Vidas paralelas: Bruto

Dión
Vidas paralelas
de Plutarco
Bruto


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El progenitor de Marco Bruto era Junio Bruto, cuya estatua de bronce pusieron los antiguos Romanos en el Capitolio, en medio de las de los reyes, con espada desenvainada, para dar a entender que fue quien tuvo el valor de arrojar de Roma a los Tarquinios. Mas aquel, teniendo un carácter áspero y que no había sido suavizado por la doctrina, sino que se conservaba con el temple del más duro acero, llevó la ira contra los tiranos hasta dar muerte a sus propios hijos; en cambio, éste cuya vida escribimos, templando sus costumbres con la educación y la elocuencia por medio del estudio de la filosofía, y despertando con el manejo de los negocios su índole firme, aunque benigna, parece que se dispuso y preparó con mayor cuidado al ejercicio de la virtud, de manera que aun los que no le miraban bien por la conjuración contra César, lo que hubo de generoso y noble en esta acción lo atribuían a Bruto, y lo que ésta tuvo de atroz y repugnante lo echaban sobre Casio, que, aunque era deudo y amigo de Bruto, no era en sus costumbres igualmente sencillo y puro. El linaje de su madre, Servilia, subía a Servilio Ahala, que, aspirando Espurio Melio a la tiranía y moviendo con esta mira sedición en el pueblo, tomó un puñal bajo la ropa y, bajando a la plaza, se puso al lado de Melio, como si tuviera que tratar con él algún negocio, y al inclinarse éste para oírle le hirió y mató. En este punto no hay disputa; en cuanto al linaje paterno, los que por muerte de César mostraron enemiga y encono contra Bruto dicen que no sube al que expulsó a los Tarquinios, porque no le quedó sucesión después de haber dado muerte a los hijos, sino que éste era plebeyo, descendiente de un mayordomo de Bruto, y que hacía poco habían aspirado a las magistraturas; pero el filósofo Posidonio dice que, aunque fue cierto murieron los dos hijos de Bruto, quedó otro tercero todavía muy niño, de quien aquel linaje provenía, y que en algunos varones señalados de la misma familia, a quienes había conocido, se echaba de ver que su semblante tenía cierta semejanza con el que la estatua representa. Mas en este punto baste lo dicho.

De la madre de Bruto, Servilla, era hermano Catón el filósofo, a quien sobre todos se propuso imitar Bruto, siendo su tío, y después su suegro. De los filósofos griegos, para decir la verdad, ninguna secta le era nueva o extraña, aunque más particularmente se había dedicado a las de los discípulos de Platón, y no siendo muy adicto a la Academia llamada nueva o media, estaba decidido por la antigua. Miró siempre con admiración a Antíoco Escalonita, e hizo su amigo y comensal al hermano de éste, Aristón, varón inferior a muchos filósofos en la elocuencia y erudición, pero en su probidad y modestia comparable a los primeros. Por lo que hace a Émpilo, de quien él mismo y sus amigos hacen mención en sus cartas, tratándole igualmente de su comensal, era orador y dejó una relación pequeña, pero no despreciable, de la muerte de César, la que se intitulaba Bruto. Ejercitóse éste en latín lo bastante para las arengas y para las contiendas del foro, y en griego se descubre por algunas de sus cartas que se dedicó a imitar la concisión sentenciosa de los Espartanos, como cuando escribió a los de Pérgamo, hallándose ya en la guerra: “Oigo que habéis dado dinero a Dolabela: si lo habéis dado por vuestra voluntad, reconoced que habéis hecho mal, y si ha sido por fuerza, hacédmelo ver con darme a mí voluntariamente”. Otra vez a los de Samo: “Vuestros consejos celebrados con negligencia. Y vuestros auxilios tardíos, ¿qué fin pensáis que tendrán?” En otra carta acerca de los de Pátara: “Los Jantios, por haber despreciado mis beneficios hicieron de su patria el sepulcro de su simpleza; y los Patareos, que se pusieron confiados en mis manos para todo, gozan de su libertad; está, pues, en vuestro arbitrio el optar entre el juicio de los Patareos y la suerte de los Jantios”. Éste es el estilo, de sus cartas.

Siendo todavía joven, hizo viaje a Chipre con Catón, su tío, enviado contra Tolomeo. Como éste se hubiese quitado a sí mismo la vida teniendo Catón necesidad de detenerse en Rodas, le había sido preciso mandar a Canidio, uno de sus amigos, para la custodia de aquellos grandes intereses: y temiendo que éste podía no preservarse puro de ocultación, escribió a Bruto que se dirigiera sin dilación a Chipre desde Panfilia, porque se hallaba allí convaleciendo de una enfermedad. Embarcóse, pues, aunque muy a su pesar, ya por sentir ajada la opinión de Canidio, maltratado con esta desconfianza de Catón, y ya también porque todo aquel cuidado y escrupulosa diligencia, siendo todavía joven y dado a sus estudios, no lo miraba como muy liberal ni como muy propio de su persona. Con todo, se venció en esto a sí mismo hasta merecer los elogios de Catón, y habiendo reducido a dinero toda aquella riqueza, encargándose de la mayor parte de los caudales, se embarcó para Roma.

Cuando ya la república estuvo dividida en dos parcialidades, habiendo tomado las armas Pompeyo y César, y el gobierno se puso en desorden, parecía cosa cierta que Bruto seguiría el partido de César, porque su padre había sido muerto poco antes por Pompeyo; pero, anteponiendo el interés común a los personales y propios, como juzgase que la causa de Pompeyo para la guerra era más justa que la de César, abrazó la de aquel; y eso que antes, cuando se encontraba con Pompeyo, ni siquiera lo saludaba, teniendo por grande abominación dar la palabra al matador de su padre; entonces, no obstante, se puso a sus órdenes, mirándole como caudillo de la patria, y pasó a Sicilia en calidad de legado de Sestio, a quien había cabido en suerte aquella provincia. Mas viendo que nada señalado podía hacerse allí, y que ya estaban al frente uno de otro Pompeyo y César para disputarse el mando de la república, partió para la Macedonia, deseoso de tener parte en la contienda; dícese que, contento y maravillado Pompeyo, cuando fue a presentársele se levantó de su asiento y le abrazó como a persona muy distinguida y aventajada en presencia de todos. En el ejército, las horas que no estaba al lado de Pompeyo las empleaba en escribir y en los libros, no sólo en el tiempo anterior, sino cuando ya se iba a dar la batalla de Farsalo. Era el rigor del verano y hacía un excesivo calor, estando acampados en un país pantanoso, y como no llegasen con tiempo los que le traían la tienda, fatigado con este incidente, apenas a mediodía pudo ungirse y comer un bocado, y mientras los demás dormían o tenían la atención puesta en lo que iba a suceder, él se detuvo escribiendo hasta la tarde, ocupado en ordenar un compendio de Polibio.

Dícese que César no dejó de tener cuidado de Bruto, sino que en la batalla previno a los jefes que tenía cerca de sí que no le matasen, y antes le guardasen consideración, llevándole a su presencia si voluntariamente se prestaba a ello; pero que si hacía resistencia lo dejaran y no lo violentasen, y que esto lo hacía en obsequio de la madre de Bruto, Servilla, porque siendo joven había tratado a ésta, que se mostraba muy prendada de él, y habiendo nacido Bruto en el tiempo en que estos amores se hallaban en su mayor fuerza, estaba creído que había nacido de él. Refiérese asimismo que cuando en el Senado se estaba tratando de aquella terrible conjuración de Catilina, que estuvo a punto de arruinar la república, contendían entre sí Catón y César, siendo de distinto dictamen. En esto le entraron a César un billete que se puso a leer para sí, clamando Catón que César ejecutaba una acción muy reparable en recibir avisos y billetes de los enemigos; y como muchos se mostrasen también inquietos, entregó César el billete a Catón, el cual, luego que vio ser un billete amoroso de su hermana Servilia, se lo tiró a César, diciéndole: “Toma, borracho”; y volvió a continuar su discurso; ¡tan sabidos y públicos eran los amores de Servilla con César!

Padecida aquella gran derrota, Pompeyo se retiró por mar y, cercado el campamento, Bruto pudo anticiparse a salir por una puerta, dirigiéndose a un sitio pantanoso, inundado de agua y poblado de cañas, del que marchó aquella noche llegando sin tropiezo a Larisa: y habiendo escrito desde allí César celebró saber que se había salvado, y mandándole que fuese a su campo, no sólo le dio por quito de toda culpa, sino que le mantuvo a su lado honrándole como al que más. Nadie sabía decirle el camino que había tomado Pompeyo, con lo que César estaba en la mayor incertidumbre: pero marchando solo con Bruto procuró explorar su ánimo, y habiendo juzgado, por ciertas expresiones que Bruto había conjeturado acertadamente, acerca de la fuga de Pompeyo, abandonando toda otra ruta se dirigió al Egipto. A Pompeyo, pues, retirado a este reino, conforme Bruto lo había pensado, allí le alcanzó su hado: mas éste templó también la ira, de César respecto de Casio. Tomando por su cuenta defender en Nicea al rey Devótaro, quedó vencido por lo grave de los cargos: pero rogando y suplicando por él, le salvó gran parte de su reino. Refiérese que César la primera vez que oyó hablar en público a Bruto prorrumpió en esta expresión: “Este joven no sé qué es lo que quiere: pero todo lo que quiere lo quiere, con vehemencia”: y es que su misma entereza e inflexibilidad para no pedir nada por favor, sino obrando en virtud de raciocinio y de una premeditada resolución, cuando ya se determinaba, le hacía emplear medios seguros y efectivos. Para las peticiones injustas era inaccesible a la lisonja: y teniendo por indigno de un hombre grande el dejarse vencer de los que son desvergonzadamente inoportunos, a lo que algunos llaman vergüenza, solía decir que los que no saben negar nada le parecía que no podían haber hecho buen uso de la flor de su juventud. Al marchar César al África contra Catón y Escipión, encomendó a Bruto la Galia cisalpina, por buena dicha de esta provincia, porque tratando los encargados de otras a sus habitantes como cautivos, para éstos era Bruto descanso y consuelo aun de los males antes sufridos, de todo lo que hacía que el engrandecimiento fuese para César de tal manera, que cuando después de su vuelta recorría la Italia, le fueron un espectáculo muy agradable las ciudades sujetas a Bruto, y Bruto mismo, que había aumentado su gloria y le recibía también con reconocimiento.

Eran varias las preturas, y no se dudaba que la de mayor dignidad, llamada pretura urbana, sería de Bruto o Casio. Dicen algunos que ya por otras causas estaban desacordados entre sí, sin que esto hubiese salido al público, y que con este motivo creció la discordia, sin embargo del deudo que tenían, porque Casio estaba casado con Junia, hermana de Bruto: pero otros aseguran que esta contienda fue obra de César, que reservadamente daba esperanzas a entrambos, hasta que, excitados y acalorados uno y otro, se mostraron competidores, contendiendo Bruto con su buena opinión y con su virtud contra las muchas y brillantes hazañas de Casio en la guerra de los Partos. Enterado César de la pretensión, y consultando sobre ella con sus amigos, dijo: “Las alegaciones de Casio son más justas, pero a Bruto se ha de dar la primera”. Nombrado, pues Casio para la segunda, no tuvo tanto agradecimiento por la que se le dio como enojo y encono por aquella en que fue vencido y Bruto, en general, participaba del poder de César a medida de su voluntad, pues si hubiera querido, estaba en su mano el ser el primero de los amigos de éste y el de mayor influjo; pero le retrajo y apartó el deudo y amistad con Casio, no porque se hubiese reconciliado con él desde aquella competencia, sino porque daba oídos a sus amigos, que le prevenían no se dejase seducir y ablandar por César, y antes huyera los agasajos y obsequios de un tirano que los prodigaba, no por hacer honor a su valor, sino para debilitar su firmeza y enervar su aliento.

No dejaba César de tener algunas sospechas, ni carecía del todo de antecedentes contra él; sólo que, si por una parte temía su carácter firme, su opinión y sus amigos, por otra confiaba en sus costumbres. Y, en primer lugar, denunciándosele que Antonio y Dolabela intentaban novedades, dijo que no le daban cuidado aquellos obesos y bien mantenidos, sino los otros descoloridos y flacos, aludiendo a Bruto y Casio. Acusando después ante él algunos a Bruto, y previniéndole que, se guardara de él, se tocó el cuerpo con la mano y dijo: “Pues qué, ¿os parece que Bruto no ha de esperar esta carne?”; queriendo dar a entender que después de él a nadie correspondía como a Bruto tener un poder igual al suyo; y en verdad que habría llegado a ser el primero sin disputa contento con ser por algún tiempo el segundo, hubiera dejado que decayera su poder y se marchitara la gloria de sus triunfos. Mas Casio, hombre iracundo y que más bien era personalmente enemigo de César que por la república enemigo del tirano, le acaloró e inflamó; dícese que Bruto llevaba a mal aquel imperio, y Casio aborrecía al emperador. Entre las varias quejas que contra él tenía, era una el haberle quitado unos leones que había prevenido para sus juegos edilicios, y que César se apropió habiéndolos ocupado en Mégara cuando aquella ciudad fue tomada por Caleno. Estas fieras se dice que fueron una gran calamidad para los Megarenses, porque cuando ya la ciudad era entrada, abrieron las puertas y cerrojos y desataron las cadenas para que aquellos leones detuvieran a los enemigos; pero las fieras se volvieron contra ellos mismos y, como corriesen sin armas, los despedazaron; de manera que aun para los enemigos fue aquel un espectáculo terrible.

Respecto de Casio, ésta dicen que fue la principal causa para conjurar contra César; en lo que no tienen razón, porque desde el principio había en la masa de la sangre de Casio un odio y rencor ingénitos contra toda casta de tiranos, como lo manifestó siendo todavía niño yendo a la misma escuela con Fausto, el hijo de Sila, pues como éste le hablase con jactancia entre los demás muchachos, celebrando la monarquía de su padre, levantándose Casio, le dio de bofetadas. Querían los tutores y parientes de Fausto reclamar sobre este hecho y perseguirlo en justicia, pero se opuso Pompeyo, y haciendo comparecer a los dos niños, se informó de lo sucedido, y se refiere que allí mismo dijo Casio: “Mira, Fausto, atrévete a proferir aquí aquella expresión con que me irritaste, para que otra vez te vuelva a bañar los dientes en sangre”. ¡Éste era el temple de Casio! En cuanto a Bruto, eran muchas las expresiones de sus amigos, y muchos los dichos y escritos de los ciudadanos con que le provocaban y excitaban a la empresa. Porque en la estatua de su progenitor Bruto, el que destruyó la autoridad real, escribían: “¡Así existieras ahora, Bruto!” y “¡Ojalá vivieras, Bruto!”, y el tribunal del mismo Bruto, que era a la sazón pretor, se encontraba por las mañanas lleno de escritos que decían: “Bruto, ¿duermes? En verdad que tú no eres Bruto”, La causa de todo esto eran los aduladores de César, que inventaban en su obsequio honores propios para concitar envidia, y ponían por la noche diademas a sus estatuas con el fin de mover a la muchedumbre y apellidarle rey en lugar de dictador; y resultó lo contrario, como con la mayor puntualidad lo hemos escrito en la vida de César.

Habiendo Casio hablado a sus amigos, todos se mostraban prontos si Bruto se ponía al frente, porque la empresa no necesitaba tanto de manos y de arrojo como de la opinión de un hombre tal cual era Bruto para que la diera valor y la hiciera parecer justa con sólo el hecho de concurrir a ella; cuando, de lo contrario, en la ejecución estarían más desanimados, y después de ésta se hallarían más expuestos a ser perseguidos, porque se creía que Bruto no se habría negado a aquel hecho en caso de tener una causa honesta. Habiéndole hecho fuerza estas reflexiones, se fue a ver a Bruto por primera vez después de la diferencia que hemos referido, y habiéndose reconciliado y saludado afablemente, le preguntó si para el día primero de marzo tenía resuelto concurrir al Senado, porque había llegado a entender que los amigos de César se disponían a hacer proposición entonces acerca del reinado de éste. Respondióle Bruto que no concurriría, y replicándole a esto Casio: “¿Y si nos llamasen?”, entonces dijo Bruto: “No seré yo el que calle, sino que emplearé las manos y pereceré antes que la libertad”. Alentado con esto Casio, “¿Qué romano mirará tranquilo- le dijo- que tú perezcas? ¿Es posible, Bruto, que así te desconozcas? ¿Te parece que son los tejedores o los taberneros los que arrojan en tu tribunal aquellos escritos, y no los primeros y más aventajados ciudadanos? Los cuales, si de los otros pretores esperan donativos, espectáculos y gladiadores, de ti reclaman como una deuda hereditaria la ruina de la tiranía, dispuestos a todo por ti si te muestras cual esperan y cual es la opinión que de ti tienen”. Abrazó con esto a Bruto, y despidiéndose de él, se fueron cada uno en busca de sus amigos.

Había entre los amigos de Pompeyo un tal Quinto Ligario, a quien César había absuelto de la causa contra él intentada con este motivo. No estando agradecido por la absolución que consiguió, sino resentido siempre por el origen que la acusación tuvo, era enemigo de César, y uno de los más íntimos amigos de Bruto; y habiendo ido éste a verle con ocasión de hallarse enfermo, “¡Oh Ligario- le dijo-, en qué ocasión estás malo!”, y él, levantándose al punto apoyado en el codo, y tomándole la diestra: “Si tienes ¡oh Bruto!- le dijo- algún pensamiento que sea digno de ti, en este caso estoy bueno”.

En consecuencia de esto iban tanteando con cuidado a aquellos de sus conocidos que les inspiraban mayor confianza, comunicándoles el secreto y asociándolos a la empresa, para lo que hacían elección, no precisamente de los más amigos, sino de los que sabían que eran más resueltos, teniendo al mismo tiempo opinión de virtud y de que miraban con desprecio la muerte. Por esta causa se guardaron de Cicerón, que en cuanto a fidelidad y en cuanto a afecto era el primero para todos ellos, no fuera que, faltándole por carácter la osadía y habiendo adquirido antes de tiempo la circunspección y cautela de los viejos, que le hacía proceder en todo con la mayor cuenta, aspirando a una absoluta seguridad, embotara los filos de su resolución en un negocio que lo que requería era presteza. Entre otros de sus amigos también dejó Bruto a un lado a Estatilio el epicúreo y a Favonio, el admirador de Catón, porque habiéndoles hecho alguna remota indicación, y aun ésta por rodeos, en la conversación familiar y tratando asuntos de filosofía, Favonio le respondió que la guerra civil era peor que una monarquía ilegítima, y Estatilio le expresó que al hombre sabio y de juicio no le estaba bien ni le incumbía exponerse a nada, ni perder su quietud por los necios y malos. Hallábase presente Labeón, y contradijo a uno y a otro, y Bruto, haciendo como que tenía la cuestión por difícil y de no expedita resolución, calló por entonces, pero luego participó a Labeón el proyecto. Entró en él con calor, y después les pareció conveniente solicitar y atraer al otro Bruto, llamado por sobrenombre Albino, pues aunque de suyo no era esforzado ni de grande ánimo, contaba con el apoyo de un gran número de gladiadores que estaba manteniendo para darlos en espectáculo a los romanos, y gozaba, además, de la confianza de César. Habiéndole hablado primero Casio y Labeón, nada les respondió; pero yendo él en seguida a buscar a Bruto, enterado de que éste estaba al frente de la empresa, se ofrecía a concurrir a ella con la más pronta voluntad, habiendo sido la reputación de Bruto la que atrajo a los más y a los de mayor crédito y opinión de virtud: y sin embargo de que nada juraron, de que se dieron seguridades de unos a otros, ni intervino ningún sacrificio, de tal manera guardaron el secreto en su pecho, lo callaron y reservaron, que se hizo increíble su designio, a pesar de que los agüeros, los prodigios y las víctimas de los dioses lo estaban anunciando.

Veía Bruto que pendía de él lo más excelente de Roma en saber, en linaje y en virtud, y se le representaba todo el peligro; mas con todo, fuera de casa procuraba encerrar dentro de sí mismo su cuidado y componer su semblante. Dentro de ella y por la noche ya no era lo mismo, sino que de una parte la grandeza del cuidado le descubría contra su voluntad durante el sueño, y de otra, embebido en la idea y agitado en dudas, no podía ocultar a su mujer, compañera de su lecho, que traía una inquietud desacostumbrada, y que revolvía en su ánimo algún proyecto peligroso y difícil. Era Porcia hija, como hemos dicho, de Catón, y se casó con ella Bruto, su primo, no de doncella, sino de viuda, cuando todavía era jovencita, muerto su primer marido, habiéndole quedado de éste un niño de corta edad llamado Bíbulo, del cual se conserva todavía hoy un librito con el título de Cosas memorables de Bruto. Siendo Porcia mujer dada a la filosofía, amante de su marido y llena de prudencia y, cordura, no se resolvió a preguntar a éste acerca de su secreto, sin haber hecho antes en sí misma la siguiente prueba. Tomó una navaja de aquellas con que los barberos cortan las uñas, y habiendo hecho retirar del dormitorio a todas las criadas, se hizo en el muslo una cortadura profunda, tanto, que fue muy grande el flujo de sangre que se siguió, y se le levantaron vivos dolores y violenta fiebre de resultas de la herida. Angustiábase Bruto y lo sentía profundamente, mientras Porcia, en lo más recio de su incomodidad, le habló de esta manera: “Yo, Bruto, siendo hija de Catón vine a tu casa, no como las concubinas a participar sólo de tu lecho y de tu mesa, sino a participar también de tus satisfacciones y de tus pesares. Por lo que hace a ti, no tengo de qué quejarme; pero de mi parte, ¿qué prueba o qué retribución te puedo dar, si ni siquiera divides conmigo tus secretos, y un cuidado que al parecer exige fidelidad? Bien sé que la naturaleza femenil es débil para poder guardar secreto; pero alguna fuerza tienen ¡oh Bruto! la buena educación y el honesto trato. En mí, con ser hija de Catón, se reúne el ser mujer de Bruto; y si antes podía desconfiar de poder corresponder a estos títulos, ahora ya estoy cierta de que aun al dolor soy invencible”. Y al decir esto le muestra la herida y le refiere la prueba que había hecho. Quedó Bruto pasmado, y tendiendo las manos pidió a los dioses le concedieran salir bien de la empresa, y comparecer como marido digno de Porcia, tomando después disposición para la curación de aquella heroica mujer.

Convocado un Senado, al que no se dudaba asistiría César, se determinaron a que en él fuese la ejecución, porque allí podrían estar juntos sin hacerse sospechosos, y se hallarían presentes los mejores y más distinguidos ciudadanos; y efectuado aquel gran designio, al punto declararían restablecida la libertad. Hasta el lugar parecía designado por los dioses, y que les era favorable, porque era un pórtico unido al teatro con asientos alrededor, en el que había una estatua de Pompeyo erigida allí por la república cuando éste embelleció aquel sitio con los pórticos y el teatro. Para aquel pórtico se había convocado el Senado que había de tenerse a mitad de marzo, en el día que es llamado los Idus por los Romanos; de manera que parece que algún genio condujo allí a César para ser inmolado en desagravio a Pompeyo. Llegado este día, Bruto salió de su casa con un puñal en la cinta, sin que lo supiese otro que su mujer, los demás, habiéndose juntado en casa de Casio, acompañaron a la plaza a un hijo suyo que iba a tomar la toga viril. Desde la plaza pasaron todos al pórtico de 'Pompeyo, donde hacían tiempo, porque se decía que César iba a venir luego al Senado. De lo que allí se hubiera admirado cualquiera que estuviese en lo que iba a suceder sería de la serenidad e imperturbabilidad de aquellos hombres, porque teniendo muchos, por ser pretores, que celebrar audiencia, no sólo oyeron tranquilamente, como si nada llamase su atención, a cuantos acudieron y se presentaron, sino que dieron unas sentencias arregladas y cuales correspondía, viéndose que se habían enterado con cuidado de los negocios. Hubo un ciudadano que, no queriendo sujetarse a pagar una multa que se le habla impuesto, apeló a César, gritando y alborotando acaloradamente, y Bruto, vuelto a los que se hallaban presentes: “A mí- les dijo- César no me quita ni me quitará que decida conforme a las leyes”.

Sucediéronles, sin embargo, muchos accidentes propios para hacer que se sobresaltasen: el primero, haberse tardado César hasta estar muy adelantado el día, siendo detenido en casa por su mujer sin resolverse a hacer las libaciones, e impedido para salir por los agoreros. Segundo, llegándose uno a Casca, que era de los conjurados, le tomó de la mano y le dijo: “Tú bien te has guardado de mí ¡oh Casca! y no has querido decirme nada; pero Bruto me lo ha manifestado todo”. Como Casca se quedase pasmado, echándose el otro a reír: “¿De dónde, amigo- le dijo-, has enriquecido tan pronto para aspirar a ser edil?” ¡Tan expuesto estuvo Casca a deslizarse, y con la duda hacer traición al secreto! Al mismo y a Casio los saludó con la mayor expresión un varón senatorio llamado Popilio Lenas, y hablándoles pasito al oído: “Hago votos con vosotros- les dijo- para que tenga próspero fin lo que meditáis, y os aconsejo que no deis largas, porque no deja de divulgarse vuestro intento”. Y dicho esto se retiró, haciéndoles sospechar que ya la cosa era pública. En esto corrió uno a Bruto desde su casa, anunciándole que su mujer se moría, porque Porcia, agitada con la idea de lo que sucedería, y no pudiendo llevar un cuidado de tal tamaño, con dificultad podía estar queda en casa, y saliendo fuera de sí a cualquiera voz o cualquiera ruido, a manera de las que están poseídas de los furores báquicos, a cuantos llegaban de la plaza les preguntaba: “¿Qué hace Bruto?”, y continuamente después de éstos estaba enviando otros. Por último, como pasase mucho tiempo, ya su naturaleza no pudo resistir más, sino que se quebrantó y abatió, faltándole el espíritu en aquellas angustias, y antes de poder retirarse a su cuarto, sentada como estaba en el patio entre las criadas, la sobrecogió un desmayo con una violenta convulsión. Mudósele asimismo el color y perdió enteramente la voz, con lo que aquellas levantaron el grito, y acudiendo con presteza los vecinos a la puerta de casa, corrió al punto el rumor y la fama de que era muerta; pero recobróse luego, y vuelta en sí, las mujeres que tenía a su lado pensaron en los medios de que se recobrase; mas Bruto, aunque se turbó, como era natural, con la voz que llegó a sus oídos, no por eso abandonó el interés común por acudir al propio, arrastrado de su particular afecto.

Anuncióse en esto que llegaba César conducido en litera, porque, desalentado con lo que habían significado las víctimas, iba en ánimo de no resolver negocio ninguno de entidad, sino diferirlos, pretextando hallarse indispuesto. Arrimósele al apearse de la litera aquel mismo Popilio Lenas, que poco antes había manifestado a Bruto y Casio que hacía votos por que acometieran y salieran bien de su empresa, y se puso a hablar con él por bastante tiempo, teniéndole parado y atento a lo que le decía. Los conjurados, si así se les puede llamar, no percibían lo que le hablaba; pero conjeturando, por lo que tenían en su imaginación, que aquel coloquio era una denuncia de su proyecto, quedaron enteramente desconcertados, y mirándose unos a otros, se advertía en sus semblantes que miraban como indispensable el no aguardar a que los prendieran, sino quitarse la vida por su propia mano. Casio y algunos más se observaba que por debajo de la toga empuñaban las espadas; pero Bruto, notando que la disposición y actitud de Lenas era de hombre que rogaba con ahínco, y no de quien denunciaba, aunque nada dijo, porque se hallaban entre otros muchos, con mostrar un semblante alegre, tranquilizó a Casio y a los demás. De allí a poco, Lenas besó la mano a César, y se retiró, no dejando duda con esto de que le había hablado de sí mismo, o de cosa que le pertenecía.

Al entrar el Senado en el salón, los demás conjurados se colocaron alrededor de la silla de César, como si tuvieran algo que tratar con él, y se dice que Casio, volviéndose a la estatua de Pompeyo, imploró su auxilio como si le oyera, mientras Trebonio, saludando a Antonio, y trabando conversación con él, le detuvo a la parte de afuera. Al entrar César se levantó el Senado; pero luego que se sentó, aquellos le rodearon en tropel, enviando delante a Tulio Cimbro, con pretexto de pedirle por un hermano desterrado; todos intercedían con él, tomando a César las manos y besándole en el pecho y la cabeza. Al principio desechó sus súplicas; pero viendo que no desistían, se levantó con enfado, y entonces Tulio retiró con entrambas manos la toga de los hombros, y Casca fue el primero, porque se hallaba a la espalda, que, desenvainando el puñal, le dio una herida poco profunda en el hombro. Echóle mano César a la empuñadura y, dando un grito, le dijo en lengua latina: “Malvado Casca, ¿qué haces?” Y éste, llamando a su hermano, le pedía en griego que le socorriese. Herido ya de muchos, miró en rededor, queriendo apartarlos; pero cuando vio que Bruto alzaba el puñal contra él, soltó la mano de que tenía asido a Casca, y cubriéndose la cabeza con la toga, entregó el cuerpo a los golpes. Hiriéronle sin compasión, empleándose contra su persona muchos puñales, con los que se lastimaron unos a otros, tanto que Bruto recibió una herida en una mano, queriendo concurrir a aquella muerte, y todos se mancharon de sangre.

Muerto César de esta manera, Bruto saliendo en medio del salón, quiso hablar para contener al Senado, procurando tranquilizarle: pero éste huyó en desorden, y en la puerta hubo gran confusión, atropellándose unos a otros, sin que nadie los persiguiese ni los impeliese, porque los conjurados tenían firmemente resuelto no dar muerte a ninguno otro, sino llamar y restituir a todos los ciudadanos a la libertad. Al principio, cuando empezaron a tratar del proyecto, a todos los demás les había parecido conveniente acabar después de César con Antonio, hombre inclinado a la tiranía, insolente, que se había formado cierto poder por medio de su trato y familiaridad con los soldados, y que más que con su osadía natural y su ambición reunía entonces la dignidad del consulado, siendo colega de César; pero Bruto se opuso a este pensamiento, alegando primero que no era justo, y recurriendo en segundo lugar a la esperanza de que podía mudar, porque no desconfiaba de que, siendo Antonio de buena índole, ambicioso y amante de gloria, quitado el estorbo de César, querría cooperar a la libertad de la patria, excitado a lo honesto con el ejemplo y por la emulación con ellos. De este modo salvó Bruto a Antonio, el cual, en aquellos primeros instantes de miedo, huyó disfrazado con el traje de un hombre plebeyo. Bruto y sus socios corrían al Capitolio con las manos ensangrentadas, y mostrando los puñales desnudos, llamaban a los ciudadanos a la libertad. Al principio hubo en la ciudad lamentos, y las carreras que con motivo del suceso no pudieron menos de verificarse aumentaron la turbación y desorden; pero cuando se vio que no había ninguna otra muerte, ni ningún robo de las cosas que estaban a mano, subieron confiados en busca de los de la conjuración al Capitolio los senadores y muchos de los de la plebe. Habiéndose juntado un gran concurso, habló Bruto al pueblo en términos propios para atraerle, y convenientes a lo que se había ejecutado. Como aplaudiesen y les gritasen que bajaran, bajaron sin recelo a la plaza los demás juntos en pos unos de otros; pero a Bruto, desde lo alto, lo condujeron en medio con gran pompa muchos de los principales, hasta colocarlo en la tribuna en el sitio que se llama los Rostros. A este espectáculo la muchedumbre, aunque de muchas castas y con disposición de tumultuarse, tuvo respeto a Bruto, y esperó con orden y en silencio a ver lo que era aquello; habiéndose presentado a hablar, prestaron atención a lo que decía; pero mostraron luego que no era de su agrado lo sucedido, pues habiendo empezado a hablar Cina acusando a César, se mostraron irritados y le llenaron de improperios, hasta tal punto que tuvieron que retirarse otra vez al Capitolio. Allí, temiendo Bruto que se les sitiase, despidió a los ciudadanos más valerosos, que eran los que los habían acompañado, por no considerar justo que, no habiendo tenido parte en la culpa, la tuvieran en el peligro.

Con todo, reunido al otro día el Senado en el templo de la Tierra, como Antonio, Planco y Cicerón propusiesen una amnistía y concordia, pareció conveniente no sólo ofrecer la impunidad a los conjurados, sino que además los cónsules consultasen acerca de los honores que habían de concedérseles; tomados estos acuerdos, se disolvió el Senado. Envió enseguida Antonio a su hijo como en rehenes al Capitolio, con lo que bajaron Bruto y los suyos, saludándose y abrazándose todos mutuamente, confundidos unos con otros, y a Casio se le llevó Antonio a cenar a su casa, a Bruto Lépido, y de los demás cada uno a aquel con quien tenía mayor amistad, o a quien miraba con más inclinación. Congregado otra vez al día siguiente al amanecer el Senado, en primer lugar se decretaron honores a Antonio, por ser quien cortaba y sofocaba el germen de la guerra civil, y después de prorrumpir todos los presentes en alabanzas de Bruto, se procedió a la distribución de las provincias, decretándose a Bruto la isla de Creta; a Casio, el África; a Trebonio, el Asia; a Cimbro, la Bitinia, y al otro Bruto, la Galia confinante con el Po.

Tratóse después de esto del testamento y de las exequias de César, y pretendiendo Antonio que aquel se leyese y que el entierro no fuese oculto y sin la debida pompa, para no dar nueva ocasión de incomodidad al pueblo, Casio se le opuso con ardor; pero Bruto cedió y se prestó a su deseo, cometiendo en esto una nueva falta a juicio de todos, pues ya con haber conservado la vida a Antonio se creyó que había creado a la conjuración un enemigo poderoso y malo de reducir, y que ahora, con haber condescendido en que las exequias se hicieran según el deseo de Antonio, había consumado el anterior yerro. Porque, en primer lugar, como por el testamento se hubiesen de dar setenta y cinco dracmas a cada uno de los Romanos y se hubiesen legado al pueblo los huertos que tenía César al otro lado del río, donde está ahora el templo de la Fortuna, fue grande el amor y deseo que de él se excitó en los ciudadanos; y después, traído el cadáver a la plaza, como Antonio hiciese su elogio según costumbre y viese al recorrer sus hechos que la muchedumbre se mostraba conmovida, queriendo inclinarla a la compasión, tomó en sus manos la túnica de César empapada en sangre, y la manifestó desplegada, haciendo que apareciese el gran número de las heridas. Con esto ya todo se puso en desorden, porque empezaron unos a gritar que se diera muerte a los asesinos, y arrebatando otros, como antes se había hecho con el tribuno de la plebe Clodio, los escaños y mesas de las oficinas, los amontonaron y levantaron una grande hoguera, sobre la que pusieron el cadáver, quemándole y como consagrándole en medio de muchos lugares santos, inaccesibles e inviolables. No bien se encendió el fuego, cuando unos por una parte y otros por otra, tomando tizones a medio quemar, corrieron a las casas de los matadores para incendiarlas; pero éstos, fortificándose muy bien, evitaron entonces el peligro. Había un tal Cina, poeta, el cual no sólo había tenido parte alguna en la conjuración, sino que más bien era de los amigos de César. Había tenido un sueño en el que le parecía que, convidado por César a la cena, se había excusado; pero éste se había empeñado y precisándole a asistir, y que, por fin, tomándole de la mano, le había introducido a un sitio anchuroso y oscuro, al que con repugnancia y susto le había seguido. Después de este sueño, hizo la casualidad que en aquella noche le dio calentura, y sin embargo, siendo a la mañana el entierro, creyó que sería reparable el no concurrir, por lo que se metió entre la muchedumbre, que ya andaba alborotada. Viéronle, y teniéndolo por otro del que era, pues creyeron fuese el que pocos días antes había llenado de improperios a César en el Senado, le hicieron pedazos.

Después de la mudanza de Antonio, esta disposición del pueblo fue la que más cuidado dio a Bruto y a los suyos, obligándoles a salir de la ciudad y a detenerse desde luego en Ancio, dando lugar a que se pasase y disipase el encono para volver después a Roma, lo que esperaban se verificaría pronto en una muchedumbre en quien el ímpetu de la ira es inconstante y momentáneo, y más teniendo de su parte al Senado, que, dejando a un lado a los despedazadores de Cina, había hecho formar causa y poner presos a los que se habían dirigido contra las casas de los otros. Agregábase a esto que, disgustado ya el pueblo porque Antonio casi se había erigido en monarca, echaba de menos a Bruto, de quien aguardaba que concurriría a dar en persona los juegos de que con motivo de su pretura era deudor a la ciudad; pero habiendo éste sabido que muchos de los que habían militado con César, y habían recibido de su mano tierras y ciudades, le armaban asechanzas, introduciéndose a este efecto en partidas pequeñas en la ciudad, no se atrevió a venir, y el pueblo gozó de los espectáculos en su ausencia, sin que por eso se perdonase gasto o dejasen de ser brillantes; porque teniendo compradas muchas tierras, dio orden de que nada se reservase u omitiese, sino que se hiciera uso de todo, y bajando él mismo a Nápoles, habló por sí a muchos de los representantes, y acerca de un tal Canucio, que en los teatros gozaba entonces de la mayor fama, escribió a sus amigos para que trataran con él y se lo agenciasen, porque no era permitido hacer violencia a ningún griego. Escribió también a Cicerón, rogándole que no dejase de asistir a los juegos.

Cuando se hallaban los negocios en este estado, sobrevino otra mudanza con la llegada de César el joven, porque siendo hijo de una sobrina del dictador, lo adoptó éste por hijo suyo y le nombró su heredero. Hallábase en Apolonia cuando fue muerto César, entregado al estudio de la elocuencia, y además esperaba allí a éste, que tenía resuelto marchar muy en breve contra los Partos. Luego que tuvo noticia de aquel suceso, se vino a Roma, y tomando el nombre de César por principio de hacer suya la muchedumbre, con esto y con distribuir a los ciudadanos el dinero que les había sido legado se formó un partido contra el de Antonio, y haciendo otros donativos, ganó y atrajo al suyo a muchos de los que habían militado bajo César. Como Cicerón, por su odio contra Antonio, favoreciese los intentos de César, Bruto le reprendió ásperamente, escribiéndole que Cicerón no esquivaba tener un señor, sino que lo que temía era un señor que le aborreciese, y trabajaba por la elección de una servidumbre más benigna, escribiendo y diciendo que César era humano, “y nuestros padres-añadía- no podían sufrir señores, por benignos y suaves que fuesen, y que si bien entonces no se determinaba a hacer la guerra, tampoco a estarse absolutamente en ocio, pues lo que tenía firmemente resuelto era no ser esclavo, admirándose de que Cicerón temiese la guerra civil y sus peligros, y no mirase con horror una paz ignominiosa e indigna, pidiendo por salario de derribar a Antonio el tener a César por tirano”.

Así hablaba Bruto en sus primeras cartas; pero cuando ya todo quedó dividido entre César y Antonio, y los ejércitos se vendían, como en subasta, al que más daba, desesperando enteramente de los negocios, determinó dejar la Italia, y a pie se encaminó a Elea, en busca del mar, por la Lucania. Debiendo Porcia regresar desde allí a Roma, quería ejecutarlo sin noticia de Bruto, por la gran pena que le causaba; pero un cuadro le hizo traición y la descubrió en medio de que era mujer de mucho espíritu, porque contenía un suceso griego que era la despedida de Héctor, llevándose consigo Andrómaca el hijo, y quedándose con los ojos fijos en aquel. La representación de este acto tan tierno le arrancó a Porcia las lágrimas, y yéndosele todo el día en mirarle, prorrumpía en sollozos; y como Acilio, uno de los amigos de Bruto, recitase aquellos versos de Andrómaca a Héctor: Tú me eres, Héctor, padre y madre cara, y amado hermano, y floreciente esposo, dijo sonriéndose Bruto: “Pues en cuanto a mí, no cuadra replicar con lo que respondió Héctor: Tú a las criadas de la rueca y telas la diaria tarea les reparte; porque si le falta a Porcia el cuerpo para igualarnos en hechos de valor, en su ánimo se sacrifica por la patria al par de nosotros”. Así nos lo dejó escrito el hijo de Porcia, Bíbulo.

Embarcándose allí Bruto, se dirigió a Atenas, donde el pueblo le hizo el más afectuoso recibimiento por medio de aclamaciones y decretos. Habiéndose alojado en casa de un huésped suyo, se dedicó a oír al académico Teomnesto y al peripatético Cratipo; entregado con ellos a la filosofía, parecía que estaba ocioso y del todo descuidado; pero procuraba en tanto las cosas de la guerra sin dar de sí la menor sospecha, porque envió a la Macedonia a Heróstrato para ir atrayendo a los que en aquella parte mandaban tropas, y en Atenas hizo de su partido a los jóvenes romanos que estaban allí haciendo sus estudios, entre los cuales se hallaba el hijo de Cicerón, al que celebra sobremanera, diciendo que, despierto o dormido, siempre se admiraba de verle ciudadano, y tan excelente y tan enemigo de tiranos. Dando ya a las claras principio a su empresa, como supiese que no se hallaban lejos algunas embarcaciones romanas que conducían caudales del Asia, y que en ellas navegaba el pretor, varón de buen carácter y conocido suyo, salió a avistarse con él cerca de Caristo. Hablóle, y habiéndole traído a su propósito, entregado de las naves, quiso agasajarlo con esplendor, porque hacía la casualidad que esto era en el día natal de Bruto. Cuando hubo llegado el momento de beber, se echaron brindis por la victoria de Bruto y por la libertad de Roma, y queriendo éste confirmarlos más en su partido, pidió un vaso mayor, y tomándole, sin ocasión ni motivo ninguno prorrumpió en este verso: Matóme el hado, y el Latonio Apolo. Añaden a esto que cuando en Filipos salió por correr la suerte de la última batalla, la seña que dio a sus soldados fue Apolo, por lo que el haber prorrumpido en aquel verso se ha tenido por indicio y anuncio de su última desventura.

Además de esto, Antistio le dio quinientos mil sestercios del dinero que trajera también a Italia. Acudían de otra parte a él con el mayor placer cuantos andaban errantes de los que pertenecieron al ejército de Pompeyo, y quitó a Cina quinientos caballos que conducía para Dolabela al Asia. Pasó por mar a Demetríade y se apoderó de crecido número de armas que se remitían entonces a Antonio, habiendo sido antes allegadas de orden de César el Dictador para la guerra contra los Partos. Hízole entrega Hortensio de la Macedonia, y cuando se habían sublevado y puesto de su parte los reyes y potentados de todo aquel país, se le da la noticia de que Gayo, el hermano de Antonio, llegado de Italia, se dirigía a los acantonamientos de las tropas que Gabino había reunido en Dirraquio y Apolonia. Deseando, pues, Bruto anticiparse y tomarlas para sí, movió sin dilación con los que consigo tenía, y en medio de la nieve marchó por lugares ásperos y difíciles, adelantándose mucho a los que llevaban las provisiones de boca. Llegado ya cerca de Dirraquio, con la fatiga y el frío experimentó una cruel hambre, accidente que suele hacerse sentir a las bestias y a los hombres cuando se fatigan en tiempo de nieves, o porque el calor, retirándose todo adentro, con la frialdad y condensación consume mucho alimento, o porque cierto soplo delgado y tenue que despide la nieve al deshacerse corta el cuerpo y descompone el calor que está difundido por todo él, pues aun el sudor se dice que proviene del calor que se apaga en la superficie al encontrarse con el frío. Mas de estas cosas hemos tratado con mayor detención en otros escritos.

Estando Bruto a punto de desfallecer, sin que hubiese nadie que pudiera alargarle algún alimento, se vieron los que le acompañaban en la precisión de acogerse al auxilio de los enemigos, y llegándose a las puertas, pidieron pan a los de la guardia. Éstos, al oír lo que había sucedido a Bruto, fueron a presentársele, llevándole qué comer y qué beber, en recompensa de lo cual, cuando tomó la ciudad, no sólo trató a éstos con singular humanidad, sino a todos por amor de ellos. Gayo Antonio, al pasar cerca de Apolonia, llamó para que se le reuniesen los soldados que allí tenía; pero como éstos se habían incorporado a Bruto, y entendió que los apoloniatas eran asimismo de su partido, sin tocar en la ciudad se encaminó a la de Butroto. Perdió, en primer lugar, en aquella jornada tres cohortes, destrozadas por Bruto, y queriendo después arrojar a los que habían tomado ciertos puestos cerca de Bulis, para lo que trabó combate con Cicerón, fue de él vencido; porque éste fue el caudillo de quien se valió entonces Bruto, y por su medio obtuvo ventajas en diferentes encuentros. Sorprendiendo después a Gayo en estado de tener esparcidas sus fuerzas en lugares pantanosos, no permitió que se le acometiera estando sólo a la vista con la caballería, y dando orden de que no se le molestara, pues que dentro de poco habrían de contarse entre los suyos, lo que efectivamente sucedió, porque se entregaron ellos mismos, y entregaron al pretor, con lo que Bruto llegó a reunir considerables fuerzas. Por bastante tiempo mantuvo a Gayo en sus honores, sin quitarle las insignias de su autoridad, no obstante que Cicerón y otros muchos le escribían de Roma que se deshiciese de él; fiero cuando ya empezó a tentar a los jefes y a promover alteraciones, lo puso preso en una nave. Los soldados, seducidos por él, se marcharon entonces a Apolonia, y como llamasen a Bruto para que fuese a tratar con ellos, les respondió que esto era ajeno a las costumbres patrias, según las cuales ellos eran los que debían ir en busca del general para tratar de aplacar su enojo por el yerro cometido; y habiéndolo así ejecutado, les concedió el perdón.

Estando para trasladarse al Asia, le llegaron nuevas de las mudanzas ocurridas en Roma, porque el nuevo César al principio había sido ayudado por el Senado contra Antonio; pero después que hubo arrojado a éste de la Italia, ya él mismo había empezado a causar justos recelos, aspirando al consulado contra la ley, y manteniendo numerosas tropas cuando la república para nada las había menester. Como él viese, pues, que esto el Senado lo llevaba a mal, y que dirigía sus miradas afuera, fijándolas en Bruto, a quien había hecho confirmar por nuevo decreto sus provincias, comenzó a temer, y además de enviar personas que solicitaran a Antonio a hacer amistad con él, acantonando las tropas en los contornos de la ciudad, obtuvo el consulado, siendo apenas mozo de veinte años, como él mismo lo escribió en sus Comentarios. Intentó enseguida causa capital contra Bruto y sus cómplices por haber dado muerte, sin juicio precedente, a un hombre tan principal como César, constituido en las mayores dignidades, y presentó por acusadores: de Bruto, a Lucio Cornificio, y a Marco Agripa, de Casio. Declaradas por desiertas las causas, los jueces tuvieron por fuerza que pronunciar sentencia condenatoria; dícese que al llamar el pregonero a Bruto a juicio desde el tribunal, según es de estilo, la muchedumbre abiertamente prorrumpió en sollozos, que los primeros ciudadanos, bajando los ojos a tierra, no se atrevieron a hacer ninguna demostración, y que, habiéndose visto llorar a Publio Silicio, por este solo motivo de allí a poco fue uno de los proscritos a muerte. Después, reconciliados entre sí los tres, César, Antonio y Lépido, se repartieron las provincias y extendieron tablas de proscripción a muerte de doscientas personas, entre las que murió Cicerón.

Anunciados en la Macedonia estos sucesos, no pudo contenerse Bruto de escribir a Hortensio que diera muerte a Gayo Antonio, en debida satisfacción por Decio Bruto y por Cicerón; por éste, como amigo, y por aquel, en razón del deudo de parentesco que con él tenía. Por lo tanto, habiendo venido después Hortensio en Filipos a las manos de Antonio, le dio éste muerte sobre el sepulcro de su hermano. Dícese de Bruto haber sido más la vergüenza que le causó el motivo de la muerte de Cicerón que el dolor que sintió por ella; lo que echó en cara a sus amigos de Roma, diciéndoles que más servían por culpa suya propia que por culpa de los tiranos, viendo y presenciando cosas que ni oírse podían con paciencia. Pasando, pues, al Asia el ejército, que ya era brillante, se dedicó a prevenir y formar su armada en la Bitinia y en las cercanías de Cícico: y recorriendo por tierra las ciudades, procuró mantenerlas en sujeción, dio audiencia a los poderosos y escribió a Casio llamándole del Egipto a la Siria; pues siendo así que ellos no tanto ejercían una magistratura cuanto que se constituían en libertadores de su patria, traían divididas y errantes aquellas fuerzas con que habían de destruir a los tiranos, cuando convenía que, puesta la atención y el cuidado en aquel propósito, no se alejaran mucho de la Italia, sino que a ella marcharan para ir en socorro de los ciudadanos. Como Casio se hubiese mostrado pronto y bajase a su llamamiento, fue a encontrarse con él, y se vieron por primera vez en Esmirna, desde que, separados en el Pireo, el uno se había encaminado a la Siria y el otro a la Macedonia. Fue, pues, grande el placer y la confianza que mutuamente tuvieron en vista de las fuerzas que cada uno de los dos había reunido, por cuanto, habiendo partido de la Italia comparables a los más oscuros desterrados, sin dinero, ni armas, ni un barco, ni un soldado, ni una sola ciudad de su parte, antes que hubiese pasado mas que un breve tiempo habían vuelto a juntarse disponiendo ya de tantas naves, tanta caballería e infantería y tantos fondos, que podían entrar dignamente en contienda sobre el Imperio de Roma.

Pensaba Casio que el honor entre ambos debía ser igual; pero le previno Bruto, siendo por lo común el que iba a buscarle, ya porque aquel le precedía en edad, y ya porque no tenía una constitución igualmente robusta para el trabajo. La opinión que se tenía de Casio era creerle inteligente en las cosas de la guerra, pronto a la ira, de los que se hacen obedecer por el miedo, y para con los amigos y familiares, de sobra chistoso y decidor. De Bruto se refiere que era amado de la muchedumbre por su virtud, adorado de sus amigos, admirado de los buenos, y de nadie aborrecido, ni aun de los enemigos, por ser hombre de una índole sumamente benigna, magnánimo, impasible a la ira, al deleite y a la codicia, y que mantenía siempre su ánimo firme e inflexible en lo honesto y en lo justo. Sobre todo, lo que principalmente le ganó el afecto general fue la confianza que se tenía en la rectitud de sus intenciones; porque ni del mismo Pompeyo, apellidado grande, se esperaba que, si vencía a César, cediera de su poder en obsequio de las leyes, sino que conservaría siempre el mando con el nombre de cónsul, de dictador u otro más suave que sirviera para embaucar al pueblo. De este mismo Casio, hombre violento e iracundo, y que muchas veces declinaba a lo útil de lo justo, más creían todos que peleaba, peregrinaba y se exponía a los peligros para procurarse algún poder que para procurar la libertad a sus conciudadanos. Porque aun tomándolo de más antiguo, a los Cinas, los Marios y Carbones, proponiéndose la Patria por premio y por despojo, no les faltó mas que decir a las claras que combatían por la tiranía; pero a Bruto ni sus mismos enemigos le atribuyeron semejante mudanza, y antes se refiere que muchos oyeron decir a Antonio que de sólo Bruto se creía haber herido a César movido de la belleza y excelencia de la acción, y que los demás fueron impelidos de odio y envidia contra su persona, coligiéndose de lo mismo que nos dejó escrito que más obró en él la virtud que la ambición. Escribía, pues, a Ático estando ya próximo al peligro: “Que sus cosas se hallaban en el mejor punto posible de fortuna, porque o venciendo daría la libertad al pueblo romano, o vencido quedaría libre de servidumbre; y siéndoles todo lo demás cierto y seguro, una sola cosa era la incierta: si vivirían o si morirían con libertad. Decía que Marco Antonio llevaría la pena debida a su inconsideración, pues pudiendo ser contado entre los Brutos, los Casios y los Catones, había preferido ser una dependencia de Octavio; y si ahora no es vencido con él, no se pasará mucho tiempo sin que éste le derribe”. Pareció que de este modo había adivinado acertadamente sobre lo futuro.

En Esmirna propuso que se le diese parte de los caudales que en gran cantidad había allegado Casio, pues él había gastado cuanto tenía en formar una escuadra con la que iban a ser dueños de todo el mar interior. No lo consentían los amigos de Casio, a quien hablaban de este modo: “No es justo que lo que con tus ahorros a costa de hacerte odioso has podido juntar lo recoja ahora aquel para hacer larguezas y recomendarse a los soldados”; sin embargo, le dio la tercera parte de todos los fondos. Separáronse de nuevo para atender cada uno a lo que le incumbía, y escogiendo Casio a Rodas, no trató bien a aquellos isleños, a pesar de que, habiéndole saludado a la llegada con los títulos de rey y señor, les respondió: “Ni rey ni señor, sino matador y castigador del que aspiraba a serlo”. Bruto pidió a los de Licia caudales y tropa, y como el demagogo Náucrates hubiese persuadido a las ciudades que no le obedeciesen, y hubiesen tomado ciertas alturas para impedir a Bruto el paso, en primer lugar envió contra ellos, mientras comían los ranchos, alguna caballería, que les mató seiscientos hombres, y apoderándose después del territorio y de las aldeas, los envió a todos libres sin rescate, queriendo atraer con el amor aquellas gentes. Mas ellos eran obstinados; guardaron el enojo por el mal que habían experimentado y despreciaron la humanidad y buen trato, hasta que, persiguiendo a los más belicosos, los encerró en Janto y les puso sitio. Corre por la ciudad un río, y nadando por debajo del agua conseguían escaparse; pero luego los cogía poniendo redes, que bajaban bien hondas, en cuyos extremos se habían colocado campanillas, y éstas anunciaban al punto que había caído alguno. Hicieron los Jantios salida contra unas máquinas y los pegaron fuego; pero los sintieron los Romanos y los obligaron a encerrarse. Hacía a la sazón un fuerte viento, el cual arrojó las llamas sobre las almenas, por donde el fuego se comunicó a las casas vecinas, y temiendo Bruto por la ciudad, dio orden para que lo apagaran y fueran en su auxilio.

Apoderóse repentinamente de los Jantios un furor terrible y cual no es dado explicar, parecido más bien al deseo de morir; así, todos, con sus hijos y mujeres, libres, esclavos y de toda edad, lanzaban del muro a los enemigos, que iban en su auxilio contra el incendio, y recogiendo cañas, leña y todo combustible, atraían hacia la ciudad el fuego, echando en él todo material, y esforzándose por todas maneras de avivarlo y mantenerlo. Cuando, por haber corrido la llama y abarcado toda la ciudad, se descubrió terrible desde afuera, afligido Bruto con semejante acontecimiento, andaba a caballo alrededor deshaciéndose por darles socorro, y tendiendo las manos a los Jantios. les rogaba que tuvieran consideración y salvaran la ciudad; pero nadie le daba oídos sino que de mil maneras se mataban todos unos a otros, no sólo los hombres y las mujeres, sino aun los niños pequeños, de los cuales unos, con gritería y lamentos, se arrojaban al fuego; otros se estrellaban, tirándose desde lo alto, y otros se metían por las espadas de sus padres a buscar la muerte, descubriendo el cuello y pidiendo que los pasasen. Vióse, cuando ya estaba asolada la ciudad, una mujer colgada de un cordel, que tenía un niño muerto suspendido del cuello, y que con un hacha encendida se conocía haber dado fuego a su casa. Siendo éste un espectáculo tan trágico, no le sufrió a Bruto su corazón el verlo, y como aun el oírlo referir le arrancase lágrimas, ofreció por pregón premio a los soldados por cada uno de los Licios que salvasen, y se refiere que sólo fueron ciento cincuenta los que no esquivaron este beneficio. Así, los Jantios, como si hubiera un período de largo tiempo determinado por el Destino para la destrucción de la ciudad, renovaron entonces con el mayor arrojo la fortuna de sus antepasados, porque también éstos en la guerra pérsica se dieron del mismo modo muerte, incendiando la ciudad.

Encontróse después Bruto con que la ciudad de Pátara trataba de hacerle fuerte resistencia, y no se atrevía a opugnarla por temor de otra locura igual; por tanto, como tuviese en su poder cautivas algunas mujeres, las envió libres sin rescate. Eran éstas hijas y mujeres de varones principales, y haciendo ver a los Patarenses ser Bruto un hombre sumamente moderado y justo, los persuadieron a ceder y hacer entrega de la ciudad, y de resultas se sometieron todos los demás y se pusieron en sus manos, contentos de que les hubiese cabido un caudillo tan justo y benigno; tal que, exigiendo Casio al mismo tiempo de los Rodios cuanto oro y plata tenían, de lo que recogió alrededor de ocho mil talentos, y multando a la ciudad sobre éstos en otros quinientos, él no impuso a los Licios más que ciento cincuenta talentos, y sin causarles ninguna otra vejación, partió de allí a la Jonia.

Muchos fueron los hechos dignos de memoria que entonces ejecutó, distribuyendo los honores y castigos según el mérito de cada uno; pero sólo referiré aquel que fue de mayor placer y satisfacción para él mismo y para todo Romano de buenos sentimientos. Cuando Pompeyo Magno arribó al Egipto y a Pelusio, huyendo de César, después de haber perdido aquella gran batalla, los tutores del rey, que todavía era niño, entraron en consejo con otros de sus amigos, y los dictámenes no estaban acordes, porque a unos les parecía que debía darse acogida a Pompeyo y a otros que convenía lanzarle del Egipto. Entonces un tal Teódoto de Quío, que se hallaba en la corte del rey en calidad de maestro asalariado de retórica, y que, a falta de otros hombres buenos, había sido admitido en el consejo, manifestó en su voto que erraban unos y otros, los que opinaban que se le recibiese y los que decían se le despidiera, pues lo que únicamente convenía era recibirle y darle muerte, añadiendo al terminar su discurso que hombre muerto no muerde. Siguió el conciliábulo este dictamen, y murió Pompeyo Magno, siendo ejemplar de una resolución increíble e inesperada, y víctima de la elocuencia y habilidad de Teódoto, de lo que el mismo sofista se jactaba. Llegó al cabo de poco al Egipto César, y pagando los demás su merecido, perecieron aquellos malvados malamente; pero habiendo podido Teódoto alcanzar de la fortuna algún tiempo para una vida infame, menesterosa y errante, no pudo entonces ocultarse a Bruto mientras recorría el Asia, sino que, descubierto y recibiendo el condigno castigo, la muerte fue la que le Dionombre, no la vida.

Llamó en esto Bruto a Sardes a Casio, al que a su arribo salió a recibir con sus amigos, y puesto todo el ejército sobre las armas, a ambos les dio el dictado de emperadores. Sucedió lo que es natural en empresas grandes cuando son muchos los amigos y caudillos, que se suscitaron reconvenciones y sospechas de unos a otros: y antes de hacer ninguna otra cosa, cerrados en una cámara, sin que hubiese testigos de afuera, primero usaron de quejas y después de censuras y acusaciones. Como de aquí pasasen a las lágrimas y a palabras fuertes con acaloramiento, admirados los amigos de tan violento y pronto enfado, temían no pasara a más; pero no se resolvían a entrar. Marco Favonio, el que se había propuesto por modelo a Catón, y que más que con el discurso hacía de filósofo con un calor y un ímpetu casi furioso, intentaba introducirse en la sala, y los esclavos pugnaban por impedírselo; pero era difícil contener a Favonio en tomando cualquier empeño, porque era violento en todo y sumamente resuelto, no haciéndole grande fuerza el ser senador romano; pero muchas veces, con lo cínico y libre de su franqueza, quitaba a los hechos lo que podían tener de ofensivos, y la importunidad misma solía tomarse a chanza y juego. Atropellando, pues, entonces a fuerza por las puertas, entró pronunciando con voz contrahecha aquellos versos que pone Homero en boca de Néstor: Oídme, pues que ambos sois más mozos. y los demás que siguen, a lo que Casio se puso a reír; pero Bruto le echó de allí, llamándolo verdadero can y falso cínico. Sin embargo, así tuvo fin por entonces aquella desazón, retirándose sin que pasara adelante. Dio Casio de cenar aquella noche, y Bruto llevó consigo a sus amigos; cuando se habían sentado, se presentó Favonio, que ya iba bañado, y protestando Bruto que acudía sin haberle convidado, le dijo que pasara a la silla más alta; pero él penetró por fuerza y tomó asiento en el medio, y el convite no dejó de ser entretenido y ameno.

Al día siguiente, Bruto notó de infamia por sentencia a un ciudadano romano, buen militar y que le era fiel, llamado Lucio Pela, acusado en juicio de concusión por los Sardianos: esta determinación disgustó sobremanera a Casio, que pocos días antes se había contentado con reprender en secreto a dos amigos suyos acusados de los mismos crímenes, absolviéndolos en la sentencia, y manteniéndolos a su lado. Culpó, pues, a Bruto de sobradamente recto y justo en un tiempo en que era preciso usar de mucha discreción y humanidad; pero éste le trajo a la memoria los Idus de marzo, que fue el día en que dieron muerte a César, no porque él vejase y molestase a todos los hombres, sino porque otros lo ejecutaban a la sombra de su poder, de manera que si podía haber algún motivo para aflojar en la justicia, menos malo sería disimular con los amigos de César que ser indulgentes con los amigos propios que delinquiesen, pues respecto de aquellos se diría que nos faltaba el valor cuando respecto de éstos pasaríamos plaza de injustos en momentos en que nos cercan tantos peligros y trabajos. ¡Tal era el modo de pensar de Bruto!

Cuando estaban para pasar del Asia, se dice que a Bruto se le presentó un terrible portento, porque, con ser por naturaleza de poco dormir, aun reducía el sueño con sus ocupaciones y la templanza a un tiempo más estrecho; así es que nunca se acostaba de día, y de noche sólo reposaba cuando nada le quedaba que hacer, ni tenía con quien conferenciar, recogidos ya todos. Entonces, instando la guerra y teniendo sobre sí todo el peso de los negocios de ella, puesta su atención en el resultado que tendría, sobre el anochecer, después de la cena, descansaba un poco, y luego todo el tiempo restante lo empleaba en los negocios urgentes. Despachados éstos y arreglados, leía en un libro hasta la tercera vigilia, que era cuando solían entrar a hablarle los centuriones y tribunos. Estando, pues, para pasar el ejército del Asia, era ya muy avanzada la noche, la tienda tenía luz bastante escasa, el ejército todo estaba en el mayor reposo, y hallándose meditando y echando cuentas entre sí sobre tantos asuntos, le pareció que entraba alguno. Volvióse a mirar a la puerta, y notó la terrible y fiera visión de un cuerpo de extraordinario aspecto que estaba en silencio al lado de su lecho. Tuvo resolución para hablarle y hacerle esta pregunta: “¿Quién eres tú, seas Dios u hombre, y a qué has venido aquí?” Y el fantasma le contestó: “Soy ¡oh Bruto! tu mal Genio, y me verás en Filipos”; a lo que Bruto le repuso sin turbarse: “Bien te veré”.

Desaparecido que hubo el espectro, llamó a sus criados, que le dijeron no haber oído voz alguna ni notado ninguna visión; por entonces continuó en su vigilia, pero luego que se hizo de día, se fue a ver a Casio y le refirió lo ocurrido. Éste, que se hallaba imbuido en los principios de Epicuro, y en tales disputas solía estar en oposición con Bruto: “Doctrina nuestra es- le dijo a Bruto-que no es cierto todo lo que padecemos o vemos, sino que la sensación es una cosa fugitiva y falaz, siendo todavía la mente más pronta que ella, y dotada de la facultad de mudarla, sin que preceda causa conocida en toda especie o forma; porque la impresión es semejante a la cera, y el alma del hombre, que tiene en sí lo figurado y lo que figura, tiene el poder de variar y figurar fácilmente por sí una misma cosa, como se ve claro en las mudanzas y rarezas de los ensueños mientras dormimos, volviéndolas y revolviéndolas la fantasía de muy leve principio, y presentándonos toda especie de afectos e imágenes. En su poder está moverse cuando quiera, y su movimiento es o imaginación o conocimiento; y tu cuerpo mortificado tiene pendiente y agitado para estas conversiones tu espíritu. Por la que hace a Genios, lo probable es que no los hay, y que, aun cuando los haya, no tienen forma ni voz de hombre, ni poder ninguno que alcance a nosotros; por mí, yo desearía que estuviéramos confiados, no sólo con tantas armas, tantos caballos y tantas naves, sino también con el auxilio de los Dioses, siendo caudillos en tan honesta y santa empresa.” Con estos discursos alentó y consoló Casio a Bruto; y al salir del campamento los soldados, dos águilas se dirigieron con raudo vuelo a las primeras insignias, y marcharon y siguieron hasta Filipos, alimentadas por los mismos soldados, de donde se fueron con igual vuelo un día antes de la batalla.

Las naciones que se encontraron al paso en la mayor parte las redujo Bruto a su obediencia, y si se les había desertado alguna ciudad o algún potentado, atrayéndolos otra vez a todos, llegaron así hasta el Mar de Taso. Allí, rodeando a las tropas de Norbano, acampado en las llamadas Gargantas y en las inmediaciones de Símbolo, le obligaron a abandonar el puesto, y estuvo en muy poco que se apoderaran de todas aquellas fuerzas, habiéndose quedado atrás César por hallarse enfermo,, sino que vino en auxilio Antonio con tan maravillosa prontitud, que Bruto mismo no podía persuadírselo. Vino así mismo César a los diez días, y se acampó en oposición de Bruto, y en oposición de Casio, Antonio. Al terreno que quedaba en medio le llamaban los Romanos los Campos Filipos, adonde acudieron entonces unos contra otros los mayores ejércitos de los Romanos. En el número no era el de Bruto muy inferior al de César; pero en el brillo y esplendor de las armas comparecía admirable, porque eran de oro en su mayor parte, y en todas ellas no se había escaseado la plata, en medio de que en todo lo demás tenía Bruto acostumbrados a los caudillos a usar de sobriedad y parsimonia en los gastos. Mas la riqueza que se trae entre manos y que adorna el cuerpo creía que comunicaba cierta altivez a los que son de carácter ambicioso, y que los aficionados al interés se hacían más esforzados cuando en las armas que los rodean ven un caudal.

César hizo dentro del campamento la purificación de su ejército, repartiendo una pequeña cantidad de trigo y cinco dracmas por hombre para el sacrificio; pero Bruto, condenando su mezquindad y apocamiento, en primer lugar hizo la purificación en, campo raso, como es costumbre, y después suministrando para gran número de sacrificios por centurias, y dando cincuenta dracmas para cada soldado, en el amor y denuedo del ejército se aventajó mucho a los contrarios. A pesar de esto, en la purificación pareció que Casio tuvo contra sí una señal, infausta, y fue que el lictor le alargó al revés la corona, y se dice también que días antes una victoria de oro de Casio se había caído al suelo en cierta celebridad y pompa, por haber tropezado el que la llevaba. Dejáronse ver además por muchos días aves carnívoras en gran número sobre el campamento, y se notó que unos enjambres de abejas se posaron dentro del valladar en un solo sitio; el que los agoreros hubieron de hacer excluir de él para remediar una superstición que al mismo Casio lo sacaba de sus principios de la secta epicúrea, y que tenía enteramente acobardados a los soldados, por lo que no era su ánimo que por entonces se decidiese la guerra, sino que más bien se ganara tiempo, puesto que en cuanto a fondos eran superiores, y en armas y gente les excedían los enemigos. Mas Bruto, desde luego, había querido apresurar el resultado, o para restituir cuanto antes la libertad a la patria, o para redimir a todos los hombres del peso de los gastos, bagajes y nuevas demandas con que incesantemente eran molestados, y viendo entonces que su caballería en los encuentros y escaramuzas diarias vencía siempre y llevaba lo mejor, todavía cobró más ánimo. Como hubiese sucedido, por otra parte, en aquellos días que algunos se habían pasado a los enemigos y se hubiesen suscitado rencillas y sospechas de unos contra otros, muchos de los amigos de Casio abrazaron en el consejo de guerra el dictamen de Bruto; pero Atilio, uno de ellos, le contradecía proponiendo que se aguardara hasta el invierno. Preguntóle Bruto qué era en lo que pensaba mejorar al cabo de un año, y él respondió: “Cuando en otra cosa no habré vivido este tiempo más.” Habiendo incomodado esto sobremanera a Casio, no dejó de ofender a los demás, y quedó determinado que al día siguiente se había de dar la batalla.

Bruto ostentó durante la cena las mejores esperanzas, haciendo uso de su instrucción en la filosofía, y se retiró a descansar. De Casio dice Mesala que cenó casi solo, no teniendo a su mesa sino muy pocos de sus más íntimos amigos; que en ella se le vio pensativo y taciturno, no siendo éste su carácter, y que, concluida la cena, le apretó fuertemente la mano, y sólo le dijo con su acostumbrado afecto en lengua griega: “Te prometo, Mesala, que me sucede lo mismo que a Pompeyo Magno, que es verme precisado a aventurar al lance de una sola batalla la suerte de la patria. Tenemos, no obstante, buen ánimo, poniendo la vista en la fortuna, de la que no es justo desconfiar, aunque no andemos los más acertados en el consejo.” Dicho esto, refiere Mesala que le saludó por última despedida, sin embargo de que él le tenía convidado a cenar para el día siguiente, que era su cumpleaños. Al amanecer estaba puesta en el campamento de Bruto y en el de Casio la señal de combate, que era la túnica de púrpura. Reuniéronse ambos en medio de los campamentos, y dijo Casio: “¡Ojalá, oh Bruto, alcancemos la victoria, y nos sea dado pasar juntos una vida feliz! Pero pues son inciertas las mayores empresas de los hombres, y si la batalla no se decide según nuestro buen deseo, no nos ha de ser fácil volvernos a ver, ¿qué opinión tienes acerca de la fuga y de la muerte?” A lo que respondió Bruto: “Cuando yo, ¡oh Casio!, era todavía joven y sin experiencia de negocios, no sé cómo llegué a proferir una expresión atrevida, porque culpé a Catón de haberse dado muerte, no mirando, como obra loable y digna del que haya de ser tenido por hombre, ceder a su mal Genio y no recibir con tranquilidad lo que quiera que suceda, sino huir de ello a manera de esclavo fugitivo; ahora, puesto en los trances de fortuna, pienso muy de otro modo, y si Dios no ordenase convenientemente las cosas, no me empeñaré en urdir nuevas esperanzas y nuevos preparativos, sino que moriré alabando a mi fortuna de que, habiendo consagrado a la patria mi vida en los Idus de marzo, he vivido en lugar de aquella otra libre y gloriosa.” Casio oyó complacido este discurso, y abrazando a Bruto: “Pensando de este modo- le dijo-, marchemos a los enemigos, porque o venceremos, o no temeremos a los vencedores.” Trataron enseguida del orden de la formación a presencia ya de sus amigos, y Bruto pidió a Casio le dejara el mando del ala derecha, que por la edad y la pericia militar creían corresponder a Casio. Otorgóselo, pues, éste, y dispuso que Mesala, que mandaba la más aguerrida de todas las legiones, se colocara en el ala derecha, con lo que Bruto sacó al punto al campo la caballería bellamente adornada, sin tardar tampoco en la formación de los infantes.

Hallábase entonces ocupado Antonio en correr un foso desde los pantanos, junto a los que estaba acampado hacia la llanura, para interceptar a Casio el camino del mar, y César permanecía sosegado, no digamos él mismo, que se hallaba enfermo, sino su ejército, que no esperaba que los enemigos moviesen pelea, y sí sólo que hiciesen correrías contra sus obras, incomodando con tirar saetas y mover rebatos a los trabajadores. Como no atendiesen, pues, a los que habían tomado formación contra ellos, se maravillaban de la grande y confusa gritería que oían hacia el foso. Distribuyéronse en esto a los jefes billetes de parte de Bruto, en que estaba escrita la seña, y él mismo recorría a caballo las filas inspirando aliento; pero fueron muy pocos aquellos a quienes la seña pasó: así, la mayor parte, sin más aguardar, cargaron con ímpetu y algazara a los enemigos. Hubo por esta causa desconcierto y desunión entre las legiones; así es que, primero la de Mesala, y enseguida las que movieron con ella, flanquearon la izquierda de César, y ofendiendo ligeramente a los de retaguardia con muerte de pocos, pues se contentaron con haberlos flanqueado, vinieron a caer sobre el campamento. César, como lo dice él mismo en sus comentarios, habiendo tenido un ensueño Marco Antonio, uno de sus amigos, en que se le prevenía que César se retirara, saliendo del campamento se había adelantado un poco llevado en hombros, y se creyó que le habían muerto, porque su litera vacía fue pasada de dardos y lanzas. Diose muerte en el campamento a los que vinieron a las manos, y dos mil Lacedemonios, que acababan de llegar de auxiliares, fueron destrozados.

No habiendo envuelto a los soldados de César, sino confundiéndose con ellos, fácilmente vencieron a hombres sorprendidos Y desordenados, y de este modo desbarataron tres legiones, entrándose con los fugitivos en su campamento, arrebatados del mismo ímpetu de la victoria: entre ellos se hallaba Bruto; pero lo que los vencedores ignoraban la ocasión lo reveló a los vencidos, porque dando éstos en la hueste contraria, que se hallaba desguarnecida por habérsele separado su derecha, el centro no lo rechazaron, sino que hubieron de sostener con él un reñido combate; mas rechazaron el ala izquierda por el desorden ocurrido desde el principio y no saber ésta lo que pasaba, y persiguiéndola hasta su propio campamento, empezaron a destrozarlo, sin que en esto interviniese ninguno de los dos generales, porque Antonio, esquivando al principio el ataque, según dicen, se había retirado a la laguna, y César no podía comparecer, por haberse salido del campamento, y aun a Bruto le habían mostrado algunos sus espadas teñidas en sangre, para hacerle entender que lo habían muerto, y le decían cuál era su edad y su figura. También el centro había rechazado a los contrarios con gran mortandad, viéndose bien claro que Bruto había vencido y que había sido derrotado Casio; esto sólo fue lo que enteramente los perdió, no habiendo aquel socorrido a Casio por creerle vencedor, y no aguardando éste a Bruto por juzgarle vencido; pues Mesala ponía el término de la victoria en haberle tomado tres águilas y muchas insignias a los enemigos, no habiendo tomado ellos ninguna. Al retirarse Bruto después de saqueado el campamento de César, se admiró de no ver entre esto el pabellón pretoriano de Casio sobresaliendo, como es de costumbre, ni tampoco las otras tiendas, según el sitio que debían ocupar, pues realmente las más habían sido derribadas y tiradas luego que los enemigos cayeron sobre el campamento. Los que adelantaban más sus observaciones, decían que veían muchos morriones resplandecientes y escudos de plata discurrir por el campamento de Casio, pareciéndoles que ni en el número ni en la clase eran aquellas las armas del piquete de guardia; pero que, por otra parte, no se descubría el número de cadáveres que era consiguiente, si tantas legiones hubiesen sido vencidas de poder a poder. Esto fue lo que dio a Bruto la primera sospecha de lo sucedido, y dejando una guardia en el campamento de los enemigos, llamó a los que les seguían el alcance para ir en socorro de Casio.

Lo que a éste ocurrió fue lo siguiente: no había visto con gusto aquella primera carga de los soldados de Bruto, dada sin seña y sin orden, ni le había agradado tampoco el que inmediatamente que hicieron ceder a los enemigos, sin pensar en cortarlos y envolverlos, se hubiesen entregado al saqueo y pillaje. Cargóle a él mismo el ala derecha de los enemigos, más bien por cierto cuidado y detenimiento de los soldados que por su ardimiento o por disposición de los generales, y al punto su propia caballería dio a huir desordenadamente hacia el mar. Vio que también la infantería comenzaba a flaquear, y se esforzó a contenerla y hacerla volver al combate, tanto que a un abanderado que huía le arrebató de las manos la insignia y la puso fija ante sus pies; mas ya ni aun los que estaban a su lado se mantenían con decisión en sus puestos. Traído a este extremo, se retiró con unos pocos a un collado que daba vista a la llanura; pero no divisó otra cosa sino que su campamento había sido asolado, porque era corto de vista. Los que consigo tenía vieron que se encaminaban hacia aquel sitio muchos de caballería, los cuales habían sido enviados por Bruto; pero Casio discurrió que eran enemigos que iban en su alcance, y sin embargo envió a Titinio, uno de los que allí se hallaban, para que se informase. Desde luego fue conocido por aquella tropa, la cual, al ver a un su amigo que se mantenía fiel a Casio, comenzó a hacer exclamaciones de gozo; los que le eran mas allegados le saludaban y abrazaban con afecto, apeándose de los caballos, y además se le ponían alrededor, celebrando su triunfo con desmedida alegría, causando con esto un gravísimo mal; porque entendió Casio que, en realidad, Titinio había caído en manos de los enemigos, y prorrumpiendo en esta expresión: “Por nuestro demasiado apego a la vida hemos sufrido que uno de nuestros amigos a nuestra vista haya sido arrebatado por los enemigos”, se retiró a una tienda que estaba vacía, llevando consigo a uno de sus libertos, llamado Píndaro, al que, desde el infortunio de Craso tenía preparado para este ministerio. Salvose, pues, de los Partos; pero entonces, cubriéndose la cabeza con el manto y dejando descubierto el cuello, lo alargó al cuchillo, porque se encontró la cabeza separada del cuerpo. A Píndaro nadie volvió a verle después de esta muerte, con la que hizo sospechar a algunos que ja ejecutó sin ser mandado. Fueron de allí a un momento conocidos aquellos soldados de Bruto, y Titinio, coronado por ellos, corría en busca de Casio; pero cuando, por el clamor y los lamentos de sus amigos, conoció lo sucedido al general y su necedad propia, desenvainó la espada y culpándose a sí mismo de descuidado y tardo, se pasó con ella.

Bruto, sabedor de la derrota de Casio, se retiró, y estando ya cerca de los reales, tuvo noticia de su muerte. Lloró largamente sobre su cuerpo, y apellidándole el último de los Romanos, porque ya no esperaba que hubiese otro espíritu como aquel, lo envolvió y lo hizo conducir a Tasos, para que no se excitase algún levantamiento si allí se le hacía el funeral. Reuniendo luego sus soldados, trató de darles ánimo, y viendo que habían quedado faltos aun de lo más preciso, les prometió hasta dos mil dracmas por plaza, en resarcimiento de lo perdido. Ellos con este discurso recobraron la confianza, admiraron la esplendidez del donativo, y al retirarse le acompañaron con algazara, aplaudiéndole de que entre los cuatro generales sólo él se había conservado invicto. Testificó el hecho cuánta razón tenía para creer que ganaría la batalla, pues que con pocas legiones arrolló a cuantos se le opusieron; y si hubieran entrado en acción todas las tropas, y los más de los que concurrieron a ella no hubieran pasado de largo por los enemigos para ir en busca de sus despojos, parece que ninguna parte de éstos habría quedado en pie.

Murieron de esta parte ocho mil hombres, incluso los siervos armados, a los que Bruto llamaba Brigas; de la otra parte dice Mesala que, en su entender, murió más del doble. Por lo mismo fue mayor el desaliento que la sobrecogió, hasta que a la caída de la tarde llegó a la tienda de Antonio un esclavo de Casio, llamado Demetrio, que al punto recogió del cadáver el manto y la espada, y presentadas estas prendas subió tan de punto su confianza, que al rayar el día siguiente sacaron las tropas dispuestas para la batalla. Bruto, como uno y otro campo se hallasen en estado de poca seguridad, porque el suyo, estando lleno de prisioneros, necesitaba una fuerte y vigilante guardia, y el de Casio no llevaba bien la mudanza de caudillo, habiéndose excitado en los vencidos un poco de envidia y odio contra el ejército vencedor, determinó sí, tener dispuestas sus fuerzas, pero evitó el combate. De los prisioneros, a la chusma esclava, que mezclada con hombres armados daba que sospechar, mandó que se le diese muerte, y de los libres dio soltura a algunos, diciendo que más bien habían sido presos por los enemigos, pues allí había cautivos y esclavos, y en su ejército no más que libres y ciudadanos. Mas como observase que sus amigos y los jefes estaban en este punto inexorables, oculta y reservadamente les daba después escape. Había un tal Volumnio, comediante, y un tal Saculión, juglar, entre los cautivos, de los que como ninguna cuenta hubiese hecho Bruto, se le presentaron sus amigos, acusándolos de que ni aun entonces cesaban de insultarlos y motejarlos por burla. Calló a esto Bruto, teniendo puesta su atención en otros cuidados, y Mesala Corvino determinó que, después de haberlos azotado en la tienda, fueran entregados desnudos a los soldados de los enemigos, para que vieran cuáles eran los amigos y camaradas que les convenían, a lo que algunos de los que se hallaban presentes asintieron; pero Publio Casca, el primero que hirió a César, “No parece- dijo-que es buen modo de hacer exequias a Casio en su muerte ocuparnos en risas y chanzas; y tú ¡oh Bruto!- añadió-, mostrarás en qué memoria tienes a este general, castigando o conservando a unos hombres dispuestos a mofarse y maldecir de él.” Incomodado Bruto al oírlo: “¿Por qué me preguntáis ¡oh Casca!- le replicó-, y no hacéis lo que os parezca?” Y teniendo esta respuesta por una aprobación en cuanto a aquellos desventurados, los sacaron de allí y les dieron muerte.

Repartió después de esto el donativo a los soldados, y reprendióles ligeramente por haber marchado en tropel contra los enemigos sin recibir la seña ni guardar la orden: les ofreció que si se portaban bien les entregaría dos ciudades para el saqueo y para sólo su provecho, que eran Tesalónica y Lacedemonia; y éste es el único cargo de la vida de Bruto que carece de disculpa, sin que sirva para ella que Antonio y César hubiesen concedido premios de victoria más duros y crueles a sus soldados, habiendo faltado muy poco para lanzar de toda Italia a sus antiguos habitantes, a fin de que aquellos ocupasen un territorio y unas ciudades a que ningún derecho tenían, porque al cabo éstos no se proponían otro fin de la guerra que el mandar; pero a Bruto, por el concepto que se tenía de su virtud, no le era permitido en la opinión pública ni vencer ni salvarse sino con la honestidad y la justicia, y más después de muerto Casio, a quien se atribuía que aun al mismo Bruto lo arrastraba a veces a medidas violentas; pero así como en una navegación, roto el timón, se buscan y acomodan otros palos, no bien, sino sacando de ellos el partido posible para aquel apuro, de la misma manera Bruto, entre tanta gente, y en medio de negocios tan inciertos y escabrosos, no teniendo ya un colega con quien partir el peso, se veía precisado a valerse de los que tenía cerca de sí, y a hacer y decir muchas cosas según el gusto y deseo de éstos; y deseaban todo cuanto creían podría conducir a hacer mejores los soldados de Casio, porque eran hombres de mal manejo, osados por la anarquía en el campamento, y por la anterior derrota acobardados al frente de los enemigos.

No era mejor el estado de los negocios para César y Antonio, reducidos en cuanto a víveres a lo muy preciso, y amenazados, por el desabrigo del campamento, de un malísimo invierno. En efecto; arrinconados a las lagunas, habiendo sobrevenido después de la batalla las lluvias del otoño, se llenaban las tiendas de lodo y agua, que luego se congelaba por el frío. Cuando tal era su situación, les llegaron nuevas del descalabro que sus soldados habían sufrido en el mar; porque viniéndole a César tropas de Italia en bastante número, las naves de Bruto las habían acometido y destrozado, y los pocos hombres que habían podido salvarse de las manos de los enemigos, acosados del hambre, se mantenían de las velas y las maromas de junco. Oída esta noticia, se apresuraron a hacer que una batalla decidiese, antes de que supiera Bruto cuánto había mejorado su suerte, porque en un mismo día se habían dado ambos combates, el de tierra y el de mar: y más bien por accidente que por maldad de los caudillos de las naves, ignoraba Bruto aquella victoria, sin embargo de mediar ya veinte días; porque seguramente no se habría arriesgado a la segunda batalla teniendo hechos abundantes acopios de víveres para el ejército, hallándose situado en lo mejor del país, de manera que su campamento estaba al abrigo del invierno y no podía ser fácilmente forzado por los enemigos, y dándole grandes esperanzas y mucho ánimo al hallarse dueño del mar y haber vencido por tierra con el ejército de su mando. Sino que, siendo ya indispensable la monarquía, por no sufrir el estado de las cosas públicas el mando de muchos, Dios, que quería quitar y remover el único estorbo que se oponía al que podía apoderarse de la autoridad, interceptó el camino al conocimiento de aquel próspero suceso, aun faltándole muy poco para llegar a Bruto; estando, efectivamente, ya decidido al combate, el día antes por la tarde se pasó del ejército enemigo un tal Clodio, diciendo que César, noticioso de haber sido derrotada su escuadra, precipitaba la batalla: pero no se dio crédito a este anuncio, ni el que le hacía fue presentado a Bruto, por mirarle todos con desprecio, diciendo que o lo habría oído mal, o lo habría inventado para hablarles según su gusto.

En aquella misma noche se dice haberse vuelto a presentar a Bruto aquel espectro, y que habiéndose aparecido de la misma manera, nada dijo, sino que luego se retiró, pero Publio Volumnio, hombre dado a la filosofía, y que desde el principio militó con Bruto, no habla de semejante prodigio, aunque dice que la primer águila se llenó de abejas, que el brazo de uno de los guías despidió sin causa conocida olor de esencia de rosa, y aunque se lavó y limpió muchas veces, nada se adelantó, y que antes de la misma batalla se combatieron dos águilas en el espacio que mediaba entre las dos huestes, estando toda la llanura en increíble silencio y todos mirándolo; y cedió y se retiró la que estaba a la parte de Bruto. Fue también muy sonado entonces lo del Etíope, que abierta la puerta dio de frente con el alférez que conducía la primer águila, y que fue hecho pedazos por los soldados con las espadas para desvanecer el agüero.

Sacó en orden de batalla su hueste, y formándola al frente de los enemigos, se detuvo largo tiempo, porque al revistar el ejército concibió sospechas y se le hicieron denuncias contra algunos; observó además que los de caballería no estaban muy prontos para dar principio al combate, sino que siempre era su ánimo esperar a ver cuál sería el porte de la infantería. En tanto, uno de los militares más distinguidos, premiado sobresalientemente por su valor, se apea del caballo al lado del mismo Bruto y se pasa a los enemigos: llamábase Camulato. Mucha pesadumbre recibió Bruto al verlo, y ya con el enojo ya con el recelo de mayores mudanzas y traiciones. Marchó sin más dilación contra los enemigos, cuando ya el Sol tocaba en la hora nona; y por su parte vencía, yendo adelante y cargando él a la izquierda de los enemigos que se replegaban, con lo que los de caballería se alentaron, acometiendo juntamente con la infantería a los que empezaban a desordenarse; pero como los caudillos extendiesen la otra ala para que no fuese envuelta de los enemigos, a los que era inferior en número, quedó con esto descubierto el centro, y siendo más débil, no pudo resistir al choque contrario, sino que fue el primero en dar a huir. Los que lo cortaron, envolvieron al punto al mismo Bruto, que con la mano y el consejo, en medio de lo más crudo de la pelea, hizo las más insignes obras de soldado y de general para alcanzar la victoria; pero le perdió en esta ocasión lo mismo en que tuvo ventaja en la anterior batalla; porque entonces el ala vencida de los enemigos al punto se perdió toda; mas de los soldados de Casio que fueron puestos en fuga murieron pocos, y los que se salvaron, habiendo quedado tímidos y medrosos con la derrota, comunicaron su desaliento e indisciplina a la mayor parte del ejército. En esta división, Marco, el hijo de Catón, peleando y trabajando entre los jóvenes más ilustres y esforzados, no huyó ni se rindió, sino que, obrando con la mano, mostrando quién era y llamándose a sí mismo con el nombre paterno, cayó muerto entre muchos cadáveres de enemigos. Murieron con él muchos buenos, poniéndose delante en defensa de Bruto.

Había entre los amigos de éste un tal Lucilio, hombre de la mayor probidad, el cual, viendo que unos soldados de la caballería de los bárbaros no hacían cuenta de los demás y con empeño seguían a Bruto, se propuso servirles a todo riesgo de estorbo en sus designios; y hallándose a espaldas de ellos a corta distancia, les dijo que él era Bruto, y se lo hizo creíble con rogarles que lo condujeran ante Antonio, por cuanto temía a César, y en aquel confiaba. Celebrando ellos el encuentro, y teniéndolo a mayor fortuna, le conducían allá, aunque ya era de noche, enviando delante algunos de los mismos que anticiparon a Antonio la noticia. Celebrólo también éste, y marchó a encontrarse con los que se lo traían. Corrieron allá asimismo cuantos llegaron a entender que traían vivo a Bruto, unos compadeciendo su suerte y otros creyendo indigno de tanta gloria a un hombre que, por apego a la vida, había venido a ser presa de los bárbaros. Cuando ya estaban cerca, Antonio se paró, dudando cómo debería recibir a Bruto, y Lucilio, ya en su presencia, con el más confiado ánimo, “A Marco Bruto ¡oh Antonio!- dijo- no lo ha hecho ni lo hará prisionero ningún enemigo; no permita Dios que hasta este punto prevalezca la fortuna sobre el valor; vivo está, o, si muerto, habrá sido de un modo digno de él. Yo he engañado a tus soldados, y aquí me tienes, que no rehúso sufrir por este crimen los más duros tormentos.” Dicho esto por Lucilio, todos se quedaron absortos; y Antonio, puesto la vista en los que le habían conducido: “No será extraño- les dijo-, ¡oh camaradas!, que llevéis a mal el teneros por burlados con este error; pero es bien sepáis que os habéis encontrado con una presa de más precio que la que buscabais, pues buscando un enemigo, es un amigo el que me habéis traído. Con Bruto no sé por los dioses qué había de haber hecho si me lo hubieran presentado vivo; y me es más grato encontrarme con tales amigos, que no con enemigos.” Esto dicho, abrazó a Lucilio, y por entonces lo encomendó a uno de sus más íntimos, y en adelante constantemente lo encontró siempre uno de los más fieles y seguros amigos que tuvo.

Bruto, habiendo pasado ya de noche un arroyo cuyas orillas eran escarpadas y cubiertas de matas, no fue mucho más adelante, sino que en un sitio despejado, en el que había una piedra grande rodada, se sentó, teniendo consigo a muy pocos de los caudillos y de sus amigos, y mirando al cielo poblado de estrellas, pronunció dos versos, de los cuales el uno en esta sentencia nos le refirió Volumnio: No permitas ¡oh Zeus! que se te oculte de tantos males el autor funesto; y del otro dice que se le había olvidado. De allí a poco, nombrando a cada uno de sus amigos muertos en la batalla, lloró principalmente sobre la memoria de Flavio y Labeón, de los cuales éste era su legado, y Flavio prefecto de los operarios. En esto uno de ellos, que tenía sed y conoció que Bruto la padecía igualmente, tomando su casco se encaminó al río. Oyóse entonces ruido por uno de los lados, y Volumnio se adelantó a ver lo que era, y con él el escudero Dárdano. Volvieron de allí a poco, y preguntando por el agua, respondió Bruto a Volumnio con una modesta sonrisa: “Nos la bebimos; pero se traerá otra para vosotros”; y enviado él mismo, estuvo muy expuesto a ser cautivado de los enemigos, y con gran dificultad se salvó herido. Conjeturó Bruto que no había sido mucha la gente que había perecido en la batalla, y se ofreció Estatilio a pasar por entre los enemigos, pues de otro modo no era posible llegar al campamento, y levantando en alto un hacha encendida, si lo hallaba salvo, volver otra vez adonde estaban. El hacha bien se levantó, habiendo llegado Estatilio al campamento; pero como al cabo de largo tiempo no volviese, “Si Estatilio vive- dijo Bruto-, no dejará de venir”; pero lo que ocurrió fue que al regresar dio en los enemigos y le quitaron la vida.

Siendo ya alta noche, se reclinó allí mismo donde se hallaba sentado, y se puso a conversar con su esclavo Clito. Como Clito nada le respondiese, echándose sólo a llorar, se volvió hacia el escudero Dárdano y le dijo en secreto algunas palabras. Finalmente, recordando en lengua griega a Volumnio los estudios y cuestiones en que juntos se habían ejercitado, le incitaba a que, aplicando su mano a la espada, ayudase el golpe. Rehusólo con abominación Volumnio, y lo mismo todos los demás; y como alguno dijese que ya no convenía permanecer allí, sino huir, levantándose, “Huir, sin duda-repuso-: mas no por pies, sino por manos”; y alargándoles la diestra de uno en uno con el más alegre semblante, les dijo ser grande el placer que tenía en que de sus amigos ninguno se había desmentido, que sólo debía culpar a la fortuna de los males de la patria y que se reputaba a sí mismo más feliz que los vencedores, no sólo en lo anterior, sino entonces mismo, por cuanto dejaba una opinión de valor que nunca alcanzarían éstos, ni a fuerza de armas, ni a fuerza de intereses, no pudiendo desvanecer la idea de que los injustos habían oprimido a los justos, y los malos a los buenos para apoderarse de un mando que no les tocaba. Rogándoles, pues, y exhortándolos a que se salvasen, se retiró a alguna distancia con dos o tres, de los cuales era uno Estratón, que había contraído amistad con él con motivo del estudio de la oratoria. Colocóle, pues, a su lado, y afianzando con ambas manos la espada por la empuñadura, se arrojó sobre ella y murió, aunque algunos dicen que fue el mismo Estratón quien, a fuerza de ruegos de Bruto, volviendo el rostro, le tuvo firme la espada, y que él, arrojándose con ímpetu de pechos, se había atravesado el cuerpo, quedando al golpe muerto.

A este Estratón. Mesala, que era amigo de Bruto, reconciliado con César, se lo recomendó cuando tuvo oportunidad, diciéndole no sin llanto: “Éste es ¡oh César! el que a mi Bruto le sirvió, pagándole el último oficio.” Admitióle César, a quien asistió en los trabajos y combates de Accio, entre los apreciables griegos que tuvo entonces a su lado. De Mesala dicen que César le alabó más adelante, porque habiendo sido denodado en Filipos por Bruto y mostrándosele después acérrimo en Accio le había dicho: “Yo, César, siempre soy de la autoridad y partido que tiene a su favor la razón y la justicia.” A Bruto le encontró ya muerto Antonio, y dio el mejor de sus mantos de púrpura para que envolviera el cuerpo; sabedor después de que había sido sustraído, hizo dar muerte al que lo sustrajo. Las cenizas las envió a la madre de Bruto Servilia; y de Porcia, mujer del mismo Bruto, refieren el filósofo Nicolao y Valerio Máximo que queriendo darse muerte, y no dejándole lugar ni medio para ello, sus amigos, que la observaban y guardaban continuamente, se tragó un ascua encendida, y cerrando y apretando la boca, de este modo pereció. Corre, sin embargo, una carta de Bruto a sus amigos, en la que se quejaba y les echaba en cara que habían abandonado a Porcia y dado lugar a que de enfermedad se dejara morir. Parece, pues, que Nicolao no tenía conocimiento del tiempo, porque de lo ocurrido a Porcia, de su amor y del modo de su muerte da noticia la misma carta, si acaso es de las legítimas.