Vidas paralelas: Fabio Máximo


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Habiendo sido Pericles en sus hechos, dignos de memoria, tan admirable como queda dicho, convirtamos ahora a Fabio Máximo la narración. Algunos dicen que de una Ninfa, y otros que de una mujer del país ayuntada con Hércules en la orilla del río Tíber, nació el varón de quien desciende el linaje magno e ilustre de los Fabios, de los cuales los primeros, según quieren algunos, por el género de caza con hoyos a que fueron dados, se llamaron Fodios en un principio; con el tiempo mudadas dos letras, se dijeron Fabios. Fue fecunda esta casa en muchos y esclarecidos varones, y desde Rulo, el más insigne de ellos, que, por tanto, fue denominado Máximo por los Romanos, era cuarto este Fabio Máximo de quien vamos a hablar. Éste, de un defecto corporal, tuvo además el sobrenombre de Verrucoso, porque encima del labio le había salido una verruga; también el de Ovícula, que significa oveja, el cual se le impuso por su mansedumbre y sosería cuando era muchacho, porque su sosiego y silencio con mucha timidez cuando tomaba parte en las diversiones pueriles, su tardanza en aprender las letras y su apacibilidad y condescendencia con sus iguales pasaban plaza de bobería para los extraños, siendo muy pocos los que bajo aquel sosiego descubrían su natural firmeza y magnanimidad. Bien pronto después, cuando con el tiempo le excitaron los negocios, hizo ver a todos que era imperturbabilidad la que parecía ineptitud: prudencia, la apacibilidad y seguridad y entereza, la dificultad y tardanza en determinarse, poniendo la vista en la extensión de la república y las continuadas guerras, ejercitaba su cuerpo para los combates como arma natural y cultivaba la elocuencia para la persuasión al pueblo de la manera que más conformaba con su carácter. Porque su dicción no tenía la brillantez ni la gracia popular, sino una forma propia sentenciosa, llena de cordura y profundidad, muy parecida, dicen, a la frase de Tucídides. Todavía nos queda una oración suya al pueblo, que es el elogio fúnebre de su hijo, que murió después de haber ya sido cónsul.

De los cinco consulados para que fue nombrado, en el primero triunfó de los Ligures, los cuales, derrotados por él con gran pérdida, se retiraron a los Alpes y dejaron con esto de saquear y molestar la parte de Italia que con ellos confina. Después ocurrió que Aníbal invadió la Italia, y habiendo conseguido una victoria junto al río Trebia, se encaminó a la Etruria, y talando el país, difundió el asombro, el terror y la consternación hasta Roma. Al mismo tiempo sobrevinieron prodigios, parte familiares a los Romanos, como los de los rayos, y parte enteramente nuevos y desconocidos. Porque se dijo que los escudos por sí mismos se habían mojado en sangre, que cerca de Ancio se había segado mies con las espigas ensangrentadas, que por el aire discurrían piedras encendidas e inflamadas, y que, pareciendo que se había rasgado el cielo por la parte de Falerios, habían caído y, esparcídose muchas tabletas, y en una de ellas aparecía escrito al pie de la letra: “Marte sacude sus propias armas”. Nada de esto intimidó al cónsul Flaminio, que, sobre ser por naturaleza alentado y ambicioso, estaba engreído con sucesos muy afortunados que antes, contra toda probabilidad, había tenido; pues que, a pesar del dictamen del Senado y de la resistencia de su colega, dio batalla a los Galos y los venció. A Fabio tampoco le conmovieron los prodigios, porque ninguna razón veía para ello, sin embargo de que a muchos les pusieron miedo; pero informado del corto número de los enemigos y de su falta de medios, exhortaba a los Romanos a que aguantasen y no entraran en contienda con un hombre que mandaba unas tropas ejercitadas para esto mismo en muchos combates, sino que, enviando socorros a los aliados y fortificando las ciudades, dejaran que por sí mismas se deshicieran las fuerzas de Aníbal, como una llama levantada de pequeño principio.

No logró, sin embargo, persuadir a Flaminio, el cual, diciendo no sufriría que la guerra se acercase a Roma, ni como el antiguo Camilo pelearía en la ciudad por su defensa, dio orden a los tribunos para que saliesen con el ejército, y marchando él a caballo, como éste sin causa ninguna conocida se hubiese asombrado y espantado de un modo extraño se venció y cayó de cabeza; mas no por esto mudó de propósito, sino que llevando adelante el de ir en busca de Aníbal, dispuso su ejército junto al lago de la Etruria llamado Trasímeno. Viniendo los soldados a las manos, al propio tiempo de darse la batalla hubo un terremoto, con el que algunas ciudades se arruinaron, las aguas de los ríos mudaron su curso, y las rocas se desgajaron desde sus fundamentos, y sin embargo de ser tan violenta esta convulsión, absolutamente no la percibió ninguno de los combatientes. El mismo Flaminio, después de haber hecho los mayores esfuerzos de osadía y de valor, pereció en la batalla, y a su lado lo más elegido; de los demás que volvieron la espalda, fue grandísima la mortandad; los que perecieron fueron quince mil, y los cautivos, otros tantos. El cuerpo de Flaminio, a quien por su valor ansiaba dar sepultura y todo honor Aníbal, no se pudo encontrar entre los muertos, sin que se hubiese podido saber cómo desapareció. La pérdida de la batalla del Trebia ni en su aviso la escribió el general, ni la dijo el mensajero enviado a la ligera, sino que se fingió que la victoria había sido incierta y dudosa. Mas en cuanto a ésta, apenas llegó de ella la noticia al pretor Pomponio, cuando, reuniendo en junta al pueblo, sin usar de rodeos ni de engaños, salió en medio de ellos, y “Hemos sido vencidos ¡oh Romanos!- les dijo- en una gran batalla: el ejército ha sido deshecho y el cónsul Flaminio ha perecido; consultad, por tanto, sobre vuestra salud y seguridad”. Arrojando, pues, este discurso como un huracán en el mar de tan numeroso pueblo, causó gran turbación en la ciudad, y los ánimos no quedaron en su asiento, ni podían volver en sí de tanto asombro. Convinieron, sin embargo, todos en este pensamiento: que el estado de las cosas exigía de necesidad el mando libre de uno solo, al que llaman dictadura, y un hombre que lo ejerciera imperturbable y confiadamente, y que éste no podía ser otro que Fabio Máximo, el cual reunía una prudencia y una opinión de conducta correspondientes a la grandeza del encargo, y era además de una edad en la que el cuerpo está en robustez para poner por obra las resoluciones del ánimo, y al mismo tiempo la osadía está ya subordinada a la discreción.

Tomada esta determinación, fue Fabio Máximo nombrado dictador, y habiendo él mismo nombrado maestre de la caballería a Lucio Minucio, lo primero que pidió al Senado fue que se le permitiera usar de caballo en el ejército; porque no se podía, antes estaba expresamente prohibido por una ley antigua, bien fuese porque consistiendo su principal fuerza en la infantería les pareciese que el general debía permanecer con ella y no separarse, o bien porque siendo en todo lo demás regia y desmedida esta autoridad, quisieran que el dictador quedase en esto pendiente del pueblo. Además, queriendo desde luego Fabio mostrar lo grande y esplendoroso de aquella dignidad para tener más sumisos y obedientes a los ciudadanos, salió en público, llevando ante sí veinticuatro fasces, y como viniese hacia él el otro de los cónsules, le envió un lictor con la orden de que despidiese las fasces, y deponiendo todas las insignias del mando, viniera como un particular adonde estaba, En seguida, tomando de los dioses el mejor principio, y dando a entender al pueblo que el general, por olvido y desprecio de las cosas divinas y no por falta de sus soldados, había incurrido en aquella ruina, le exhortó a que no temiese a los enemigos con aplacar y venerar a los dioses; no porque pensase en fomentar la superstición, sino con la mira de alentar con la piedad el valor, y de quitar y templar, con la esperanza puesta en los dioses, el miedo de los enemigos. Registráronse en aquella ocasión muchos de los libros proféticos arcanos, a que daban grande importancia, llamados sibilinos, y se dice que varios de los vaticinios en ellos contenidos venían muy acomodados a las desgracias y sucesos entonces presentes, bien que su contenido con ninguno otro podía comunicarse. Presentándose, pues, el Dictador ante la muchedumbre, hizo voto a los dioses de toda la cría que hasta la primavera de aquel año tuviesen las cabras, las cerdas, las ovejas y las vacas en todos los montes, campiñas, ríos, y lagos de la Italia, y ofrecérselo todo en sacrificios: ofreció además espectáculos de música y escénicos, en que se gastasen trescientos treinta y tres sestercios, y trescientos treinta y tres denarios, y un tercio más; que en una suma hacen ochenta y tres mil quinientos ochenta y tres dracmas y dos óbolos. Es difícil dar la razón del cuidadoso modo de numerar aquella cantidad; a no ser que crea alguno haber sido recomendación de la virtud del número tres, porque por su naturaleza es perfecto, el primero de los impares, principio en si del plural, y abraza las primeras diferencias y los elementos de todo número, mezclándolos y como juntándolos en uno.

Convirtiendo así Fabio la atención de la muchedumbre hacia la religión, la hizo concebir mejores esperanzas, y poniendo él en sí mismo toda la confianza de la victoria, bien cierto de que Dios da la dicha a los hombres por medio de la virtud y la Prudencia, partió en busca de Aníbal no para dar batalla, sino con la determinación de quebrantar y aniquilar en éste, con el tiempo, la pujanza; con la sobra de los Romanos, su escasez de medios, y con la población de Roma, su corto número. Así siempre se le veía por alto a causa de la caballería enemiga, poniendo sus reales en lugares montañosos; en reposo, si Aníbal se estaba quieto, y si éste se movía siguiéndole alrededor de las eminencias, y apareciéndose siempre en disposición de que no se le pudiera obligar a pelear sí no quería; pero infundiendo al mismo tiempo miedo a los enemigos con aquel cuidado, como si les fuese a presentar batalla. Dando de esta manera tiempo al tiempo, todos le tenían en poco, hablándose mal de él aun en su mismo ejército, y lo que es a los enemigos todos, excepto a Aníbal, les parecía sumamente irresoluto, y que no era para nada. Él sólo penetró su sagacidad y el género de guerra que se había propuesto hacerle, y reflexionando que era preciso por todos medios de maña y de fuerza mover a aquel hombre, sin lo cual eran perdidas las cosas de los Cartagineses, no pudiéndose hacer uso de aquellas armas en que eran superiores, y apocándoseles y gastándoseles cada día en balde aquellas de que ya escaseaban, que era la gente y los caudales, echando mano de todo género de artificios y escaramuzas militares y buscando, a manera de buen atleta, algún asidero, hacía tentativas, ya acercándosele, ya causando alarmas, y ya llamándole por diferentes partes, todo con el objeto de sacarle de sus propósitos de seguridad. Mas en él su juicio, que estaba siempre aferrado a sólo lo que convenía, se mantenía constantemente firme e invariable. Incomodábale también el maestre de la caballería, Minucio, ansioso intempestivamente de pelear, sumamente arrojado y que en este sentido arengaba al ejército, al que él mismo había llenado de un ímpetu temerario y de vana confianza; así los soldados se burlaban de Fabio llamándole el pedagogo de Aníbal, y a Minucio le tenían por varón excelente y por general digno de Roma. Concibiendo con esto más animo y temeridad, decía, en aire de burla, que aquellos campamentos por las alturas eran teatros que el dictador les proporcionaba para que pudieran ver las devastaciones e incendios de la Italia, Preguntaba también a los amigos de Fabio si pensaba subir el ejército al cielo desconfiado ya de la tierra, o esconderse entre las nubes y las nieblas para escapar de los enemigos. Referían los amigos a Fabio estos insultos, y como le excitasen a que con pelear borrara esta afrenta: “Entonces sería yo más tímido que ahora-les dijo-si por miedo de los dicterios y de ser escarnecido me apartara de mis determinaciones. El miedo por la patria no es vergonzoso, mientras que el salir de sí por las opiniones de los hombres, por sus calumnias y sus reprensiones no es digno de un varón de tanta autoridad, sino del que se esclaviza a aquellos a quien debe mandar, y aun dominar, cuando piensan desacertadamente”.

En este estado cae Aníbal en un yerro; porque queriendo llevar su ejército más lejos del de Fabio, y establecerse en terreno que abundase más en pasto, dio orden a los guías de que inmediatamente después de la cena le condujeran al campo Casinate. No habiendo éstos, a causa de la pronunciación extranjera, entendido bien lo que se les decía, conducen todas las tropas al extremo de la Campania, a la ciudad de Casilino, por medio de la cual corre el río Lótrono, llamado de los Romanos Vulturno. Está aquella región coronada por lo más de montañas; pero hacia el mar se extiende un valle, donde ensanchándose el río forma lagunas, y además hay en él grandes montones de arena, viniendo a terminar en una playa muy inquieta e inaccesible. Encerrado allí Aníbal, Fabio, que tenía conocimiento de los caminos, le tomó los pasos, y para cortarle la salida apostó cuatro mil infantes, y colocando en buena posición sobre las alturas el resto de sus tropas, con los más ligeros y más denodados dio alcance a la retaguardia de los enemigos, y desordenó todo su ejército, matándoles unos ochocientos hombres. Aníbal entonces, queriendo sacarle de allí, echó de ver el yerro que se había padecido, y el peligro; y lo primero que hizo fue poner en un palo a los guías; mas desconfió de apartar y vencer a los enemigos, que se hallaban apoderados de los lugares ventajosos. Estaban todos desalentados y acobardados, considerándose cercados por todas partes y sin tener salida alguna, cuando a Aníbal le ocurrió una astucia con que engañar a los enemigos, que fue de este modo: Mandó que tomando como dos mil vacas de las del botín se les atasen sendos hachones en los cuernos, o haces de ramajes o sarmientos secos, y que a la noche, pegando a éstos fuego a la señal que se diese, se las encaminara hacia las eminencias por los puntos estrechos donde tenían sus centinelas los enemigos. Mientras atendían a esto aquellos a quienes lo encargó, poniendo él en movimiento el grueso del ejército cuando ya había anochecido, marchaba con sosiego. Las vacas, mientras el fuego no tomó cuerpo, y sólo se quemaba la leña, andaban reposadamente conducidas por la falda del monte, de manera que pasmados los pastores y vaqueros situados en las alturas de aquellas luces que ardían en lo alto de los cuernos, les parecía ser de un ejército que marchaba con multitud de hachas en el mejor orden. Mas después que encendido el cuerno hasta la raíz se hizo sentir el fuego en la carne, y que moviendo y sacudiendo con el dolor las cabezas se llenaron unas a otras de mucha llama, ya no guardaron orden en su dirección, sino que, espantadas e irritadas, dieron a correr a lo alto de los montes, llevando encendido el testuz y la cola, y encendiendo también muchos de los matorrales por donde huían: espectáculo muy espantoso para los Romanos, puestos de guardia en aquellos oteros. Porque parecía que las luces eran llevadas por hombres que iban corriendo; entróles por tanto, mucha turbación y miedo, imaginándose que de diversas partes venían enemigos sobre ellos, y que por todas estaban cercados. No teniendo, pues, valor para mantenerse en sus puestos, se retiraron al centro del campamento, abandonando las gargantas. Con esta oportunidad inmediatamente las tropas ligeras de Aníbal ocuparon las alturas, y ya toda la demás fuerza había marchado sin ser inquietada, llevándose una abundante y rica presa.

Fabio bien se percibió del engaño en la misma noche, porque algunas de las vacas que huyeron espantadas habían venido a dar en su poder; temiendo, sin embargo, alguna celada preparada a favor de las tinieblas, tuvo inmóvil el ejército sobre las armas. Luego que amaneció se puso en persecución de los enemigos y alcanzando la retaguardia, se trabó combate en terreno quebrado, por lo que en éstos era grande la confusión, hasta que Aníbal, haciendo salir de aquellas gargantas a los Españoles, más ejercitados en trepar por los montes, gente muy lista y de gran ligereza, los envió contra la infantería pesada de los Romanos, en la que hicieron bastante mortandad, y obligaron a Fabio a retirarse. Con esto crecieron las habladurías y el menosprecio contra él; porque no poniendo en las armas su confianza, sino aspirando a triunfar de Aníbal con la sagacidad y previsión, aparecía vencido y burlado con estos mismos medios, y queriendo Aníbal encender todavía más el encono de los Romanos contra Fabio, llegado que hubo adonde estaban sus posesiones, mandó que se talara e incendiara todo lo demás, y sólo a aquellas se perdonara, dejando una guardia que no permitiera destruir o tomar nada de lo que allí había. Todo esto fue anunciado en Roma, dándosele gran valor, levantando mucho el grito los tribunos de la plebe, a instigación principalmente de Metilio, que atizaba aquel fuego, no tanto por enemistad a Fabio, como porque teniendo deudo con Minucio, el maestre de la caballería, juzgaba que cedían en honor y aprecio de éste aquellos rumores. Había además caído en la indignación del Senado, por llevar éste a mal el tratado que acerca de los cautivos había hecho con Aníbal; porque le había otorgado que se canjearía hombre por hombre, y que si de la una de las partes era mayor el número, por cada uno de los que se entregasen se darían doscientas y cincuenta dracmas. Por tanto, cuando hecho el canje se halló que todavía le quedaban a Aníbal doscientos y cuarenta, el Senado resolvió no enviar su rescate, y se culpó a Fabio de que, contra toda razón y conveniencia, tratara de volver a Roma a unos hombres que por cobardía habían sido presa de los enemigos. Enterado de esta resolución Fabio, sufrió muy resignadamente el encono de los ciudadanos; mas no teniendo caudal propio, y no queriendo faltar a lo tratado, ni dejar abandonados a aquellos infelices, envió a Roma a su hijo con orden de que vendiera sus tierras y le llevara al punto el importe al ejército. Vendiólas éste, efectivamente, y vuelto allá con suma presteza, envió Fabio el rescate a Aníbal, y recobró los cautivos. Muchos de éstos quisieron remitírselo después, pero no quiso recibirlo de nadie, sino que lo perdonó a todos.

Llamaron a Fabio a Roma después de estos sucesos los sacerdotes para ciertos sacrificios, y entregó el mando a Minucio, no sólo con precepto que como emperador le imponía de no entrar en batalla ni tener reencuentros con los enemigos, sino haciéndole sobre ello encarecidas instancias, de las que él hizo tan poca cuenta, que al punto se puso a provocarlos; y habiendo observado en una ocasión que Aníbal había destacado la mayor parte del ejército a acopiar víveres, atacó a los que habían quedado, los encerró dentro del vallado, con pérdida de no pocos, y aun a todos les hizo concebir temores de que los tenía sitiados. Recogió después Aníbal todas sus fuerzas a los reales, y él se retiró con la mayor seguridad, muy ufano por su parte con lo hecho, y habiendo inspirado al ejército un desmedido arrojo. Muy pronto llegó a Roma la noticia, exagerada mucho más allá de lo cierto; y cuando la oyó Fabio: “Lo que más temo- dijo- es esta buena suerte de Minucio”. Mas el pueblo se ensoberbeció; y habiendo corrido a la plaza con grande regocijo, entonces el tribuno Metilio, subiendo a la tribuna, empezó a arengarle, celebrando mucho a Minucio, acusando a Fabio no ya de flojedad y cobardía, sino de traición, y culpando juntamente a muchos de los más poderosos y principales de que desde el principio, con la mira de humillar a la plebe, quisieron atraer la guerra y arrojar la ciudad en una monarquía ilimitada, la que dando largas a los negocios, facilitara a Aníbal traer de nuevo otro ejército del África, como dueño ya de la Italia.

No se cuidó Fabio de defenderse en la junta pública de las acusaciones del tribuno, y sólo dijo que iba a despachar prontamente los sacrificios y ceremonias para volver al ejército e imponer el debido castigo a Minucio, porque, contra su prohibición, había combatido con los enemigos. Movióse con esto gran alboroto en la plebe, viendo que corría mucho peligro Minucio, porque el dictador tiene facultad para prender y castigar sin formación de causa, y notando que la ira había sacado a Fabio de su gran mansedumbre, graduábala de terrible e implacable. Por esto mismo los demás se contuvieron; pero Metilio, alentado con la inmunidad del tribunado- porque elegido dictador, este solo cargo no se disuelve, sino que permanece, anulados todos los demás-, no cesaba de arengar al pueblo, pidiendo que no desamparara a Minucio ni consintiera le sucediese lo que Manlio Torcuato ejecutó con su hijo, haciéndole cortar con la segur la cabeza, triunfante y coronado como estaba, sino que despojase a Fabio de la tiranía y pusiera la república en manos que pudieran y quisieran salvarla. Hicieron grande impresión en los ánimos estas razones; más no se atrevieron, sin embargo de haber humillado a Fabio, a imponerle la precisión de abdicar la dictadura, contentándose con decretar que Minucio, igualado en el mando de las tropas con el dictador, partiera con él la guerra, usando de la misma autoridad, cosa nunca vista antes en Roma, pero repetida poco después de resulta de la derrota de Canas, porque también era entonces dictador en los ejércitos Marco Junio, y viéndose en la ciudad precisados a completar el Senado, habiendo muerto muchos senadores en la batalla, eligieron en segundo dictador a Fabio Buteón. Mas éste, luego que en uso de su autoridad eligió los que le faltaban y completó el Senado, deponiendo en el mismo día las fasces y sustrayéndose a los que le acompañaban, se metió y confundió con la muchedumbre, y para tratar y arreglar un negocio propio suyo volvió a la plaza como un particular.

Asociando con el dictador para tan importantes negocios a Minucio, pensaron abatir y humillar a aquel, en lo que dieron muestras de conocer muy poco su carácter, porque no miraba como desgracia suya aquella ceguedad, sino que, al modo que Diógenes el sabio, diciéndole uno: “Éstos te escarnecen”, respondió: “Pues yo no soy escarnecido”, teniendo por dignos solamente de burla a los que se acobardan y turban con tales cosas, así también Fabio no se dio por sentido ni se incomodó por sí con aquella determinación, contribuyendo a demostrar lo que opinan algunos filósofos: que el varón recto y bueno no puede ser afrentado ni deshonrado. Lo que sí le afligía era el desacierto de la muchedumbre en lo tocante al bien público, dando facilidad para hacer la guerra a un hombre que adolecía de desmedida ambición. Temiendo, por tanto, no fuera que éste, enloquecido del todo con la vanagloria y el orgullo, se apresurara a hacer algún disparate, salió de Roma sin noticia de nadie, y, llegado al ejército, encontró a Minucio no moderado y tranquilo, sino displicente e hinchado, ansioso por mandar alternativamente cosa en que Fabio no quiso condescender; y lo que hizo fue partir las tropas con él, teniendo por mejor mandar sólo una parte que mandar el todo de aquella manera. Tomó, pues, para sí las legiones primera y cuarta, y dio a Minucio la segunda y tercera, y por el mismo término se repartieron las fuerzas auxiliares. Quedó Minucio muy orgulloso y contento con que la dignidad del mando más elevado y supremo hubiese sufrido aquella disminución y despedazamiento por consideración a él; pero Fabio le hizo la advertencia de que considerara que no era con él con quien había de contender, sino con Aníbal; mas que, con todo, si aun quería altercar con su colega, debía poner la atención en que no pareciese que el que había vencido con los ciudadanos y había sido de ellos honrado, cuidaba menos de su salud y seguridad que el humillado y ofendido.

Minucio miró esta amonestación como jactancia de un viejo, y haciéndose cargo de las fuerzas que le habían cabido en suerte, se fue a acampar solo y aparte; teniendo Aníbal noticia de cuanto pasaba, y estando en acecho de cualquier ocasión. Había en medio un collado, no difícil de tomar, y tomado, muy seguro para un campamento, con bastante extensión para todo. El terreno de alrededor, visto de lejos, parecía igual y llano, porque estaba despejado: pero tenía algunas acequias y, además, algunas cuevas. Podía muy bien Aníbal tomar, sin hacerse sentir, este collado; mas no quiso, sino que lo dejó para ocasión o motivo de venir a las manos. Luego que vio a Minucio separado de Fabio, escondió de noche en las acequias y en las cuevas a algunos de sus soldados, y al rayar el día, abiertamente envió otros en corto número a ocupar el collado, para llamar y hacer caer hacia aquel paraje a Minucio, y así cabalmente sucedió. Primero envió éste las tropas ligeras; después, la caballería, y a la postre, viendo que Aníbal enviaba socorro a los del collado, bajó con todas sus fuerzas en orden de combatir, y habiendo trabado una recia batalla, atropellaba a los que sostenían aquella altura, envuelto con ellos en una lucha muy igual; hasta que, observándole Aníbal completamente engañado y que dejaba la espalda enteramente descubierta a los de la celada, dio a éstos la señal; salieron entonces por diversas partes a un tiempo; y los acometieron con gritería, y, destrozando la retaguardia, es inexplicable la turbación y abatimiento que cayo sobre los Romanos. Quebrantóse también la arrogancia del mismo Minucio, que dirigía sus miradas ya a este, ya al otro caudillo, no osando ninguno mantenerse en su puesto, sino entregándose todos a la fuga, que no les fue de provecho, porque los Númidas, que eran ya dueños del terreno, acabaron con los dispersos.

¡En tan mala situación se hallaban los Romanos! Pero Fabio no ignoraba su conflicto; antes, habiendo previsto, según parece, lo que iba a suceder, tenía todas las tropas prontas sobre las armas, y para saber lo que pasaba no se valió de espías, sino que él mismo se puso de atalaya delante del campamento. Luego que vio cortado y desordenado el ejército, y llegó a sus oídos la gritería de los que no guardaban formación, sino que huían espantados, dándose una gran palmada en el muslo y sollozando profundamente: “¡Por Hércules- exclamó-, cómo Minucio se ha perdido más presto de lo que yo esperaba, aunque quizá más tarde de lo que él hubiera deseado!” Y dando orden de sacar sin dilación las banderas, y de que le siguiese el ejército: “¡Éste, oh soldados- gritó-, éste es el momento de que se apresure el que conserve en su memoria a Marco Minucio, porque es un varón excelente y amante de su patria, y si en algo ha errado, con el deseo de arrojar cuanto antes a los enemigos, después le daremos las quejas!” Corre, pues, el primero, dispersa a los Númidas que discurrían por el llano, y en seguida se dirige contra los que combatían por retaguardia a los Romanos, matando a los que encuentra, con lo que los demás ceden y toman la fuga para no ser alcanzados y que no les suceda verse en el mismo caso en que ellos habían puesto a los Romanos. Aníbal, al ver aquella mudanza, y que Fabio, con más ardor del que a su edad correspondía, trepaba hacia el collado a unirse con Minucio, haciendo con la trompeta señal de retirada, volvió su ejército a los reales, y también los Romanos se retiraron contentos. Cuéntase que Aníbal, en esta retirada, hablando de Fabio, dijo con chiste a sus amigos una especie como ésta: “¿No os predije yo muchas veces que aquella nube, agarrada siempre a los montes, algún día arrojaría agua con huracán y con tormenta?”.

Retiróse Fabio después de la acción sin hacer otra cosa que despojar a los enemigos que habían muerto, no profiriendo expresión ninguna de arrogancia o de ofensa acerca de su colega Minucio; pero éste, juntando sus tropas: “Camaradas- les dijo-, no cometer yerros en los grandes negocios es cosa muy superior a las humanas fuerzas; pero que el que erró aproveche la lección de sus escarmientos para lo sucesivo, es de hombre recto y que escucha la razón. Yo, si tengo que culpar en algo a la fortuna, mucho más es lo que tengo que agradecerle, porque lo que hasta ahora no había comprendido en tanto tiempo acabo de aprenderlo en una mínima parte de un día, quedando convencido de que no soy para mandar a otros, sino que necesito de un jefe, y no ponerme a querer vencer a aquellos de quienes me está mejor ser vencido. En las demás cosas será ya el dictador quien os mande; pero en la gratitud hacia él, yo he de ser todavía vuestro general, poniéndome en su presencia obediente y dispuesto a hacer cuanto me mandare”. Dicho esto, mandando tomar las águilas y que todos le siguiesen, guió al campamento de Fabio, y ya dentro de él se encaminó a la tienda del general con admiración y sorpresa de todos. Saliéndole Fabio al encuentro, depuso aquel al punto las insignias, llamándole padre en alta voz, y en la misma llamaban sus soldados patronos a los de Fabio, que es la exclamación en que prorrumpen los que reciben la libertad con aquellos que se la dan. Cuando ya hubo silencio, dijo Minucio: “Dos victorias ¡oh dictador! has alcanzado en el día de hoy, venciendo con el valor a Aníbal y con la prudencia y la generosidad a tu colega: con aquella nos has salvado y con ésta has dado una admirable lección a los que, si de parte de los enemigos sufrieron una vergonzosa derrota, de la que tú les has causado se glorían, porque han hallado en ella su salud. Te llamo padre, porque no encuentro nombre más honroso que darte, debiéndote mayor agradecimiento que al que me dio el ser, porque aquel me engendró a mí sólo y tú me has salvado con todos éstos”. Acabado este discurso, abrazó y saludó con un ósculo a Fabio, siendo cosa de ver que otro tanto ejecutaban sus soldados, porque se enlazaban y besaban unos a otros, inundando el campamento de alegría y de dulces lágrimas.

Depuso Fabio después de estos sucesos la dictadura, y volvieron a nombrarse otra vez cónsules, de éstos, los primeros adoptaron el sistema de guerra que aquel había establecido, huyendo el pelear de poder a poder con Aníbal y contentándose con socorrer a los aliados e impedir la deserción. Eligióse después para el consulado a Terencio Varrón, hombre de linaje oscuro, pero que se había hecho lugar con adular a la plebe y con su carácter insolente; así, desde luego se echó de ver que con su inexperiencia y su temeridad iba a aventurarlo todo, porque se le oía vociferar en las juntas que la guerra duraría mientras la ciudad confiara el mando a los Fabios, pero que, para él, presentarse y vencer a los enemigos todo sería uno. Con esto, al punto recogió y levantó tantas fuerzas cuantas para ninguna otra guerra habían empleado los Romanos, porque se reunieron para la batalla hasta ochenta y ocho mil hombres, motivo de gran temor para Fabio y para todos los hombres de juicio, porque no esperaban que pudiera recobrarse la ciudad si se desgraciaba aquella brillante juventud. Por esta razón se dirigió al colega de Terencio, Paulo Emilio- que era buen militar, mas no grato al pueblo, y estaba escamado de la muchedumbre por una multa que se le había impuesto para el erario-, con propósito de darle ánimo y exhortarle a hacer oposición a la locura de aquel, manifestándole que su contienda en beneficio de la patria, más que con Aníbal había de ser con Terencio, porque se apresurarían a la batalla, éste, no conociendo en qué consistían sus fuerzas, y aquel,- estando bien convencido de su flaqueza. “Mas yo ¡oh Paulo!- dijocon más justicia deberé ser de ti creído que no Terencio si te aseguro acerca del estado de las cosas de Aníbal que éste, no peleando nadie con él en todo este año, o infaliblemente caerá, si se obstina en mantenerse aquí, o tendrá precisamente que marchar; pues con parecer que ahora vence y está pujante, ninguno de sus contrarios se le ha pasado, ni tiene la tercera parte de las fuerzas con que vino.” A esto se dice que Paulo contestó en estos términos: “Por mí ¡oh Fabio!, cuando considero mi situación, tengo por mejor caer oprimido de las lanzas de los enemigos que de los votos de los ciudadanos; mas si nuestras cosas públicas están en el estado que dices, más me esforzaré por acreditarme contigo de buen capitán, que no con todos los demás que quieran obligarme a seguir un dictamen contrario al tuyo”. Con esta resolución partió Paulo para la guerra.

Terencio hizo empeño en que alternaran por días en el mando, y estando acampados a la vista de Aníbal, junto al Áufido y las que se llamaban Canas, al mismo amanecer puso la señal de batalla, que era un paño de púrpura tendido encima de la tienda del general. Sorprendiéronse al principio los Cartagineses viendo aquel arrojo del cónsul y la muchedumbre de los enemigos, cuando ellos no eran ni siquiera la mitad. Aníbal mandó a las tropas tomar las armas, y, montando a caballo, se puso con unos cuantos sobre una ligera eminencia a hacerse cargo de los enemigos, que ya estaban formados. Díjole entonces uno de los que con él estaban, hombre de igual autoridad con él, llamado Giscón: “¡Qué maravillosa es esta multitud de enemigos!” Y Aníbal, arrugando la frente: “Pues otra cosa más maravillosa se te ha pasado”, le contestó. Preguntóle Giscón cuál era, y él respondió que, con ser tantos, ninguno de ellos se llamaba Giscón. Dicho así este chiste, cuando menos podía esperarse, les causó a todos mucha risa; y como bajando del otero lo fuesen refiriendo a los que encontraban al paso, les hacía a todos reír de tan buena gana, que nunca podían contenerse los que estaban al lado de Aníbal. A los Cartagineses, que lo veían, les inspiraba esto gran confianza, considerando que tanta risa, y estar tan de chanza el general en aquellos momentos, no podría nacer sino de mucha seguridad y menosprecio del peligro.

En la batalla usó de dos estratagemas: la primera fue procurar tener el viento por la espalda; era a la sazón parecido a un torbellino de fuego, y levantando de aquellas llanuras, bastante polvorientas y descubiertas, gran cantidad de arena, pasándola por encima de los Cartagineses, la impelía hacia los Romanos, y se la arrojaba en la cara, haciéndoles volverla y perder el orden. El segundo consistió en la formación, porque lo más fuerte y aguerrido de sus tropas lo colocó de uno y otro lado del centro, y éste lo llenó de lo más endeble, haciendo que esta especie de cuña saliese bastante adelante respecto del cuerpo de la falange. Encargó a los más esforzados que cuando los Romanos acometiesen a éstos, y llevándoselos por delante, el centro quedase abierto, y formando seno recibiera a aquellos dentro de la falange, haciendo ellos una conversión por uno y otro lado, los cargasen oblicuamente y los envolviesen, cogiéndolos por la espalda, que fue, a lo que parece, lo que causó tan gran mortandad; pues luego que cediendo el centro se llevó tras sí en su persecución a los Romanos, y que la falange de Aníbal, mudando de posición, formó como media luna, y doblando repentinamente las tropas elegidas, a la voz de sus jefes, unos a la izquierda y otros a la derecha, cubrieron los claros, entonces, todos los que no previnieron el ser cercados se encontraron como presos y perecieron. Dícese que también a la caballería romana le ocurrió un accidente extraño, porque herido, a lo que se cree, el caballo de Paulo, lo derribó, y de los que estaban a su lado se fueron apeando uno, y otro, y otro, y a pie se le pusieron delante para protegerle. Los de a caballo, al verlos, pensaron que aquello dimanaba de una orden general, y echando todos pie a tierra, así se arrojaron sobre los enemigos, lo que, observado por Aníbal, “¡Más quiero esto- exclamó- que el que me los hubieran dado atados!” Pero estos incidentes son para los que escriben la historia con toda extensión. De los cónsules, Varrón, con unos pocos, se retiró a la ciudad de Venusia; pero Paulo, en el desorden y confusión de aquella fuga, plagado su cuerpo de los dardos clavados en las heridas y oprimida su alma con tal desgracia, se había sentado en una piedra esperando un enemigo que le diera la muerte. Estaba, por la mucha sangre que le inundaba la cabeza y el rostro, enteramente desfigurado, de modo que sus amigos y sus mismos sirvientes, por no conocerle, pasaron de largo. Sólo Cornelio Léntulo, joven de familia patricia, le vio y reconoció, y, apeándose de su caballo, le acarició y rogó que subiese en aquel y se salvara, para bien de los conciudadanos, que entonces más que nunca necesitaban de un buen general. Paulo se negó a sus ruegos, y obligó con lágrimas a aquel joven a que otra vez montase; y entonces. tomándole la diestra y dando un profundo suspiro: “Anuncia ¡oh Léntulo!- le dijo- a Fabio Máximo, y sé testigo para con él que Paulo Emilio siguió su dictamen hasta la muerte, y en nada faltó a lo que él había concertado, sino que fue vencido, primero por Varrón y después por Aníbal”. Dado este encargo, despidiéndose de Léntulo, se mezcló entre los que estaban bajo el hierro de los enemigos, y murió con ellos. Dícese que murieron en la misma acción cincuenta mil Romanos, y cuatro mil fueron tomados vivos, y que después de la batalla fueron cautivados, cuando menos, otros diez mil en ambos campamentos.

Después de tan señalada victoria incitaban a Aníbal sus amigos para que no desperdiciara su fortuna, y tras los enemigos, en el mismo punto de su fuga, cayera sobre Roma, pues al quinto día de la victoria cenaría en el Capitolio; pero no es fácil explicar qué consideración pudo contenerlo; más bien diremos que fue obra de algún genio o algún dios que quiso estorbárselo, que no demasiado recelo o temor suyo; así se cuenta que el cartaginés Barca le dijo con enfado: “Tú, Aníbal, sabes vencer; pero no sabes aprovecharte de la victoria”. Con todo, hizo esta victoria tal mudanza en sus cosas, que no teniendo antes de la batalla ni una ciudad, ni un mercado, ni un puerto en Italia, por lo que con gran trabajo y dificultad recogía los precisos víveres para el ejército, y se había arrojado a la guerra sin poder contar con nada, pareciendo su ejército a una cuadrilla de bandoleros que anda errante de una parte a otra, entonces casi toda la Italia se puso en su poder. Porque la mayor y más poderosa parte de los pueblos voluntariamente se pasaron a su partido, y a Capua, que después de Roma es la más insigne de sus ciudades, también la atrajo a él. Ésta fue una ocasión en que se vio que una gran calamidad no sólo sirve para hacer prueba de los amigos, que es la expresión de Eurípides, sino que también de los grandes generales, pues lo que antes de aquella batalla se graduaba en Fabio de cobardía e insensibilidad, después de ella pareció al punto, no ya una prudencia humana, sino un oráculo y providencia divina y milagrosa, que prevé con anticipación aquellos sucesos que aun a los que los palpan se les hacen increíbles. Por tanto, al momento puso en él Roma la esperanza que le quedaba, y como a un templo o ara se acogió a su juicio, habiendo sido su cordura la primera y más poderosa causa para que estuviesen quedos y no se desbandasen como en la irrupción de los Galos. Porque aquel mismo, que se mostraba precavido y desconfiado en los momentos en que nada había de siniestro, ahora, cuando todos se abandonaban a una aflicción excesiva y a un dolor que no los dejaba para nada, él sólo discurría por la ciudad con paso sosegado, con semblante sereno y con afables palabras, haciendo desechar los lloros mujeriles y disipando los corrillos de los que se congregan en los parajes públicos para lamentar tales calamidades. Hizo también que se juntase el Senado, y alentó a los magistrados, siendo el vigor y poder de toda autoridad, que sólo en él ponía los ojos.

Puso guardas en las puertas para que estorbasen el paso a la muchedumbre que trataba de huir y abandonar la ciudad. Señaló lugar y término al luto, mandando que sólo se hiciese dentro de casa y por treinta días, pasados los cuales cesase todo duelo y no quedasen en la ciudad vestigios de él. Vino a caer en aquellos días la fiesta solemne de Ceres, y pareció más conveniente omitir los sacrificios y toda la demás pompa de ella, que hacer patente con el corto número y el abatimiento de los concurrentes la grandeza de aquella desventura; cuanto más, que hasta la Divinidad parece que se regocija con adoradores que estén contentos. Para aplacar a los dioses y apartar lo infausto de los prodigios, hízose lo que los augures prescribieron, porque fue enviado a Delfos, a consultar al dios, Píctor, pariente de Fabio; y como se hubiese echado de ver que habían sido seducidas dos de las vírgenes vestales, la una fue enterrada viva, como es costumbre, y la otra se dio la muerte. Lo que hubo más de admirar en la prudencia y mansedumbre de la ciudad fue que, viniendo de aquella fuga el cónsul Varrón tan humillado y abatido como debía venir quien de tanta afrenta e infortunio había sido causa, le salieron a recibir hasta la puerta el Senado y el pueblo, haciéndole la salutación acostumbrada, y los magistrados y los principales senadores, de cuyo número era Fabio, cuando hubo silencio, le elogiaron de que no había desesperado de la república después de tamaña desgracia, sino que se presentaba para ponerse al frente de los negocios, obrar según las leyes y valerse de los ciudadanos, como que todavía tenían remedio.

Luego que supieron que Aníbal, después de la batalla, se retiró a otra parte de la Italia, empezaron a tomar aliento y enviaron contra él generales y ejércitos. Eran entre aquellos los más señalados Fabio Máximo y Claudio Marcelo, dignos acaso de igual admiración por sus caracteres, enteramente opuestos, porque éste, como lo decimos en el libro de su Vida, siendo de una actividad brillante y osada, y al mismo tiempo acuchillador, y tal por su índole como aquellos a quienes Homero llama pendencieros y arrogantes, y en el modo de hacer la guerra arrojado e impetuoso, propio para contrarrestar la osadía de Aníbal, fue el primero a mover peleas y encuentros; mas Fabio, atenido siempre a sus primeras ideas, tenía esperanza de que, no entrando nadie en combate con Aníbal, él mismo se había de consumir por sí, y con la guerra se había de quebrantar, perdiendo prontamente su robustez, como el cuerpo de un atleta cuando su fuerza es excesiva y se la ha cansado sin miramiento. Por esta razón dice Posidonio que a éste se le dio por los Romanos el nombre de escudo, y a Marcelo el de espada, y que unida la seguridad y circunspección de Fabio con el carácter de Marcelo fueron la salvación de Roma. Porque Aníbal, con tener que salir al encuentro frecuentemente a éste, como a un río que sale de madre, tenía en continua agitación y destruidas sus fuerzas: y con el otro, que parecía tener una corriente mansa y que no se le acercaba sino con gran tiento, las gastaba también y destruía de un modo insensible; y al fin vino a verse tan apurado, que Marcelo le fatigaba peleando, y a Fabio le temía porque huía de pelear, pudiendo decirse que por todo el tiempo tuvo que contender con estos dos, como pretores, como procónsules o como cónsules, porque cada cual de ellos fue cónsul cinco veces. Mas a Marcelo, cuando servía el quinto consulado, logró armarle una celada, y en ella le quitó la vida; con Fabio, aunque en muchas ocasiones usó de toda suerte de engaños y astucias, nada adelantó; sólo una vez llegó como a enredarle un poco y hacerle tropezar. Fingió y remitió cartas a Fabio de los más autorizados y poderosos de Metaponto, en el sentido de que la ciudad se le entregaría si a ella acudiese, y que los que a esto se decidían no aguardaban sino que llegara y se presentara en las inmediaciones. Fue seducido Fabio con estas cartas, y tomando parte del ejército, pensaba encaminarse allá en aquella noche; mas habiéndole sido infaustos los agüeros de las aves, se contuvo, y al cabo de poco descubrió que las cartas habían sido fraguadas por Aníbal, y que éste estaba en emboscada junto a los muros de la ciudad, suceso que algunos atribuían a especial favor de los dioses.

En cuanto a las defecciones de las ciudades y la deserción de los aliados, era Fabio de opinión que debían contenerse y excitarse en éstos el pudor, hablándoles suave y mansamente, sin descubrirles todo lo que se sabe y sin manifestarse del todo incomodado con los que se hacen sospechosos. Así se dice que habiendo entendido que un Marso, buen militar, y en linaje y valor muy principal entre los aliados, había movido con algunos pláticas de defección, no se irritó con él, sino que, reconociendo que injustamente había sido olvidado: “Ahora- le dijo-, la culpa ha sido de los jefes que distribuye en los premios por favor más que por consideración al mérito; pero, en adelante, cúlpate a ti mismo si no vinieses a mí y me dijeses lo que echas menos”; y, dicho esto, le regaló un caballo hecho a la guerra y le remuneró con otros premios, con lo que desde entonces lo tuvo muy adicto y muy apasionado. Porque le parecía cosa terrible que los aficionados a caballos y perros borren lo que hay de áspero e indócil en estos animales, más bien con el cuidado, la suavidad y el alimento, que no con latigazos y ataduras; y que el hombre que tiene mando no ponga lo principal de su esmero en la afabilidad y la mansedumbre, portándose todavía con más dureza y violencia que los labradores, los cuales, a los cabrahigos, los peruétanos y los acebuches, los ablandan y suavizan injertándolos en olivos, en perales y en higueras. Refiriéronle asimismo los Centuriones que un Luqués se marchaba del campamento y abandonaba a menudo su puesto; preguntóles qué era lo que en lo demás sabían de su porte, y como todos a una le asegurasen que con dificultad se encontraría otro tan buen soldado como él, y al mismo tiempo le indicasen aquellas proezas y hazañas suyas más señaladas, se puso a inquirir la causa de aquella falta. Informósele que, enredado aquel soldado en el amor de una mozuela, con gran peligro y haciendo largos viajes se iba cada día a verla desde el campo. Envió, pues, a uno sin noticia del soldado para que trajese aquella mujer, la que ocultó en su tienda, y haciendo venir sólo al Luqués: “No creas- le dijose me oculta que, contra los usos y leyes de la disciplina romana, has pernoctado muchas veces fuera del campamento; pero tampoco se me oculta que antes habías sido excelente soldado, que lo mal hecho hasta aquí quede compensado con tus valerosas hazañas; mas para en adelante ya tengo yo a quien encomendar tu guarda”. Maravillóse a esto el soldado, y haciendo salir entonces a la mujer: “Ésta- le dijo- me es fiadora de que ahora te estarás quieto en el ejército con nosotros, y tú con tus obras me harás ver si faltabas por algún otro mal motivo, y que el amor y ésta no eran más que un pretexto aparente”. Así se cuentan estos sucesos.

La ciudad de los Tarentinos, que por traición había sido tomada, vino a su poder en esta forma: militaba bajo sus órdenes un joven Tarentino que en el mismo Tarento tenía una hermana muy fina siempre y muy amante de él. Estaba enamorado de ésta un Breciano, oficial de las tropas que Aníbal había puesto de guarnición en la ciudad, y de aquí le nació al Tarentino la esperanza de salir con su idea; para lo que, con noticia de Fabio, se encaminó a casa de la hermana, diciendo a ésta que se había fugado. En los primeros días el Breciano se estaba en su casa, por pensar la hermana que aquel ignoraba sus amores; pero muy luego le dijo a ésta el joven que allá le habían llegado las nuevas de que tenía amistad con un hombre ilustre y de poder; por tanto, que quién era éste; porque si era distinguido, como se decía, y de una conocida virtud, la guerra, que todo lo confunde, hace poca cuenta del origen, y que nada hay que deshonre cuando media la necesidad; antes, en tiempos en que la justicia anda decaída, es una fortuna tener de su parte al que dirige la fuerza. Con esto la hermana hizo llamar al Breciano y se le dio a conocer. Bien pronto el hermano se puso de parte de éste en sus amores, y aparentando que trabajaba por hacerle más benigna y condescendiente a la hermana, se ganó su confianza; de manera que le costó poco hacer mudar de partido a un hombre enamorado y que estaba a soldada, con la esperanza de grandes dones que le prometió recibiría de Fabio. Así refieren este hecho los más de los escritores; pero algunos dicen que la mujer que ganó al Breciano no fue Tarentina, sino Breciana, también de origen, y concubina de Fabio, la cual, habiendo entendido que era su compatriota, y conocido suyo el que entonces mandaba los Brecianos, se lo propuso a Fabio, y yendo a conversar con él al pie de los muros, logró atraerlo y seducirlo.

Mientras se trataban estas cosas, maquinando Fabio llamar a otra parte la atención de Aníbal, envió orden a los soldados que estaban en Regio para que hiciesen correrías en el campo breciano, y, poniendo sitio a Caulonia, la tomasen por asalto. Eran éstos unos ocho mil hombres, desertores los más, gente de poco provecho, de los que de Sicilia habían sido deportados y notados de infamia por Marcelo, y de cuya pérdida poco sentimiento y daño había de resultar a la ciudad; esperó, pues, que poniendo a éstos ante Aníbal como un cebo, así lo echaría lejos de Tarento, lo que justamente sucedió, porque en su persecución corrió allá Aníbal con bastantes fuerzas. Al sexto día de sitiar Fabio a los Tarentinos, vino a él por la noche el joven que, ayudado de la hermana, tenía con el Breciano concertada la entrega, trayendo sabido y registrado el lugar donde el Breciano tendría el mando, y, cediendo, lo entregaría a los invasores. No dejó, sin embargo, que todo fuese obra de la traición, sino que, pasando él mismo al punto designado, esperó allí en sosiego, y, en tanto, el resto del ejército acometió a los muros por tierra y por mar, moviendo al mismo tiempo mucho ruido y estruendo, hasta que, acudiendo los más de los Tarentinos por aquel lado a auxiliar y socorrer a los que defendían las murallas, el Breciano hizo a Fabio señas de ser aquel el momento oportuno, y, subiendo con escalas, se apoderó de la ciudad. En esta ocasión parece que se dejó vencer del orgullo, porque mandó dar muerte a los principales de entre los Brecianos, para que no se viera tan a las claras que el tomar la ciudad no se había debido sino a la traición, con lo que no consiguió esta gloria e incurrió en la nota de perfidia y de crueldad. Murieron también muchos Tarentinos, y los que se vendieron fueron hasta treinta mil; la ciudad fue saqueada por el ejército, y en el erario entraron tres mil talentos. Recogíanse y llevábanse asimismo todas las demás cosas de precio, y preguntando a Fabio el amanuense qué mandaba acerca de los Dioses, diciéndolo por las pinturas y las estatuas, “Dejemos- le respondió- a los Tarentinos sus dioses, con ellos irritados”. Con todo, llevando de Tarento la estatua colosal de Hércules, la colocó en el Capitolio, y al lado puso una estatua suya ecuestre en bronce, mostrándose en esto menos avisado que Marcelo, y antes dando motivo a que se hiciesen más admirables la humanidad y dulzura de éste, según que en su Vida lo dejamos escrito.

Aníbal, yendo en su persecución, no estaba ya más que a cuarenta estadios, y se dice que en público prorrumpió en esta expresión: “¡Hola! También los Romanos tienen otro Aníbal, pues hemos perdido a Tarento como lo habíamos tomado”, y que en particular se vio entonces por primera vez en la precisión de manifestar a sus amigos que antes había visto como muy difícil, mas entonces como imposible, sujetar la Italia con los medios que les quedaban. Triunfó por estos sucesos segunda vez Fabio, siendo este triunfo más brillante que el primero, como de fuerte atleta que ya medía sus fuerzas con Aníbal y en breve iba a deshacer el prestigio de sus hazañas, como nudos o vínculos que ya no tenían la misma fuerza, pues ésta por una parte se enervaba con el regalo y la riqueza y por otra parte se debilitaba y quebrantaba con inútiles combates. Era Marco Livio el que defendía a Tarento cuando se entregó a Aníbal; con todo, conservando la ciudadela, no fue arrojado de ella, y la mantuvo hasta que volvieron los Tarentinos a la dominación de los Romanos. Irritóse aquel con los honores tributados a Fabio, e inflamado un día, en el Senado, de envidia y de ambición, dijo que no era a Fabio, sino a él, a quien se debía la toma de Tarento; y Fabio, sonriéndose: “Es cierto- le contestó- porque si tú no la hubieras perdido, no hubiese yo tenido que recobrarla”.

Además de que en todo procuraban honrar a Fabio los romanos, nombraron cónsul a su hijo Fabio, y encargado éste del mando en ocasión en que estaba dando ciertas disposiciones para la guerra, el padre, o por vejez y enfermedad, o para probar a su hijo, montó a caballo y fue a pasar por entre los que allí concurrían y los que a aquel acompañaban. Viole el joven de lejos, y no se lo permitió, sino que envió un lictor con la orden de mandar al padre que se apease y fuera donde él estaba si tenía algo que solicitar del cónsul. Ofendió esta orden a los circunstantes, que volvieron en silencio los ojos hacia Fabio, por parecerles que no se le trataba como merecía; mas él, apeándose al punto y encaminándose a pasos acelerados hacia el hijo, le abrazó y saludó, diciéndole: “Muy bien pensado y muy bien hecho, hijo mío: esto es conocer a quienes mandas, y cuán grande es la dignidad de que estás adornado. De esta misma manera, nosotros y nuestros ascendientes hemos contribuido a la grandeza romana, poniendo siempre a los padres y a los hijos en segundo lugar después del bien de la patria”. Consérvase todavía en memoria que el bisabuelo de Fabio, que ciertamente llegó entre los Romanos a la mayor gloria y al mayor poder, habiendo sido cónsul cinco veces y conseguido triunfos muy brillantes de poderosos enemigos, fue acompañando, siendo ya anciano, a su hijo cónsul a la guerra, que en el triunfo éste fue conducido con tiro de caballos, y el padre le siguió a caballo entre los demás muy regocijado de que, con imperar él a su hijo y ser el mayor entre sus ciudadanos, que así lo reconocían, tomaba, sin embargo, lugar después de las leyes y del que mandaba por ellas, aunque no le venía de esto sólo el ser un hombre extraordinario. Tuvo Fabio el pesar de que el hijo se le muriese, y sufrió su pérdida resignadamente, como hombre sabio y como buen padre, y el elogio que uno de los deudos dice en las exequias de los hombres ilustres lo pronunció él mismo presentándose en la plaza, y poniendo por escrito este discurso, lo dio al público.

Enviado por este tiempo a España Cornelio Escipión, había arrojado de ella a los Cartagineses, venciéndolos en diferentes batallas, y habiendo sujetado muchas provincias y grandes ciudades y hecho brillantes hazañas, había adquirido entre los Romanos un amor y una gloria cual nunca otro alguno. Eligiósele cónsul, y notando que el pueblo exigía y esperaba de él hechos muy gloriosos, el combatir allí con Aníbal lo tenía como por anticuado y por cosa de viejos, y, en vez de esto, meditaba talar a la misma Cartago y al África; llenándolas súbitamente de armas y de tropas, y trasladar allá la guerra desde la Italia, procurando con todo empeño hacer adoptar al pueblo este pensamiento. Mas Fabio trataba de inspirar a la ciudad el mayor miedo, haciéndole entender que por un joven de poca experiencia eran impelidos al extremo y mayor peligro, no omitiendo, para apartar de esta idea a los ciudadanos, medio alguno, o de palabra o de obra, y lo que es al Senado logró persuadírselo; pero el pueblo sospechó que miraba con envidia la prosperidad de Escipión, y que recelaba no fuera que ejecutando éste algún hecho grande y memorable, con el que, sea que acabara del todo la guerra o la sacara de la Italia, pareciese que él mismo en tanto tiempo había peleado decidiosa y flojamente. Es de creer que al principio no se movió Fabio a contradecir con otro espíritu que el de su seguridad y previsión, temeroso del peligro, y que después llevó más adelante la oposición por amor propio y por terquedad, impidiendo los adelantamientos de Escipión; así es que al colega de Escipión, Craso, lo persuadió a que no cediese a aquel el mando, ni fuese condescendiente, y que si por fin se decretase lo propuesto, navegara él mismo contra los Cartagineses; y de ningún modo permitió que se dieran fondos para la guerra. Obligando, por tanto, a Escipión a ponerlos por su cuenta, los tomó de las ciudades de la Etruria, que particularmente le miraban con inclinación y deseaban servirle. A Craso le retuvieron en casa, de una parte, su propia índole, que no era pendenciera, sino benigna, y de otra, la ley, porque era a la sazón Pontífice máximo.

Tomó entonces Fabio otro camino para estorbar la empresa de Escipión, que fue el de oponerse a que llevase consigo los jóvenes que se proponían seguirle, gritando en el Senado y en las juntas públicas que no era sólo Escipión el que huía de Aníbal, sino que se daba a la vela sacando de la Italia todas las fuerzas que le quedaban, lisonjeando con esperanzas a la juventud y persuadiéndola a dejar padres, mujeres y patria, cuando estaba a las puertas un enemigo vencedor y nunca vencido. Y al cabo logró con estos discursos intimidar a los Romanos, por lo que decretaron que sólo pudiera emplear las tropas de Sicilia, y de la España no pudiera tomar más que trescientos hombres, aquellos que fueran más de su confianza; disposiciones que eran, sin duda, de Fabio, y muy conformes a su carácter. Mas después que, trasladado Escipión al África, vinieron prontamente a Roma nuevas de sus maravillosas proezas y de sus hechos extraordinarios, confirmadas con el testimonio de los ricos despojos, con la cautividad de un rey de los Númidas y el incendio y destrucción de dos campamentos a un tiempo, en los que fueron muchos los hombres, caballos y armas que se abrasaron, y después que a Aníbal le fueron enviados correos de parte de los Cartagineses llamándole y rogándole que, abandonando aquellas nunca cumplidas esperanzas, corriese allá a darles auxilio; cuando en Roma todos tenían a Escipión en los labios, celebrando sus victorias, Fabio era de la opinión que se le enviase sucesor, no dando ningún otro motivo que aquel dicho tan conocido: “Que no deben fiarse negocios de tanta importancia a la fortuna de un hombre solo, porque es muy difícil que uno mismo sea constantemente feliz”. Con esto perdió con muchos el concepto, pareciéndoles descontentadizo y caprichudo, o que con la vejez se había hecho enteramente cobarde y desconfiado, llevando al último extremo el miedo de Aníbal, pues ni aun después de haber partido éste de Italia con todas sus tropas dejaba que el gozo de los ciudadanos fuese puro y sin zozobra, sino que decía que entonces era cuando contemplaba en mayor riesgo a la república, que corría al último peligro, por cuanto Aníbal en el África sería ante Cartago enemigo más terrible, oponiendo a Escipión un ejército caliente todavía con la sangre de muchos generales, dictadores y cónsules, de tal manera, que con tales ponderaciones de nuevo se contristaba la ciudad, y con estar ya la guerra en el África, el miedo les parecía que estaba más cerca de Roma todavía que antes.

Mas Escipión, habiendo vencido, al cabo de poco tiempo, a Aníbal en batalla campal, y destruido y hollado su arrogancia con la ruina de la misma Cartago dio a sus ciudadanos un gozo mayor que el que podía esperar y sentó sobre bases fijas su mando, que en verdad había sido de poderosas olas agitado. Pero no le alcanzó a Fabio Máximo la vida hasta ver el término de aquella guerra; así, no oyó la derrota de Aníbal, ni llegó a entender que la prosperidad de la patria era tan grande como segura, sino que, por el mismo tiempo en que Aníbal tuvo que salir de Italia, cayó enfermo y murió. Los Tebanos hicieron a costa del erario el entierro de Epaminondas, a causa de la pobreza en que murió, porque a su fallecimiento se dice no haberse encontrado en su casa otra cosa que una tarja de hierro. Los Romanos no costearon del erario las exequias de Fabio; pero, en particular, cada uno le contribuyó con la menor de las monedas, no como para ocurrir a su estrechez, sino para sepultarle como padre, en lo que recibió el honor y gloria que a tal vida correspondía.