Vidas paralelas: Artojerjes y Arato


Artojerjes

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El primer Artojerjes, distinguido entre todos por su bondad y magnanimidad, se llamó Longímano, porque tenía la mano derecha más grande que la izquierda: fue hijo de Jerjes. El segundo, cuya vida escribimos, se llamó Mnemón, y nació de hija de aquel; porque fueron cuatro los hijos de Darío y Parisatis: el mayor, Artojerjes; después de éste, Ciro, y los más jóvenes, Ostanes y Oxatres. Ciro tomó del antiguo Ciro el nombre, y aquel se dice que lo tomó del Sol, porque los Persas al Sol le llamaron Ciro. Artojerjes al principio, se llamó Arsicas, aunque Dinón dice que se llamó Oartes; pero, sin embargo de que Ctesias en lo general llenó sus libros de fábulas y patrañas vulgares, no es de creer que ignorase el nombre de un rey en cuya corte habitó, siendo su médico, el de su mujer, su madre y sus hijos.

Tuvo Ciro desde su primera edad un carácter altivo e impetuoso, cuando el otro parecía más dulce en todo y de un genio más bondadoso y apacible. Tomó mujer bella y virtuosa por disposición de sus padres, y la conservó contra la voluntad de éstos; porque habiendo dado muerte el rey a un hermano de la misma, determinó darla también a ella; pero Arsicas se echó a los pies de la madre, y con sus ruegos y lágrimas alcanzó, aun no sin dificultad, que ni se la quitara la vida ni se la separara de su lado. Amó siempre más la madre a Ciro, y quería que éste reinara, por lo cual, habiendo caído enfermo el padre, vino llamado desde el mar, y subió muy esperanzado de que la madre habría negociado el que fuese declarado sucesor del trono, porque Parisatis tenía para esto una razón plausible, de la que ya había antes hecho uso el antiguo Jerjes, instruido por Demarato, pues decía que a Arsicas lo había dado a luz cuando Darío su esposo no era sino particular, y a Ciro cuando ya reinaba. Mas, sin embargo, no fue escuchada, y se declaró por rey al primogénito, mudándole su nombre en el de Artojerjes, y a Ciro sátrapa de la Lidia y capitán general de las provincias marítimas.

A poco tiempo de haber muerto Darío, pasó el rey a Pasargada con el objeto de recibir la iniciación regia de los sacerdotes de Persia. Existe allí el templo de una diosa guerrera que puede presumirse sea Minerva, y el que ha de ser iniciado debe entrar en él y, deponiendo la estola propia, vestirse la que llevaba Ciro el Mayor antes de ser rey, comer pan de higos, tragar terebinto y beberse un vaso de leche agria. Si además de estas cosas tienen que ejecutar algunas otras, no es dado saberlo a los de afuera. Cuando iba Artojerjes a cumplir con ellas, llegó a él Tisafernes, trayendo a su presencia a uno de los sacerdotes que había sido presidente de la educación dada a Ciro con los otros jóvenes según las leyes patrias, y le había enseñado la magia; por lo cual ninguno había de haber sentido más que no hubiese sido declarado rey, y de ninguno se debía desconfiar menos para darle crédito acusando a Ciro. Acusábale, pues, de asechanzas en el templo, y de que tenía meditado, mientras el rey se vestía la estola, acometerle y quitarle la vida. Algunos dicen que en virtud de esta denuncia se le prendió; pero otros sostienen que Ciro había entrado en el templo, y que, hallándose escondido, lo descubrió el sacerdote. Cuando ya iba a sufrir la muerte, la madre le tomó en su regazo, le enredó con sus cabellos, juntó con la de él su garganta y a fuerza de quejas y lamentos le consiguió el perdón, y que fuera enviado otra vez al mar; mas él, no contento con aquel mando, ni teniendo en memoria el indulto, sino la prisión, aspiraba con la ira, más todavía que antes, a ocupar el reino.

Dicen algunos haberse revelado al rey porque lo que le fue dado no le bastaba ni para la cena diaria; pero esto es necedad, pues, aun cuando no hubiera otra cosa, estaba la madre, de cuyos bienes podía tomar y disponer cuanto y como quisiese, prestándose la misma a todo. Dan también testimonio de su riqueza las muchas tropas que en diferentes puntos mantenía por medio de sus amigos y huéspedes, como dice Jenofonte, pues no los reunía en uno, procurando todavía ocultar sus preparativos, sino que tenía en muchas partes reclutadores bajo diferentes pretextos. Además, la madre, que se hallaba en la corte, cuidaba de desvanecer la sospecha del rey, y el mismo Ciro le escribía respetuosamente, ya para decirle algunas cosas, y ya para darle quejas contra Tisafernes de que tenía emulación y desavenencias con él. Entraba también cierta parte de desidia en el carácter del rey, que para los más pasaba por bondad; al principio parece que efectivamente se propuso imitar la mansedumbre del otro Artojerjes, su tocayo, mostrándose muy afable en las audiencias, y esmerándose en honrar y hacer gracia a cada uno según su clase. A los castigos les quitaba todo lo que tenían de infamantes, y en punto a dádivas, no menos placer tenía en hacerlas que en recibirlas, mostrándose en el dar placentero y benigno; y por pequeño que fuese el don, no dejaba de recibirlo con la mejor voluntad: así, habiéndole presentado un tal Omiso una granada de extremada magnitud, “¡Por Mitra- dijo- que este hombre haría pronto de pequeña grande una ciudad si se le confiase!”.

En un viaje, unos le llevaban unas cosas y otros otras; y como un pobre menestral, que no encontraba que darle, corriese al río y, cogiendo agua en las manos, se la trajese, le dio tanto gusto a Artojerjes, que le envió una ampolla de oro y mil daricos. Euclides Lacedemonio habló insolentemente contra él, y se contentó con intimarle por medio de un tribuno lo siguiente: “A ti te es dado decir de mí cuanto quieras; pero a mí decir y hacer”. En una cacería le avisó Teribazo de que tenía el sayo descosido, y preguntándole qué haría, le respondió: “Ponerte otro y darme a mí ése”. Hízolo así Artojerjes, diciéndole: “Te lo doy, pero no te permito que lo lleves”. Y como él, sin hacer caso, porque no era hombre malo, aunque sí algo falto y atolondrado, se hubiese puesto el sayo, adornándose además con dijes de oro mujeriles, que también le había dado el rey, los cortesanos se mostraron disgustados, porque aquello no debía hacerse; pero el rey lo tomó a risa, y le dijo: “Te permito llevar los dijes por mujer, y el sayo por loco”. En la mesa del rey no se sentaban sino su madre y su mujer legítima, colocándose ésta en el asiento inferior y la madre en el superior: pero Artojerjes admitía a su misma mesa a sus dos hermanos Ostanes y Oxatres, que eran los dos más jóvenes. Lo que, sobre todo, dio a los Persas un espectáculo sumamente grato fue la carroza de la mujer de Artojerjes, Estatira, que siempre iba desnuda de todo cortinaje, dando lugar aún a las mujeres más infelices de saludarla y acercársele, con lo que aquel reinado se ganaba el amor de la muchedumbre.

Mas los hombres inquietos y amigos de novedades se daban a entender que los negocios pedían a Ciro, por ser varón magnánimo y guerrero, y que la extensión de tan grande imperio necesitaba un rey que tuviera espíritu y ambición. Ciro, asimismo, confiando no menos en los de las provincias altas que en los que tenía cerca de sí, se determinó a la guerra, y escribió a los Lacedemonios implorando su auxilio y pidiendo le enviasen hombres, a quienes ofrecía dar, si se le presentaban como infantes, caballos; si con caballos, parejas; si tenían campos, aldeas; si aldeas, ciudades; y que a los soldados no se les contaría la soldada, sino que se les mediría. Haciendo además jactancia de su persona, decía que su corazón pesaba más que el de su hermano; que filosofaba más que él; que era mejor mago, y podía beber y aguantar más vino; y, que éste de miedo en las cacerías no montaba a caballo, ni en la guerra se sentaba en carro con trono. Los Lacedemonios, pues, enviaron la correa a Clearco, dándole orden de estar en todo a la disposición de Ciro; de resulta de lo cual subió éste hacia la corte con un numeroso ejército de bárbaros, y con poco menos de trece mil Griegos auxiliares, buscando diferentes achaques y pretextos para haber reunido aquellas fuerzas. No consiguió, sin embargo, deslumbrar por mucho tiempo, porque Tisafernes acudió por sí mismo a avisarlo al rey, y fue grande la turbación y alboroto que esto causé en palacio, echándose a Parisatis principalmente la culpa de aquella guerra, y moviéndose muchas sospechas y delaciones contra sus amigos. La que hostigó sobre todo a Parisatis, fue Estatira, quejándose amargamente de la guerra, y clamando: “¿Dónde están ahora aquellas seguridades?; ¿dónde aquellos ruegos con que libertaste al insidiador de su hermano, y conque has venido a cercarnos de guerra y de males?” Por esta causa Parisatis concibió el más terrible odio contra Estatira, y como fuese de índole rencorosa y propiamente bárbara en sus iras y en su mala intención, atentó contra su vida. Dinón dice que esta maldad se verificó durante la guerra, y Ctesias que después: y como no parece regular que éste ignorase el tiempo, habiendo presenciado los sucesos, ni se ve causa alguna para que sacase de su propia época este hecho y no lo refiriese como había pasado (aunque muchas veces le sucede que su narración, convirtiéndose a lo fabuloso y dramático, se aparta de la verdad), aquí tendrá el lugar que éste le ha dado.

Llegáronle a Ciro en la marcha voces y rumores de que el rey no pensaba en dar batalla desde luego, ni en apresurarse a venir a las manos con él, sino permanecer en Persia hasta que le llegaran las tropas pedidas de todas partes, habiendo hecho abrir un foso de diez pies de ancho y otros tantos de hondo, que corría por la llanura hasta cuatrocientos estadios; y aun no hizo alto en que Ciro entrase dentro de él y llegase hasta no lejos de la misma Babilonia; pero habiendo tenido Teribazo resolución para decir el primero que no era razón evitable el combate, ni que retirándose de la Media, de Babilonia y aun de Susa se encerrara en la Persia quien tenía multiplicadas fuerzas que el enemigo, y diez mil sátrapas y generales que en prudencia y pericia militar valían más que Ciro, se decidió por que se marchara al combate sin más dilación. Y cuando de pronto se dejó ver con un ejército de novecientos mil hombres bien equipados, asombró y sobresaltó a los enemigos, que por la excesiva confianza y desprecio marchaban en desorden y sin armas, de manera que sólo con gran dificultad y mucha gritería y alboroto pudo traerlos Ciro a formación. Caminando despuéss el rey con reposo y concierto, causó con aquel buen orden admiración a los Griegos, que en tanto gentío no esperaban más que gritería confusa, correrías y grande desorden y dispersión. Dispuso también con singular acierto colocar contra los Griegos, delante de su hueste, los más fuertes de sus carros falcados, para que antes de venir a las manos les desordenaran las filas con la violencia de su impulso.

Siendo muchos los que han referido esta batalla, entre los cuales Jenofonte la ha descrito de manera que casi la hace ocurrir a nuestra vista, pintando los sucesos no como pasados, sino como si entonces mismo aconteciesen, y haciendo con la viveza de su expresión sentir al que lee los afectos y los peligros, no sería de escritor prudente ponerse ahora a hacer otra narración que la de aquellas particularidades dignas de memoria que éste hubiese pasado en silencio. El lugar, pues, donde se dio se llama Cunaxa, y dista de Babilonia quinientos estadios. Propuso Clearco a Ciro antes de la batalla que se colocara a retaguardia de los griegos y no expusiera su persona y se refiere haberle respondido: “¿Qué es lo que dices, Clearco? ¿Me propones que, aspirando al reino, me muestre indigno de reinar?” Erró sin duda Ciro en arrojarse temerariamente a los peligros y no guardarse de ellos: pero no fue menos, si es que no fue más grande, el yerro de Clearco en no querer que los Griegos se opusieran de frente al rey, y en apoyar su derecha sobre el río para no ser envuelto, pues al que en todo no buscaba más que la seguridad, y toda su atención la ponía en no sufrir ni el menor descalabro, le era lo mejor haberse quedado en su casa. Pero haber andado armado diez mil estadios sin que negocios propios lo exigiesen, con sólo el objeto de colocar en el trono real a Ciro, y ponerse después a examinar el lugar y la formación más a propósito, no para salvar al caudillo y a aquel en cuyo auxilio era venido, sino para pelear él mismo con menor riesgo e incomodidad, es como si uno, por temor de lo presente, no hiciera cuenta del objeto principal, ni tuviera en consideración cuál es el fin de un ejército, pues que ninguno de los soldados del rey había de haber aguantado el choque de los Griegos; y que, rechazados aquellos y ahuyentado o muerto el rey, se había de haber logrado que, salvo y vencedor, reinase Ciro, de los mismos sucesos se deduce con claridad. Por tanto, más de culpar es la exagerada precaución de Clearco que la temeridad de Ciro, en que con éste todo se hubiese perdido, pues si el mismo rey se hubiera puesto a pensar dónde colocaría los Griegos para recibir de ellos menos daño, no hubiera encontrado otro sitio mejor que aquel en que estuviesen más lejos de él mismo y de los que con él peleaban, desde el cual él mismo no percibió que era vencido, y Ciro se anticipó a morir antes de sacar ninguna ventaja de la victoria de Clearco. Y no porque Ciro no hubiese conocido que era lo que convenía, disponiendo que Clearco formara allí en el centro; pero éste, con decir que dejara a su cuidado el disponer lo mejor, todo lo desbarató y destruyó.

Porque los Griegos arrollaron a los bárbaros como y cuanto quisieron, y, persiguiéndolos, corrieron casi toda la llanura; mas contra Ciro, que llevaba un caballo noble, pero duro de boca y de sobrados alientos, llamado Pasaca según dice Ctesias, movió el caudillo de los Cadusios Artagerses, diciendo a grandes voces: “¡Oh tú, que infamas el glorioso nombre de Ciro, el más injusto y más temerario de los hombres, vienes atrayendo en mal hora a los valientes Griegos contra las riquezas de los Persas, con esperanza de dar muerte a tu señor y tu hermano, que tiene millares de millares de esclavos mejores que tú; pero ahora lo verás, pues antes perderás aquí tu cabeza que puedas ver el rostro del rey”. Dicho esto, le lanzó un dardo, y la coraza resistió firme al golpe, con lo que no llegó a ser herido Ciro, sino sólo conmovido en la silla, porque el golpe fue violento. Al volver Artagerses el caballo, tiró Ciro contra él, y le acertó, entrando la punta del dardo por el cuello sobre la clavícula. Así casi todos convienen en que Artagerses fue muerto por Ciro: pero por cuanto de la muerte de éste no habló Jenofonte sino llana y brevemente, como que no la presenció, nada parece que se opone a que expresemos con distinción lo que acerca de ella refieren Dinón y Ctesias.

Dice, pues, Dinón que, muerto Artagerses, Ciro acometió denodadamente a los que protegían al rey, llegando a herirle a éste el caballo; pero pudo salvarse. Proporcionóle Teribazo que montase otro caballo, diciéndole: “Acuérdate, ¡oh rey!, de este día, porque no es de olvidar”; y otra vez Ciro acosó con su caballo a Artojerjes, y le derribó. Indignóse sobremanera el rey al tercer encuentro, y diciendo “más vale morir”, lanzó un dardo contra Ciro, que temeraria y ciegamente se metía por las saetas enemigas; tiráronle también los que junto al rey estaban, y cayó Ciro, según dicen algunos, herido de mano del rey; según algunos otros, dándole el golpe mortal uno de Caria, a quien el rey concedió, en premio de esta acción, que llevara siempre un gallo de oro sobre una lanza al frente de la hueste en los ejércitos; porque los Persas a los de Caria le llamaban gallos, a causa de los penachos con que adornaban sus cascos.

La relación de Ctesias, procurando abreviar y compendiar mucho en pocas palabras, es como sigue: Ciro, luego que dio muerte a Artagerses, dirigió su caballo contra el rey, y éste el suyo contra él, ambos sin hablar palabra. Anticipóse Arieo, amigo de Ciro, a tirar contra el rey, pero no le hirió. El rey, haciendo entonces tiro con su lanza, no acertó a Ciro, pero alcanzó y dio muerte a Satifernes, hombre de valor y leal a Ciro. Tirando éste contra aquel, le pasó la coraza y le hirió en el pecho, hasta penetrar la saeta dos dedos, haciéndole el golpe caer del caballo. Desordenáronse con esto y huyeron los que tenía alrededor de sí, y levantándose con muy pocos, de los cuales era uno Ctesias, tomó una altura inmediata, donde respiró. A Ciro, mientras acosaba a los enemigos, enardecido su caballo, lo llevó a gran distancia, venida ya la noche, desconocido de los enemigos y buscado de los suyos. Engreído con la victoria y lleno de ardor y osadía, corrió gritando: “¡Rendios, miserables!” Repetíalo en lengua persa muchas veces, y algunos se retiraban adorándole: mas cáesele en esto la tiara de la cabeza, y volviendo contra él un mancebo persa, llamado Mitridates, le hiere con un dardo en una sien, junto al ojo, sin saber quién fuese. Como le corriese mucha sangre de la herida, cayó Ciro desmayado y soporoso, y el caballo, dando a huir, corría desbocado, cuyos jaeces, caídos al suelo, recogió el escudero del que hirió a Ciro, bañados todos en sangre. A éste, que con la herida apenas podía dar paso, procuraban unos cuantos eunucos que allí se hallaban subirle en otro caballo y salvarle; más no estando para ello, y yendo con gran dificultad por su paso, le cogieron por los brazos y así le llevaban muy pesado ya del cuerpo y cayéndoseles, pero creído de que era vencedor, por oír a los que huían que aclamaban por rey a Ciro y le rogaban los mirase con indulgencia. En esto unos Caunios, hombres de mala vida, miserables y que por muy poco jornal iban de trabantes en el ejército del rey, se encontraron mezclados como amigos entre las gentes de Ciro, y no bien hubieron visto las sobrevestas purpúreas, siendo blancas las que usaban todos los del servicio del rey, conocieron que eran enemigos. Atrevióse, pues, uno de ellos a herir con un dardo a Ciro por la espalda sin conocerle, y rota la vena de la corva, cayó Ciro, dando al mismo tiempo con la sien herida sobre una piedra, y falleció. Ésta es la narración de Ctesias, con la que, como con una mala navaja, le va matando poco a poco.

Cuando ya había muerto, acertó a pasar a caballo Artasiras, ojo del rey, y conociendo a los eunucos que se lamentaban, preguntó al que tenía entre ellos de más confianza: “Dime, Pariscas, “¿a quién lloras aquí sentado?”, a lo que respondió: “¿No ves, ¡oh Artasiras! a Ciro muerto?” Maravillado Artasiras, procuró consolar al eunuco, encargándole la custodia del muerto, y él corrió a Artojerjes, que ya lo daba todo por perdido, y que se hallaba mal parado de sed y de sus heridas, y le dice con regocijo que ha visto muerto a Ciro. Su primer movimiento fue querer ir a verlo por sí, diciendo a Artasiras que lo llevase al sitio; pero como llegasen continuas noticias y fuese grande el miedo con motivo de que los Griegos seguían el alcance, y todo lo vencían y avasallaban, se tuvo por más conveniente enviar exploradores en mayor número, y se enviaron treinta con hachones. Estaba el rey a punto de morir de sed, y el eunuco Satibanes corría por todas partes buscando qué bebiese, porque el terreno aquel carecía de agua y no estaba cerca el campamento; mas al fin, a costa de mucha diligencia, dio de aquellos Caunios miserables con uno que en un odre ruin tenía de agua podrida y de mala calidad hasta unas ocho cótilas. Tomóle, pues, y lo trajo al rey; y habiéndose bebido éste toda el agua, le preguntó si no le había sabido mal semejante bebida, y él juró por los dioses que en su vida había bebido ni vino más dulce, ni agua más delicada y limpia; tanto, que le añadió: “Al hombre que te la ha dado, si buscándolo no puedo yo darle la debida recompensa, pediré a los dioses que le hagan feliz y rico”.

Llegaron en este punto los treinta regocijados y alegres, anunciándole su inesperada ventura, y empezando además a cobrar ánimo con el gran número de los que volvían a pasarse a él, bajó del collado rodeado de antorchas. Cuando estuvo junto al cadáver, luego que, según una ley de los Persas, se le cortó la mano derecha y la cabeza, separándolas del cuerpo, mandó que le trajesen la cabeza; y cogiéndola por los cabellos, que eran espesos y ensortijados, la mostró a los que todavía dudaban y huían. Admirábanse éstos y lo adoraban, de manera que en breve reunió unos setenta mil hombres, que regresaron otra vez a los reales, siendo los que había llevado a la batalla, según dice Ctesias, sobre cuatrocientos mil; pero Dinón y Jenofonte refieren haber sido muchos más los que entraron en acción. De muertos dice Ctesias que Artojerjes le refirió haber sido nueve mil, y que a él le parece que en todo no bajaron los que perecieron de veinte mil. En esto puede haber duda; pero lo que es una insigne impostura de Ctesias es decir que él mismo fue enviado a los Griegos con Falino de Zacinto y algunos otros, porque Jenofonte sabía que Ctesias moraba en la corte del rey, puesto que hace mención de él, y es claro que tuvo en las manos sus libros; y si hubiera ido y sido intérprete de las conferencias, no habría dejado de nombrarle cuando nombra a Falino de Zacinto; y es que, siendo Ctesias sumamente ambicioso y no menos apasionado de los lacedemonios y de Clearco, siempre deja para sí mismo algunos huecos en la narración, y cuando se ve en ella dice muchas y grandes proezas de Clearco y de Lacedemonia.

Después de la batalla envió los más ricos y preciosos dones al hijo de Artagerses, muerto a manos de Ciro, y honró magníficamente a Ctesias y a todos los demás. Habiendo hallado al Caunio aquel que le dio el odre, de oscuro y pobre lo hizo ilustre y rico. Se notó cierto estudio hasta en los castigos de los que faltaron, porque a un Medo llamado Arsaces que en la batalla huyó a Ciro y otra vez se le pasó después de muerto éste, queriendo en él castigar la timidez y cobardía, y no la traición ni la maldad, le condenó a que, tomando en hombros una ramera desnuda, la paseara así un día entero por la plaza. A otro que sobre haberse pasado se había atribuido con falsedad haber muerto a dos enemigos, dispuso que le atravesaran la lengua con tres agujas. Creyendo él mismo y queriendo que todos creyeran y dijeran que él había sido quien había muerto a Ciro, a Mitridates, que fue el primero en tirar contra Ciro, le envió magníficos dones, encargando a los que habían de entregárselos que le dijesen: “Con estas preseas te premia el rey por haberle presentado los arreos del caballo de Ciro, que te encontraste”. Pidiéndole asimismo recompensa aquel de Caria que dio a Ciro en la pierna la herida de que murió, provino a los que se la llevaban le dijesen en la propia forma: “Este regalo te lo hace el rey por segundas albricias, porque el primero fue Artasiras, y después de él tú le anunciaste la muerte de Ciro”. Mitridates, aunque disgustado, recibió su regalo y nada dijo; pero al miserable Cario le sucedió lo que comúnmente padecen los necios, porque, deslumbrado con los bienes presentes, pensó que podía subirse a mayores, y desdeñando recibir lo que se le daba como albricias, se mostró ofendido, protestando y gritando que ninguno otro que él había muerto a Ciro, e injustamente se le privaba de aquella gloria. Cuando se lo dijeron al rey, se irritó sobremanera y mandó que le cortasen la cabeza; pero la madre, que se hallaba presente: “No has de ser tú ¡oh rey!le dijo-, quien se dé con esto por satisfecho respecto de este abominable Caria, sino que de mí recibirá una recompensa digna de lo que ha tenido el arrojo de decir.” Habiéndoselo otorgado el rey, dio orden Parisatis a los ejecutores de la justicia para que, tomando bajo su poder aquel hombre, lo atormentaran por diez días, y sacándole después los ojos, le echaran en los oídos bronce derretido hasta que así falleciese.

Al cabo pereció también malamente Mitridates de allí a poco tiempo por su indiscreción. Convidado, en efecto, a un banquete, al que asistieron los eunucos del rey y de su madre, se presentó en él engalanado con el vestido y alhajas de oro que aquel le había dado. Cuando ya estaban cenando, le dijo el eunuco de más valimiento entre los de Parisatis: “Bellísimo es, ¡oh Mitridates!, ese vestido que te dio el rey; bellísimos igualmente los collares y demás adornos; pero más precioso el alfanje. ¡Ciertamente que te hizo venturoso y célebre entre todos!” Mitridates, que ya tenía la cabeza caliente: “¿Qué es esto?- dijo- ¡oh Esparamizes! De mayores y más preciosos dones de parte del rey me hice yo digno en aquel día”. Entonces Esparamizes, sonriéndose: “Nadie te lo disputa ¡oh Mitridates!- le contestó-; pero pues dicen los Griegos que la verdad es compañera del vino, ¿qué cosa tan grande y tan brillante es, amigo mío, encontrarse en el suelo los arreos de un caballo, e ir después a presentarlos?” Diciendo esto, no porque ignorase lo que había pasado, sino para hacer se franquease ante los demás que se hallaban presentes, picaba así la vanidad de Mitridates, hablador ya y descomedido con el vino. Así es que, no pudiendo contenerse: “Vosotrosrepuso- diréis todo lo que queráis de arreos y tonterías; lo que yo os aseguro sin rodeos es que Ciro fue muerto por esta mano, porque no tiré, como Artagerses, flojamente y en vano, sino que erré poco del ojo, y acertándole en la sien, y pasándosela, lo derribé al suelo, habiendo muerto de aquella herida”. Todos los demás, poniéndose ya en el fin de aquella conversación, y viendo la desgraciada suerte de Mitridates, bajaron los ojos a tierra; y el que daba el convite: “Amigo Mitridates- dijo-, bebamos ahora y comamos adorando el genio del rey, y dejemos a un lado razonamientos que están por encima de los que pide un banquete”.

Fin seguida refiere el eunuco a Parisatis aquella conversación, y ésta al rey, el cual se indignó en gran manera, creyéndose desmentido y que se le hacía perder el más precioso y más dulce fruto de la victoria, pues estaba empeñado en hacer entender a todos los bárbaros y a los Griegos que en los encuentros y choques, dando y recibiendo golpes, él había sido herido, pero había muerto a Ciro. Mandó, pues, que a Mitridates se le quitara la vida, haciéndole morir enartesado, lo que es en esta forma: tómanse dos artesas hechas de madera que ajusten exactamente la una a la otra, y tendiendo en una de ellas supino al que ha de ser penado, traen la otra y la adaptan de modo que queden fuera la cabeza, las manos y los pies, dejando cubierto todo lo demás del cuerpo, y en esta disposición le dan de comer, si no quiere, le precisan punzándole en los ojos; después de comer le dan a beber miel y leche mezcladas, echándoselas en la boca y derramándolas por la cara: vuélvenle después continuamente al sol, de modo que le dé en los ojos, y toda la cara se le cubre de una infinidad de moscas. Como dentro no puede menos de hacer las necesidades de los que comen y beben, de la suciedad y podredumbre de las secreciones se engendran bichos y gusanos que carcomen el cuerpo, tirando a meterse dentro. Porque cuando se ve que el hombre está ya muerto, se quita la artesa de arriba y se halla la carne carcomida, y en las entrañas enjambres de aquellos insectos pegados y cebados en ellas. Consumido de esta manera Mitridates, apenas falleció el decimoséptimo día.

Quedábale a Parisatis otro blanco, que era Masabates, aquel eunuco del rey que cortó a Ciro la cabeza y la mano. No le daba éste motivo ni asidero ninguno, y Parisatis discurrió de este modo de traerle a sus lazos. Era para todo mujer astuta, y diestra en el juego de los dados, por lo que antes de la guerra jugaba muchas veces con el rey, y después de ella, cuando ya se habían reconciliado, no se negaba a las demostraciones del rey, sino que tomaba parte en sus diversiones y era sabedora de sus amores, terciando en ellos y presenciándolos, con el cuidado, sobre todo, de que conversara y se llegara a Estatira lo menos posible, por aborrecerla más que a nadie, y también para poder aparentar que ella era la que gozaba del mayor favor. En una ocasión, pues, en que el rey estaba alegre y sin qué hacer, lo provocó a jugar la suma de mil daricos; echaron los dados, y habiéndose dejado ganar, entregó el dinero. Fingió, sin embargo, sentimiento y gana de continuar, proponiendo que se pusiera a jugar de nuevo, y que fuera lo que se jugase un eunuco. Hicieron el convenio de que cada uno exceptuaría cinco, los que tuviese de mayor confianza, y de los demás el vencedor elegiría, y el vencido habría de entregarlo; bajo estas condiciones se pusieron a jugar. Dio grande atención al juego, no omitiendo nada de su parte, y como además le fuesen favorables los lances, ganó y se hizo dueña de Masabates, que no era de los exceptuados; y antes que él pudiera tener sospecha ninguna de su intención, lo entregó a los ejecutores de la justicia con orden de que lo desollaran vivo; el cuerpo, puesto de lado, lo amarraron en tres cruces, y la piel la tendieron con separación en otro palo. Hecho esto, el rey manifestó el mayor pesar, mostrándosele irritado, y ella por burla: “¡Cuán amable y gracioso eres- le decía- si así te dueles por un eunuco viejo y perverso, cuando yo, habiendo perdido mil daricos, callo y aguanto!” El rey, aunque no dejó de sentir el engaño, nada hizo; pero Estatira, que abiertamente la contradecía en todo, hizo también con esta ocasión demostraciones de disgusto, no pudiendo sufrir que Parisatis diera muerte injusta y cruel, a causa de Ciro, a los hombres y a los eunucos más fieles al rey.

Habiendo Tisafernes engañado a Clearco y a los demás caudillos, y puéstolos en prisión con quebrantamiento de las capitulaciones confirmadas con juramento, dice Ctesias que Clearco le pidió le proporcionase un peine, y que, provisto de él, se compuso y ordenó el cabello, quedando muy agradecido a aquel favor, por el que le dio un anillo, prenda de amistad, para sus parientes y deudos en Lacedemonia, siendo lo que tenía grabado una danza de cariátides. Añade que los víveres enviados a Clearco los sustraían y consumían los soldados presos con él, dando a Clearco una parte muy pequeña, como si a ellos la debiera; y que él puso en esto remedio, negociando que se enviaran más provisiones a Clearco y que se les dieran separadamente a los soldados; y todo esto lo dispuso y ejecutó por favor y con beneplácito de Parisatis. Como entre estas provisiones se enviase todos los días a Clearco un jamón, le mostró de qué modo podría poner entre la carne un puñal y enviárselo escondido, rogándole lo ejecutase y que no diera lugar a que su fin pendiera de la crueldad del rey. Mas él no se prestó a semejante propuesta, y habiendo la madre intercedido con el rey para que no se diese muerte a Clearco, el rey se lo otorgó bajo juramento; pero vuelto por Estatira, hizo quitar la vida a todos, fuera de Menón. De resulta de esto dice que Parisatis atentó a la vida de Estatira, preparándole un veneno, cosa poco probable en cuanto a la causa, pues no parece que Parisatis había de emprender acción tan atroz y exponerse por Clearco a los mayores peligros, arrojándose a dar muerte a la mujer legítima del rey, madre de los hijos que en común habían educado para el reino. Pero es bien claro que todo esto está exagerado en obsequio de la memoria de Clearco; porque dice también que, muertos los caudillos, todos los demás fueron comidos de perros o de aves; pero que en cuanto al cadáver de Clearco, levantándose un recio huracán, que acumuló un montón de tierra, la trajo sobre él y le cubrió, y que, habiéndose plantado allí unas palmas, en breve se formó un maravilloso palmar, que hizo sombra a aquel sitio, tanto, que el rey mismo se mostró muy pesaroso de haber dado muerte a un hombre tan amado de los dioses como Clearco.

Parisatis, que desde el principio había mirado con aversión y celos a Estatira, viendo que su poder no nacía sino del respeto y honor en que la tenía el rey, y que el de ésta tomaba sus quilates y su fuerza del amor y de la confianza, se resolvió a armarle asechanzas, aventurándose, como ella misma lo creía, a todo. Tenía una esclava muy fiel y que gozaba de todo su favor, llamada Gigis, de la cual dice Dinón haber sido quien dispuso el veneno, y Ctesias, que sólo fue sabedora involuntariamente. Al que dio el veneno, éste le llama Belitara, y Dinón, Melanta. A Pesar de sus antiguas sospechas y disensiones, habían empezado otra vez a visitarse y a cenar juntas, comiendo, aunque con recelo y precaución, de los mismos platos preparados por las mismas personas. Hay en Persia una ave pequeña que no hace ninguna secreción, sino que en lo interior toda es gordura, por lo que se cree que se mantiene del viento y del rocío, y su nombre es Rintaces. Dice, pues, Ctesias que Parisatis trinchó una de estas aves con un cuchillo untado por un lado con el veneno, con lo que quedó emponzoñada una parte del ave, y que comió ella la parte intacta y pura, alargando a Estatira la que estaba inficionada. Dinón dice que no fue Parisatis, sino Melanta quien trinchó el ave, poniendo la carne envenenada al lado de Estatira. Como ésta hubiese muerto con grandes dolores y convulsiones, ella misma conoció la maldad, y el rey no pudo menos que concebir sospechas contra la madre, mayormente sabiendo su índole feroz e implacable. Por tanto, aplicándose al punto a hacer indagaciones, prendió y atormentó a los sirvientes y superintendentes de la mesa de la madre; por lo que hace a Gigis, Parisatis la tuvo mucho tiempo consigo en su habitación, sin querer entregarla al rey, que la reclamó; pero como más adelante hubiese pedido que la dejara ir una noche a su casa el rey lo llegó a entender, puso quien la acechase y prendiese, y la condenó a muerte. La pena que en Persia se da, según la ley, a los envenenadores es la siguiente; tienen una piedra ancha sobre la que ponen la cabeza del criminal, y con otra piedra se la machacan y muelen hasta quedar deshechas la cara y la cabeza; y ésta fue la muerte que tuvo Gigis. A Parisatis no le dijo o hizo Artojerjes otro mal que enviarla con su voluntad a Babilonia, diciendo que mientras ésta estuviese allí, no vería aquella ciudad. Tales fueron y así pasaron las cosas domésticas.

Quería el rey y hacía esfuerzos por apoderarse de todos los Griegos que habían subido a la Persia como había vencido a Ciro y había conservado el reino; pero no habiéndolo conseguido, y antes habiéndose ellos salvado por sí mismos, puede decirse que desde la corte, no obstante haber perdido a Ciro y todos sus caudillos, lo que éstos hicieron fue descubrir y revelar lo que era el imperio de la Persia y las fuerzas del rey, reducido todo a mucho oro, lujo y mujeres, y en lo demás, orgullo y vanidad; con lo que toda la Grecia se tranquilizó y despreció a los bárbaros, y aun a los Lacedemonios les pareció cosa intolerable no sacar de su servidumbre a los griegos habitantes del Asia, y no poner término a sus insolencias. Haciéndoles, pues, la guerra, primero bajo el mando de Timbrón y después de Dercílidas, sin hacer nada digno de mentarse, la encargaron al rey Agesilao. Pasó éste con sus naves al Asia, y desplegando al punto singular actividad, alcanzó un ilustre nombre, venció de poder a poder a Tisafernes y sublevó las ciudades. En vista de esto, meditando Artojerjes sobre el modo de hacer la guerra, envió a la Grecia a Hermócrates de Rodas con cantidad de oro y orden de regalar y corromper a los demagogos de más influjo en las ciudades, a fin de llevar la guerra griega sobre Lacedemonia. Hízolo así Hermócrates, logrando que se rebelaran las ciudades más principales; y habiéndose puesto también en movimiento el Peloponeso, los magistrados llamaron del Asia a Agesilao. Así se refiere que, al retirarse de aquella región, dijo a sus amigos que había sido expelido del Asia por el rey con treinta mil arqueros, porque el sello de la moneda persa es un arquero o sagitario.

Echó también del mar a los Lacedemonios, valiéndose para caudillo de Conón el Ateniense con Farnabazo; porque Conón, después del combate naval de Egospótamos, se estacionó en Chipre, no para consultar a su seguridad, sino esperando, como en el mar cambio de viento, así mudanza en los negocios. Viendo, pues, que sus ideas necesitaban de poder y que el poder del rey necesitaba de un hombre capaz, envió una carta a éste sobre lo que meditaba, previniendo al portador que la entregara por medio de Zenón de Creta o de Polícrito, médico de Mendeo, y si éstos no se hallasen presentes, por medio de Ctesias, también médico. Refiérese que Ctesias fue el que recibió la carta, y a lo que Conón escribía, añadió que le enviara a Ctesias, porque le sería útil para las empresas de mar; pero Ctesias dice que el rey, de movimiento propio, le confió este encargo. Mas como después de la victoria naval que alcanzó en Gnido, por medio de Farnabazo y de Conón, hubiese despojado a los Lacedemonios del imperio del mar, puso de su parte a la Grecia hasta el punto de dictar a los Griegos aquella tan nombrada paz que se llamó la paz de Antálcidas. El espartano Antálcidas era hijo de León, y trabajando en favor del rey, negoció que todas las ciudades griegas del Asia y las islas con ella confinantes le serían tributarias, debiendo permitirlo así los Lacedemonios, en virtud de la paz ajustada con los Griegos, si es que puede llamarse paz una mengua y traición que trajo a la Grecia a un estado más ignominioso que el que tuvo jamás por término guerra ninguna.

Por tanto, habiendo abominado siempre Artojerjes de todos los Espartanos, teniéndolos, como dice Dinón, por los hombres más impudentes, a Antálcidas, cuando subió a la Persia, le hizo los mayores agasajos; y en una ocasión, tomando una corona de flores y mojándola en un ungüento preciosísimo, la envió desde la mesa a Antálcidas, maravillándose todos de tan extraordinario obsequio. Ahora, él era hombre muy sujeto a dejarse corromper del lujo y admitir semejante corona, cuando en Persia había remedado por nota a Leónidas y Calicrátidas. Y si Agesilao, según parece, al que dijo: “¡Desdichada Grecia, cuando los Lacedemonios medizan!”, le respondió: “Nada de eso, sino cuando los medos laconizan”, la gracia de este chiste no quitó la vergüenza y mengua del hecho, pues ello fue que perdieron el principado por haber combatido mal en Leuctras, y antes había sido ya mancillada la gloria de Esparta con aquel tratado. Mientras Esparta conservó la primacía, tuvo Artojerjes a Antálcidas por su huésped, y le llamaba su amigo; pero después que, vencidos en Leuctras, decayeron de su altura, y que por falta de medios enviaron a Agesilao al Egipto, subió Antálcidas a la Persia a pedir a Artojerjes socorriese a los Lacedemonios; y éste de tal modo lo desdeñó, le desatendió y le arrojó de sí, que hubo de volverse afligido con el escarnio de los enemigos y el temor a los Éforos, y se dejó morir de hambre. Subieron también a solicitar el auxilio del rey Ismenias, y Pelópidas, después que había vencido en la batalla de Leuctras; pero éste nada hizo que pudiera parecer indecoroso: Ismenias, habiéndosele mandado que adorase, dejó caer el anillo del dedo, y bajándose a cogerlo, pasó por que había adorado. A Timágoras Ateniense, que por medio de Beluris, su escribiente, le dirigió un billete reservado, alegre de haberlo recibido, le envió diez mil daricos, y porque hallándose enfermo necesitaba ochenta vacas de leche. Mandóle además un lecho con su estrado y hombres que lo armaran, por creer que los griegos no sabrían, y portadores que le condujesen en litera hasta el mar, hallándose delicado. Cuando ya hubo arribado, le envió una cena tan suntuosa, que Ostanes, el hermano del rey, le dijo: “Acuérdate, Timágoras, de esta mesa, porque no se te envía tan magníficamente adornada con ligero motivo”; lo que más era estímulo para una traición que recuerdo para el agradecimiento. En fin, los Atenienses condenaron a muerte a Timágoras por causa de soborno.

En una cosa dio gusto Artojerjes a los Griegos por tantas con que los había mortificado, y fue en dar muerte a Tisafernes, que les era el más enemigo y contrario, y se la dio por sospechas que contra él le hizo concebir Parisatis, pues no le duró mucho al rey el enojo sino que luego se reconcilió con su madre y la envió a llamar, haciéndose cargo de que tenía talento y un ánimo digno del trono, y de que ya no mediaba causa ninguna por la que hubieran de recelar disgustarse viviendo juntos. Desde entonces, conduciéndose en todo a gusto del rey, y no mostrándose displicente Por nada que hiciese, adquirió con él el mayor poder, alcanzando cuanto quería; esto mismo la puso en estado de observar que el rey estaba apasionadamente enamorado de Atosa una de sus hijas, aunque por respeto a la madre, ocultaba y reprimía esta pasión, como dicen algunos, no obstante que tenía ya trato secreto con aquella joven. No bien lo hubo rastreado Parisatis, cuando empezó a hacerle mayores demostraciones que antes, y a Artojerjes le ponderaba su belleza y sus costumbres como Propiamente regias y dignas del más, alto lugar. Persuadióle por fin que se casase con aquella doncella y la declarase su legítima mujer, no haciendo caso de las opiniones y leyes de los Griegos, pues para los Persas él había sido puesto por Dios como ley y norma de lo torpe y de lo honesto. Todavía añaden algunos, de cuyo número es Heraclides de Cumas, que Artojerjes, se casó también con su otra hija Amestris, de la que hablaremos más adelante. A Atosa la amó el padre con tal extremo después del matrimonio que, habiéndosele plagado el cuerpo de herpes, no se apartó de su amor Por esta causa ni lo más mínimo, y sólo hizo plegarias por ella a Hera; la adoró sola entre los dioses, llegando a tocar con las manos la tierra, e hizo que los sátrapas y sus amigos le enviaran tantas ofrendas, que el espacio que media entre el templo y el palacio, que es de dieciséis estadios, estaba lleno de oro, plata, púrpura y pedrería.

Habiendo movido guerra a los egipcios por medio de Farnabazo e Ifícrates, le salió desgraciadamente a causa de haberse éstos indispuesto entre sí. A los Cadusios la hizo por sí mismo con trescientos mil infantes y diez mil caballos: pero habiendo invadido un país áspero y nebuloso, falto de los frutos que provienen de la siembra, y que sólo da para el sustento peras, manzanas y otras frutas silvestres a unos hombres belicosos e iracundos, no advirtió que iba a verse rodeado de las mayores privaciones y peligros, porque no encontraban nada que comer, ni había modo de introducirlo de otra parte. Manteníanse solamente con las acémilas, de manera que una cabeza de asno apenas se encontraba por sesenta dracmas. La cena regia desapareció, y eran muy pocos los caballos que quedaban, habiéndose consumido los demás. En esta situación, Teribazo, que por su valor muchas veces ocupaba el primer lugar, otras muchas era retirado por su vanidad, y entonces se hallaba en desgracia y puesto en olvido, fue el que salvó al rey y al ejército. Porque siendo dos los reyes de los Cadusios y estando acampados aparte, se presentó a Artojerjes, y dándole parte de lo que pensaba ejecutar, se fue él en persona a ver a uno de los Cadusios, y al otro envió a su hijo. Cada uno engañó al suyo, diciéndolo que el otro iba a enviar embajadores a Artojerjes para negociar con él paz y alianza; por tanto, que, si tenía juicio, le convenía llegar él el primero, para lo que le auxiliaría en todo. Diéronles crédito ambos, y procurando cada cual anticiparse, el uno envió embajadores a Teribazo, y el otro a su hijo. Como hubiese habido alguna detención, ya se levantaban sospechas y acusaciones contra Teribazo, y el mismo rey empezaba a mirarle mal, arrepintiéndose de haberse fiado de él y dejando campo abierto a sus enemigos para calumniarle. Mas cuando se presentaron de una parte Teribazo y de otra su hijo, con los Cadusios, y extendiéndose los tratados se asentó la paz con ambos reyes, entonces alcanzó Teribazo los mayores honores, e hizo la retirada al lado del rey, el cual demostró en esta ocasión a todos que la pusilanimidad y delicadeza no nacen del lujo y del regalo, como cree el vulgo, sino de un natural viciado y pervertido que se deja arrastrar de erradas opiniones. Porque ni el oro, ni la púrpura, ni todo el aparato y magnífico equipaje de doce mil talentos que seguía siempre a la persona del rey, le preservó de sufrir trabajos e incomodidades como otro cualquiera, sino que, con su aljaba colgada y llevando él mismo su escuda, marchaba el primero por caminos montuosos y ásperos, dejando el caballo, con lo que daba ligereza y aliviaba la fatiga a los demás, viendo su buen ánimo y su aguante; porque cada día hacía una marcha de doscientos o más estadios.

Habiendo llegado a un palacio real, que en un país escueto y desnudo de árboles tenía jardines maravillosos y magníficamente adornados, como hiciese frío, permitió a los soldados que cortaran leña en el jardín, echando al suelo árboles, sin perdonar ni al alerce ni al ciprés. No se atrevían por su grandor y belleza, y entonces, tomando él mismo la segur, cortó el más alto y más hermoso de aquellos árboles. Con esto ya los soldados hicieron leña, y encendiendo muchas lumbradas, pasaron bien la noche. Con todo, la vuelta fue perdiendo muchos hombres, y puede decirse que todos los caballos. Pareciéndole que por aquel revés y por haberse desgraciado la expedición se le tenía en menos, como concibió sospechas contra las personas más principales, y si a muchos quitó la vida por enojo, a muchos más por miedo; porque el temor es muy mortífero en el despotismo, así como no hay nada tan benigno, suave y confiado como el valor. Por tanto, aun en las fieras, las intratables e indómitas son las medrosas y tímidas: pero las nobles y generosas, siendo más confiadas por su mismo valor, no se hurtan a los halagos.

Siendo ya anciano Artojerjes, entendió que sus hijos, ante sus amigos y ante los magnates, tenían contienda sobre el trono: porque los más juiciosos deseaban que como él mismo había recibido el reino, así, lo dejaría a Darío; pero Oco, el menor de todos, que era de espíritu fogoso y violento, tenía en el mismo palacio no pocos partidarios, y esperaba ganar al padre principalmente por Atosa, a la que obsequiaba para tomarla por mujer y para que reinara con él despuésde la muerte del padre; corrían incluso rumores de que en vida de éste tenía trato en secreto con ella, aunque de esto no supo nada Artojerjes. Queriendo, pues, quitar cuanto antes toda esperanza a Oco, precaver también que, arrojándose a seguir el ejemplo de Ciro, el reino se envolviese en guerras y contiendas, designó por rey a Darío, que se hallaba en la edad de cincuenta años, y le concedió llevar enhiesta la que llamaban Cítaris. Era ley dePersia que el designado pedía una gracia, y el designante había de otorgar la que se pidiese, como fuese posible y Darío pidió a Aspasia, mujer muy estimada antes de Ciro, y contada entonces entre las concubinas del rey. Era Aspasia de Focea, en la Jonia, hija de padres libres y educada con particular esmero; presentáronsela a Ciro con otras mujeres estando cenando, y las demás, habiendo tomado asiento, como Ciro arrimándose a ellas, usase de chanzas y de chistes, no se mostraban desdeñosas; pero aquella se estuvo callada al lado del escaño, y llamándola Ciro, no obedeció. Querían los camareros conducirla; pero “Tendrá que sentir- dijo ellacualquiera que venga a echarme mano”; con lo que por los circunstantes fue calificada como ingrata e incivil. Mas Ciro se holgó de ello, y echándose a reír, dijo al que había presentado aquellas mujeres: “¿Cómo hasta ahora no habías advertido que, entre todas, ésta sola me traías libre e intacta?” Y desde entonces comenzó a obsequiarla y a preferirla a todas, llamándola sabia. Quedó cautiva cuando, muerto Ciro, fue saqueado su campamento.

Con haberla pedido Darío causó disgusto al padre, porque los celos de los bárbaros en lo relativo a placeres son terribles; tanto, que no sólo el que se arrima y toca a una concubina del rey, sino aun el que se adelanta y pasa cuando es conducida en carruaje, incurre en pena de muerte. Teniendo, pues, a Atosa, a la que, arrastrado del amor, había hecho su mujer contra ley, y manteniendo trescientas setenta concubinas de extremada belleza, sin embargo, a la demanda de ésta respondió que era libre, y dio orden de que la tomase queriendo ella; pero que contra su voluntad no se la obligase. Llamóse, pues, a Aspasia, y como, contra lo que el rey esperaba, hubiese preferido a Darío, la dio estrechado de la precisión de la ley; pero de allí a poco se la quitó, nombrándola sacerdotisa de Ártemis la de Ecbátana, llamada Anaitis, para que viviera en castidad el resto de su vida, creyendo tomar con esto del hijo una venganza no dura y grave, sino llevadera y mezclada en cierto modo con una burla; pero éste no la llevó con serenidad, o porque estuviese enamorado de Aspasia, o porque se juzgase afrentado y escarnecido del padre. Percibió esta disposición suya Teribazo, y todavía lo exasperó más, juntando con la ofensa de éste las suyas, que eran por este orden. Teniendo el rey muchas hijas, prometió dar Apama por mujer a Farnabazo, Rodoguna a Orontes, y a Teribazo Amestris. A los otros les dio sus prometidas; pero faltó a la palabra a Teribazo, casándose él mismo con Amestris, y desposando en su lugar con Teribazo a Atosa segunda; y como se hubiese casado también con ésta, enamorado de ella, del todo se desazonó y enemistó con él Teribazo, que ya de suyo no era de índole sosegada, sino inconsecuente y atolondrado. Por tanto, honrado unas veces entre los primeros, y otras perseguido y desechado con ignominia, ninguna de estas mudanzas las llevaba con cordura, sino que en la elevación era insolente, y cuando se le reprimía, no se mostraba modesto y contenido, sino iracundo y soberbio.

Era, pues, Teribazo fuego sobre fuego, estando siempre inflamando a aquel joven con decirle que la Cítaris puesta sobre la cabeza de nada servía a los que la llevaban si no trabajaban por dar buena dirección a los negocios, y que sería por tanto muy necio si, intentando de una parte prevenirle en ellos el hermano con el favor del serrallo, y teniendo de otra el padre un genio tan caprichoso e inconstante, creyese que le era ya segura y cierta la sucesión; y que no era lo mismo no salir Oco con su intento, que quedar él privado del reino; porque Oco podía muy bien vivir feliz como hombre privado; pero a él, designado ya rey, le era preciso o reinar, o no existir. Por lo común, sucede aquello de Sófocles: La persuasión del mal ligera corre; porque es muy fácil y en pendiente la marcha a lo que se quiere, y los más de los hombres apetecen lo malo porque no tienen experiencia y conocimiento de lo bueno. Aquí, además, el esplendor del mando y el temor de Darío a Oco le dieron un grande asidero a Teribazo, y quizá no dejó de tener parte de culpa la diosa Chipre, a causa de lo ocurrido con Aspasia.

Entregóse, pues, enteramente a Teribazo, y cuando ya eran muchos los rebeldes, un eunuco descubrió al rey la conjuración y el modo, estando plenamente informado de que tenían resuelto entrar aquella noche y matarle en el lecho. Oído por Artojerjes, le pareció cosa fuerte desatender tan grave peligro no dando valor a la denuncia; pero aun le pareció más fuerte y terrible el darlo por cierto sin ninguna prueba. Tomó, pues, este partido: al eunuco le mandó que estuviera sobre ellos y los siguiese, y él hizo que en el dormitorio abrieran un agujero en la pared que estaba a espaldas del lecho, y, poniéndole puertas, cubrió éstas con un tapiz. Llegada la hora, y avisado por el eunuco del momento de la ejecución, se estuvo en el lecho, y no se levantó de él hasta haber visto los rostros de los agresores y conocídoles bien. Cuando vio que desenvainaban las espadas y se encaminaban en su busca, levantó sin dilación el tapiz y se retiró a la cámara inmediata, cerrando con estrépito las puertas. Vistos por él los matadores sin que hubiesen podido ejecutar su hecho, dieron a huir por la puerta por donde entraron, y decían a Teribazo que escapara, pues que habían sido descubiertos, y los demás se dispersaron y huyeron; pero Teribazo iba a ser preso, y dando muerte a muchos de los guardias, con dificultad acabaron con él herido de un dardo arrojado de lejos. Para Darío, que fue preso con sus hijos, convocó Artojerjes los jueces regios, no hallándose él presente, sino haciendo que otros le acusaran y dando orden de que los dependientes escribieran el dictamen de cada uno y se lo llevaran. Votaron todos con uniformidad condenándole a muerte, y a los ministros lo pasaron a la pieza próxima. Llamado el verdugo, vino prevenido del cuchillo con que se cortaba la cabeza a los sentenciados; pero al ver a Darío se quedó pasmado, y se retiró mirando a la puerta y manifestando que no podía ni se atrevía a poner mano en el rey; gritábanle y amenazábanle en tanto desde afuera los jueces, con lo que volvió, y tomando a Darío con la otra mano por los cabellos, y acercándolo a sí, con el cuchillo le cortó el cuello. Dicen algunos que estuvo el rey presente al juicio, y que Darío, cuando se vio convencido con las pruebas, postrándose en el suelo, rogó y suplicó; pero aquel, levantándose encendido en ira, sacó el puñal y lo hirió hasta quitarle la vida. Añaden que después pasó a palacio y, adorando al Sol, dijo: “Retiraos alegres, ¡oh Persas!, y anunciad a los demás que el grande Oromazes ha dado el debido castigo a los que habían meditado crímenes tan atroces y nefandos”.

Este fin tuvo aquella conjuración. Con esto Oco se alentó en sus esperanzas fomentado por Atosa; mas, con todo, aun le inspiraba miedo, de los legítimos, Ariaspes, que era el que quedaba. y de los espurios, Arsames; porque en cuanto a Ariaspes, deseaban los Persas que reinase, no tanto porque era mayor que Oco como por su condición benigna, sencilla y humana; y Arsames, además de tener talento, no se le ocultaba a Oco que gozaba de la predilección del padre. Incidió, pues, a entrambos, y siendo hombre tan propio para un engaño como para un asesinato, usó de la crueldad de su carácter contra Arsames, y de su maldad y ruindad contra Ariaspes. Envió, pues, a éste varios eunucos y amigos del rey que continuamente le estuviesen anunciando amenazas y expresiones terribles del padre, como que tenía resuelto quitarle la vida cruel o ignominiosamente. Dándole, pues, a entender cada día que lo participaban estos secretos, y diciéndole unas veces que el peligro no era próximo, y otras que no faltaba nada para que el rey pusiera por obra su designio, de tal manera le abatieron y fue tanto su aburrimiento y su confusión sobre lo que haría, que preparó un veneno mortal y, tomándole, se quitó la vida. Cuando el rey supo el género de muerte de Ariaspes, le lloró, y sospechó la causa; pero no se resolvió, por la vejez, a inquirir y proceder sobre ella, y con esto aun se acrecentó su amor a Arsames, notándose que de él principalmente se fiaba, haciéndole su confidente: por lo cual Oco no dilató sus proyectos, sino que, echando mano de Arpates, hijo de Teribazo, por mano de éste le dieron muerte. Eran ya entonces con la vejez muy pocas las fuerzas de Artojerjes, y sobreviniéndole en este estado el pesar de la muerte de Arsames, no pudo ni por momentos tolerarle, sino que al punto, de dolor y abatimiento se le apagó lo poco que le quedaba de espíritu, habiendo vivido noventa y cuatro años y reinado sesenta y dos. Contribuyó no poco a que tuviera opinión de benigno y morigerado su hijo Oco, que sobrepujó a todos en fiereza y crueldad.

Temiendo, a mi entender ¡oh Polícrates! el filósofo Crisipo lo ominoso de cierto proverbio antiguo, no lo escribió como él es en sí, sino como a él le parecía que estaría mejor, diciendo: ¿Quién del padre mejor hace el elogio que los hijos honrados y dichosos? Pero Dionisodoro de Trecene lo censura, y pone el proverbio verdadero, que es así: ¿Quién del padre mejor hace el elogio que los astrosos e infelices hijos? Y dice que el proverbio es hecho para tapar la boca a los que, no valiendo nada por sí, se adornan con las virtudes de algunos de sus antepasados y se dilatan en sus alabanzas. Mas para aquel a quien le cabe una generosa índole adquirida de los padres, según expresión de Píndaro, como tú que procuras asemejar la vida a los domésticos ejemplos, sería lo más provechoso estar continuamente oyendo o diciendo algún loor de los hombres ilustres de su linaje, pues no por falta de virtudes propias ensalza entonces la gloria de las alabanzas ajenas, sino que, haciendo un cuerpo de sus hazañas y las de éstos, los celebra como autores de su linaje y de su conducta. Éste es el motivo de haberte enviado la Vida que he escrito de Arato, tu conciudadano y progenitor, del que tú no desdices, ni en la gloria propia ni en el uso del poder; no porque tú no hayas trabajado desde el principio por conocer con la mayor puntualidad sus hechos, sino con el objeto de que tus hijos Polícrates y Pitocles se formen sobre los ejemplares domésticos, ora oyendo y ora leyendo lo que deben imitar, por cuanto no es de quien ama la virtud, sino de quien está enamorado de sí mismo, el tenerse siempre por mejor que los otros.

La ciudad de Sicione, habiendo perdido su pura y dórica aristocracia, cayó, como cuando la armonía se desconcierta, en las sediciones y competencias de los demagogos, y no dejó de andar doliente e inquieta sin hacer más que mudar de tiranos, hasta que, dada muerte a Cleón, eligieron por primeros magistrados a Timoclidas y Clinias, varones los más aventajados en gloria y poder entre aquellos ciudadanos. Cuando parecía que ya el gobierno había tomado alguna consistencia, murió Timoclidas, y Abántidas, hijo de Paseas, que meditaba usurpar la tiranía, dio muerte a Clinias, y de sus amigos y deudos a unos los desterró y a otros les dio muerte. Hacía asimismo diligencias por quitar la vida a Arato su hijo, que quedaba de edad de siete años; pero este niño, escabulléndose entre los demás que huían y andando por la ciudad errante y medroso, destituido de todo amparo, sin que él supiese cómo, se entró en casa de una mujer, hermana de Abántidas y casada con Profanto, hermano de Clinias, llamado Soso. Ésta, naturalmente de índole generosa, y creyendo además que algún dios llevaba aquel niño a guarecerse en su casa, lo ocultó en ella, y después a la noche lo envió cautelosamente a Argos.

Habiéndose de esta manera salvado y evitado el peligro Arato, muy desde luego se le infundió y fue creciendo en él un odio el más ardiente y violento contra los tiranos. Recibió en Argos de los huéspedes y amigos paternos una educación liberal, y viendo él mismo que su cuerpo adquiriría talla y robustez, se dedicó a los ejercicios de la palestra, de tal modo que, habiendo lidiado los cinco certámenes, alcanzó las cinco coronas. Descúbrese en sus mismos retratos un cierto aire atlético, y lo grave y regio de su semblante no alcanza a desmentir que fuese tragón y bebedor. Quizá por esto mismo atendió al estudio de la elocuencia menos de lo que convenía a un hombre de estado, aunque no dejaba de ser más elegante que lo que han juzgado algunos por los comentarios que de él nos han quedado escritos deprisa y con los nombres vulgares, en medio de los negocios y según éstos ocurrían. Más adelante Dinias y Aristóteles el dialéctico a Abántidas, que acostumbraba asistir en la plaza a sus conferencias, tomando parte en ellas, luego que le vieron cebado en este estudio, le armaron asechanzas y le quitaron la vida. A Paseas, el padre de Abántidas, le dio alevosamente muerte Nicocles, y se alzó él mismo con la tiranía. Dícese de él que era en su semblante sumamente parecido a Periandro, el hijo de Cípselo, al modo que a Alcmeón el de Anfiarao el persa Orontes, y a Héctor un joven Lacedemonio, de quien refiere Mirsilio que fue pateado y muerto de este modo por la muchedumbre que le estaba viendo, luego que advirtieron la semejanza.

Tuvo Nicocles cuatro meses de tiranía, en los que, habiendo causado a la ciudad infinitos males, estuvo en muy poco que no la perdiese por las asechanzas de los Etolios; y siendo ya mocito Arato, se hizo desde entonces espectable por su ilustre origen y por su ánimo, que no aparecía apocado o desidioso, sino antes resuelto sobre su edad y templado al mismo tiempo con un proceder circunspecto y seguro. Por tanto, los desterrados en él principalmente tenían puesta la vista, y el mismo Nicocles no desatendía sus operaciones, sino que se veía bien claro que estaba en acecho y observación de sus intentos, pero sin tener una determinación semejante ni una empresa tan arriesgada, y sospechando tan sólo que podía andar en tratos con los reyes que habían sido huéspedes y amigos de su padre. Y en verdad que Arato intentó seguir este camino; pero como Antígono, que le había hecho ofertas, se descuidase de cumplirlas, dando largas, y las esperanzas del Egipto y de Tolomeo las considerase remotas, se resolvió a destruir por sí mismo al tirano.

Los primeros a quienes comunicó sus pensamientos fueron Aristómaco y Ecdelo, de los cuales aquel era uno de los desterrados de Sicione, y Ecdelo Árcade de Megalópolis, hombre, dado a la filosofía, activo y que en Atenas había sido discípulo del académico Arquelao. Habiéndolo éstos adoptado con ardor, trató con los demás desterrados, de los cuales sólo algunos, avergonzándose de abandonar la esperanza, se decidieron a tomar parte en la empresa; pero los más procuraron disuadir de ella a Arato, pareciéndoles que su arrojo provenía de inexperiencia en los negocios. Proponíase éste ocupar primero algún punto del país de Sicione, desde donde emprendiese hacer la guerra al tirano; pero en esto vino a Argos un Sicionio que se había fugado de la cárcel, el cual era hermano de Jenocles, uno de los desterrados. Presentado por Jenocles a Arato, le enteró del paraje de la muralla por donde, subiendo a ella, se había salvado, diciendo que por dentro casi era llano, aunque pegado a terrenos pedregosos y altos, y que por fuera no era tal que no se alcanzase a él con escalas. Luego que le oyó Arato, envió con Jenocles a dos de sus esclavos, Seutas y Tecnón, a reconocer la muralla, determinando, si le era posible ejecutarlo por sorpresa y corriendo de una vez el peligro, a aventurarlo todo cuanto antes, más bien que de particular contender con una guerra prolongada y continuados combates contra el tirano. Así, cuando volvió Jenocles trayendo la medida del muro, aunque le expuso que el sitio, por su naturaleza, no era, en realidad, ni inaccesible ni difícil, pero que sería imposible el no ser sentidos, a causa de los perros de un hortelano, que, aunque pequeños, eran extraordinariamente, alborotados e implacables, al momento puso manos a la obra.

La adquisición de armas no ofrecía dificultad cuando todos puede decirse se empleaban en robos y en correrías de unos contra otros. Las escalas las construyó sin reservarse el mecánico Eufranor, no pudiendo inducir sospecha por su profesión, aun cuando era también del número de los desterrados. En cuanto a gente, cada uno de sus amigos, de la poca que tenían, le dio diez hombres, y él mismo armó treinta de sus propios esclavos. Tomó asimismo a sueldo algunos soldados de Jenófilo, capitán de bandoleros, entre los cuales se hizo correr la voz deque aquella salida se hacía al país de Sicione contra las yeguas del rey, y a los más se les envió delante en partidas a la torre de Polignoto, con orden de esperar allí. Envióse del mismo modo a Cafisias con otros cuatro bien armados, y éstos debían dirigirse de noche al hortelano, diciendo que eran pasajeros, y en siendo admitidos, encerrar a éste y a los perros, porque no había otro punto por donde poder entrar. Las escalas se desarmaban; metiéronse, pues, en ciertas medidas de granos, y puestas en carros se enviaron ocultas delante. A este tiempo se habían aparecido en Argos ciertos espías de Nicocles, que decían francamente ser venidos a seguir y observara Arato, y éste en aquel día, desde muy temprano, se presentó públicamente en la plaza, en la que se detuvo tratando con sus amigos. Ungióse después en el gimnasio, y tomando consigo algunos jóvenes de los de la palestra, con quienes solía beber y pasar el tiempo, se marchó a casa. A poco aparecieron sus esclavos en la plaza, uno tomando coronas, otro comprando lámparas y otro hablando con aquellas mujerzuelas que suelen tocar y bailar entre los brindis de los festines; con lo que engañó completamente a los espías, pues al ver estas prevenciones se decían unos a otros: “En verdad que no hay cosa más medrosa que un tirano, pues que Nicocles, estando enseñoreado de una ciudad tan poderosa y disponiendo de tantas fuerzas, teme a un mozo que consume en placeres y solaces continuos los recursos que tiene para pasar su destierro”.

Engañados de esta manera se retiraron, y Arato, después de comer, salió al punto de la ciudad, se reunió junto a la torre de Polignoto con los soldados y, conduciéndolos a Nemea descubrió allí a la muchedumbre su designio. Hízoles en primer lugar ofertas y exhortaciones, y dándoles por seña Apolo propicio, se encaminó a la ciudad, acelerando unas veces y acortando otras el paso, según que la Luna lo permitía, aprovechándose de su luz en el camino; y cuando iba a ponerse llegó al huerto inmediato al muro. Aquí Cafisias le salió al encuentro, no habiendo podido asegurar los perros, porque habían dado a correr, aunque sí había encerrado al hortelano. Desmayaron con esto los más, y le proponían que desistiese; pero Arato los sosegó, diciéndoles que se retiraría si veían que los perros les oponían un grande estorbo. Despachó delante al mismo tiempo a los que conducían las escalas, al frente de los cuales iban Ecdelo y Mnasiteo, y él seguía a paso lento a tiempo que ya los perros ladraban y perseguían a la partida de Ecdelo; pero éstos, sin embargo, llegaron al muro y arrimaron sin inconvenientes las escalas. Al subir los primeros, el que hacía la ronda de la madrugada acertó a pasar con la campanilla, y eran muchas las luces y el ruido de los que le acompañaban. Con todo, ellos, cosiéndose así como estaban con las escalas, de éstos se ocultaron fácilmente; pero viniendo luego la otra ronda de la parte opuesta, estuvieron en el mayor peligro. Mas luego que ésta también pasó y se libraron del riesgo, subieron a la muralla los primeros Mnasiteo y Ecdelo, y tomando por uno y otro lado del muro las calles, enviaron a Tecnón en busca de Arato para prevenirle que acelerara la venida.

Era corta la distancia que había del huerto a la muralla y a la torre, en la que estaba de centinela un perro grande de los de caza. Éste, pues, no sintió la escalada, bien porque fuese naturalmente tardo de oído, o bien porque estuviese cansado del día anterior; pero, excitado desde abajo por los perrillos del hortelano, dio al principio unos ladridos sordos y oscuros, arreciólos más cuando pasaron, y al cabo de poco atronaba con sus ladridos toda la comarca; de manera que los de la guardia, que estaban a la otra parte, preguntaron a gritos al que cuidaba del perro por qué lactaba éste con tanta furia y si había ocurrido novedad: pero él respondió desde la torre que nada había que pudiera dar cuidado, sino que el perro sin duela se había alborotado con las luces y con el ruido de la campanilla de los que habían hecho la ronda. Dio esto grande aliento a los soldados de Arato, por creer que este hombre les hacía espalda, siendo sabedor de la empresa, y que habría en la ciudad otros muchos que les ayudarían en ella. Mas aun así era bien peligrosa la situación de los que asaltaban la muralla, y la operación se dilataba, ora por romperse las escalas si no subían uno a uno, ora porque la oportunidad se pasaba, cantando ya los gallos y no faltando nada para que vinieran a la plaza los que traían del campo cosas que vender. Por lo tanto, el mismo Arato se apresuró a subir, habiendo sido en todo unos cuarenta los que subieron antes que él, y esperando a que subieran todavía muy pocos más de los que quedaban abajo, se encaminó a casa del tirano y al principal, porque allí dormían los de tropa extranjera. Cayendo de improviso sobre ellos, y prendiéndolos a todos, sin dar muerte a ninguno, envió al punto a sus amigos quien los llamara e hiciera venir de sus casas; y acudiendo éstos de todas partes, ya en tanto había venido el día y el teatro se hallaba lleno de gentes, pendientes todos de la voz incierta que corría, sin que nadie supiese con seguridad lo que pasaba, hasta que se presentó un heraldo diciendo que Arato, hijo de Clinias, llamaba a los ciudadanos a la libertad.

Entonces, creyendo que era llegado lo que esperaban tanto tiempo había, corrieron en tropel a las puertas de la casa del tirano para pegarles fuego. Levantóse tan grande llamarada, que se dejó ver desde Corinto cuando ya ardió la casa, y admirados los Corintios, estuvieron para correr a dar auxilio. Nicocles pudo escapar oculto por ciertas cuevas y salir de la ciudad, y los soldados, apagando con los Sicionios el fuego, saquearon la casa, lo que no sólo no estorbó a Arato, sino que puso a discreción de los Sicionios todos los demás bienes de los tiranos. Nadie murió o salió herido, ni de los invasores ni de los enemigos, sino que la fortuna conservó pura y limpia de sangre vil esta empresa. Restituyó a los desterrados, tanto a los que lo habían sido por Nicocles, que eran ochenta, como a los que lo fueron por los anteriores tiranos, que no bajaban de quinientos, y habían andado por largo tiempo errantes, algunos por cincuenta años. Volviendo los más sumamente pobres, quisieron recobrar los bienes de que antes habían sido dueños, y echándose sobre sus posesiones y sus casas, pusieron en grande perplejidad a Arato, por ver que a su ciudad de la parte de afuera se le armaban asechanzas y era mirada con envidia de Antígono, a causa de la libertad, y que de la parte de adentro se ardía en disensiones e inquietudes. Así que, tomando el mejor partido que las circunstancias permitía, la unió a la liga de los Aqueos, y como eran Dorios, no repugnaron admitir el nombre y gobierno de éstos, que entonces ni tenían grande esplendor ni mucho poder, Pues eran ciudades pequeñas, y no sólo no poseían un terreno fértil y rico, sino que habitaban además sobre un mar desprovisto de puertos, que por lo común sólo con escollos y rocas tocaba al continente. Aun así éstos hicieron ver con la mayor claridad que el vigoroso poder de la Grecia es invencible, siempre que en ella haya unión y concordia y tenga la felicidad de lograr un prudente caudillo, pues que no siendo como quien dice, más que una parte muy pequeña de aquellos antiguos Griegos, y no componiendo entre todos las fuerzas de una sola ciudad de consideración, con la buena dirección y concordia y con sujetarse a no tener envidia al que entre ellos sobresalía en virtud, obedeciéndole y ejecutando sus órdenes, no sólo conservaban su libertad en medio de tantas Y tan poderosas ciudades y tiranías, sino que aun pudieron libertar y salvar a la mayor parte de los otros Griegos.

Era Arato en todo su norte un perfecto hombre de Estado, magnánimo, más diligente para las cosas públicas que para las suyas propias, implacable enemigo de los tiranos, y tal, por fin, que sólo el bien público decidía de sus odios y de sus amistades. Así, no tanto era amigo diligente y estable como enemigo indulgente y de benigna condición, por la república de un estado a otro, según lo pedían las circunstancias; de manera que a una voz decían con entera uniformidad las naciones, las ciudades, las juntas y los teatros no conocérsele otro amor ni otra pasión que la de lo honesto y justo. Para la guerra y los combates no puede dudarse que era irresoluto y desconfiado, así como el más avisado para manejar con reserva los negocios, y para sorprender mañosamente a las ciudades y a los tiranos. De modo que, habiendo venido al cabo de muchos intentos que debían tenerse por desesperados, con atreverse a ellos, no fueron menos al parecer los que, siendo posibles, dejó de emprender por excesiva precaución. Pues no sólo hay ciertos animales cuya vista obra en lo oscuro, y a la luz del día se ciega, por la sequedad y delgadez del humor de sus ojos, que no sufre la concurrencia de la luz, sino que entre los hombres hay también talentos e ingenios que en las cosas claras, y como quien dice pregonadas, pierden fácilmente la serenidad, y en las empresas reservadas y ocultas proceden con seguridad y decisión, siendo causa de esta anomalía la falta de criterio filosófico en aquellas buenas índoles que llevan la virtud como fruto natural y espontáneo sin ciencia ni cultivo, lo que se demostraría mejor con ejemplos.

Arato, después que incorporó su persona y su ciudad en la liga de los Aqueos, se hizo apreciar de los magistrados, militando en caballería o por su subordinación y obediencia; pues con haber puesto en la sociedad partes tan principales como su propia gloria y el poder de su patria, se prestó siempre a servir como cualquiera ciudadano particular bajo las órdenes del que ejercía la autoridad entre los Aqueos, ora fuese natural de Dima, ora de Tritea, o de otra ciudad más pequeña. Trajéronle también de parte del rey Tolomeo en donativo la cantidad de veinticinco talentos; tomólos el mismo Arato, y en seguida los entregó a sus conciudadanos pobres, ya para otros objetos, ya para rescatar los cautivos.

Estaban los desterrados implacables, incomodando sin cesar a los que poseían sus bienes; y como la ciudad se hallase muy expuesta a Lina sedición, no viendo esperanza sino en la amistad y humanidad de Tolomeo, emprendió un viaje de mar para rogar a este rey le facilitase algunas cantidades con que poder conseguir una transacción. Dio, pues, la vela de Motone sobre Malea, creyendo hacer con suma presteza la travesía; pero cediendo el piloto a un viento recio y al grande oleaje que se levantó en el mar, con dificultad pudo llegar y tomar puerto en Andria, que a la sazón era enemiga, porque estaba dominada de Antígono, que tenía en ella guarnición. Apresuráse, pues, a huir, y dejando la nave se apartó lejos del mar, no llevando consigo más que a uno solo de sus amigos, llamado Timantes. Metiéronse en un sitio rodeado de maleza, donde tuvieron una mala noche, y en tanto ya se había presentado el comandante de la guardia, buscando a Arato; pero la familia le engañó, estando prevenida que dijese que al punto había huido, embarcándose para la Eubea. Los efectos que conducía la nave y los esclavos los declaró por de enemigos, y la ocupó. No se pasaron muchos días cuando, estando Arato en el mayor apuro, le trajo la suerte una nave romana que fue a dar al sitio donde acudía, unas veces a atalayar, y otras a guarecerse. Hacía esta nave viaje a la Siria, y embarcándose en ella, persuadió al capitán a que lo condujese hasta la Caria. Condújole, y otra vez corrió no pocos peligros en el mar; de la Caria tuvo larga navegación al Egipto, donde se avistó con el rey, que le miraba con inclinación por haberle obsequiado con pinturas y tablas de la Grecia, de las que juzgaba Arato con bastante inteligencia, y recogiendo y adquiriendo continuamente las más acabadas y primorosas, especialmente de mano de Pánfilo y Melanto, se las enviaba.

Porque florecía aún la gloria del primor y de la buena pintura sicionia, como que era la única en que no se había alterado lo bello; tanto, que en aquel tan admirado Apeles se trasladó a Sicione y compró en un talento el poder vivir con aquellos ciudadanos, reconociéndose más bien necesitado de participar de su gloria que de su arte. Por tanto, habiendo quitado Arato, luego que libertó a esta ciudad, todos los retratos de los tiranos, en cuanto al de Arístrato, que vivió en la era de Filipo, estuvo indeciso mucho tiempo; porque fue pintado Arístrato por todos los de la escuela de Melanto al lado de un carro que conducía una victoria, habiendo puesto también la mano Apeles en aquella pintura, según refiere el geógrafo Polemón. Era obra muy para mirada, hasta tal punto que el mismo Arato se doblaba ya por consideración al arte; pero arrebatado otra vez su odio a los tiranos, dio por fin orden de que también se destruyese. Entonces se cuenta que el pintor Nealces, amigo de Arato, le suplicó y lloró: y como no lo moviese, le dijo que estaba bien hiciera la guerra a los tiranos, pero no a cuanto les tocase: “Dejemos, pues- continuó-, el carro y la victoria, que en cuanto a Arístrato, yo te daré el gusto de que se retire del cuadro.” Dado por Arato el permiso, borró Nealces la figura de Arístrato, y en su lugar sólo pintó una palma, sin atreverse a poner ninguna otra cosa, y se refiere que del Arístrato borrado quedaron los pies confundidos bajo el carro. Era, pues, tenido en estimación Arato por la cansa que hemos dicho, y cuando se le conoció de cerca, aun ganó en la intimidad del rey, de quien recibió el donativo de ciento cincuenta talentos. De éstos trajo consigo, desde luego, cuarenta al Peloponeso, y haciendo partidas de los restantes, se los fue enviando después el rey poco a poco.

Fue cosa grande, sin duda, proporcionar a los ciudadanos una suma tan crecida de dinero, que una parte pequeña de ella, alcanzada de los reyes por otros generales o demagogos, bastó para impelerles a cometer injusticias, hacer bajezas y entregar sus patrias; pero fue mucho mayor la transacción y concordia que por medio de aquel dinero se negocio de los pobres para con los ricos, y la salvación y seguridad que resultó para todo el pueblo. Mas también fue admirable la moderación de este insigne varón en tan gran poder, porque habiendo sido nombrado árbitro pacificador y dueño él solo para todos los negocios y dependencias de los desterrados, no lo consintió, sino que él mismo se agregó otros quince ciudadanos. con los cuales, a costa de gran trabajo y de muchas diligencias, consiguió establecer y afirmar entre los ciudadanos la paz y amistad, por los cuales méritos no sólo le tributó los correspondientes honores la universalidad de los ciudadanos, sino que, separadamente, los desterrados le erigieron una estatua de bronce, grabando estos versos elegíacos: Tus consejos, desvelos y trabajos, y por la Grecia tus ilustres hechos, a las columnas heracleas llegan. Nosotros, a este suelo restituidos ¡oh Arato! a los dioses salvadores tu bienhechora imagen consagramos, de tu virtud en grato testimonio, porque a tu patria los divinos bienes de la igualdad y la concordia diste.

Hechos por Arato estos tan señalados servicios, púsose por ellos fuera de la envidia que de sus conciudadanos pudiera venirle; pero el rey Antígono, inquieto a causa de él y queriendo, o atraerle del todo a su amistad, o calumniarle en el ánimo de Tolomeo, le hizo otros obsequios que él no admitía gustoso, y habiendo sacrificado a los dioses en Corinto, envió a Arato parte de las víctimas a Sicione, y en la cena, siendo muchos los convidados, habló de este modo en medio de ellos: “Yo estaba en el concepto de que ese joven Sicionio sólo era por índole liberal y amante de sus ciudadanos; pero parece que es también un excelente juez de la conducta y de los intereses de los reyes, porque antes me miraba con indiferencia, y poniendo fuera de aquí sus esperanzas, admiraba la riqueza egipcia al oír hablar de elefantes, escuadras y palacios; pero ahora, habiendo visto por dentro todas estas cosas, que no son más que farsa y aparato, enteramente se ha unido a mí. Tómole, pues, bajo mi protección con resolución de valerme de él para todo y deseo que vosotros le tengáis por amigo.” Tomando pie de esta conversación los malignos y los envidiosos, anduvieron a competencia para escribir a Tolomeo mil infamias contra Arato, hasta el punto de que este rey le envió las quejas. ¡Tal era la envidia y perversidad que acompañaba a estas amistades tan disputadas y tan parecidas a las competencias amorosas de los reyes y los tiranos!

Elegido por primera vez Arato general de los Aqueos, taló la Lócride y la Calidonia vecinas, y habiendo de dar auxilio a los Beocios con diez mil hombres, no llegó a tiempo a la batalla en que éstos fueron junto a Queronea vencidos por los Etolios, con muerte del beotarca Abeócrito y de mil Beocios más con él. Siendo general otra vez un año después, tomó por su cuenta el proyecto del Acrocorinto, no para promover los intereses de los Sicionios ni de los Aqueos sino con el objeto y la mira de arrojar de allí una tiranía común a toda la Grecia en la guarnición que tenían los Macedonios; porque si Cares el Ateniense, habiendo ganado una batalla contra los generales del gran rey, escribió al pueblo de Atenas que había alcanzado una victoria hermana de la de Maratón, no andaría errado el que a esta acción la apellidara hermana de la destrucción de la tiranía por Pelópidas Tebano y Trasibulo Ateniense, y aun se aventaja a ésta en no haber sido contra griegos, sino para desterrar una dominación dura y extranjera. Porque el istmo que separa los dos mares junta y enlaza en aquel lugar este nuestro continente: pero el Acrocorinto, monte elevado que se levanta del medio de la Grecia, cuando admite guarnición, se interpone y corta todo el país dentro del istmo al trato, al comercio, a las expediciones y a toda negociación por tierra y por mar, haciendo dueño único de todo esto al que allí manda y con su guarnición domina el territorio. Así parece que, no por juego, sino con mucha verdad, llamó Filipo el Joven a la ciudad de Corinto “grillos de la Grecia”. Era, por tanto, para todos este lugar objeto de codicia y de disputa, pero más especialmente para los reyes y potentados.

El ansia, pues, de Antígono por poseerle aun se dejaba atrás los amores más furiosos, trayéndole en continua solicitud para ver cómo con algún engaño se le arrebataría a los que de él eran dueños, va que el usar de medios directos estaba fuera de toda esperanza. Muerto, pues, por él mismo con hierbas, según se cree. Alejandro, que era el que entonces le ocupaba, como Nicea su mujer se hubiese apoderado de los negocios y tuviese en custodia el Acrocorinto, al punto envió a ella solapadamente a su hijo Demetrio, y dándole dulces esperanzas de casar con un rey y de tener a su lado a un joven apreciable, siendo ella de más edad, de este modo la sedujo, valiéndose del hijo como de un cebo. Mas viendo que no por esto abandonaba aquel importante punto, sino que lo guardaba siempre con cuidado, haciendo como que no le interesaba, sacrificó por sus bodas en Corinto, dio espectáculos, tuvo convites cada día, como pudiera hacerlo el que más relajara su ánimo con juegos y entretenimientos entre placeres y obsequios. Cuando le pareció tiempo, habiendo de cantar Amebeo en el teatro, acompañó él mismo a Nicea, que era conducida al espectáculo en una litera regiamente adornada, alegre y contenta con aquellas honras y muy distante de lo que iba a suceder. Llegados que fueron al punto donde se toma la vuelta para el monte, le dijo que se adelantasen al teatro, y dejándose de Amebeo y de la celebridad de la boda, se encamina al Acrocorinto más aprisa de lo que su edad requería, y encontrando cerrada la puerta, la hiere con su vara, mandando que le abran, y los de adentro le abren pasmados y sorprendidos. Apoderado de este modo de aquel puesto, no pudo irse a la mano, sino que con el gozo se puso por juego a beber en los cantones y en la plaza entre las tañedoras, adornado con coronas las sienes; y un hombre ya anciano y tan experimentado en las mudanzas de fortuna se entregó a francachelas, dando la diestra y abrazando a cuantos encontraba; ¡de tal manera conmueve y saca de quicio el ánimo, aun más que el pesar y el temor, la alegría que no es moderada por la razón!

Antígono, apoderado como hemos dicho del Acrocorinto, le custodiaba por medio de aquellos en quienes tenía más confianza, habiendo dado la comandancia a Perseo el filósofo. Arato, en vida de Alejandro tenía ya entre manos el ocuparle; pero habiendo hecho los Aqueos alianza con Alejandro, desistió del intento; mas entonces volvió de nuevo a la empresa con esta ocasión. Había en Corinto cuatro hermanos, Siros de origen, de los cuales uno, llamado Diocles, servía a sueldo en la guarnición. Robaron los otros tres el tesoro del rey y, pasando a Sicione, fueron a dar con el cambista Egias, que era el mismo de quien para sus negocios se valía Arato. Depositaron, desde luego, alguna parte de aquel dinero, y lo restante Ergino, uno de ellos, yendo y viniendo, lo cambió poco a poco. Hizo de resultas amistad con Egias, y traído por éste a la conversación de la guardia del Acrocorinto, le dijo que, subiendo una vez a ver al hermano a lo más escarpado, había descubierto una senda oblicua que conducía a un punto donde el muro del fuerte era sumamente bajo. Empezó con esto Egias a chancearse con él y a decirle: “¿Conque, amigo, por tan poco dinero os habéis indispuesto con el rey, pudiendo ganar en una hora sola inmenso caudal? ¿Pues qué, así los salteadores como los traidores, si son aprehendidos, no tienen que morir una vez?” Rióse Ergino, y sólo contestó por entonces que tantearía a Diocles, porque de los otros hermanos no se fiaba tanto; Pero volviendo de allí a pocos días, convino en que conduciría a Arato a un sitio donde el muro no tenía más que quince pies de alto, y a todo lo demás ayudaría con Diocles.

Prometió Arato darle sesenta talentos si se lograba la empresa, y sí ésta se desgraciaba, pero salía con ellos salvo, a cada uno de los dos casa y un talento. Mas siendo preciso depositar el dinero en Egias, y no teniéndole ni queriendo tomarle a logro, por no dar motivo a otros de comprender su designio, cogió su vajilla de plata y todos los arreos de oro de su mujer, y los empeñó a Egias por aquella suma. Era tal su magnanimidad y tan ardiente su amor a las acciones loables, que, sabiendo haber sido Foción y Epaminondas, de todos los Griegos, los que mayor opinión de justos se habían granjeado, por haberse negado a admitir grandes dones y no haber sacrificado al dinero lo honesto, no se detuvo en gastar secretamente en objetos en que él solo peligraba por todos los ciudadanos, los cuales ni siquiera tenían noticia de lo que emprendía. Porque quién no admirará y no tomará interés aun ahora en la elevación de ánimo de un hombre que con tan crecida suma compraba el mayor peligro y empeñaba las que se tienen por más preciosas alhajas para meterse de noche entre los enemigos y poner a riesgo su vida, no teniendo de aquellos a quienes favorecía más prenda que la esperanza de una acción honesta sin ningún otro premio?

La empresa, que de suyo era arriesgada, la hizo más peligrosa todavía la siguiente equivocación que se padeció a los primeros pasos: Tecnón, el esclavo de Arato, fue enviado a que con Diocles se hiciera cargo del sitio, y él nunca antes se había visto personalmente con Diocles, sino que había formado idea de su figura por las señas que Ergino le había dado, teniéndole por de cabello encrespado, moreno y todavía imberbe. Yendo, pues, al lugar aplazado, esperó a Ergino, que había de acudir con Diocles a las inmediaciones de la ciudad, poco más acá del sitio llamado Ornis. En esto el hermano mayor de Ergino y Diocles, llamado Dionisio, que nada sabía de aquel designio, ni era por tanto del secreto, pero que se parecía a Diocles, acertó a pasar casualmente por allí. Tecnón, guiado de la semejanza al conocimiento de las señas, le preguntó si tenía alguna relación con Ergino; como respondiese que era hermano, enteramente se persuadió Tecnón de que hablaba con Diocles, y sin preguntarle el nombre ni esperar a más pruebas, le da la diestra, le habla de lo tratado con Ergino y le hace preguntas. Él, llevando adelante la equivocación con sagacidad, conviene en todo y, volviendo a la ciudad, se lo lleva consigo en conversación, sin que pudiera caer en sospecha. Cuando ya estaban cerca y apenas faltaba otra cosa que el que le echaran mano a Tecnón, quiso la buena suerte que se apareciese allí Ergino, y habiéndose penetrado de la equivocación y del peligro, por señas previno a Tecnón que huyera, y, encaminándose ambos a casa de Arato, por pies pudieron salvarse. Mas no por eso cedió éste en sus esperanzas, sino que inmediatamente envió a Ergino con dinero para que lo entregara a Dionisio y le encargara el secreto. Hízolo así Ergino, y se vino después a casa de Arato, trayendo a Dionisio consigo. Luego que allí le tuvieron, ya no le dejaron de la mano, sino que lo aprisionaron y lo pusieron en buena custodia, dedicándose a tomar las convenientes disposiciones para la ejecución de su proyecto.

Cuando ya todo estuvo a punto, mandó que las demás fuerzas pasaran la noche sobre las armas, y tomando consigo cuatrocientos hombres escogidos, que, a excepción de muy pocos, ignoraban también qué era lo que iba a hacerse, los condujo a las puertas de la ciudad, por la parte del templo de Hera. Estábase en medio de la estación del estío y en el plenilunio, y la noche era despejada y clara; de manera que de miedo reservaba lo posible las armas que resplandecían al reflejo de la luna, no fuera que no pudiesen ocultarse a la guardia. Cuando ya los primeros estaban cerca, se levantó del mar una nubecilla que, corriéndose, ocupó la ciudad y los contornos, haciendo que quedaran en sombra. Allí los demás se sentaron y quitaron los zapatos, porque los pies desnudos ni hacen mucho ruido ni se resbalan subiendo por las escalas, y Ergino llevó consigo siete jóvenes vestidos como de camino, y acercándose sin ser visto a la puerta, dio muerte al portero y a los de la guardia. Al mismo tiempo se pusieron las escalas, y dando prisa Arato a cien hombres para que subiesen y orden a los demás para que los siguiesen como pudieran, retiró luego las escalas, y por la ciudad se fue corriendo con aquellos mismos ciento hacia el alcázar, muy alegre con no haber sido sentido y dándose ya el parabién de la victoria. Estando todavía lejos, vino hacia ellos con luz una ronda de cuatro hombres, de la que no fueron vistos, porque todavía estaban dentro de la sombra de la luna, mientras ellos la veían acercarse por su frente. Ocultándose, pues, entre algunas paredes y en las esquinas de las calles, se ponen en asechanza contra aquellos hombres, logrando dar muerte a tres de ellos: pero el cuarto, herido de una cuchillada en la cabeza, huyó gritando que estaban dentro los enemigos. De allí a poco hicieron ya señal las trompetas, y toda la ciudad se puso en pie para ver lo que era. Llenáronse los cantones de gente que corría, y se veían brillar muchas luces, una abajo y otras también a la parte de arriba del alcázar, discurriendo por todo alrededor una confusa gritería.

En esto Arato, empeñado en su marcha, seguía hacia la eminencia torpemente y con dificultad al principio, no teniendo certeza y andando a tiento por perderse y oscurecerse el sendero entre los derrumbaderos, y por no conducir a la muralla sino por muchos rodeos y revueltas. Fue cosa maravillosa cómo en este momento la luna disipó las nubes, según se dice, y tomó por su cuenta alumbrar en lo más escabroso del camino, hasta que llegó a la muralla por la parte que convenía, y aquí otra vez se encubrió y oscureció, volviendo las nubes. Los soldados de Arato, que en número de trescientos habían quedado a la puerta, junto al templo de Hera, luego que penetraron en la ciudad, agitada del mayor tumulto e invadida por todas partes, como no pudiesen encontrar la misma senda ni dar con la huella de la marcha que aquel llevaba, se apiñaron y resguardaron en una revuelta escondida de la roca, y allí aguantaron llenos de disgusto y cuidado. Porque ofendidos y combatidos Arato y los suyos desde el alcázar, descendía hasta lo bajo aquel rumor de los que pelean, y resonaba la vocería, repetida por la repercusión de las montañas, sin que pudiera saberse dónde tenía su origen. Mientras así dudaban a qué parte deberían volverse, Arquelao, comandante de las tropas del rey, que tenía muchos soldados a sus órdenes, subió con gritería y trompetas a acometer a Arato, y pasó más allá de los trescientos. Saliendo éstos entonces como de una emboscada, cargan sobre él, dan muerte a los primeros que alcanzan, y amedrentando a los demás y al mismo Arquelao, los obligan a retirarse y los persiguen hasta que se dispersan y disipan por la ciudad. Cuando éstos acababan de ser vencidos, llegó Ergino de parte de los que arriba combatían, anunciando que Arato estaba en reñida lid con los enemigos, que se defendían con valor, siendo terrible la contienda junto a la muralla, y que necesitaba de pronto auxilio. Pidiéronle ellos que los guiara al punto, y a la llegada con la voz se hicieron conocer, alentando a los amigos mientras la luna hacía que las armas pareciesen a los enemigos más de los que eran, por lo largo de la marcha, así como lo estrepitoso de la noche hacía pensar que el rumor provenía de mucho mayor número de hombres. Finalmente, combatiendo todos juntos, rechazaron a los enemigos, se hicieron dueños del alcázar y tomaron la guarnición cuando empezaba a rayar el alba, viniendo luego el sol a ilustrar su obra. De Sicione acudieron las restantes fuerzas de Arato, recibiéndolas en la puerta los Corintios con la mejor voluntad y aprehendiendo entre unos y otros a los soldados del rey.

Cuando pareció que todo estaba ya asegurado, bajó del alcázar al teatro, al que acudía inmenso gentío con deseo de verle y de oír el razonamiento que haría a los Corintios. Colocando, pues, a uno y otro lado al tránsito a los Aqueos, salió al medio de la escena, puesta la corona y muy demudado el semblante con la fatiga y falta de sueño, de manera que la arrogancia y alegría del ánimo quedaban ahogadas bajo el quebranto del cuerpo. Como, al presentarse, todos se deshiciesen en aplausos, pasando la lanza a la mano derecha y doblando un poco la rodilla y el cuerpo, permaneció así inclinado largo rato, recibiendo los parabienes y las aclamaciones de aquella muchedumbre que alababa su valor y ponderaba su fortuna. Luego que cesaron y quedaron tranquilos, rehaciéndose, pronunció acerca de los Aqueos un discurso muy propio del suceso, persuadiendo a los Corintios que se hicieran Aqueos, y les entregó las llaves de las puertas, entonces por primera vez puestas en sus manos desde el tiempo de Filipo. De los generales de Antígono, a Arquelao, que se le sometió, lo dejó ir libre; pero quitó la vida a Teofrastro, que no quiso rendirse. Perseo, perdido el alcázar, pudo huirse a Cencris, y se refiere que más adelante, en una disputa, al que propuso que sólo el sabio le parecía que era general: “A fe- le respondió-que, de los dogmas de Zenón, éste era el que antes me agradaba más; pero ahora he mudado de dictamen, adiestrado por un mozuelo de Sicione.” Esto es lo que dicen de Perseo los más de los historiadores.

Arato redujo inmediatamente a su poder el Hereo y el Lequeo, hízose además dueño de veinticinco naves de las del rey y de quinientos caballos, y vendió en almoneda cuatrocientos Siros. Los Aqueos guardaron el Acrocorinto con cuatrocientos infantes y cincuenta perros con otros tantos cazadores, que mantenían dentro del fuerte. Los Romanos, admirados, llamaron a Filopemen “el último de los Griegos”, como si entre éstos nada se hubiese hecho de bueno después de él; pero ya por mí diría que, de las hazañas griegas, ésta fue la novísima y última, comparable, ora se mire a la osadía, ora a la felicidad del éxito, con las más ilustres y señaladas, como los sucesos no tardaron en comprobarlo. Porque los de Mégara, desertando del partido de Antígono, se unieron con Arato, y los de Trecene, con los de Epidauro, se incorporaron a los Aqueos. Abriendo él la primera salida, acometió al Ática, y pasando a Salamina, la taló usando de las fuerzas de los Aqueos, como si las hubiera sacado de una cárcel para todo cuanto quería. Restituyó a los Atenienses los hombres libres sin rescate, dándoles éste principio y motivo de defección. Hizo a Tolomeo aliado de los Aqueos, dándole el mando para la guerra, así por tierra como por mar. Era tan grande su poder entre los Aqueos, que ya que no fuese permitido ser general todos los años, lo elegían un año sin otro, y en la realidad y en la opinión siempre tenía el mando, por ver que ni riqueza, ni gloria, ni la amistad con los reyes, ni el bien particular de su patria, y, en fin, que ninguna otra cosa anteponía al aumento y prosperidad de la liga de los Aqueos, por creer que, siendo débiles las ciudades cada una de por sí, se salvaban unas con otras enlazadas con el vínculo de la utilidad común; y al modo que en los cuerpos los miembros viven y respiran por la juntura de unos con otros, y cuando se separan y desunen se sigue la gangrena y la corrupción, así también las ciudades son destruidas y arruinadas por los que dividen sus intereses, y se aumentan y crecen unas con otras cuando, siendo partes de un todo grande, es una misma la razón que los gobierna.

Como viese que los pueblos principales entre los circunvecinos gozaban de independencia, incomodado con que los Argivos estuviesen esclavizados, armó asechanzas para quitar del medio a su tirano Aristómaco, queriendo de una parte remunerar a la ciudad con la libertad por la educación allí recibida, y de otra agregarla a los Aqueos. Encontráronse algunos que se resolvían a ello, al frente de los cuales se hallaban Esquilo y Carímenes el adivino; pero no tenían espadas ni cómo adquirirlas, estando impuestas graves penas por el tirano a los poseedores. Dispúsoles, pues, Arato en Corinto algunos alfanjes cortos, y escondiéndolos en unas enjalmas, puso éstas a unas acémilas que iban cargadas de efectos de poco valor, y así los envió a Argos. Admitió el adivino Carímenes a un hombre para la empresa, y llevándolo mal Esquilo y los de su bando, quisieron ejecutarla por sí solos, descartándose de Carímenes; súpolo éste; llevado de enojo los denunció en el momento de ir a poner manos en el tirano. Por fortuna, los más pudieron aún prevenir la denuncia, y huyendo de la plaza, se refugiaron en Corinto. Pasado poco tiempo, fue muerto Aristómaco por sus esclavos; pero se apresuró a apoderarse de la autoridad Aristipo, tirano más aborrecible todavía que aquel. Arato entonces, echando mano de cuantos Aqueos allí había en edad proporcionada, fue a toda prisa en socorro de la ciudad, creyendo hallar dispuestos y preparados a los Argivos. Pero estando los más de ellos contentos, por la costumbre, con la esclavitud, como nadie acudiese a él, se retiró dejando contra los Aqueos el cargo de que en plena paz habían hecho la guerra, sobre lo que se les puso pleito ante los de Mantinea; y no compareciendo Arato, lo ganó Aristipo, adjudicándosele la multa de treinta minas. Odiaba, pues, Aristipo y temía al mismo tiempo a Arato, por lo que le acechaba para quitarle la vida, ayudándole en ello el rey Antígono; por todas partes hormigueaban los que se prestaban a ese infame ministerio, y que espiaban la oportunidad; pero no hay guardia más cierta y segura del hombre que manda que el amor, porque cuando la muchedumbre y los principales se acostumbran a temer, no al caudillo, sino por el caudillo, ve éste con muchos ojos, oye con muchos oídos y precave lo que va a suceder. Propóngome, por tanto, cortar aquí la relación para tratar del método de vida de Aristipo, en que le constituyó la tan apetecible tiranía y el fausto de la monarquía, con tantos encomios celebrada.

Porque éste, con tener por su aliado a Antígono, con sustentar a muchos para la seguridad de su persona y no haber dejado en la ciudad con vida a ninguno de sus enemigos, a pesar de todo esto mandaba que los lanceros y todos los de la guardia se salieran afuera al corredor: a los esclavos, luego que cenaban, los echaba también fuera y cerraba la puerta de en medio, y él, con su amiga, se retiraba a un pequeño gabinete en alto, cerrado con puerta levadiza, sobre la que ponía el lecho y dormía, como debía dormir quien vivía de aquel modo, con la mayor agitación y temor. La escalerilla de mano la quitaba la madre de su amiga, y encerrándola en otro cuarto, a la mañana la volvía a poner, llamando a este admirado tirano, que salía como una serpiente de su escondrijo. Mas el otro, que no con las armas y la fuerza, sino legítimamente, como premio de su virtud, se había granjeado un imperio perpetuo con vestir una túnica y un manto como cualquiera otro particular y haberse declarado enemigo común de todos los tiranos, hasta nuestros días ha dejado un linaje distinguido y apreciado entre los Griegos, mientras que de aquellos que se han apoderado de ciudadelas, que han mantenido lanceros y que se han encerrado con puertas y cerrojos para poner en seguro sus personas, muy pocos son los que han escapado de morir de golpe como las liebres, y de ninguno de ellos ha quedado casa, linaje o sepulcro que conserve su memoria.

Desgraciáronsele a Arato diferentes tentativas contra Aristipo, ya secreta, ya abiertamente, para apoderarse de Argos. En una ocasión llegó hasta arrimar las escalas al muro y a subir a él con muy pocos, dando muerte a los de la guardia, que acudieron a sostener el puesto. Después, venido ya el día y llegando el tirano con fuerzas por todas partes, los Argivos, como si aquella batalla no tuviera por objeto su libertad, sino que se hallaran arbitrando sobre los juegos Nemeos se estuvieron sosegados, equitativos y justos espectadores de lo que pasaba; pero Arato se defendió valerosamente, y aunque fue herido en un muslo con lanza arrojadiza, se sostuvo en los puntos ocupados sin retirarse hasta la noche, viéndose ya muy molestado de los enemigos. Y si hubiera aguantado todavía la fatiga por aquella noche, no se le habría malogrado la empresa, porque el tirano ya pensaba en la fuga y había remitido al mar muchos de sus efectos; pero ahora, no teniendo Arato quien se lo noticiase, faltándole el agua y no pudiendo valerse de su persona a causa de la herida, hubo de retirarse con sus soldados.

Habiendo resuelto desistir de este medio, invadió abiertamente con ejército la Argólide y se puso a talar el país, donde, habiendo tenido con Aristipo una recia batalla junto al río Cares, se le culpó después de haber abandonado el combate y haber malogrado la victoria; porque siendo indudablemente vencedoras las otras tropas y habiendo ido de carrera muy adelante, él, no tanto por ser estrechado de los que contra sí tenía como por desconfiar de la victoria y haberse acobardado, se retiró muy en orden al campamento. Cuando los otros, volviendo de perseguir a los enemigos, se le mostraron disgustados de que, habiendo ellos rechazado a los enemigos y matándoles mucha más gente que la que habían perdido, se consintiese a los vencidos erigir contra ellos un trofeo, avergonzado, determinó volver a la contienda por él, y no dejando pasar más que un día, sacó otra vez ordenado su ejército; pero en vista de que habían acrecentado su número y se presentaban más osadas las tropas a el tirano, no se atrevió, y recogió por capitulación los muertos. Cubrió, sin embargo, y compensó este yerro con su inteligencia y amabilidad para el gobierno y para el trato, y aun agregó la ciudad de Cleonas a los Aqueos. Celebró en ella los juegos Nemeos, como que le eran hereditarios y tenía a ellos preferente derecho. Celebráronlos asimismo los Argivos, y entonces por primera vez sufrió quebranto la inmunidad y seguridad concedida a los competidores, porque a cuantos Aqueos de los que lidiaron pudo aprehender al paso por su territorio los vendió como enemigos. ¡Tan extremado e implacable era en su odio a los tiranos!

Teniendo de allí a poco noticia de que Aristipo insidiaba a Cleonas, y que le temía viéndole establecido en Corinto, juntó por un bando su ejército y pasó a Cencreas, llamando con este engaño a Aristipo para que en su ausencia cayese sobre Cleonas, como así sucedió, porque al punto movió de Argos con bastantes fuerzas. Arato, que ya desde Cencreas había vuelto de noche a Corinto y tenía tomadas con guardias las avenidas, condujo allá los Aqueos, los cuales le siguieron con tanto orden, prontitud y ardor, que no sólo mientras estuvieron en marcha, sino aun después de haber pasado Cleonas siendo todavía de noche, y de haberse formado para batalla, no tuvo de ello conocimiento ni sospecha Aristipo. Cuando al hacerse de día se abrieron las puertas y la trompeta hizo la señal, acometió con velocidad y gritería a los enemigos, y los puso al punto en fuga, persiguiéndoles por donde pensó que principalmente procuraría escapar Aristipo, por tener el terreno muchos senderos. Fueronlos, pues, siguiendo hasta Micenas, y el tirano fue alcanzado y muerto, según dice Dinias, por un cretense llamado Tragisco; de los demás, murieron sobre mil quinientos. Arato, en medio de tanta ventura y de no haber perdido ni un solo hombre, con todo no tomó a Argos ni le dio la libertad, habiéndose introducido con las tropas del rey Agias y Aristómaco el menor, y apoderándose del mando; mas a lo menos produjo esta acción el efecto de desacreditar los dichos, burlas y bufonadas de los que adulan a los tiranos y les hablan a su gusto, porque decían que al general de los Aqueos se le descomponía el vientre en las batallas, y le daban congojas y desmayos en el punto que se presentaba el trompetero, y que en habiendo ordenado la hueste y dado la seña, preguntaba a los jefes inmediatos y comandantes de los cuerpos si era necesaria para algo su presencia, porque ya estaban tirados los dados y se retiraba a aguardar apartado de allí el éxito. Anduvo esto tan válido, que era cuestión entre los filósofos en las escuelas si el palpitar el corazón y mudarse el color en los peligros provenía de miedo o de mala complexión del cuerpo y de cierta frialdad, citando siempre a Arato, que, con ser un gran general, experimentaba estos accidentes en los combates.

Acabado que hubo con Aristipo, volvió su atención y sus asechanzas contra Lidíades Megalopolitano, que tenía tiranizada su misma patria. No era Lidíades, por naturaleza, ruin e insensible al honor ni, como los más de los que dominan solos, se había arrojado por destemplanza o codicia a esta maldad, sino que, llevado del amor de la gloria, todavía joven, y seducido con las vanas y mentidas alabanzas que se hacen de la tiranía como de cosa feliz y admirable, sin reflexionar hicieron estas especies presa en su ánimo ambicioso, y erigido en tirano, en breve contrajo la arrogancia y orgullo propios de la monarquía. Como con aquellas prendas emulase la dicha de Arato y temiese sus asechanzas, concibió la idea de la más loable de todas las mudanzas, que fue libertarse primero a sí mismo de ser aborrecido, de temores, de encierros y de guardias, y de constituirse después el bienhechor de su patria. Llamando, pues, a Arato, abdicó la autoridad e incorporó su ciudad en la liga de los Aqueos, lo que apreciaron éstos sobremanera y le nombraron general. Al punto le vino el deseo de superar en gloria a Arato, para lo que promovió muchas empresas no necesarias, y entre ellas la de denunciar la guerra a los Lacedemonios; y como Arato se le opusiese, parecía que era envidia, y más que fue nombrado segunda vez general Lidíades, trabajando en contra Arato, y procurando que se diera a otro el mando, porque, como hemos dicho, era general un año sin otro, y Lidíades mandó así hasta la tercera vez, elegido también alternativamente con Arato; pero cuando ya declaró su enemistad contra éste, acusándose muchas veces ante los Aqueos, no hicieron más caso de él, porque se vio que su competencia en virtud no tuvo un motivo sólido y puro, sino sólo aparente. Y así como dice Espoo que al cuclillo, cuando preguntó a las aves menores por qué huían de él, le respondieron éstas que porque había de venir a ser gavilán, del mismo modo parece que a Lidíades le acompañaba siempre una sospecha y desconfianza de la sinceridad de su conversión.

Fue también Arato muy aplaudido por su conducta en la guerra con los Etolios, cuando, intentando acometerles los Aqueos delante de Mégara y llegando a auxiliarles con su ejército el rey Agis, en el momento de dar la batalla se opuso a los deseos de éstos, y aguantando muchos improperios y muchas burlas e insultos acerca de su timidez y cobardía, no sacrificó lo que creyó conveniente a lo que podía parecer una afrenta, sino que permitió a los enemigos pasar impunemente por Geranea hasta entrar en el Peloponeso. Mas cuando, después de haber entrado, tomaron repentinamente a Pelena, ya no fue el mismo, ni tuvo paciencia para esperar que se reunieran y juntaran de los diferentes puntos todas las fuerzas, sino que sin dilación con las que tenía a mano acometió a los enemigos, debilitados con la misma victoria extraordinariamente por su desorden e indisciplina. Porque en el momento mismo de entrar, los soldados se esparcieron por las casas, de las que se expelían unos a otros y armaban pendencias sobre los despojos, y los caudillos y jefes de los cuerpos, corriendo las calles, robaban las mujeres y las hijas de los Pelenios, y quitándose los cascos se los ponían a éstas para que ninguno se las apropiara, sino que por el casco se viera quién se había hecho amo de cada una. Estando, pues, en esta disposición y siendo éste su porte, les llegó repentinamente la noticia del acontecimiento de Arato, y cayendo en ellos el sobresalto que era natural en semejante desorden, antes que todos supieran el peligro, los primeros, dando en los Aqueos, huyeron, vencidos ya de antemano, y ahuyentados en tropel llenaron de confusión a los que se iban reuniendo para venir en su socorro.

En este tumulto, una de las cautivas, hija de Epigetes, varón muy principal, y ella sobresaliente en la belleza y estatura de cuerpo, se hallaba casualmente en el templo de Ártemis, donde la había colocado el comandante de las tropas escogidas, que la había elegido para sí poniéndole su casco con los tres penachos. Corriendo, pues, velozmente al tumulto, luego se estuvo a la puerta del templo y se puso a mirar desde arriba a los que peleaban, teniendo en la cabeza los tres penachos, para sus mismos ciudadanos fue un espectáculo sobrehumano, y a los enemigos, pareciéndoles que tenían delante una visión divina, les causó terror y espanto, sin que pudiera ninguno valerse de las armas. Dicen los mismos Pelenios que a la imagen de la diosa por lo común la dejan inmóvil; pero, cuando, movida por la sacerdotisa, es llevada en procesión, nadie se atreve a mirarla, y antes todos apartan la vista, pues no sólo para los hombres es objeto de miedo y espanto, sino que hasta los árboles se hacen infructíferos y se marchitan los frutos en el término por donde pasa. Añaden que en esta ocasión la sacó la sacerdotisa, y volviéndola siempre de frente a los Etolios, se quedaron estúpidos y perdieron la razón; pero Arato nada de esto dice en sus Comentarios, sino solamente que derrotó a los Etolios, y cargando a los que huían hacia la ciudad, los arrojó de ella a viva fuerza, matándoles setecientos hombres. La hazaña fue una de las más celebradas, y el pintor Timantes hizo un cuadro en el que estaba esta batalla expresada muy al vivo.

Como a este tiempo se levantasen muchas naciones y potentados contra los Aqueos, hizo Arato sin detención amistad con los Etolios, y valiéndose para el objeto de Pantaleón, que era quien con éstos tenía mayor influjo, no solamente paz, sino hasta alianza, negoció entre Aqueos y Etolios. Tomó luego el empeño de libertar a los Atenienses, sobre lo que fue censurado y calumniado por los Aqueos, por cuanto, mediando concierto entre ellos y los Macedonios y estando en treguas, intentó, sin embargo, tomar el Pireo; pero él lo niega en los comentarios que nos ha dejado, y echa la culpa a Ergino, aquel con quien se apoderó del Acrocorinto, porque acometiendo por sí privadamente al Pireo y rompiéndosele la escala, cuando se vio perseguido, nombró a Arato, llamándole repetidas veces, como si allí se hallara, y con este engaño pudo librarse de los enemigos. Mas parece que esta apología no logró gran crédito, pues ninguna razón había para que Ergino, que no era más que un particular, y Siro concibiesen por sí semejante propósito, a no haber tenido a Arato por director y haber recibido de él para la ejecución las fuerzas y las instrucciones; de lo que dio pruebas el mismo Arato, aspirando como los amantes desairados, no dos veces o tres, sino muchas, a ocupar el Pireo, no cediendo a los desengaños, sino que por haber estado siempre en muy poco el no haberse cumplido su esperanza, esto mismo le incitaba a confiar de nuevo; y aun una vez se dislocó una pierna huyendo por Triasio, de resultas de lo cual sufrió muchas incisiones en la curación, y por largo tiempo fue preciso para mandar las acciones que le llevaran en litera.

Muerto Antígono y sucediéndole en el reino Demetrio, tomó con mayor ardor el pensamiento sobre Atenas, mirando con el mayor desprecio a los Macedonios. Por lo mismo, habiendo sido vencido en la batalla cerca de Filacia por Bitis, general de Demetrio y corriendo voces, entre unos de que había sido preso, y entre otros de que había muerto, dio genes, que mandaba la guarnición del Pireo, envió carta a Corinto, dando orden a los Aqueos de que se desprendieran de aquella ciudad, pues que Arato era muerto; pero hizo la casualidad que el mismo Arato se hallase en Corinto cuando llegó la carta, y siendo objeto de entretenimiento y risa los mensajeros de dio genes, tuvieron que marcharse. El rey envió desde Macedonia una nave para que en ella le llevaran atado a Arato, y los Atenienses, poniendo en ejercicio toda la vanidad de su adulación, coronaron sus cabezas apenas corrió la noticia de que había muerto. Irritado por tanto, dispuso otra expedición contra ellos, y llegó hasta la Academia; pero aplacado después, en nada los ofendió, y los Atenienses, tomando en consideración su virtud, como muerto ya Demetrio aspirasen a ser libres, le enviaron a llamar. Arato, sin embargo de que entonces era otro el general y él guardaba cama por una larga enfermedad, llevado en litera se prestó gustoso a servir a la ciudad, y obtuvo del comandante de la guarnición, dio genes, que entregara a los Atenienses el Pireo, Muniquia Salamina y Sunio por ciento cincuenta talentos, de los cuales contribuyó él mismo por sí con veinte. Agregáronse inmediatamente a los Aqueos los Eginetas y los Hermionios, y se les hizo tributaría la mayor parte de la Arcadia; y como los Macedonios se hallasen implicados en guerras con sus vecinos y comarcanos y los Etolios fuesen sus aliados, recibió el poder de los Aqueos un grande incremento.

Arato llevando siempre adelante su antiguo designio, y no pudiendo sufrir la tiranía de Argos, que le era tan vecina, envió quien persuadiera a Aristómaco a que, proponiéndolo en junta, procurase agregar aquella ciudad a los Aqueos y a que, imitando a Lidíades, quisiera más bien ser general de una nación de tanta fama que tirano de una sola ciudad, temeroso siempre y aborrecido. Conviniendo en ello Aristómaco, y pidiendo que Arato le remitiera cincuenta talentos para pagar y despachar las tropas que le servían, se le alargó efectivamente esta suma; pero Lidíades, que todavía era general y ambicionaba hacer suyo este servicio que se dispensaba a los Aqueos, calumnió a Arato ante Aristómaco de que siempre miraba con implacable odio a los tiranos, y alcanzando de éste que dejara por su cuenta la negociación, le atrajo a unirse con los Aqueos. Mas aquí dieron éstos a Arato la mayor prueba de su amor y de la confianza que en él tenían, porque habiendo él hablado en contra, despidieron a Aristómaco, y cuando después, conviniendo ya el mismo, comenzó a hablar del propio asunto, todo lo decretaron prontamente a su gusto, y admitieron a los Argivos y Fliasios a la comunión de un mismo gobierno, eligiendo general un año después a Aristómaco. Como éste tuviese el favor de los Aqueos y quisiese invadir la Laconia, llamó a Arato. Escribióle éste desaprobando la expedición, por no querer que los Aqueos contendieran con Cleómenes, que era hombre de extraordinario arrojo y había adquirido maravilloso poder; pero cuando aquel se empeñó en poner por obra su intento, estuvo a sus órdenes y militó a su lado. Por este propio tiempo, oponiéndose a que Aristómaco trabara combate con Cleómenes, que vino a ponérseles delante, fue acusado por Lidíades, y teniendo a éste por contrario y competidor para el generalato, venció en la elección, siendo nombrado general la duodécima vez.

Vencido por Cleómenes durante este mando junto al monte Liceo, huyó; y habiendo andado perdido toda la noche, pareció que había muerto, y otra vez corrió esta voz entre todos los Griegos: pero salió salvo, y recogiendo sus tropas no creyó que debía retirarse con seguridad, sino que, aprovechando la ocasión, cuando nadie lo esperaba ni pensaba en semejante cosa, cayó de súbito sobre los de Mantinea, aliados de Cleómenes y tomando la ciudad puso en ella guarnición, y a los de las aldeas inmediatas los hizo ciudadanos, ejecutando con los Aqueos vencidos lo que apenas alcanzan los vencedores. Mas después, cuando los Lacedemonios acometieron a Megalópolis, habiendo de prestarle auxilio, rehusó dar asidero a Cleómenes, que provocaba a batalla, y repugnó a los deseos de los Megalopolitanos, no siendo por una parte inclinado de suyo a estas batallas de frente, y teniendo por otra pocas tropas para oponerse a un hombre osado y joven, cuando ya en él decaían los humos y estaba amortiguada la ambición; pues, creía que si Cleómenes adquiría una gloria nueva a fuerza de arrojo, él debía conservar con cuidado la que ya tenía adquirida.

Mas habiendo acometido las tropas ligeras, ahuyentado a los Espartanos hasta el campamento y penetrado en sus tiendas, Arato ni por eso se movió a combatir, sino que, poniendo delante un torrente, detuvo a la infantería y no permitió que lo pasase: pero incomodado de esto Lidíades y blasfemando de Arato, excitó a los de caballería, inspirándoles deseos de auxiliar a los que seguían el alcance para no malograr la victoria, y exhortándolos a que no le abandonasen cuando iba a pelear por la patria. Alentado conque muchos y esforzados se pusieron a su lado, cargó el ala derecha de los enemigos, y habiéndolos puesto en desorden, continuó en su persecución; pero llevado incautamente de su ardimiento y su ambición a terrenos ásperos, llenos de maleza y cortados con anchas acequias, volvió allí contra él Cleómenes y murió después de haber sostenido el más glorioso de todos los combates a las puertas de su patria. Los demás pudieron huir a la hueste, e introduciendo el desorden en la infantería, hicieron participar a todo el ejército de su derrota, formándose un gran cargo a Arato de haber al parecer abandonado a Lidíades; así, violentado de los Aqueos, que se retiraban indignados, hubo de seguirles a Egio. Celebraban allí junta pública, en la que decretaron no suministrarle fondos ni mantener estipendiarios, sino que él supliera los gastos si quería hacer la guerra.

Mortificado de esta manera, pensaba entregar al instante el sello y renunciar el mando; pero, valiéndose de su juicio, sufrió por entonces, y conduciendo los Aqueos contra Orcómeno, presentó batalla a Megistónoo, padrastro de Cleómenes, en la que fue vencedor; y habiéndole muerto trescientos hombres, hizo prisionero al mismo Megistónoo. Hemos dicho que solía ser elegido general cada dos años; pues cuando llegó su turno, como se le llamase, renunció y fue nombrado general Timóxeno. Mas pareció que su resentimiento con la muchedumbre sólo era un pretexto poco probable de la renuncia, siendo la verdadera causa el estado que tenían los negocios de los Aqueos, pues que Cleómenes ya no les hacía la guerra tibia y flojamente, ni era contrariado por las autoridades políticas, sino que como, después de haber dado muerte a los Éforos, repartido el territorio y admitido al derecho de ciudadanos a los colonos, tuviese ya una potestad libre, no dejaba respirar a los Aqueos, solicitando el imperio sobre ellos. Por lo tanto, reprenden en Arato que, viendo a la república agitada con tan grande fluctuación y tormenta, se condujese como piloto cine se amilana y abandona el timón, cuando hubiera sido Justo que, aun contra su voluntad, salvara la liga, o si daba ya por perdidos los negocios y el poder de los Aqueos, que cediera a Cleómenes, y no volver a condenar a la barbarie el Peloponeso con las guarniciones de los Macedonios, no llenar el Acrocorinto de armas etolias e ilíricas, ni hacer árbitros de las ciudades, bajo el blando nombre de aliados, a aquellos mismos a quienes de obra hizo la guerra y procuró debilitar, y de quienes habla continuamente con desdén y vilipendio en sus Comentarios. Y si Cleómenes era (porque así se decía) violento y tiránico, al cabo sus padres eran Heraclidas y su patria Esparta, el más oscuro de la cual debía ser preferido para el mando al primero de los Macedonios por los que dieran algún valor a la nobleza de los Griegos. Por otra parte, si Cleómenes pedía el mando de los Aqueos, era para hacerles muchos bienes en recompensa de aquel honor y aquel título, mientras que Antígono, declarado general con ¡limitadas facultades de tierra y de mar, no se prestó a usar de la autoridad sin que primero le concedieran por premio de su imperio el Acrocorinto, a manera enteramente del cazador de Esopo; porque no se puso al frente de los Aqueos, que le rogaban y se le sometían por medio de embajadores y de decretos, hasta que los tuvo como enfrenados con la guarnición y los rehenes. Arato bien alza la voz para defenderse con que fue absolutamente preciso; pero Polibio dice que de antemano, y con prioridad a semejante necesidad, temiendo Arato la intrepidez de Cleómenes, había tratado reservadamente con Antígono y había importunado a los Megalopolitanos para que instasen a los Aqueos a implorar su auxilio, porque éstos eran los más molestados de la guerra, por acosarles mucho Cleómenes. Del mismo modo habla Filarco de estas cosas, al que, a no atestiguarlo también Polibio, no debería darse crédito, porque le saca de tino la pasión en tratándose de Cleómenes; y en la historia como en un juicio, ya contradice a éste, y ya se pone de parte de aquel y concurre a su defensa.

Perdieron, pues, los Aqueos a Mantinea, volviéndola a tomar Cleómenes, y vencido junto al Hecatombeo en una porfiada batalla, quedaron tan consternados, que al punto enviaron quien propusiera a Cleómenes el mando, llamándole a Argos. Arato, luego que tuvo noticia de que estaba en camino, cuando se hallaría junto a Lerna con su ejército, como temiese por sí, le envió una embajada diciéndole que, viniendo a sus amigos y aliados, bastaría que trajese trescientos hombres, y que si desconfiaba, tomase rehenes. Manifestó Cleómenes que esto lo tenía por insulto y burla hecha a su persona, por lo que se retiró, escribiendo a los Aqueos una carta llena de acusaciones y quejas contra Arato. Escribió éste otras cartas contra Cleómenes, y corrían injurias y dicterios de uno a otro, en que se desacreditaban hasta por sus matrimonios y sus mujeres. De resulta de esto envió Cleómenes un heraldo que denunciara la guerra a los Aqueos, y estuvo en muy poco que no les tomara por traición a Sicione; y marchando rápidamente de allí, acometió a Pelena, y se hizo dueño de ella por haberla abandonado el gobernador puesto por los Aqueos. Al cabo de poco tomó también a Féneo y a Penteleo, y muy luego se le pasaron los Argivos, y los Fliasios recibieron de él guarnición. En fin, con nada de lo agregado podían contar de seguro los Aqueos, sino que repentinamente vino una gran confusión sobre Arato, que veía titubear a todo el Peloponeso y a todas las ciudades puestas en sublevación por los que querían novedades.

Porque nadie estaba tranquilo ni contento con el estado presente, y aun muchos de los mismos Sicionios y Corintios se habían manifestado inclinados a Cleómenes, siendo mucho antes sospechosos de que posponían el bien público al deseo de sus propios adelantamientos. Sobre esto se dio a Arato libre facultad, y en Sicione dio muerte a los que halló complicados; en Corinto intentó inquirir sobre algunos y castigarlos; pero irritó con esto a la muchedumbre, viciada ya y mal hallada con el gobierno de los Aqueos. Corriendo, pues, al templo de Apolo, enviaron a llamar a Arato con el objeto de matarle o prenderle antes de declarar su defección; acudió él al llamamiento, trayendo el caballo del diestro, como si ninguna desconfianza o sospecha tuviese. Viniéronse muchos para él, y como empezasen a motejarle y acusarle, mostrándose afable en el semblante y en las palabras, les dijo que se sentasen y no gritasen así en pie desordenadamente, sino que entrasen también los que estaban junto a las puertas; y al mismo tiempo que así hablaba, se retiraba poco a poco como si fuese a entregar a alguno el caballo. Apartándose de allí de esta manera, y hablando con serenidad a los Corintios que hallaba al paso, mandándoles que fueran al templo, cuando se vio cerca de la ciudadela, montó a caballo y, dando orden a Cleopatro, comandante de la guardia, de que la custodiase con esmero, se encaminó a Sicione, siguiéndole treinta soldados, pues los demás le abandonaron o se fueron escabullendo. Habiendo los Corintios notado de allí a poco su fuga, fueron en su persecución, y como no le alcanzasen, llamaron a Cleómenes, y entregándole la ciudad, no le pareció que equivalía lo que se le daba al yerro cometido en haber dejado ir a Arato. Viniéronse además a Cleómenes los habitantes del territorio llamado Acte, y le hicieron entrega de sus ciudades, después de lo cual circunvaló y sitió con muro el Acrocorinto.

Acudieron a verse con Arato en Sicione no muchos de los Aqueos, y celebrando junta le nombraron general con ilimitada autoridad. Compuso entonces su guardia de solos sus propios ciudadanos un hombre que por treinta y tres años había mandado a los Aqueos, que en poder y en gloria había tenido la primacía entre los Griegos y que en aquel punto abandonado, escaso de medios y quebrantado de fuerzas, como en el naufragio de la patria, era combatido de tantas olas y peligros. Porque los Etolios, habiendo él implorado su auxilio, se le habían negado, y a la ciudad de Atenas, que por amor de Arato se mostraba muy dispuesta, Euclides y Mición la retrajeron. Tenía Arato en Corinto bienes y casa; pero Cleómenes no tocó a nada, ni se lo permitió a otro ninguno; antes, haciendo llamar a sus amigos y administradores, les dio orden de que todo lo cuidaran y guardaran, bajo la inteligencia de que Arato era a quien habría de dar cuentas; y reservadamente mandó a tratar con éste a Trípilo y a su padrastro Megistónoo, ofreciéndole, además de otras cosas, doce talentos de pensión anual, excediendo en otra mitad a Tolomeo, porque éste le enviaba seis talentos cada año. Su solicitud era que se le nombrase general de los Aqueos y custodiar en unión con ellos el Acrocorinto; pero respondiéndole Arato que él no dominaba la liga, sino que era de ella dominado, y pareciéndole, que esto tenía aire de burla, invadió al punto el territorio de Sicione, talándolo y arrasándolo, y por tres meses estuvo sobre la ciudad, aguantándolo Arato, y estando perplejo sobre si accedería a la proposición de Antígono de entregarle el Acrocorinto, pues de otro modo no se prestaba a darle auxilio.

Congregándose, pues, los Aqueos en Egio, enviaron a llamar allí a Arato, y la salida era peligrosa, teniendo Cleómenes bloqueada la ciudad. Deteníanle, de otra parte, con ruegos sus conciudadanos, diciéndole que no era razón arriesgara su persona estando tan cerca los enemigos; pendían asimismo de su cuello las mujeres y los niños, abrazándole y llorando como por el padre y salvador de todos. Mas, sin embargo, alentándolos y consolándolos, marchó a caballo a la marina con diez de sus amigos y su hijo, que aun era mocito, y embarcándose en buques que estaban allí anclados, le condujeron a Egio a la Junta pública, en la que decretaron llamar a Antígono y entregarle el Acrocorinto, sobre lo que le envió Arato su hijo con los demás rehenes. De resulta de esto, llevándolo muy a mal los Corintios, le saquearon cuanto tenía, y de la casa hicieron donación a Cleómenes.

Cuando ya Antígono se acercaba con su ejército, que era de veinte mil infantes macedonios y de mil cuatrocientos caballos, fue Arato con los principales por la parte de mar a recibirle a Pegas, sin que lo entendiesen los enemigos, no teniendo, sin embargo, gran confianza en Antígono ni en los Macedonios, porque traía a la memoria que sus aumentos le habían venido de los males que a éstos había hecho y que sus primeros pasos en el gobierno habían tenido por principal base la enemistad contra Antígono el Mayor. Mas estrechado por la inevitable necesidad y por el tiempo, al que sirven aun los que parece cine mandan, cerró los ojos y se entregó al peligro. Antígono, luego que se le informó de la llegada de Arato, a los demás los saludó con un mediano y común agasajo; pero a éste desde el primer recibimiento le honró extraordinariamente, habiéndole experimentado en todo hombre de probidad y juicio, contrajo con él la mayor intimidad, porque realmente era Arato no sólo útil para los mas arduos negocios, sino grato al rey en los momentos de ocio como el que más. Por tanto, aunque Antígono era joven, luego que echó de ver el carácter de Arato, en el que nada había de áspero para la amistad con un rey, para todo se valía de él, no sólo con preferencia a cualquiera de los Aqueos, sino aun de los Macedonios que tenía cerca de sí. Sobrevino también acerca de esto un prodigio, pareciendo que el Dios lo manifestaba en las víctimas; se dice, en efecto, que sacrificando Arato poco tiempo antes, se vieron en un hígado dos hieles envueltas bajo una sola tela, y que el adivino le anunció que en breve se uniría en estrecha amistad con sus mayores contrarios y enemigos. Por entonces no dio valor al anuncio, ni en general prestaba mucho crédito a víctimas y adivinaciones, ateniéndose a su razón; pero más adelante, yendo prósperamente la guerra, tuvo un banquete Antígono en Corinto, a que concurrieron muchos convidados, y colocó a Arato en asiento superior al suyo. Pidió de allí a poco una ropa con qué cubrirse, y preguntando a Arato si le parecía que hacía frío, como respondiese que en verdad estaba helado, le dijo que se acercase más, y habiendo traído los sirvientes un paño, arroparon con él a los dos. Entonces, viniéndosele a Arato a la memoria lo sucedido con la víctima, no pudo menos de echarse a reír, y refirió al rey el portento y su explicación. Pero esto ocurrió algún tiempo después.

Luego que en Pegas se afirmaron los convenios con recíprocos juramentos, marcharon al punto contra los enemigos, y eran frecuentes los combates en los términos de Corinto, estando bien fortificado Cleómenes y defendiéndose valerosamente los Corintios. En esto Aristóteles de Argos, que era amigo de Arato, vino secretamente con mensaje para éste, proponiéndole que haría se le pasase aquella ciudad si quería marchar allá con tropas. Dio parte de ello a Antígono, y encaminándose por mar prontamente a Epidauro desde el istmo con mil quinientos hombres, los Argivos, que ya antes se habían puesto en rebelión, dieron sobre las tropas de Cleómenes y las encerraron en la ciudadela. Cuando Cleómenes lo supo, temió no fuera que, ocupando los enemigos a Argos, le cortaran el paso a Esparta, y abandonando el Acrocorinto, en la misma noche marchó en auxilio de aquellas. Anticipóse de este modo a entrar en Argos, y allí consiguió rechazar a los enemigos; pero acudiendo poco después Arato, y dejándose ver el rey con el grueso del ejército, se retiró a Mantinea. De resultas volvieron todas las ciudades a unirse a los Aqueos. Antígono ocupó el Acrocorinto, y nombrado Arato general de los Argivos, les persuadió que hicieran donación a Antígono de los bienes de los tiranos y de los traidores. En Cencreas, en tanto, atormentaron y ahogaron a Aristómaco, por lo que padeció mucho la opinión de Arato, diciéndose que con ser este un hombre de no malas partidas, de quien él mismo se había valido, y a quien había persuadido desistiese de la autoridad y que incorporase su ciudad con los Aqueos, a pesar de todo esto había mirado con indiferencia que se le quitara la vida injustamente.

Culpábasele ya de muchas cosas que sucedían, como de que hubieran hecho donación a Antígono de Corinto, como si fuera una miserable aldea; de que después de haber saqueado a Orcómeno, le permitieron poner en ella guarnición macedoniana; de haber decretado que no escribirían ni enviarían embajada a ningún otro rey si Antígono no quería, y de tener que sustentar y pagar sueldo a los Macedonios. Dispusiéronse sacrificios libaciones y juegos en honor de Antígono, habiendo sido los primeros los ciudadanos de Arato, que le recibieron en la ciudad, dándole este hospedaje; así todo se lo atribuían, no haciéndose cargo de que, habiendo puesto en manos de aquel las riendas, siendo arrastrado por el ímpetu de la autoridad real, Arato no era ya dueño sino de sola su voz, que aun corría peligro en la franqueza, y no podía dudarse que había cosas que le mortificaban, como fue lo de las estatuas. Porque Antígono en Argos levantó la de los tiranos, que habían sido echadas por tierra, y derribó por otra parte las de los que tomaron el Acrocorinto, a excepción de sola la suya; y por más que en cuanto a éstas le hizo ruegos, nada pudo alcanzar. Parece también que no pudo ser cosa griega lo que los Aqueos ejecutaron con Mantinea, porque apoderándose de ella con las fuerzas de Antígono, a los más distinguidos y principales ciudadanos les quitaron la vida; de los más, a unos los vendieron, y a otros los enviaron aprisionados con grillos a Macedonia, y a los niños y mujeres los esclavizaron. Del dinero que se recogió le dieron la tercera parte, y las dos restantes las distribuyeron a los Macedonios. Mas esto pudo en algún modo excusarse por la ley de la venganza; pues aunque siempre es terrible maltratar así por encono a sus compatriotas y deudos, en la necesidad se hace dulce y no duro, según Simónidas, dando como cierto alivio y desahogo al ánimo doliente e inflamado; pero lo que después se ejecutó no hay como Arato lo atribuya a ningún motivo, ni honesto ni de precisión; porque recibiendo de Antígono los Argivos en donativo la ciudad, y determinando enviar a ella una colonia, elegido aquel para fundador de ella, y siendo general, decretó que en adelante no se llamara Mantinea, sino Antigonea, que es como se llama hasta el día de hoy, pareciendo que por él la “amable Mantinea” fue borrada del todo, y que en su lugar permanece una ciudad que lleva el nombre de los que la destruyeron y dieron muerte a sus ciudadanos.

Vencido después de esto Cleómenes en una gran batalla cerca de Selasia, abandonó a Esparta y se embarcó para Egipto; Antígono, después de haber hecho con Arato las mayores demostraciones de gratitud y benevolencia, se retiró a la Macedonia, y habiendo allí caído enfermo, a Filipo, mancebo ya y designado su sucesor en el reino, lo envió al Peloponeso, encargándole que atendiese a Arato sobre todos, y por su medio tratase con las ciudades y se diera a conocer a los Aqueos. Tomóle, pues, Arato bajo su cuidado, y le dirigió de manera que le envió a Macedonia lleno de amor hacia él, y de afición y emulación hacia los Griegos.

Muerto Antígono, como los Etolios menospreciasen a los Aqueos por su flojedad, a causa de que, acostumbrados a ponerse a salvo por manos ajenas, y sostenidos por las armas de los Macedonios, se habían entregado al ocio y la desidia, se arrojaron a tomar parte en los negocios del Peloponeso, y teniendo por un paseo el saquear a los de Patras y Dima, invadieron el país de Mesena y lo talaron; de lo que incomodado Arato, como viese que Timóxeno, que a la sazón se hallaba de general de los Aqueos, emperezaba y perdía el tiempo, y le tocase mandar después de él, se adelantó a entrar en ejercicio cinco días antes, con el fin de ir en socorro de los Mesenios. Reunió, pues, a los Aqueos, faltos ya del uso y cobardes para la guerra, y sufrió una derrota junto a Cafias. Pareció que entonces había procedido con sobrado arrojo y encono; mas para eso luego de tal manera se entorpeció y ello de mano a los negocios y a las esperanzas, que con ofrecerles muchas veces oportunidad los Etolios, sufrió y llevó con indiferencia que estuvieran como banqueteando en el Peloponeso con la mayor osadía y desvergüenza. Tendiendo, por tanto, otra vez las manos a la Macedonia, atrajeron y mezclaron en los asuntos de la Grecia a Filipo, no siendo la menor parte para ello su amor y confianza hacia Arato, pues esperaban que para todo lo hallarían dócil y pronto.

Entonces por primera vez Apeles y Megaleo, con otros palaciegos, empezaron a cizañear contra Arato, y seducido el rey, se puso en la junta electoral de parte de la facción contraria, procurando que los Aqueos nombraran general a Eperato; pero como luego le despreciasen completamente, y separado de los negocies Arato nada saliese bien, conoció Filipo su yerro, decidió otra vez por Arato haciéndose todo suyo y, yendo prósperamente los negocios para su poder y su gloria, se entregó enteramente a él, como que le debía su esplendor y sus aumentos. Parecía, pues, a todos que Arato no sólo era un provechoso preceptor para la democracia, sino que para la monarquía también; porque su conducta y sus costumbres aparecían como un color particular en cuanto el rey hacía. Así, la blandura de este joven para con los Lacedemonios que le habían ofendido, su afable trato con los Cretenses, con el que en pocos días se atrajo toda la isla, y su expedición contra los Etolios, que fue sumamente pronta y activa, si a Filipo le adquirieron la gloria de la docilidad, a Arato le conciliaron la de la buena dirección. Creció por lo mismo la envidia en los cortesanos, y viendo que nada adelantaban con sus calumnias ocultas, abiertamente le escarnecían e insultaban en los festines con el mayor descaro e insolencia, y aun en una ocasión lo persiguieron a pedradas hasta su pabellón; de lo que, irritado Filipo, por lo pronto los multó en veinte talentos; más después, como le pareciese que le malograban los negocios y que excitaban alborotos, les quitó la vida.

Engreído más adelante con verse demasiado favorecido de la fortuna, manifestó ya muchos y desmedidos deseos, y la maldad ingénita, desenvolviéndose y penetrando por entre los mentidos velos, poco a poco descubrió y puso de manifiesto su verdadera índole. En primer lugar, ofendía a Arato el Menor en el honor conyugal, lo que por mucho tiempo estuvo oculto, por vivir juntos, siendo su huésped. Hízose después despreciable para el trato en los negocios, y se echaba de ver que quería apartar de sí a Arato. Dieron el primer origen a esta sospecha las ocurrencias con los Mesenios, porque habiendo sediciones entre ellos, Arato se atrasó un poco en acudir a apaciguarlos, y Filipo, que sólo se anticipó un día en llegar a la ciudad, se apresuró a encender más la misericordia entre aquellos habitantes, preguntando por separado a los magistrados de los Mesenios, si no tenían leyes contra la muchedumbre, y por separado también a los prohombres del pueblo si no tenían manos contra sus tiranos. Cobrando ánimo por esto, los magistrados quisieron prender a los demagogos, y acudiendo éstos con la muchedumbre, dieron muerte a los magistrados y a algunos otros ciudadanos, que apenas bajaron de doscientos.

Ejecutada tan abominable acción por Filipo, que aun continuaba exasperando más a los Mesenios unos contra otros, sobrevino Arato; y no sólo se notaba que le había sido muy sensible, sino que al hijo, que sobre ello reprendía a Filipo, haciéndole ásperas reconvenciones, no lo contuvo. Se creía que aquel joven amaba a Filipo, y entonces, entre otras cosas, le dijo que ya ni siquiera le parecía bello en su aspecto ejecutando tales hechos, sino el más horrible del mundo. Filipo nada le replicó, sin embargo de que se le observaba airado y de que estuvo refunfuñando mientras aquel hablaba, y aun a Arato el Mayor, para dar a entender que no se había irritado por lo que se le había dicho, y que era de carácter benigno y urbano, le levantó del teatro tomándole la diestra, y le llevó consigo a Itomata para ofrecer sacrificio a Zeus y reconocer aquel punto, porque no es menos fuerte que el Acrocorinto, y en poniendo guarnición puede hacerse tan molesto como es inexpugnable a los del país. Subió, pues, y en el acto del sacrificio, cuando el adivino le trajo las entrañas del buey, tomándolas con entrambas manos, las mostró a Arato y Demetrio Fario, inclinándose ora al uno y ora al otro, y preguntándoles qué veían en la víctima acerca de si se apoderaría de aquella eminencia o la restituiría a los Mesenios. Sonriéndose, pues, Demetrio: “Si tuvieres- le dijo- el alma de un adivino, dejarías intacto el sitio; mas si la tuvieres de rey, asirías el buey por los dos cuernos, queriendo designar el Peloponeso, y que si juntaba a Itomata con el Acrocorinto, enteramente le tendría sumiso y humillado”. Arato estuvo bastante tiempo en silencio; pero instándole Filipo que manifestase lo que observaba: “La Creta ¡oh Filipo! tiene muchos y grandes montes, y son muchas las eminencias que la Naturaleza ha puesto en la tierra de los Beocios y Focenses. Son asimismo muchos en la Acarnania, ya tierra adentro, y ya en la marina, los lugares que tienen una maravillosa fortaleza, y sin embargo de que ninguno de estos puntos has tomado, todos hacen voluntariamente lo que tú dispones; porque los ladrones son los que se pegan a las rocas y se guarecen en los vericuetos; pero para un rey nada es más fuerte o más defendido que la confianza y el amor. Éstos te han abierto el mar de Creta, y éstos el Peloponeso, y habiéndolos tenido por principios de tus operaciones, por ellos, todavía tan joven, de unos te has constituido general, y de otros señor”. Sin dejarle concluir entregó Filipo las entrañas al adivino, y volviendo a tomar de la mano a Arato: “Volvamos- le dijopor el mismo camino”, como que le había convencido y le había quitado de la mano aquella ciudadela.

Arato, que iba retirándose de palacio y cortando poco a poco la amistad e íntimo trato con Filipo, cuando al bajar éste al Epiro le pidió que le acompañase en aquella expedición, se negó a complacerle y permaneció en quietud, temeroso de que sus operaciones le hiciesen incurrir en mala nota y opinión. Mas después que en combate con los Romanos perdió ignominiosamente las naves, y saliéndole mal todas sus empresas, se restituyó al Peloponeso, e intentó de nuevo engañar a los Mesenios, y ya no a escondidas, sino abiertamente los maltrataba, talándoles el país; entonces Arato enteramente se apartó y se puso en oposición con él, habiendo ya llegado a entender el agravio que en el honor le hacía, y llevándolo él mismo dentro de sí con grande pesar, sin descubrirlo al hijo, porque sobraba con saber la afrenta a quien no podía vengarla. Se veía, pues, que Filipo había hecho una grande y extraña mudanza, convirtiéndose, de un rey benigno y de un joven contenido, en un varón desenfrenado y en un tirano odioso, aunque esto no fue mudanza de índole, sino manifestación en la seguridad de una maldad que el miedo había tenido oculta largo tiempo.

Porque haber sido mezclado de vergüenza y miedo el afecto hacia Arato, en que desde el principio fue criado, lo manifestó bien en la conducta que contra él tuvo; pues como desease quitarle del medio, por pensar que mientras viviese no podría ser libre, no ya como tirano, pero ni como rey, aunque nada intentó a fuerza abierta, a Taurión, uno de sus generales y amigos, le dio el encargo de que lo ejecutase de un modo oculto, y más particularmente por medio de un veneno, cuando él estuviera ausente. Hízose, pues, amigo de Arato, y le dio un veneno, no pronto y violento, sino de aquellos que causan al principio en el cuerpo un calor lento con tos, y de este modo llevan poco a poco a la muerte. No se le ocultó estoa Arato, sino que, como nada aprovechaba el quejarse, soportó su mal en silencio y tranquilamente, como si fuera una de las enfermedades comunes y frecuentes. Sólo en una ocasión, habiéndole visitado un amigo, como en su presencia arrojase un esputo sanguinolento y aquel mostrase maravillarse de ello: “Éstos ¡oh Cefalón! –le dijo-, son los premios de la amistad con reyes”.

Muerto Arato de esta manera en Egio en su decimoséptimo generalato, deseaban los Aqueos que allí fuese sepultado y que se le erigiesen los monumentos correspondientes a sus hazañas; los de Sicione miraban como una calamidad el que el cuerpo no pudiera ser entre ellos depositado, pues aunque habían alcanzado de los Aqueos que se lo permitieran, había una ley que prohibía que nadie fuera sepultado dentro de los muros; y como sobre la observancia de esta ley hubiese una poderosa superstición, enviaron a Delfos a consultar a la Pitia sobre este objeto, y la Pitia les dio este oráculo ¿Consultas ¡oh Sicione! qué premio por tu salud dispensarás a Arato y qué honores y exequias funerales harás al héroe que sin vida yace? Quien a honrarle se oponga será impío contra el cielo extendido, el mar y tierra. Traído el oráculo, se alegraron todos los Aqueos, especialmente los Sicionios, y convirtiendo el duelo en fiesta, al punto trasladaron el cadáver, coronados de flores y vestidos de blanco, con cánticos de regocijo y con coros, de Egio a la ciudad; y habiendo designado un lugar espectable, le hicieron el entierro que correspondía a su fundador y salvador. El sitio llámase hasta ahora Aracio, y se le hacían sacrificios, uno el día en que los libró de la tiranía, que es el quinto del mes Desio, llamado de los atenienses Antesterión, dando a este sacrificio el nombre de Sotería, y el otro día en que hacen conmemoración de su nacimiento. Al primero presidía el sacerdote de Zeus Salvador, y al segundo el de Arato, llevando una venda no del todo blanca, sino entretejida con púrpura. Cantábanse a la cítara himnos por los actores del teatro, y conducía el gimnasiarca la pompa de los muchachos y mancebos, siguiéndose luego el consejo coronado, y de los ciudadanos el que quería. De todo esto conservan algunas leves muestras para celebrar aquellos días; pero la mayor parte de los honores referidos, con el tiempo y la serie de otros sucesos, han caído en desuso.

Por lo que hace, pues, a Arato el Mayor, ésta se dice haber sido su vida, y su índole la que se ha manifestado; en cuanto a su hijo, siendo Filipo malvado por carácter e injusto con crueldad, no le dio veneno mortal, sino uno de aquellos que trastornan la razón, consiguiendo precipitarle en manías terribles y extrañas, con las que intentaba acciones disparatadas y mostraba deseos vergonzosos y abominables; de modo que la muerte, en medio de ser joven y hallarse en estado floreciente, no fue para él una desgracia, sino salvación y redención de males. Mas Filipo no dejó de pagar en vida a Zeus Hospitalario y Amigo las penas de tan horrible maldad, porque, vencido de los Romanos, se les rindió a discreción, y despojado de toda otra autoridad, entregando todas las naves, fuera de cinco, ofreciéndose a pagar mil talentos, y dando en rehenes su propio hijo, por compasión le dejaron la Macedonia y provincias de ella dependientes. Dando después muerte a los mejores y más ilustres de sus súbditos, llenó todo el reino de horror y odio contra sí, y de un solo bien que tenía, que era un hijo de sobresaliente valor, se privó por su mano, haciéndole morir de envidia y celos por la distinción con que le trataban los Romanos; y dio el reino a Perseo, otro de ellos, que no era legítimo según dicen, sino arrimadizo, tenido en una costurera llamada Gnatenio. De éste triunfó Emilio, y aquí, tuvo fin la sucesión en el reino de Antígono, cuando el linaje de Arato se conserva hasta nuestro tiempo en Sicione y Pelena.