a aquellos en perjuicio de los Romanos. Porque era muy amante de la patria y ardía en el deseo de la vuelta; sino que viéndose maltratado se mostraba hombre de valor; mas nunca hizo contra los enemigos cosa que desdijese, y después de la victoria enviaba a decir a Metelo y a Pompeyo que estaba pronto a deponer las armas y a vivir como particular si alcanzaba la restitución; porque más quería ser en Roma el último de los ciudadanos, que no que se le declarara emperador de todos los demás, teniendo que estar desterrado de su patria. Dícese que era gran parte su madre para desear la vuelta, porque había sido criado por ella siendo huérfano, y en todo no tenía otra voluntad que la suya. Así es que, llamado ya por sus amigos al mando en España, cuando supo que su madre había muerto estuvo en muy poco que no perdiese la vida de dolor, porque siete días estuvo tendido en el suelo sin dar señal a los soldados ni dejarse ver de ninguno de sus amigos, y con dificultad los demás caudillos y otras personas de autoridad, rodeándole en su tienda, pudieron precisarle a que saliera y hablara a los soldados, y se encargara de los negocios, que iban prósperamente; por lo cual muchos entienden que él era naturalmente de condición benigna e inclinado al reposo, y que, por accidentes que sobrevinieron, tuvo que recurrir contra su deseo a mandos militares, y no encontrando seguridad sino en las armas, que sus enemigos le forzaron a tomar, le fue preciso hacer de la guerra un resguardo y defensa de su persona.

Mostróse asimismo su grandeza de ánimo en la conducta que tuvo con Mitridates; porque cuando este rey, rehaciéndose como para una segunda lucha del descalabro que sufrió con Sila, quiso de nuevo acometer al Asia, era ya grande la fama que de Sertorio había corrido por todas partes, y los navegantes, como de mercancías extranjeras, habían llenado el Ponto de su nombre y sus hazañas. Tenía resuelto enviarle embajadores, acalorado principalmente con las exageraciones de los lisonjeros, que comparando a Sertorio con Anibal y a Mitridates con Pirro decían que los Romanos, dividiendo su atención a dos partes, no podrían resistir a tanta fuerza y destreza juntas, si el más hábil general llegaba a unirse con el mayor de todos los reyes. Envía, pues, Mítridates embajadores a España con cartas para Sertorio, y con el encargo de decirle que le daría fondos y naves para la guerra, sin solicitar más de él sino que le hiciera segura la posesión de toda aquella parte del Asia que había tenido que ceder a los Romanos conforme a los tratados ajustados con Sila. Convocó Sertorio a Consejo, al que, como siempre, llamó Senado; y siendo los demás de dictamen de que se accediera a la propuesta como muy admisible, pues que no pidiéndosele más que nombres y letras vanas sobre objetos que no estaban en su facultad, iban en cambio a recibir cosas positivas que les hacían gran falta, no vino en ello Sertorio, sino que dijo que no repugnaría el que Mitridates ocupase la Bitinia y la Capadocia, provincias dominadas siempre por el rey y que no pertenecían a los Romanos, pero en cuanto a una provincia que, poseída por éstos con el mejor título, Mitridates se la había quitado y retenido, perdiéndola después, primero, por haberla reconquistado Fimbria con las armas, y luego por haberla cedido aquel a Sila en el tratado, no consentiría que volviese ahora a ser suya; porque mandando él, debía tener aumentos la república y no hacer pérdidas a trueque de que mandase: pues era propio del hombre virtuoso el desear vencer con honra; pero con ignominia, ni siquiera salvar la vida.

Oyó Mitridates esta respuesta con grande admiración, y se dice haber exclamado ante sus amigos: “¿Qué mandará Sertorio sentado en el palacio, si ahora, relegado al mar Atlántico señala límites a mi reino, y porque tengo miras sobre el Asia me amenaza con la guerra? Con todo, hágase el tratado, y convéngase con juramento en que Mitridates tendrá la Capadocia y la Bitinia, enviándole Sertorio un general y soldados, y en que Sertorio percibírá de Mítrídates tres mil talentos y cuarenta naves.” En consecuencia, fue enviado de general al Asia, por Sertorio, Marco Mario, uno de los senadores fugitivos que habían acudido a él; y habiendo tomado Mitridates con su auxilio algunas ciudades en el Asia, entrando aquel en ella con las fasces y las hachas, iba él en pos tomando voluntariamente el segundo lugar, y haciendo, como quien dice, el papel de criado. Marco concedió la libertad a algunas ciudades y a otras la exención de tributos, anunciándoles que lo ejecutaba en obsequio de Sertorio, de manera que el Asia, molestada otra vez por los exactores, y agobiada con las extorsiones e insolencias de los alojados, se levantó a nuevas esperanzas y empezó a desear la mudanza de gobierno que ya se entreveía.

En España, los Senadores y personas de autoridad que estaban con Sertorio, luego que entraron en alguna confianza de resistir y se les desvaneció el miedo, empezaron a tener celos y necia emulación de su poder. Incitábalos principalmente Perpena, a quien con loca vanidad hacía aspirar al primer mando el lustre de su linaje, y dio principio por sembrar insidiosamente entre sus confidentes estas especies sediciosas: “¿Qué mal Genio es el que se ha apoderado de nosotros para arrojarnos de mal en peor? Nos desdeñábamos de ejecutar, sin salir de nuestras casas, las órdenes de Sila, que lo dominaba todo por mar y por tierra, y por una extraña obcecación, queriendo vivir libres, nos hemos puesto en una voluntaria servidumbre, haciéndonos satélites del destierro de Sertorio; y aunque se nos llama Senado, nombre de que se burlan los que lo oyen, en realidad pasamos por insultos, por mandatos y por trabajos en nada más tolerables que los que sufren los Íberos y Lusitanos.” Seducían a los más estos discursos, y aunque no desobedecían abiertamente, por miedo a su poder, bajo mano desgraciaban los negocios y agraviaban a los bárbaros, tratándoles ásperamente de obra y de palabra, como que era de orden de Sertorio; de donde se originaban también rebeliones y alborotos en las ciudades. Los que eran enviados para remediar y sosegar estos desórdenes, volvían, habiendo suscitado mayores inquietudes y aumentado las sediciones que ya existían, tanto que, haciendo salir a Sertorio de su primera benignidad y mansedumbre, se encrudeció con los hijos de los Íberos educados en Huesca, dando muerte a unos y vendiendo a otros en almoneda.

Teniendo ya Perpena muchos conjurados para su proyecto, agregó además a él a Mallo, uno de los caudillos. Amaba éste a un jovencito de tierna edad, y entre las caricias que le prodigaba le descubrió la conspiración, encargándole que no hiciera caso de los demás amadores y sólo se aficionase a él, que dentro de breves días ocuparía un gran puesto. El joven descubre este secreto a Aufidio, otro de sus amadores, a quien él apreciaba más. Quedóse Aufidio suspenso, porque también él entraba en la conjuración contra Sertorio, pero ignoraba que Mallo tuviese en ella parte; turbado después, al ver que aquel mozo le nombraba a Perpena, a Graciano y a otros que él sabía eran de los conjurados, lo primero que hizo fue desvanecerle aquella idea, exhortándole a que despreciara a Mallo, que no tenía más que vanidad y orgullo; y después se fue a Perpena, a quien manifestó el peligro y la necesidad que había de aprovechar cuanto antes la oportunidad, instándole a la ejecución. Convinieron en ello, y, disponiendo que uno se presentase con cartas para Sertorio, le condujeron ante él. En las cartas se anunciaba una victoria conseguida por uno de sus lugartenientes, con gran mortandad de los enemigos; y como Sertorio se hubiese mostrado muy contento y hubiese hecho sacrificios por la buena nueva, Perpena le convidó a un banquete con los amigos que se hallaban presentes, que eran todos del número de los conjurados, y haciéndole grandes instancias le sacó la palabra de que asistiría. Siempre en los banquetes de Sertorio se observaba grande orden y moderación, porque no podía ni ver ni oír cosa indecente, y, estaba acostumbrado a que los demás que a ellos asistían, en sus chistes y entretenimientos, guardaran la mayor moderación y compostura. Entonces, cuando se estaba en medio del festín, para buscar ocasión de reyerta, empezaron a usar de expresiones del todo groseras, y fingiendo estar embriagados se propasaron a otras Insolencias para irritarle. Él entonces, o porque le incomodase aquel desorden o porque llegase a colegir su intento del precipitado modo de hablar y de la poca cuenta que contra la costumbre se hacía de su persona, mudó de postura y se reclinó en el asiento, como que no atendía ni oía lo que pasaba; pero habiendo tomado Perpena una taza llena de vino, y dejádola caer de las manos en el acto de estar bebiendo, se hizo gran ruido, que era la señal dada, y entonces Antonio, que estaba sentado al lado de Sertorio, le hirió con un puñal. Volvióse éste al golpe, y se fue a levantar, pero Antonio se arrojó sobre él y le cogió de ambas manos, con lo que, hiriéndole muchos a un tiempo, murió sin haberse podido defender.

La mayor parte de los Españoles abandonaron al punto aquel partido, y se entregaron a Pompeyo y Metelo, enviándoles al efecto embajadores; y de los que quedaron se puso al frente Perpena, con resolución de tentar alguna empresa. Valióse de las disposiciones que Sertorio tenía tomadas, pero no fue más que para desacreditarse y hacer ver que no era para mandar ni para ser mandado; habiendo, en efecto, acometido a Pompeyo, fue en el momento derrotado por éste; y quedando prisionero, ni siquiera supo llevar el último infortunio, como a un general correspondía, sino que, habiendo quedado dueño de la correspondencia de Sertorio, ofreció a Pompeyo mostrarle cartas originales de varones consulares y de otros personajes de gran poder en Roma, que llamaban a Sertorio a la Italia, con deseo de trastornar el orden existente y mudar el gobierno; pero Pompeyo se condujo en esta ocasión, no como un joven, sino como un hombre de prudencia consumada, libertando a Roma de grandes sustos y calamidades. Porque, recogiendo todas aquellas cartas y escritos de Sertorio, los quemó todos, sin leerlos ni dejar que otro los leyera, y a Perpena le quitó al instante la vida, por temor de que no se esparcieran aquellos nombres entre algunos y se suscitaran sediciones y alborotos. De los que conjuraron con Perpena, unos fueron traídos ante Pompeyo, y perdieron la vida, y otros, habiendo huído al África, fueron asaetados por los Mauritanos. Ninguno escapó, sino Aufidio, el rival en amores de Mallo; el cual, o porque se escondió, o porque no se hizo cuenta de él, mendigo y odiado de todos, llegó a hacerse viejo en un aduar de los bárbaros.