Vidas paralelas: Coriolano


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Muchos varones ilustres dio a Roma la familia patricia de los Marcios, de cuyo número fue Gayo Marcio, nieto de Numa por su madre, y elegido rey después de Tulo Hostilio. Eran asimismo Marcios Publio y Quinto, que trajeron a Roma el agua mejor y más copiosa, y Censorino, a quien dos veces nombró censor el pueblo y a cuya persuasión después propuso y estableció ley para que a ninguno le fuera permitido obtener dos veces esta magistratura. El Gayo Marcio de quien vamos a escribir, educado por la madre a causa de haber quedado huérfano de padre, hizo ver que, si bien la orfandad trae otros males, no estorba empero que pueda alguno hacerse hombre virtuoso y aventajado a los demás, aunque por otra parte dé motivo de queja y reprensión contra ella a los viciosos, como que es quien por el descuido los echa a perder. Acreditó también este Marcio que aun en aquellos de un natural excelente, por más generoso y bien inclinado que éste sea, si le falta la instrucción, al lado de las buenas cualidades produce otras malas, como en la agricultura un fértil terreno que se deja sin cultivo. Porque aquella resolución y entereza de ánimo para todo produjo grandes y muy activos conatos; pero el ser, por otra parte, vehemente e irreductible en la ira, le hizo desabrido y poco asequible al trato con los demás hombres; por tanto, al mismo tiempo que admiraban en él su impasibilidad respecto de los placeres, de los trabajos y del atractivo de las riquezas, a la cual le daban los nombres de templanza, justicia y fortaleza, teníanle para las conferencias políticas por altanero, molesto y mal sufrido; porque el mejor fruto que los hombres sacan del trato con las musas es que por medio de la elocuencia y la doctrina se suaviza la natural índole, reduciéndola en todo a la justa medianía y desarraigando lo superfluo. En Roma, en aquella época principalmente, era ensalzada la virtud que sobresale en los hechos de armas y de la milicia, y prueba de ello es que a toda virtud no le dieron sino sola la denominación de la fortaleza, haciendo nombre común del género el que a la fortaleza le era propia y peculiar.

Dominaba entre las demás pasiones de Marcio la de la guerra, y así desde niño empezó a manejar las armas; y, juzgando que de nada les sirven las armas de afuera a los que no tienen bien adiestrada y dispuesta el arma innata e ingénita, que es el cuerpo, de mal modo ejercitó el suyo para toda especie de lid, que en el correr era sumamente ligero, y para tenerse firme en la lucha y en los combates casi invencible; por tanto, los que contendían con él en fortaleza y virtud, siéndole en ellas inferiores, echaban la culpa a la robustez de su cuerpo, que era invencible e incapaz de doblarse con trabajo alguno.

Militó por la primera vez siendo todavía jovencito, cuando Tarquino, el rey de Roma, desposeído ya del trono, después de muchas batallas y derrotas echó, se puede decir, el resto, y vinieron en su auxilio, haciendo causa común contra Roma los más de los Latinos y muchos de los pueblos de Italia, no menos en obsequio de aquel, que por envidia y deseo de contener los progresos de la grandeza romana. En aquella batalla, que por una y otra parte estuvo muy varia e incierta, peleaba Marcio con gran denuedo a la vista del Dictador, y viendo caer a su lado a un romano, no le abandonó, sino que se puso delante de él, y acometiendo al enemigo que lo acosaba, le dio muerte. Después de la victoria, fue uno de los primeros a quienes el general ornó con una corona de encina, porque ésta fue la corona que señaló la ley al que salvaba un ciudadano: bien fuera porque tuviesen en veneración la encina a causa de los Árcades, denominados comedores de bellotas por un oráculo del dios, bien porque siempre y en todas partes tienen los que militan copia de encinas, o bien porque siendo de encina la corona de Júpiter social creyesen que ésta era la que más propiamente debía darse por la salvación de un ciudadano. Es además la encina el árbol de más copioso fruto entre los silvestres y el de madera más sólida entre los cultivados. Era también alimento la bellota que de ella proviene, y bebida el melicio; y daba además carne de fieras y de aves, proveyendo de un instrumento para la caza, que es la liga. Dícese que en esta batalla se aparecieron los Dioscuros, y que después de ella se les vio, con los caballos goteando de sudor, dar la noticia en la plaza, en el sitio junto a la fuente donde está edificado su templo: de donde proviene que en el mes de julio el día de los idus, que es fiesta triunfal, está consagrado a los Dioscuros.

La nombradía y los honores dispensados a los jóvenes, en los que son de índole ligeramente ambiciosa, vienen a ser, a lo que parece, una cosa temprana que apaga su espíritu y llena pronto su sed, dejándola fácilmente satisfecha; pero a los de ánimo altivo y resuelto los honores los elevan y encienden, impeliéndolos, a manera del viento, a lo que les parece honesto: porque no los reciben como salario, sino que más bien son una nueva prenda que dan de que se avergonzarán de frustrar la esperanza que de ellos se tiene y de no hacerla correr con iguales hechos a los anteriores. Siendo de este carácter Marcio, sólo trataba de emularse a sí mismo en el valor, aspirando a mostrarse cada día nuevo en sus proezas, a merecer premios sobre premios y ganar despojos sobre despojos: yendo a competencia en cuanto a honrarle los últimos generales con los primeros y queriendo excederlos en sus demostraciones, así es que de tantas guerras y lides como las que entonces tuvieron que sostener los Romanos, de ninguna volvió sin corona y sin premio. Para los demás era la gloria el fin de su virtud; Marcio, en cambio, aspiraba a ella para que su madre tuviera de qué regocijarse: por cuanto el que ésta oyese sus alabanzas, el que le viera volver coronado y el abrazarla cuando vertía lágrimas de gozo, le parecía que acrecentaba sus honores y su felicidad. Estos mismos sentimientos se dice por su confesión propia haber sido los de Epaminondas, que tuvo por la mayor de sus satisfacciones el que su padre y su madre hubiesen visto en vida su generalato y su victoria en la jornada de Leuctras; sino que éste disfrutó el placer de ver a padre y madre alegrarse y congratularse juntos: pero Marcio, creyendo que debía a Volumnia una gratitud doblada, no se aquietó con regocijarla y honrarla, sino que tomó mujer enteramente a su gusto y habitó siempre, aun teniendo ya hijos, en la misma casa con la madre.

Era ya grande por su virtud la fama y el poder de Marcio cuando ocurrió que el Senado, favoreciendo a los ricos, puso en estado de sedición a la plebe, que se quejaba de los muchos e insufribles agravios que los logreros le irrogaban, pues a los medianamente acomodados los despojaban de cuanto tenían, tomándoles prendas y vendiéndolas, y respecto de los enteramente pobres, se apoderaban de las personas, aprehendiendo sus cuerpos cubiertos de cicatrices de las heridas y golpes recibidos en los encuentros y batallas sostenidos por la patria. La última de éstas había sido con los Sabinos, para la cual los ricos habían ofrecido ser en adelante más moderados, y el Senado había designado al cónsul Marcio Valerio por fiador de esta promesa. Mas como después de haber peleado denodadamente en esta batalla y haber vencido a los enemigos, en nada hallasen más equitativos a los logreros, ni el Senado diera muestras de acordarse de lo que estaba convenido, sino que antes viese con indiferencia que los atropellaban y encadenaban, suscitáronse en la ciudad grandes y temibles alborotos. Venida a noticia de los enemigos esta inquietud de la plebe, no se descuidaron en invadir a hierro y fuego la comarca; y aunque los cónsules dieron la orden de tomar las armas a todos los que se hallaban en edad designada, nadie la obedeció. Dividiéronse con esto otra vez los pareceres de los que servían las magistraturas, siendo unos de dictamen de que se condescendiera con los pobres y se relajara el excesivo rigor de las leyes, y opinando otros muy al contrario, de cuyo número era Marcio, el cual no daba por cierto gran valor a los intereses, pero clamaba por que se contuviera y apagara aquel principio y tentativa de insulto y osadía de una muchedumbre insubordinada a las leyes.

Celebráronse sobre esto frecuentes senados, y como en ellos nada se concluyese, sublevándose de repente los pobres y excitándose unos a otros, abandonaron la ciudad y se retiraron al monte que ahora se llama Sacro, fijándose junto al río Anio, sin cometer acto alguno de violencia o sedición, y gritando solamente ser antiguo en los ricos el estarlos arrojando de la ciudad, y que el aire, el agua y algunos pies de tierra en que sepultarse, que era lo único que disfrutaban con habitar en Roma, fuera del recibir heridas y la muerte peleando a favor de los ricos, lo hallarían fácilmente en cualquier parte. Llenó esta ocurrencia de recelo al Senado, que por tanto les mandó en embajada a los más moderados y populares entre los Senadores. Llevaba la voz Menenio Agripa, que a un mismo tiempo usó de ruegos con la plebe y habló francamente sobre la conducta del Senado, viniendo a concluir con una especie de fábula su exhortación v amonestamiento. Porque les refirió que en cierta ocasión los miembros todos del cuerpo humano se rebelaron contra el vientre, y le acusaron de que, estándose él solo ocioso y sin contribuir en nada con los demás, todos trabajaban y desempeñaban sus respectivos ministerios, precisamente por contenerle y satisfacer sus apetitos; y que el vientre se había reído de su simpleza, porque no echaban de ver que si tomaba para sí todo el alimento, era para distribuirlo después y dar nutrición a los demás. “Pues de esta misma manera, continuó, se conduce con vosotros, oh ciudadanos, el Senado: porque a vosotros refiere cuantos consejos y negocios se ofrecen y con vosotros reparte cuanto hay de útil y provechoso”.

Reconciliáronse con esto, pidiendo al Senado y concediéndoseles que se eligiesen cinco ciudadanos en defensores suyos, que son los que ahora se llaman tribunos de la plebe. Fueron nombrados los primeros los que los habían acaudillado en el levantamiento, Junio Bruto y Sicinio Beluto. Luego que la ciudad volvió a no ser más que un cuerpo, al punto acudió a las armas la muchedumbre y se presentó a los jefes muy presta y decidida a marchar a la guerra. No estaba contento Marcio con el ventajoso partido que había sacado la plebe, habiendo tenido que ceder la aristocracia, y observaba que como él sentían muchos de los patricios: excitábalos, por lo tanto, a no quedar inferiores a los plebeyos en las lides que peleaban por la patria, sino hacer ver que en la virtud, más bien que en el poder, les hacían ventaja.

En la nación de los Volscos, que era contra la que tenían la guerra, la ciudad de Coriolos gozaba de la mayor nombradía; dirigiéndose, pues, contra ella el cónsul Cominio, se alarmaron los demás Volscos y corrieron de todos lados en su auxilio, con la mira de pelear en defensa de la ciudad y de atacar por dos partes a los enemigos. Tuvo Cominio que dividir sus fuerzas, y como marchase en persona contra los Volscos que le cargaban en campo abierto, dejando para mantener el cerco a Tito Larcio, varón muy principal entre los Romanos, tuvieron los Coriolanos en poco las fuerzas que quedaban; por lo que, haciendo una salida y trabando combate, al principio lograron ventajas y persiguieron a los Romanos hasta su campamento. Desde él acudió Marcio con bien poca gente, y arrollando a los que más se le oponían, y haciendo contenerse a los que venían en pos de ellos, llamó a grandes voces a los Romanos: porque era un soldado tal cual lo deseaba Catón, no sólo por la mano y por el golpe, sino también por el tono de la voz y la fiereza del rostro, temible en el encuentro y aterrador del enemigo. Reuniéronsele ya muchos y pusiéronse a su lado, con lo que, acobardados los enemigos, volvieron la espalda; pero él, no dándose por contento, los persiguió y atropelló, llevándolos en desorden hasta las puertas. Puesto ya allí, aunque vio a muchos de los suyos cesar en la persecución por la copia de dardos que lanzaban de las murallas, no cabiéndole a nadie en la imaginación el pensamiento de meterse envueltos con los enemigos en una ciudad llena de hombres aguerridos y que estaban sobre las armas, esto no obstante, él insistía y los alentaba, gritando que la fortuna más bien había abierto la entrada de la ciudad a los perseguidores que a los perseguidos. Siguiéronle muy pocos, con los que se arrojó a las puertas y se metió por entre los enemigos, no habiendo por lo pronto quien osase resistirle ni sostener su ímpetu. Cuando luego echó, dentro, de ver cuán en corto número eran los que habían de auxiliarle y combatir a su lado, y mezclados confusamente amigos y enemigos, dícese que sostuvo, de acuchillar y herir, de acudir prestamente a todas partes y de mostrar el ánimo más arrojado, una increíble pelea en la ciudad, y que venciendo a cuantos acometía, ahuyentando a unos a los últimos extremos, y obligando a otros a arrojar lar armas, dio oportunidad a Larcio para venir con los Romanos que habían quedado a la parte de afuera.

Tomada de esta manera la ciudad, los más se entregaron a la rapiña y al saqueo de las casas: indignóse Marcio y los reprendía, pareciéndole cosa intolerable que mientras el cónsul y los ciudadanos que con él se hallaban, quizá venían a las manos y combatían con los enemigos. ellos por codicia los abandonasen, o bajo la especie de enriquecerse se sustrajesen al peligro. Fueron en corto número los que le dieron oídos, y él, tomando consigo a los que quisieron seguirle, marchó por el camino que entendió había llevado el ejército, inflamando unas veces a sus soldados y exhortándolos a no abatirse, y haciendo otras veces plegarias a los Dioses para que no le privasen de la gloria de hallarse en la batalla, y antes le concediesen llegar en la oportunidad de, combatir y partir los riesgos con sus conciudadanos. Tenían entonces la costumbre los Romanos, al formarse para entrar en acción, de embrazar los escudos, ceñirse la toga y hacer testamentos no escritos, nombrando ante tres o cuatro camaradas su heredero. Cuando en esta disposición se hallaban los soldados, teniendo ya a la vista los enemigos. sobrevino Marcio. Y lo que es al principio dio que temer a algunos, presentándose con unos pocos cubiertos de sangre y de sudor; pero después que prestamente y con semblante alegre se fue hacia el cónsul alargándole la diestra y le dio cuenta de cómo había tomado la ciudad, Cominio le echó los brazos y le saludó con ósculo; y de los demás, a los que se enteraron del suceso les inspiró confianza, y aliento a los que sólo lo conjeturaron; por lo que gritaron todos que se les llevara a los enemigos y se trabara batalla. Preguntó entonces Marcio a Cominio con qué orden estaban dispuestas las diferentes armas de los enemigos y dónde habían colocado las tropas escogidas. Díjole éste que en su entender ocupaban el centro los tercios de los de Ancio, gente muy aguerrida y que a nadie cedía en valor. “Ruégote, pues, le contesto Marcio, y encarecidamente te suplico, que nos coloques frente a ellos”; y el cónsul se lo concedió, admirado de semejante decisión. Apenas comenzaron a herirse con las lanzas, se adelantó contra los enemigos Marcio, y los Volscos que estaban a su frente no pudieron resistirle, sino que la falange, por la parte por donde él acometió, fue al punto rota. Mas como entonces los de uno y otro costado hiciesen una conversión y dejasen a Marcio cerrado entre sus armas, lleno de cuidado el cónsul mandó a los más esforzados en su auxilio, y trabada en rededor de Marcio una recia pelea, en la que en breve fueron muchos los muertos, cargando aquellos con ímpetu y fuerza rechazaron a los enemigos, en cuya persecución se pusieron luego, rodeando a Marcio, al que veían rendido de cansancio y de heridas, que se retirase al campamento; pero respondiéndoles que nunca se cansa el que vence, cargó también sobre los fugitivos. Todo lo restante del ejército fue igualmente deshecho, siendo grande así el número de muertos como el de prisioneros.

Al día siguiente, habiéndose presentado Marcio y concurrido gran muchedumbre ante el cónsul, subió éste a la tribuna, y hecha de los Dioses la debida conmemoración por tamañas prosperidades, volvió ya a Marcio su discurso. Hizo de él en primer lugar un magnífico elogio, habiendo sido espectador de muchas de sus acciones en la batalla, y habiéndole informado Marcio de las demás; y luego, habiendo sido muy grande la presa en riquezas, en caballos y en hombres, le dio orden de que tomase de cada especie de cosas diez. antes de hacerse la distribución a los demás, y separadamente por prez del valor le regaló un caballo enjaezado. Aprobáronlo los Romanos; pero Marcio, adelantándose, respondió que el caballo lo recibía, y le eran muy gratos los elogios del general: pero en cuanto a las demás cosas, mirándolas más bien como salario que corno honor, las renunciaba, contento con entrar como uno de tantos al reparto: con todo, que una sola gracia especial pedía y les rogaba se la otorgasen. “Tenía, dijo, entre los Volscos un huésped y amigo, hombre de probidad y moderación: éste ha sido ahora hecho prisionero, y de rico y feliz que antes era, ha venido a ser esclavo; mas entre tantos males como le agobian, de uno sólo es menester aliviarle, que es de ser vendido en la almoneda”. Al oír tal propuesta todavía fue mayor la gritería de todos en loor de Marcio, y muchos los que admiraron más su desprendimiento en punto a intereses, que su ardimiento en los combates: de manera que aun a aquellos en quienes había algo de emulación y envidia por los distinguidos honores que se le tributaban les pareció digno de los mayores premios, por el mismo hecho de rehusarlos; y en más tenían la virtud con que los despreciaba, que no aquella con que los había ganado; porque es más laudable saber usar bien de las riquezas que de las armas, y más glorioso que el usar bien de aquellas el no desearlas ni haberlas menester.

Luego que entró la muchedumbre cesó el alboroto y la gritería, volvió a tomar la palabra Cominio, y dijo: “En cuanto a esos otros dones, oh camaradas, no hay como precisar a Marcio, si no los admite o rehusa recibirlos: obsequiémosle, pues, con aquel que concedido no pueda desecharle, y resolvamos que tome el nombre de Coriolano, si es que ya su misma hazaña no se le dio”. Y desde entonces tuvo el de Coriolano por el tercero de sus nombres: con lo que se pone más de manifiesto que entre éstos Gayo era el nombre propio, y que el segundo era el de la casa y familia, esto es, el de Marcio. El que usó ya en adelante fue el tercero, que se añadía por una acción, por un acaso, por la figura, o por alguna virtud, al modo que los Griegos por una hazaña imponían el sobrenombre de Sóter y de Calinico; por la figura el de Fiscón y Gripo; por la virtud el de Evérgetes y Filladelfo, y por la dicha el de Eudemón al segundo de los Batos. En algunos de los reyes los motes mismos pasaron a ser nombres, por los que fuesen conocidos, como en Antígono el de Dosón, y en Tolomeo el de Látiro. Todavía fue más común a los Romanos usar de este género de sobrenombres, llamando Diademado a uno de los Metelos, porque, habiendo tenido por largo tiempo una llaga, salía a la calle con una venda en la frente; y a otro Céler o Pronto, porque dispuso en muy pocos días el dar solemnes juegos en el funeral de su difunto padre, manifestando así la admiración que les causó la prontitud y ligereza de aquellos preparativos. A algunos, por el caso ocurrido en su nacimiento, los llaman aun hoy Próculo al que nace estando su padre ausente; Póstumo cuando el padre ha muerto; y al que habiendo nacido mellizo se le muere el hermano, Vopisco. Por los motes y apodos no sólo dan los sobrenombres de Silas, Nigros, Rufos, sino también los de Cecos y Claudios: acostumbrando muy juiciosamente a no tener por tacha o afrenta la ceguera o alguna otra desgracia y falta corporal, sino a ponerlas por nombre propio del que las sufre. Mas esto pertenece a tratado diferente.

Terminada la guerra, volvieron los tribunos a suscitar otra vez la sedición, no porque tuviesen nueva causa o motivo justo de queja, sino haciendo que les sirvieran de pretexto contra los patricios los males que necesariamente debieron seguirse a sus primeras inquietudes y disensiones. La mayor parte del terreno se quedó, en efecto, por sembrar e inculto, y no hubo oportunidad con motivo de la guerra para hacer prevención de trigo forastero. Sobrevino, por tanto, una suma carestía, y viendo los tribunos que la plebe estaba absolutamente falta de abastos, y que aun cuando los hubiese de venta no tenían con qué comprarlos, echaron la calumniosa voz contra los ricos de que por pura malignidad les habían atraído aquella hambre. Entre tanto, vino embajada delos de Veletri, ofreciendo entregar la ciudad y pidiendo se enviasen allá colonos, porque una enfermedad pestilente que los había afligido había hecho tal ruina y destrozo de hombres, que apenas le habría quedado la décima parte de su población. Parecióles a los hombres de juicio que había venido muy oportuna y sazonadamente esta demanda de los Velitranos en ocasión en que, necesitando de algún alivio a causa de la escasez, concebían la esperanza de calmar la sedición con limpiar la ciudad delo más revuelto y más acalorado de los tribunos, como de una superfluidad nociva e incómoda. Escogiendo, pues, a éstos los cónsules, formaron con ellos la colonia y la enviaron, y a los demás les intimaron la necesidad de militar contra los Volscos; preparando así una distracción de las turbaciones civiles, y pensando que, reunidos con las armas en el campamento y en los comunes combates, los ricos, juntamente con los pobres, y los plebeyos con los patricios, se mirarían recíprocamente entre sí con mayor mansedumbre y dulzura.

Oponíanse principalmente los tribunos Sicinio y Bruto, diciendo a gritos que se quería disfrazar la cosa más inhumana con uno de los nombres más benignos, pues era como echar al Tártaro a los pobres, hacerles marchar a una ciudad llena de un aire enfermizo y de cadáveres insepultos y enviarlos a la mansión de un Genio extranjero y maléfico, y como si esto no fuera bastante, que a unos ciudadanos querían los acabase el hambre, a otros los abandonaban a la peste, y además les suscitaban una guerra del todo voluntaria para que no hubiera calamidad que a la ciudad no alcanzase, porque no se prestaba a vivir en la esclavitud de los ricos. No circulando. pues, entre la plebe otros discursos que éstos, no se presentaba a la revista de los cónsules, y desacreditaba la resolución de enviar la colonia. Veíase en perplejidad el Senado; pero Marcio, que ya estaba lleno de orgullo y tenía la reputación de altivo, haciéndose admirar por esta cualidad, era entre los poderosos el que más abiertamente hacía frente a los tribunos. Enviaron, pues, la colonia, precisando a salir con graves penas a los sorteados, y por lo que hace a la milicia, como enteramente se negasen a ella, Marcio juntó sus clientes y otros a quienes pudo persuadir, recorrió todo el país de los de Ancio, y habiendo encontrado mucho grano, y hecho gran botín de ganados y esclavos, nada tomó para sí, y volvió a Roma con sus soldados, que traían y conducían mucha hacienda: de manera que los demás, pesarosos ya y envidiosos de los que se habían enriquecido, se irritaban con Marcio y miraban con malos ojos su gloria y su poder, como que crecían en daño de la plebe.

Presentóse de allí a poco tiempo Marcio pidiendo el consulado, y la mayor parte condescendía, ocupando a la plebe cierta vergüenza para no desairar ni repeler a un varón que, sobresaliendo a todo en linaje y en valor, había alcanzado tantos y tan señalados triunfos; porque era costumbre que los que pedían el consulado hablaran y alanzaran la diestra a los ciudadanos, presentádose con sola la toga y sin túnica en la plaza, bien fuera para mostrar mayor sumisión en sus ruegos, o bien para poner de manifiesto los que tenían cicatrices aquellos honrosos testimonios de su valor y fortaleza, pues no era por sospecha de distribución de dinero o de presentes el obligar a que el peticionario se presentara a sus conciudadanos desceñido y sin túnica, porque tarde y muy largo tiempo después fue cuando se introdujo la corrupción y la venta, y cuando el dinero se mezcló en las votaciones de los comicios; y ya desde entonces el soborno, habiendo contaminado los tribunales y los ejércitos, impelió la ciudad hacia el despotismo, cautivando las armas al dinero, pudiéndose asegurar que tuvo mucha razón el que dijo que el primero que disolvió la república fue el que dio banquetes e hizo distribución de dinero al pueblo. Mas este daño parece que se fue deslizando a escondidas y poco a poco, y que no se manifestó de pronto en Roma, puesto que no sabemos quién fue el que primero hizo en aquella ciudad donativos a los tribunales o al pueblo; cuando en Atenas se dice haber sido el primero que dio dinero a los jueces Ánito, el hijo de Antemión, acusado de traición acerca de Pilo, ya hacia el fin de la guerra del Peloponeso, tiempo en que todavía en Roma dominaba en la plaza pública un linaje verdaderamente áureo e incorrupto.

Mostraba Marcio muchas cicatrices de gran número de combates en que había sido herido en los diez y siete años seguidos que había militado, lo que hacía mirar con respeto su valor, y unos a otros se habían dado palabra de designarle. Mas venido el día en que había de hacerse la votación, como Marcio se hubiese presentado en la plaza pública acompañándole pomposamente el Senado y pugnando todos los patricios por ponérsele alrededor, demostración que jamás habían hecho con nadie, al punto la muchedumbre depuso la inclinación que le tenía, pasando a mirarle con encono y ojeriza, a los cuales afectos se juntaba, además, el temor de que un hombre tan aristocrático, hecho dueño del mando y teniendo tanto ascendiente con los patricios, pudiera privar enteramente al pueblo de su libertad. Con estas ideas desairaron en la votación a Marcio. Luego que se vio ser otros los cónsules que se publicaron, el Senado lo sintió profundamente, creyendo que el insulto, más que contra Marcio, era contra él mismo; pero aquel no llevó con moderación ni con sosiego lo sucedido, estando por lo común acostumbrado a usar de aquella parte de su carácter que era iracunda y rencillosa, sin que lo dócil y suave que principalmente debe sobresalir en las virtudes políticas se le hubiese en ningún modo inspirado por el discurso y la educación. y sin que supiese que, como dice Platón, al que ha de tomar parte en los negocios públicos y conversar sobre ellos con otros hombres, le conviene ante todo huir la arrogancia, compañera inseparable del aislamiento, y abrazar la paciencia, que suele de algunos ser escarnecida. Así es que, siendo hombre sencillo e inflexible, creído de que el vencer y salirse con todo era obrar con fortaleza, mas no de que el entregarse a la cólera proviene de debilidad y flaqueza, por lo que sufre y padece el espíritu, del que viene a ser como un tumor la ira, se retiró de la plaza lleno de incomodidad y despecho contra el pueblo. Los jóvenes patricios, que eran en la ciudad, por lo distinguido de su origen, lo más ufano y floreciente, siempre se le habían mostrado sumamente afectos. En esta ocasión, se pusieron de su parte decididamente, e irritados y dolidos como él, exasperaron todavía más su cólera e indignación, porque era, cuando estaban de facción, su guía y su maestro en las cosas de la guerra, y en el hacer que los que se gloriaban de hazañas ilustres excitaran en los demás, no envidia, sino una honrosa emulación.

Vino en esta sazón trigo a Roma, en gran parte comprado en Italia y en no pequeña regalado por los Siracusanos, enviándolo al tirano Gelón, con el que muchísimos concibieron lisonjeras esperanzas de que a un mismo tiempo iba la ciudad a verse libre de escasez y de disensiones. Reunido, pues, el Senado, se derramó incontinente por las inmediaciones el pueblo, cercando por la parte de afuera la Curia, en la esperanza de que tendría grano en mucha conveniencia, y que lo regalado se distribuiría de balde; y aun adentro había quien a esto mismo excitase al Senado. Mas levantóse en este punto Marcio y contradijo acaloradamente a los que pensaban en haberse benignamente con la muchedumbre, tratándolos de populares y de traidores de la nobleza, que fomentaban contra sí mismos las semillas, ya prendidas, de osadía e insolencia, que hubiera sido bueno no haber despreciado cuando se esparcían al principio, y no haber dejado a la plebe hacerse poderosa con tan excesiva potestad: que ya hasta temible se les hacía con querer que en todo se cediera a su voluntad y a nada pudiera precisárseles contra ella, no guardando obediencia a los cónsules, y viviendo en anarquía con tener por caudillos a los que se denominaban magistrados suyos: que con el presente y distribución del grano, que al modo de los Griegos de mejor ordenadas repúblicas decretaban algunos, no se haría otra cosa que dar aire a su desobediencia en ruina del Estado; “pues no pueden reconocer que sea una recompensa por la milicia, de que desertaron, por las escisiones con que abandonaron la patria, o por las calumnias que abrigan contra el Senado, sino que en la inteligencia de que cediendo y lisonjeándolos de miedo les hacemos semejante distribución, y, con la esperanza de salirse con todo, no pondrán a su desobediencia término alguno, ni habrá cómo contenerlos de que armen disensiones y alborotos: así que esto- decía- me parece una locura. Por tanto, si hemos de obrar con prudencia, arranquémosles el tribunado, que es un jirón de la autoridad consular y un rasgón de la república, no una ya como antes, sino de tal manera partida en trozos, que ya no ha de poder en adelante unirse, ni tener concordia, ni dejar nosotros de estar agitados y en continuos alborotos unos con otros”.

Diciendo Marcio muchas cosas por este término, entusiasmó extraordinariamente a todos los jóvenes y puso de su parte a casi todos los ricos, que decían a gritos no tenía la ciudad otro hombre invencible e incapaz de condescendencias, sino a él sólo. Hacíanles, con todo, oposición algunos de los ancianos, previendo lo que iba a suceder; pero nada de provecho adelantaron, pues los tribunos que se hallaban presentes, luego que vieron que prevalecía el dictamen de Marcio, corrieron con gritería hacia la muchedumbre, exhortándola a que se les uniese y les diese auxilio. Reunido tumultuariamente el pueblo en junta, y referidas las expresiones en que había prorrumpido Marcio, estuvo muy poco en que, llevada la plebe de la ira, no se arrojase sobre el Senado; pero los tribunos, atribuyéndolo todo a Marcio, lo enviaron a llamar para que se defendiese. Mas como con desprecio hubiese desechado a los lictores que se le enviaron, los mismos tribunos se presentaron trayendo con los prefectos a Marcio por fuerza, habiéndole echado mano, Concurrieron entonces los patricios, e hicieron retirar a los tribunos, y a los prefectos aun les dieron algunos golpes; pero sobrevino la tarde y disolvió aquel alboroto. A la mañana temprano, viendo los cónsules al pueblo sumamente inquieto, que por todas partes corría hacia la plaza pública, temieron por la ciudad, y congregando el Senado exhortaban a que mirase cómo con palabras suaves y con proposiciones ventajosas se podría apaciguar y sosegar a la muchedumbre, pues no eran momentos aquellos de pretensiones ni de contender por la autoridad, si tenían algo de juicio, sino más bien tiempo delicado y de urgencia que exigía un manejo de mucha mansedumbre y mucha humanidad. Convinieron los más, y dirigiéndose los cónsules a la muchedumbre, le hablaron con mucha blandura y procuraron templarla, disipando con agrado las calumnias y absteniéndose lo posible de quejas y reconvenciones, y en cuanto al precio del grano comprado, dijeron que fácilmente se entenderían entre sí.

Cuando la mayor parte de la plebe se hubo calmado, y se echó de ver en el escuchar con orden y sosiego que se había dejado convencer y ablandar, tomando la palabra los tribunos, ofrecieron que la plebe competiría en moderación y prudencia con el Senado mientras así se la tratase; mas al mismo tiempo ordenaron que Marcio se justificase de haber tratado de inflamar al Senado para trastornar el gobierno y disolver la república, de haber sido rebelde a la citación de ellos mismos y, finalmente, de haber dado golpes e insultado en la plaza pública a los prefectos, promoviendo en cuanto estuvo de su parte la guerra civil y armando a los ciudadanos unos contra otros. Hacían esta propuesta con la intención, o de humillar a Marcio si contra su carácter deponía la altivez, o de encender más la ira contra él si usaba de su genio, que era lo que más esperaban y en lo que ciertamente no se engañaron: porque se presentó como para defenderse, y la plebe le prestó una reposaba atención; mas luego que ante unos hombres que aguardaban un lenguaje sumiso empezó, no sólo a usar de un desenfado chocante y de una acusación más chocante todavía que el desenfado, sino que aun en el tono de voz y en todo su continente dio muestras de un desahogo que no distaba mucho del desdén y del desprecio, la plebe se incomodó y se le veía que le era muy molesto aquel discurso; y de los tribunos, Sicinio, que era el más pronto y arrebatado, habiendo conferenciado brevemente con sus colegas y publicando que Marcio era condenado a muerte por los tribunos, ordenó a los prefectos que, llevándole a la roca Tarpeya, le arrojasen inmediatamente al barranco que está al pie de ella. Al ir los prefectos a echarle mano, aun a los más de los plebeyos les pareció aquello sumamente duro y mal meditado; y los patricios, levantándose y acudiendo de todas partes, pugnaban con gritería por darle socorro, y unos apartaban a empellones a los que le asían, cogiendo a Marcio en medio de ellos, y otros, levantando las manos, hacían plegarias a la muchedumbre. De nada servían los discursos ni las voces en semejante tumulto y confusión; conferenciando, por tanto, entre sí los amigos y familiares de los tribunos sobre que sería imposible, sin gran mortandad de los patricios, sacar de allí y castigar a Marcio, lograron persuadir a aquellos que desistieran de lo extraño y repugnante de aquel modo de castigo, quitándole la vida por violencia, sin ser juzgado, y antes permitieran al pueblo dar su voto. De sus resultas preguntó Sicinio a los patricios qué era lo que intentaban con sustraer a Marcio de manos de la plebe que quería castigarle. Y como aquellos le preguntasen a su vez: “¿Y qué resolución y presunción es la vuestra de conducir así a uno de los primeros ciudadanos Romanos a un castigo tan feroz e ilegal?”, “No hagáis, pues, contestó Sicinio, que esto sirva de pretexto para una disensión y sublevación contra la plebe, ya que se os concede lo que apetecéis, que es que sea juzgado: y a ti, oh Marcio, continuó, te asignamos el plazo de tres ferias para que comparezcas, y si es que no has delinquido, lo hagas manifiesto a sus conciudadanos, que con sus votos han de juzgarte.”

Por entonces contentó mucho a los patricios este desenlace, y se retiraron con Marcio sumamente gozosos. En el plazo de las tres ferias, porque hacen los Romanos sus ferias de nueve en nueve días, dándoles el nombre de núndinas, les dio esperanza de buen éxito el tener que levantar ejército contra los de Ancio, pensando que iría largo y ocuparía tiempo, con el que la plebe se haría más dócil, debilitándose el enojo concebido o borrándose del todo con la vuelta, eran frecuentes las juntas de los patricios, temerosos y solícitos por no abandonar a Marcio, ni dar otra vez a los tribunos motivo para conmover la plebe. Tenía opinión Apio Claudio de ser uno de los más opuestos a ésta, y no la desmintió en esta ocasión, diciendo que el Senado sería quien acabase con los patricios y quien disolviese la república, si daba lugar a que la plebe tuviera voto contra los patricios; pero, por el contrario, los más ancianos y más populares eran de dictamen de que la misma autoridad, en vez de más áspera y más insolente, haría a la plebe más dulce y más humana; porque para aquella, que más bien que despreciar al Senado estaba en inteligencia de ser de él tenida en poco, sería de gran honor y consuelo esta facultad de juzgar; de manera que en el acto mismo de tomar las tablas ya habrían depuesto la ira.

Echando de ver Marcio que el Senado, por amor a él y por miedo a la plebe, estaba en la mayor duda y perplejidad, preguntó a los tribunos qué era de lo que le acusaban y sobre qué crimen le llevaban a ser juzgado por el pueblo. Respondiéndole éstos que la acusación era de tiranía y le probarían que tiranizar había sido su intento, se levantó prontamente, y de ese modo dijo: “Ahora mismo voy ante el pueblo a defenderme, y no rehuso ningún modo de juicio, ni, si soy vencido, ningún género de pena, con tal que sobre esto sólo sea mi acusación y no engañéis al Senado”. Y convenidos en ello, según lo tratado, se entabló el juicio. Congregado el pueblo, ya desde luego hubo la novedad de que se obtuvo a la fuerza por los tribunos que la votación se hiciese, no por curias, sino por tribus, consiguiendo con esto que sobre los hombres acomodados, conocidos y compañeros de Marcio en el ejército, prevaleciera en sufragios una muchedumbre pobre, jornalera y poco cuidadosa del decoro. Después de esto, abandonando el juicio de tiranía, para el que no tenían pruebas, trajeron a discusión el discurso de Marcio en el Senado, cuando se opuso a la disminución del precio del trigo y se empeñó en que se quitara a la plebe el tribunado. Acusáronle también de otro nuevo crimen, que fue la distribución del botín que hizo en la comarca de Ancio, no habiéndolo aportado al erario público, sino repartido a los que militaron con él; que se dice haber producido en Marcio grande trastorno, porque de ningún modo lo esperaba; así cogido de repente, no le ocurrieron razones bastante persuasivas para hablar a la muchedumbre, y antes con hacer el elogio de los que fueron de la expedición indispuso contra sí a los que no se hallaron en ella, que eran en mucho mayor número. Finalmente, dadas las tablas a las tribus, excedieron de tres las que le condenaban, siendo la pena destierro perpetuo. Luego que esto se anunció al pueblo, salió de la plaza con un gozo y una satisfacción cual no había manifestado nunca después de haber vencido a sus enemigos. Por el contrario, del Senado se apoderó una gran pesadumbre y abatimiento, arrepintiéndose y llevando muy a mal el no haberse expuesto a todo antes que consentir que la plebe los maltratase, autorizada con tan exorbitante facultad: de manera que para distinguirlos no había entonces necesidad de atender al vestido u otras insignias, sino que al instante se echaba de ver que el que estaba contento era plebeyo, y patricio el que se mostraba incomodado.

Sólo el mismo Marcio se mostraba sereno e imperturbable en su continente, en sus pasos y en su semblante; y mientras los demás sufrían, él sólo se ostentaba impasible; no por reflexión o apacibilidad, ni porque estuviese resignado a lo que le sucedía, sino más bien agitado de ira y de impaciencia, lo cual engaña a muchos que no comprenden que aquello es otra forma de pesar. Porque cuando éste se convierte en saña, como si diera calentura, entonces se pierde el abatimiento y la inmovilidad, y el iracundo aparece esforzado, al modo que fogoso el calenturiento, como si el alma estuviese alterada, tirante y conmovida. Así es que muy luego dio muestras Marcio de esta disposición; porque entrando en su casa se despidió de su madre y su mujer, a las que encontré muy afligidas y llorosas; y exhortándolas a llevar con valor aquel trabajo, marchó sin detenerse, y se encaminó a las puertas de la ciudad. De allí, adonde le habían acompañado todos los patricios, sin tomar nada ni hacer algún encargo, se puso en camino, no llevando consigo sino tres o, cuatro de sus clientes. Por unos cuantos días estuvo en una de sus posesiones, revolviendo en su ánimo diferentes ideas, cuales el enojo se las sugería, y no pensando nunca cosa buena o conveniente, sino cómo haría a los Romanos arrepentirse, resolvió, por fin, ver el modo de suscitarles una guerra peligrosa y cercana. Encaminóse, pues, antes que a otra parte a tentar a los Volscos, sabedor de que estaban florecientes en gente y en dinero, y teniendo por cierto que con las derrotas poco antes sufridas no se había disminuido tanto su poder, como se habían aumentado su emulación y su encono.

Había en Ancio un ciudadano que, por su riqueza, por su valor y por lo ilustre de su linaje, tenía una especie de autoridad regia entre todos los Volscos, y era su nombre Tulo Aufidio. Sabía Marcio que éste le aborrecía más que a ninguno otro de los Romanos, porque muchas veces en los combates se habían hecho amenazas y provocaciones, usando de jactancias en los encuentros, como es propio de la vanagloria y la emulación entre enemigos jóvenes; y así, a la enemistad común habían añadido el odio particular del uno al otro. Mas con todo, conociendo también en Tulo cierta grandeza de ánimo, y que más que ninguno entre los Volscos deseaba hacer daño por su parte a los Romanos si daban ocasión a ello, confirmó la sentencia del que dijo: Repugnar a la ira es arduo empeño: cómprase con la vida lo que anhela. Y así, tomando un vestido y traje en el que, aunque lo vieran, no pudiera ser conocido, a la manera de Odiseo, En la ciudad se entró de hombres contrarios.

Era la hora de anochecer, y aunque tropezó con muchos, no fue conocido de nadie. Dirigióse, pues, a la casa de Tulo, y entrándose repentinamente al hogar, se sentó sin hablar palabra, y cubriéndose la cabeza, se estuvo quedo. Admiráronse los que allí se hallaban; pero ninguno se atrevió a oponérsele, porque había cierta dignidad en su continente y en su silencio; lo que sí hicieron fue referir a Tulo, que estaba cenando, lo extraorDinario de aquel paso; y éste, levantándose de la mesa, se vino para él y le preguntó quién era, y cuál el objeto de su venida. Entonces Marcio, descubriéndose y parándose un poco, “si aún no me conoces, oh Tulo- dijo-, sino que con estar viéndome todavía dudas, será preciso que yo me haga acusador de mí mismo. Soy Gayo Marcio, que he causado a los Volscos muchos daños, y llevo un nombre que no me permitiría negarlo, llamándome Coriolano, pues de todos mis trabajos y peligros no poseo otro premio que este ilustre nombre, distintivo de mi enemistad contra vosotros; esto es lo único que no se me ha quitado: de todos los demás bienes, por envidia e insolencia de la plebe, y por flojedad y abandono de los que están en los altos puestos, que son mis iguales, de una vez me he visto despojado. Me han echado a un destierro, y me he acogido a tu hogar como suplicante, no de mi inmunidad y seguridad, porque a qué había de venir aquí si temiera morir, sino en solicitud de tomar venganza, la que ya tomo en alguna manera de los que me han desechado, haciéndote dueño de mí. Por tanto, si anhelas dominar a tus enemigos, aprovéchate, oh hombre generoso, y saca partido de mis desgracias, haciendo que se convierta en dicha vuestra el infortunio de un hombre que tanto mejor peleará en vuestra defensa que contra vosotros, cuanto hacen mejor la guerra los que conocen las cosas de los enemigos que los que las ignoran. Mas si has desistido de aquel intento, ni yo quiero vivir, ni a ti te estaría bien el salvar a un hombre que te es de antiguo contrario y enemigo, y ahora inútil y de ningún provecho”. Al oír esto Tulo recibió grandísimo contento, y alargando la diestra, “levántate- le dijo-, oh Marcio, y confía: porque nos traes un gran bien entregándote a ti mismo; y espera todavía mayores cosas de los Volscos”. Dio entonces un banquete a Marcio con gran regocijo, y en los días siguientes estuvieron confiriendo juntos entre sí sobre la guerra.

En Roma la ojeriza de los patricios contra la plebe, acrecentada con la condenación de Marcio, causó grande alteración; además, los agoreros, los sacerdotes y los particulares referían muchos prodigios que debían inspirar cuidado. Cuéntase uno de ellos en esta forma: había un Tito Latino, hombre poco conocido, no de la clase jornalera, sino medianamente acomodado, libre de toda superstición y más todavía de ostentación y jactancia. Éste, pues, tuvo un sueño, en el que se le apareció Júpiter y le mandó dijese al Senado que había sido danzante poco diestro y poco agradable el que había prevenido para que fuese delante de su procesión. Cuando tuvo este ensueño, dijo que a la primera vez no hizo caso, y que cuando segunda y tercera lo despreció también, le vino la nueva de la muerte de un hijo muy apreciable, y de repente se le baldó el cuerpo sin poderse valer de él: de todo lo que, habiéndose hecho llevar en hombros, dio cuenta al Senado; y según dicen, no bien lo hubo ejecutado, cuando sintió fortalecido su cuerpo y se retiró andando por su pie. Quedáronse los senadores atónitos e hicieron grandes pesquisas sobre este suceso, que resultó haber pasado así: un amo entregó en manos de los otros a uno de sus esclavos con orden de que lo llevaran por la plaza dándole azotes y después le quitaran la vida. En pos de ellos, cuando así lo cumplían y hostigaban al esclavo, que con el dolor daba mil vueltas y hacía muchos movimientos y contorsiones poco graciosas, acertó por casualidad a ir la rogativa de Júpiter, a cuya vista muchos de los que allí se hallaron sintieron incomodidad, viendo un espectáculo tan triste y aquellas odiosas contorsiones; mas ninguno se interpuso, y sólo se contentaron con decir denuestos e imprecaciones contra el que tan ásperamente castigaba. Trataban entonces a los esclavos con mucha equidad, por trabajar a su lado, y porque viviendo juntos usaban con ellos de gran dulzura y familiaridad: así el mayor castigo de un esclavo descuidado era hacerle que, tomando el palo del carro en que se sostiene el timón, saliese así por la vecindad; porque el que sufría, y era visto de los conocidos y vecinos, quedaba para siempre desacreditado; y a este tal le decían por apodo Furcifer, porque llamaban horquilla los Romanos a lo que los Griegos apoyo o sostén.

Luego que Latino les refirió esa visión, dudando quién podría ser el poco diestro y poco grato danzante que había precedido a la rogativa de Júpiter, hicieron algunos memoria, por la extrañeza del castigo, de aquel esclavo que azotado había sido conducido por la plaza y después se le había dado muerte. En consecuencia, por dictamen uniforme de los sacerdotes, el señor del esclavo fue castigado, y de nuevo se hicieron en honor del dios la rogativa y los ruegos. En otras muchas cosas se echa de ver que Numa fue un excelente ordenador de las cosas sagradas; pero sobresale principalmente lo que estableció para hacer religiosos a los Romanos; en efecto, cuando los magistrados y sacerdotes se ocupan en las cosas divinas, precede un heraldo, que exclama en alta voz: hoc age, expresión que significa “haz esto”, prescribiendo a los sacerdotes que presten atención y no interpongan ninguna otra obra o especie de ocupación, como dando a entender que las más de las cosas humanas se hacen por una cierta necesidad, sin intención del que las hace. Por lo que toca a los sacrificios, las procesiones y los espectáculos, suelen los Romanos repetirlos, no sólo por una causa tamaña, sino por otras más pequeñas; pues con que flaquease uno de los caballos que arrastraban las llamadas tensas, o con que un auriga tomase las riendas con la mano izquierda, decretaban que de nuevo se hiciese la rogativa, y aun en tiempos posteriores se hizo hasta treinta veces el mismo sacrificio, porque siempre pareció que había habido alguna falta o se había atravesado algún estorbo; ¡tal era en estas cosas divinas la piedad de los Romanos!

Marcio y Tulo, entre tanto, trataban en Ancio reservadamente con los de mayor poder, y los exhortaban a promover la guerra, mientras los Romanos estaban en disensiones unos con otros; y cuando trabajaban en persuadirlos, porque les oponían la tregua y armisticio de dos años convenido entre los dos pueblos, los Romanos mismos le dieron ocasión y pretexto con haber hecho publicar por pregón, a causa de cierta sospecha, o más bien calumnia, que los Volscos que asistiesen a los espectáculos y juegos debieran salir de la ciudad antes de ponerse el sol. Hay quien diga que esto se hizo por amaño y dolo de Marcio, que envió a Roma quien falsamente acusase a los Volscos de tener meditado sorprender a los Romanos en sus espectáculos e incendiar la ciudad; ello es que aquel pregón a todos los enemistó más y más con los Romanos. Acalorábalos además Tulo, e instigábalos de continuo, hasta que logró persuadirles que enviasen a Roma a intimar la restitución de las tierras y las ciudades que en la guerra se habían tomado a los Volscos. Mas los Romanos, oída la embajada, se llenaron de indignación y dieron por respuesta que los Volscos serían los primeros a tomar las armas, pero los Romanos serían los últimos en deponerlas. Con esto, congregando Tulo al pueblo en junta general, luego que hubieron decretado la guerra, les aconsejó que se llamase a Marcio, no conservando memoria alguna de los males antiguos, sino teniendo por cierto que de auxiliarles haría más bien que mal les había hecho siendo enemigo.

Presentóse al llamamiento Marcio, y habiendo hablado a la muchedumbre, como no menos que por las armas se hubiese mostrado por su elocuencia hombre denodado y guerrero, y aun extraordinario en sus pensamientos y su osadía, se le confirió juntamente con Tulo el absoluto mando para aquella guerra. Mas temeroso de que el tiempo que los Volscos habían de gastar en sus preparativos, que podía ser largo, le arrebatase la oportunidad de obrar, encargó a los principales ciudadanos y a los magistrados que activasen y pusiesen en orden todas las cosas, y él persuadiendo a los más decididos a que voluntariamente les siguiesen sin alistamiento, invadió repentinamente el país de los Romanos, cuando menos lo esperaban. Así es que recogió tan inmenso botín, que los Volscos tuvieron para retener, para llevar y para consumir en el ejército, hasta cansarse. Era con todo la menor mira de aquella expedición el procurarse provisiones y el talar y devastar la comarca; el objeto principal era acrecentar la discordia entre los patricios y la plebe, para lo que, arrasando y destruyendo todo lo demás, en los campos de los patricios no permitió que se hiciera el más leve daño, ni que nadie tomara de ellos cosa alguna. Con efecto, por esta causa fue mayor la disensión y contienda entre ellos, acusando a la plebe los patricios de haber desterrado injustamente a un varón de tan grande importancia y culpando a éstos la plebe de haber llamado por encono a Marcio; a lo que añadía que después le dejarían a ella la guerra, quedándose tranquilos espectadores, por cuanto tenían a la parte de afuera por guarda de su hacienda y de sus bienes a la misma guerra. Hecho esto, con lo que Marcio inspiró a los Volscos mucho aliento y confianza, se retiró con la mayor seguridad.

Cuando estuvieron ya reunidas todas las fuerzas de los Volscos, como se hallase ser muchas, determinaron dejar una parte en las ciudades para su guarnición y con la otra marchar contra los Romanos; y en esta ocasión Marcio dio a escoger a Tulo entre los dos mandos. Pero Tulo contestó que conocía bien que Marcio no le cedía en valor, y que en fortuna le había visto ser muy favorecido en todos los hechos de armas; así, que tuviera el mando de las que habían de salir a campaña, quedándose él mismo a defender las ciudades y a facilitar a los del ejército cuanto fuera menester. Cobrando con esto Marcio nuevo ánimo, volvió en primer lugar contra la ciudad de Circeyos, colonia que era de los Romanos; mas como ésta se le entregase espontáneamente, ningún daño le hizo. Desde ella pasó a talar el país de los Latinos, esperando con esto que los Romanos vendrían a empeñar acción en defensa de los Latinos, por ser sus aliados, y porque muchas veces los habían llamado. Mas la muchedumbre había decaído de ánimo, y quedándoles a los cónsules muy poco tiempo de mando, en el que no querían exponerse, por estas causas desatendieron a los Latinos; entonces Marcio marchó contra las ciudades mismas, y sojuzgando por la fuerza a los Tolerinos, Lavicos y Pedanos, y aun a los Bolanos, que le hicieron resistencia, se apoderó, al recoger la presa, de sus personas, y distribuyó sus bienes. A los que voluntariamente se le entregaron, los protegió con esmero para que, sin quererlo él, no recibiesen daño alguno, aunque estuviera lejos con el ejército y distante del país.

En seguida, tomando por asalto a Bolas, ciudad que no distaba de Roma más de cien estadios, se hizo dueño de gran riqueza y pasó a cuchillo casi a todos cuantos podían por la edad llevar armas. De los Volscos, aun aquellos a quienes no había tocado quedarse en las ciudades no tenían paciencia, sino que se pasaban con sus armas a Marcio, diciendo que a él sólo le reconocían por general y por caudillo. Era por toda la Italia muy sonado su nombre y grande la opinión de su valor, pues que con la mudanza de una sola persona tan extraordinario cambio se había hecho en todos los negocios. En los de los Romanos, ningún concierto había, desalentados como estaban para salir a campaña y no ocupándose diariamente más que en sus altercados y en expresiones de discordia de unos a otros, hasta que les llegó la nueva de estar sitiada por los enemigos la ciudad de Lavinio, donde los Romanos tenían los templos de los Dioses patrios y que era la cuna y principio de su linaje, por haber sido la primera de que Eneas había tomado posesión. Entonces, ya una admirable y común mudanza de modo de pensar se apoderó de la plebe, y otra extraña también enteramente y fuera de razón trastornó a los patricios. Porque la plebe se decidió a abolir la condena de Marcio, y a restituirle a la ciudad, y el Senado, reunido a deliberar sobre aquella determinación, recedió de ella y la contradijo, o porque en todo se hubiese propuesto repugnar a los deseos de la plebe, o porque no quisiese que. Marcio debiera el favor de ésta su restitución, o porque ya se hubiese irritado con éste porque a todos hacía daño sin haber sido de todos ofendido, habiéndose declarado enemigo de la patria, en la que la parte principal y de más poder sabía que había tenido que padecer y había sido agraviada juntamente con él. Participada esta resolución a la muchedumbre, la plebe no tenía arbitrio para decretar alguna cosa con sus sufragios y establecerla como ley sin que precediera la autoridad del Senado.

Llegó a entenderlo Marcio, e irritado de nuevo levantó el sitio y lleno de enojo marchó contra la ciudad, poniendo sus reales en el sitio llamado las Fosas Clelias, distante de aquellos solamente cuarenta estadios. Viéronle; hízoseles temible, y causando en todos gran turbación calmó por entonces las disensiones, pues nadie, ni magistrados ni Senado, se atrevió ya a contradecir a la muchedumbre acerca de restituir a Marcio, sino que viendo correr por la ciudad a las mujeres, en los templos las plegarias y el llanto y los ruegos de los ancianos, y en todos la falta de osadía y de consejos saludables, convinieron en que la plebe había pensado sabiamente acerca de que se reconciliaran con Marcio, y el Senado había cometido grande error empezando a manifestar enojo y enemiga cuando convenía poner fin a estas pasiones. Determinaron, pues, de común acuerdo enviar a Marcio mensajeros que le ofrecieran la vuelta a la patria y le pidieran pusiese término a la guerra. Los que envió el Senado eran de los amigos de Marcio, y esperaban encontrar a su llegada la más benigna acogida en un amigo y compañero suyo; mas nada de esto hubo, sino que, llevados por medio del campamento de los enemigos, le hallaron sentado entre una gran comitiva con intolerable severidad. Teniendo, pues, a su lado a los principales de los Volscos, les dio orden de que dijesen qué era lo que tenían que pedir. Hablaron palabras moderadas y humanas, convenientes a su presente situación, y concluido que hubieron, les respondió ásperamente y con enfado por lo tocante a sí y a lo que se le había hecho sufrir; y después, como general, por lo tocante a los Volscos, les puso por condición la restitución de las ciudades y do todo el territorio que habían ocupado por la guerra y quo habían de declarar a los Volscos una igualdad absoluta de derechos, como la disfrutaban los Latinos: pues no podía haber otra reconciliación segura que la que se fundase en igualdad y justicia; concedióles para deliberar un plazo de treinta días, con lo que, despedidos los embajadores, al punto se retiró de aquella comarca.

Éste fue el primer motivo de queja que hicieron valer contra él aquellos de entre los Volscos que ya antes miraban mal y con envidia su grande autoridad, de cuyo número era Tulo, no porque en su persona hubiese sido en ninguna manera ofendido, sino por lo que es la miseria de nuestra condición; Tulo no podía sufrir ver del todo oscurecida su gloria y que ningún caso hacían ya de él los Volscos, en cuya opinión sólo Marcio lo era todo, debiendo contentarse los demás con la parte de poder y mando de que éste quisiera hacerlos participantes. De aquí tomaron origen los primeros cargos que sordamente circulaban, e incomodados murmuraban entre sí, dando a aquella retirada el nombre de traición; porque si no lo era de muros o de armas, lo era, sin embargo, de la ocasión y oportunidad, con la que estas cosas suelen o ganarse o perderse, concediendo un plazo de treinta días, más que sobrado para que pudieran sobrevenir las mayores mudanzas. Y no porque Marcio pasase ocioso ese tiempo; por el contrario, durante él hizo marchas con que desbarató y disipó a los aliados de los enemigos y les tomó siete ciudades grandes y populosas. Mas los Romanos no se atrevieron a auxiliarlos; sino que sus ánimos estaban poseídos del desaliento, y en cuanto a los peligros de la guerra se parecían a los cuerpos soñolientos y paralizados. Pasado que fue el plazo, como se presentase otra vez Marcio con todas sus fuerzas, enviáronle segunda legación, rogándole que depusiese el enojo, y, retirando a los Volscos del territorio romano, hiciera y propusiera lo que juzgase convendría más a ambos pueblos: en el concepto de que por miedo nada cederían los Romanos: mas si entendía que en alguna cosa pudiera tenerse condescendencia con los Volscos, todo se les otorgaría, deponiendo las armas. A esto contestó Marcio que nada les respondía corno general de los Volscos, pero como ciudadano que todavía era de Roma les aconsejaba y exhortaba que, moderando aquellos orgullosos pensamientos, volviesen de allí a tres días, trayendo decretado lo que se les había propuesto, pues si fuese otra la respuesta no tenían que contar con la inviolabilidad para tornar con palabras vanas a su campo.

Vueltos los embajadores, y oído por el Senado lo que traían, como en una grande tormenta y borrasca de la república, echó éste por fin el áncora sagrada; ordenó a cuantos sacerdotes había de los Dioses, o ministros y custodios de los misterios, o que poseían de tiempo antiguo la adivinación patria de los sueños, que se encaminasen a Marcio, cada uno con los ornamentos de que por ley debía usar en sus ceremonias y que le hablasen y que exhortasen a que, dando de mano a la guerra, bajo esta condición tratara después de los Volscos con sus conciudadanos. Recibiólos, sí, en el campamento, pero en nada condescendió y nada hizo o dijo en que mostrase mayor dulzura, sino que insistió en que con las condiciones propuestas admitiesen la paz o se decidieran a la guerra. Con este regreso de los sacerdotes resolvieron, por lo pronto, defender con gran fuerza los muros de la ciudad y lanzarse del mismo modo sobre los enemigos, poniendo principalmente su esperanza en el tiempo y en los caprichos de la fortuna; mas desengañáronse luego de que ningún salvamento les quedaba, por más que hiciesen; la turbación, el desaliento y las ideas más desconsoladas se apoderaron ya de la ciudad, hasta que tuvo lugar un suceso muy parecido a aquellos de que frecuentemente habla Homero, aunque no satisfaga a la mayor parte: porque diciéndose éste y exclamando en las grandes y extraordinarias ocasiones La garza Palas púsole en las mientes y también: Cambióle un inmortal el pensamiento; el que en un solo acalorado pecho del pueblo puso la gloriosa suerte; y en otra parte: O por sí lo pensó, o es que algún numen le sugirió la provechosa idea; le vituperan como que con cosas imposibles y con increíbles patrañas trata de quitar al juicio de cada uno el mérito de la determinación propia; cuando Homero no hace semejante cosa, sino que los sucesos ordinarios y comunes que se gobiernan con razón los pone a cuenta de lo que está en nuestro poder; así que dice muchas veces: Yo lo determiné con grande aliento; y asimismo: Apenas dijo, congojóse Aquiles y revolvió tan inquietante pena una vez y otra en su alentado pecho y en otra parte: Mas mover no logró a Belerefonte, guerrero cauto que con grande acierto los más prudentes medios discurría; y en las ocasiones imprevistas y arriesgadas que piden cierto ímpetu y entusiasmo no pinta al numen como que nos arrebata, sino como que mueve y dirige nuestra determinación; ni como que produce por sí los conatos y esfuerzos sino ciertas apariencias ocasionales de ellos; con las cuales no hace la acción involuntaria, sino que da un principio a lo voluntario con infundir aliento y esperanza; pues tina de dos: o hemos de desechar enteramente el auxilio divino de todas las acciones que llamamos y son nuestras, o si no ¿de qué otro modo auxiliarán los dioses a los hombres y cooperarán con ellos? No ciertamente amoldando nuestro cuerpo, ni aplicando ellos mismos nuestras manos y nuestros pies, sino despertando con ciertos principios, con ciertas apariencias e inspiraciones la parte activa y electiva de nuestra alma, o, al contrario, desviándola o conteniéndola.

En Roma, a la sazón, las mujeres hacían sus plegarias, unas en unos templos, y otras en otros; pero las más y las de mayor lustre ante el ara de Júpiter Capitolino. Entre éstas había una hermana del gran Poblícola, que tan señalados servicios hizo a Roma en guerra y en paz, llamada Valeria. Poblícola había muerto antes, como lo referimos al escribir sus hechos, y Valeria tuvo en la ciudad grande honra y reputación, porque en su conducta no desdecía de su linaje. Sintiendo, pues, repentinamente un afecto de los que he dicho, acertando no sin inspiración divina en lo que era conveniente, levantóse de pronto, y haciendo levantar a todas las demás, se encaminó a casa de Volumnia, madre de Marcio. Entra, hállala sentada con la nuera y teniendo a los hijos de Marcio en su regazo: hácese cercar de las demás matronas y “nosotras- dice- ¡oh Volumnia!, y tú ¡oh Vergilia!, venimos unas mujeres en busca de otras mujeres, no por decreto del Senado ni por mandamiento del cónsul, sino que habiendo Júpiter, a lo que parece, oído compasivo nuestros ruegos, nos infundió este impulso de venir acá en vuestra busca a proponeros para nosotras y para los demás ciudadanos el remedio y la salud, y para vosotras, si os dejáis mover, una gloria más brillante todavía que la que alcanzaron las hijas de los Sabinos con haber traído de la guerra a la amistad y la paz a sus padres y a sus esposos. Ea, venid con nosotras donde está Marcio; emplead vuestros ruegos y dad a la patria el verdadero y justo testimonio de que, con haber sido tan maltratada, ningún daño os ha hecho, ni ninguna determinación ha tomado contra vosotras en su enojo, sino que os entrega en sus manos, aun cuando no haya de recabar ninguna condición equitativa”. Dicho esto por Valeria, aplaudieron las demás matronas, y contestó Volumnia: “En los comunes males ¡oh matronas! nos toca a nosotras la parte que a todos, y en particular tenemos la desgracia de haber perdido la gloria y la virtud de Marcio, considerando su persona defendida bajo las armas de los enemigos, pero no salva. Mas con todo, nuestro mayor desconsuelo es que las cosas de la patria hayan venido a tan triste estado que haya tenido que poner en nosotras su esperanza; pues no sé si mi hijo hará algún caso de nosotras, o si no lo hará tampoco de la patria, que él anteponía a la madre, a la mujer y a los hijos. Con todo, valeos de nosotras y conducidnos a su presencia, a lo menos, cuando no sea otra cosa, para poder morir intercediendo por la patria”.

Dicho esto, haciendo levantarse a Vergilia con los hijos y las damas matronas, se encamina hacia el campamento de los Volscos, siendo aquel un lastimoso espectáculo, que a los mismos enemigos les causó confusión e impuso silencio. Hallábase casualmente Marcio sentado en el tribunal, con los demás caudillos, y luego que vio venir a aquellas mujeres se quedó suspenso; mas habiendo conocido a su esposa, que venía la primera, determinó en su ánimo mantenerse obstinado e inexorable en su anterior propósito; pero vencido al fin de sus afectos y trastornado con semejante vista, no pudo aguantar que le cogieran sentado, sino que bajando más que de paso, y saliendo a recibirlas, primero y por largo tiempo saludó a la madre y después a la mujer y a los hijos, no conteniéndose en el llanto ni en las caricias, sino más bien dejándose como de un torrente arrastrar de sus afectos.

Cuando ya se hubo desahogado cumplidamente, como advirtiese que su madre iba a dirigirle la palabra, llamando la atención de los Volscos más principales, prestó oídos a Volumnia, que habló de esta manera: “Puedes echar de ver ¡oh hijo!, aun cuando nosotras no lo digamos, coligiéndolo del vestido y de los semblantes, a qué punto de retiro y soledad nos ha traído tu destierro; reflexiona después cómo somos entre todas las mujeres las más desventuradas, puesto que nuestra mala suerte ha hecho que el encuentro, para otras más delicioso, sea para nosotras el más terrible; para mí viendo a un hijo, y para ésta viendo a un marido que amenaza con destrucción a los muros de la patria; y que lo que es para los demás un consuelo en todos sus infortunios y desgracias, que es el orar a los Dioses, sea para nosotras objeto de mucha duda; porque no nos es posible pedir a un mismo tiempo que la patria venza y que tú quedes salvo, sino que nuestros votos se han de parecer a lo que por maldición pudiera desearnos nuestro mayor enemigo; forzoso es que o de la patria o de ti vengan a quedar privados tu mujer y tus hijos. Por lo que a mí toca, la desventura que haya de traer esta guerra no me cogerá viva; pues si no pudiere persuadirte a que, restableciendo la amistad y la concordia, seas antes el bienhechor de ambos pueblos que la ruina de uno de ellos, ten entendido y está preparado a que no podrás acercarte a combatir la patria sin que primero pases por encima del cadáver de la que te dio el ser; puesto que no debo aguardar aquel día en el que vea que, o triunfan de mi hijo los ciudadanos, o él triunfa de la patria. Y si yo te propusiera que salvaras a ésta con ruina de los Volscos, la prueba sería para ti, oh hijo mío, ardua y difícil, porque el destruir a tus conciudadanos no es honroso, y el, hacer traición a los que de ti se han confiado es injusticia; más ahora la paz que te pedimos es saludable a todos, y más honesta y gloriosa todavía para los Volscos, pues apareciendo superiores, se entenderá que son los que conceden tan grandes bienes, no entrando ellos menos por eso a participar de la paz y de la amistad, de las cuales serás tú el principal autor si se consiguen; y si no se consiguieron, a ti solo te echarán la culpa unos y otros. Y, en fin, siendo la guerra incierta, esto hay de cierto desde luego: que si vences, te está preparado el ser la abominación de tu patria, y si eres vencido, has de tener la opinión de que por sus resentimientos has hecho venir sobre tus amigos y bienhechores las mayores calamidades”.

Escuchó Marcio este razonamiento de Volumnia sin responder cosa alguna; y como aun después de haber concluido se mantuviese en silencio por bastante rato: “¿Por qué callas, hijo?- continuó diciendo- ¿Será cosa honesta concederlo todo al enojo y a la venganza y no lo será hacer merced a una madre que tan racionalmente pide? ¿O le está bien al hombre grande conservar la memoria de los malos que ha sufrido, y el honrar y reverenciar los beneficios que los hijos reciben de las madres no será propio de un hombre grande y esforzado? Y en verdad que el mostrar reconocimiento, a nadie le estaría mejor que a ti, que tan ásperamente te declaras contra la ingratitud, pues de la patria bien costosa satisfacción tienes tomada: mas a tu madre no hay cosa en que la hayas atendido, cuando nada debía ser tan sagrado como el que yo alcanzara de ti sin premio las cosas tan honestas y justas que te pido; mas, pues que no acierto a moverte, ¿por qué no acudo a la última esperanza?” Y diciendo estas palabras se arroja a sus pies, juntamente con la mujer y los hijos. Entonces Marcio exclama: “¡En qué punto me habéis contenido, oh madre!” Y alzándola del suelo y apretándole fuertemente la mano: “Venciste- le dice-, alcanzando una victoria tan feliz para la patria como desventajosa para mí, que me retiro vencido de ti sola”. Dicho esto, habló aparte por breve tiempo con la madre y la mujer, y a su ruego las volvió a mandar a Roma. Pasada la noche, se retiró con los Volscos, que no todos pensaban de él o le miraban de una misma manera; pues unos estaban mal con él mismo y con esta acción, y otros ni con lo uno ni con lo otro, teniendo más dispuesto su ánimo a la concordia y a la paz. Algunos había que, a pesar de estar disgustados con lo ocurrido, no culpaban con todo a Marcio, sino que le creían excusable, por cuanto había sido combatido de afectos tan poderosos. Mas nadie le contradijo, sino que todos le siguieron, más arrastrados de su virtud que de su autoridad.

El pueblo romano, cuanto fue el miedo y el peligro mientras le amenazó la guerra, otro tanto sintió de regocijo cuando la vio disipada. Apenas los que estaban en la muralla vieron retirarse a los Volscos, abrieron todos los templos, llevando coronas como en una victoria, y disponiendo sacrificios. Señalábase principalmente la alegría de la ciudad en los honores y obsequios de las mujeres, del Senado y de la muchedumbre, que reconocían y profesaban haber sido éstas la causa cierta de su salud. Decretó, pues, el Senado que lo que en ellas mismas propusieran en reconocimiento y gloria suya, aquello ejecutaran las autoridades: mas ninguna otra cosa pidieron, sino que se construyera un templo a la Fortuna Femenil, haciendo ellas el gasto, y no poniendo la ciudad más que lo relativo a las víctimas y culto que convinieran a los Dioses. El Senado, aunque aplaudió su celo, labró el templo y la efigie a expensas del público; pero no por eso dejaron aquellas de recoger dinero, e hicieron otra segunda estatua, de la que refieren los Romanos que, colocada en el templo, articuló éstas o semejantes palabras: “Con piadosa determinación me dedicasteis vosotras las mujeres”.

Corre la fábula de que por dos veces se oyó esta voz, queriéndonos hacer creer cosas tan monstruosas y difíciles; pues aunque no es imposible parezca a la vista que las estatuas sudan y derraman lágrimas, supuesto que las maderas y las piedras a veces contraen cierta suciedad que despide humor, y además descubren colores y reciben tinturas del mismo ambiente, con las que puede muy bien indicársenos algún prodigio, y aunque es también posible que las estatuas hagan cierto ruido semejante al rechinamiento o al suspiro, proviniendo aquel de una fuerte rotura o despegamiento interior de las partes; con todo, es enteramente incomprensible que en una cosa sin vida se forme voz articulada y una habla tan cierta, tan determinada y tan distinta: cuando ni al alma ni al mismo Dios es dado articular y hablar sin un cuerpo orgánico y dotado de las partes apropiadas al efecto. Así, cuando la historia nos estrecha con muchos y fidedignos testigos, es que se ha ejecutado en la parte imaginativa del alma una cosa semejante a la sensación, y que se tiene por tal, al modo que en el sueño nos parece oír lo que no oímos y ver lo que no vemos; sino que a los supersticiosamente piadosos y religiosos para con los dioses, y que no se atreven a desechar o repugnar nada de tales historias, lo maravilloso mismo les es de gran peso para creer, y la idea que tienen del poder divino, muy superior al nuestro. Porque en nada se mide con la condición humana ni en la naturaleza, ni en la inteligencia, ni en la fuerza, ni debe tenerse por extraño que haga lo que a nosotros nos es negado hacer, o que dé cima a empresas que nosotros no podemos realizar; sino que aventajándonos en todo, en las obras es en lo que menos se nos ha de semejar y en lo que menos hemos de poder serle comparados. Mas, como decía Heráclito, en las cosas divinas la desconfianza es la que más nos estorba el conocerlas.

En cuanto a Marcio, no bien hubo dado a Ancio la vuelta, cuando Tulo, que por miedo le aborrecía y no le podía sufrir, se propuso quitarle prontamente del medio, porque si ahora escapaba, no volvería otra vez a dar asidero. Concitó y sublevó contra él a otros muchos y le intimó que diera cuentas a los Volscos, deponiendo el mando. Mas aquel, temiendo quedarse de particular bajo la autoridad de Tulo, que siempre conservaba gran poder entre sus conciudadanos, respondió que entregaría el mando a los Volscos si se lo ordenasen, y las cuentas las presentaría a cuantos de éstos quisieran pedirlas. Congregóse, pues, el pueblo, y los agitadores, que se tenían prevenidos, andaban acalorando a la muchedumbre; mas como luego que Marcio se puso en pie hubiesen por respeto cedido los alborotadores, dándole lugar para hablar con tranquilidad, y se viese bien a las claras que los principales entre los Anciates, contentos con la paz, iban a oírle con benignidad y a juzgarle en justicia, Tulo comprendió que iba a ser vencido si aquel se defendía. Porque era hombre que sobresalía en el don de la palabra, y sus anteriores servicios pesaban más que la querella presente, siendo esta misma la mayor prueba de cuánto era lo que se le debía; porque no hubiera llegado el caso de tenerse por agraviados en que no hubiese tomado a Roma teniéndola en la mano, si no se debiera al mismo Marcio el haber estado tan cerca de tomarla. No juzgaron, por tanto, conveniente el detenerse y contar con la muchedumbre, sino que, alzando gritería los más determinados de los conspiradores, diciendo que no había para que escuchar o atender a un traidor que los tiranizaba y que se obstinaba en no dejar el mando, se arrojaron en gran número sobre él y le acabaron, sin que ninguno de los presentes le socorriese. Mas que esto se ejecutó contra el voto de la mayor parte, lo manifestaron bien pronto, concurriendo de las ciudades a recoger el cuerpo y darle sepultura, adornando con armas y despojos su sepulcro por prez de su valor y de la dignidad de general. Sabida por los Romanos su muerte, ninguna demostración hicieron ni de honor ni de enojo con él; solamente a petición de las matronas les concedieron que le hicieran duelo por diez meses, como era costumbre hiciese duelo cada uno en la muerte del padre, del hijo o del hermano: éste era el término del luto más largo, señalado y prescrito por Numa Pompilio, como en la relación de su vida lo manifestamos. Entre los Volscos muy luego el estado de sus cosas hizo ver la falta que Marcio les hacía: porque primero indisponiéndose por el mando con los Ecuos, sus aliados y amigos, llegó a haber entre ellos heridas y muertes; vencidos después en batalla por los Romanos, en la que murió Tulo, y perdieron lo más florido de sus tropas, tuvieron que someterse con condiciones vergonzosas, prestándose a hacer lo que se les ordenase.