Vidas paralelas: Arístides


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Aristides, hijo de Lisímaco, era de la tribu Antióquide y de la curia Alopecense. Acerca de su patrimonio corren diferentes opiniones, diciendo algunos que pasó su vida en continua pobreza, y que a su muerte dejó dos hijas, que estuvieron mucho tiempo sin casar por la estrechez de su fortuna. Mas contra esta opinión, sostenida por muchos, tomó partido Demetrio Falereo en su Sócrates, refiriendo que en Falera conoció cierto territorio que se decía de Aristides, en el que había sido sepultado. Hay además algunos indicios de que su casa era acomodada, de los cuales es uno el haber obtenido por suerte la dignidad de Epónimo, que no se sorteaba sino entre los que eran de las familias que poseían el mayor censo, a los que llamaban quinienteños. Otro indicio es el ostracismo, porque no le sufría ninguno de los pobres, sino los que eran de casas grandes, sujetos a la envidia por la vanidad del linaje. Tercero y último, haber dejado en el templo de Baco, por ofrenda de la victoria obtenida con un coro, unos trípodes que todavía se muestran hoy, conservando esta inscripción: “La tribu Antióquide venció; conducía el coro Aristides, y Arquéstrato fue el que ensayó el coro”. Pero éste, que parece el más fuerte, es sumamente débil; porque también Epaminondas, que nadie ignora haberse criado y haber vivido en suma pobreza, y Platón el filósofo, dieron unos coros que merecieron aprecio: el uno de flautistas, y el otro, de jóvenes llamados cíclicos, suministrando a éste para el gasto Dión de Siracusa, y a Epaminondas, Pelópidas; no estando los hombres de bien reñidos en implacable e irreconciliable guerra con las dádivas de los amigos, sino que teniendo por indecorosas y bajas las que se reciben por avaricia, no desechan aquellas que no se toman por lucro, sino para cosas de honor y lucimiento. Panecio manifiesta que, en cuanto al trípode, se dejó engañar Demetrio de la semejanza de los nombres. Desde la guerra pérsica hasta el fin de la del Peloponeso sólo se halla, en efecto, haber vencido con coro dos Aristides, de los cuales ninguno era este hijo de Lisímaco, sino que el padre de uno fue Jenófilo y el otro fue mucho más moderno; como lo convencen el modo de la escritura, que es de tiempo posterior a Euclides, y el hablarse de Arquéstrato, de quien en el tiempo de la guerra pérsica ninguno dice que fuese maestro de coros, cuando en el tiempo de la del Peloponeso son muchos los que lo atestiguan; mas esto de Panecio necesita de mayor examen. Por lo que hace al ostracismo, incurría en él todo el que parecía sobresalir entre los demás por su fama, por su linaje o por su facundia en el decir; así es que Damón, maestro de Pericles, sufrió el ostracismo por parecer que era aventajado en prudencia, e Idomeneo dice que Aristides fue Arconte no por suerte, sino por elección de los Atenienses; y si fue llamado al mando después de la batalla de Platea, como el mismo Demetrio dice, es muy probable que en tanta gloria, y después de tales hazañas, se le contemplase por su virtud digno de aquella autoridad, que otros alcanzaban por sus riquezas. De otra parte, es bien sabido que Demetrio, no sólo en cuanto a Aristides, sino también en cuanto a Sócrates, tomó el empeño de eximirle de la pobreza como de un gran mal; porque dice que éste no sólo tenía una casa, sino setenta minas puestas a logro en casa de Critón.

Aristides trabó amistad con Clístenes, el que restableció el gobierno después de la expulsión de los tiranos; mirando especialmente con emulación y asombro, entre todos los dados a la política, a Licurgo, legislador de los Lacedemonios, se inclinó al gobierno aristocrático, pero tuvo por rival para con el pueblo a Temístocles, hijo de Neocles. Algunos refieren que, siendo ambos muchachos, y educados juntos desde el principio, siempre disintieron el uno del otro, tanto en las cosas de algún cuidado como en las de recreo y diversión, y que al punto se manifestaron sus caracteres por esta especie de contrariedad; siendo el del uno blando, manejable y versátil, prestándose a todo con facilidad y prontitud, y el del otro, firme en un propósito, inflexible en cuanto a lo justo y enemigo de la mentira, de las chanzas y del engaño, aun en las cosas de juego. Aristón de Ceo dice que la enemistad de ambos dimanó de ciertos amores, hasta llegar al último punto: porque enamorados de Estesilao, natural de Ceo, sumamente gracioso en la forma y figura de su cuerpo, llevaron tan mal la competencia, que aun después de marchita la hermosura de aquel joven no cesaron en su oposición; sino que como si se hubieran ensayado en aquel objeto, con el mismo afecto pasaron al gobierno, acalorados y encontrados el uno con el otro. Y Temístocles, dándose a cultivar amistades, alcanzó un influjo y poder de ningún modo despreciable; así es que a uno que le propuso que el modo de gobernar bien a los Atenienses sería el que se mostrase igual e imparcial a todos: “No querría- le respondió- sentarme en una silla en la que no alcanzaran más de mí los amigos que los extraños”; mas Aristides, manteniéndose solo, siguió en el gobierno otro camino particular: lo primero, porque ni quería tener condescendencias injustas con sus amigos ni tampoco disgustarlos, no haciéndoles favores; lo segundo, porque veía que el poder de los amigos alentaba a muchos para ser injustos, y él entendía que el buen ciudadano no debía poner su confianza sino en hacer y decir cosas justas y honestas.

Promovía Temístocles muchas cosas arriesgadas, y en todo lo relativo a gobierno le contradecía y estorbaba; por lo que se vio Aristides precisado a oponerse a muchos de los intentos de aquel; unas veces para defenderse, y otras para contener su poder, acrecentado por el favor del pueblo: teniendo por menos malo privar a la ciudad de alguna cosa beneficiosa que no el que aquel se envalentonase saliéndose con todo. De modo que en una ocasión, habiendo Temístocles propuesto una cosa conveniente, la resistió, sin embargo, y repugnó, aunque no pudo estorbarla, y al retirarse de la junta pública prorrumpió en la expresión de que no podría salvarse la república de Atenas si a Temístocles y a él no los arrojaban en una sima. En otra ocasión propuso al pueblo un proyecto de decreto, y aunque fue muy contradicho y disputado, conoció que iba a prevalecer; y cuando ya se estaba para recoger los votos de orden del Arconte, convencido, desengañado por la discusión, de lo que convenía, retiró su proposición. Muchas veces hizo sus propuestas por medio de otros, a fin de evitar que su contraposición con Temístocles sirviese de impedimento para lo que era de bien público. Mas lo que sobre todo pareció maravilloso fue su igualdad en las mudanzas a que expone el mando, no engriéndose con los honores y manteniéndose siempre tranquilo y sosegado en las adversidades, por estar en la inteligencia de que exigía el bien de la patria que en servirla se mostrase desinteresado, no sólo con respecto a la riqueza, sino con respecto también a la gloria. De aquí provino, sin duda, que representándose en el teatro estos yambos de Esquilo, relativos a Anfiarao, Quiere no parecer, sino ser justo: En su alma el saber echadas tiene hondas raíces, y copioso fruto de excelentes y útiles consejos, todos se volvieron a mirar a Aristides, como que de él era propia aquella virtud.

No sólo contra la benevolencia y el agrado, sino también contra la ira y enemistad, era bastante poderoso a resistir por sostener lo justo. Dícese, pues, que persiguiendo una ocasión a un enemigo en el tribunal, como no quisiesen los jueces, después de la acusación, oír al tratado como reo, sino que pidiesen el pasar a votar contra él, se puso Aristides a su lado a pedir también que se le diese audiencia y fuese tratado conforme a las leyes. Juzgaba otra vez a dos particulares, y diciendo el uno que su contrario había hecho muchas cosas en defensa de Aristides, le contestó: “No, amigo; tú di si te ha hecho a ti alguna ofensa, porque no soy yo, sino tú, el que ha de ser juzgado”. Eligiéronle procurador de las rentas públicas, y no sólo descubrió que habían sustraído caudales los Arcontes de su tiempo, sino también los que le habían precedido, y más especialmente Temístocles. Que era largo de manos, aunque sabio. Por esta causa suscitó éste a muchos contra Aristides, y persiguiéndole al dar sus cuentas hizo que se le formase causa y condenase por ocultación, según dice Idomeneo: pero como por ello se hubiesen disgustado los primeros y más autorizados de la ciudad, no sólo salió libre de todo cargo y multa, sino que volvieron a elegirle para la misma magistratura. Hizo como que estaba arrepentido de su primer método, manifestándose más benigno; con lo que tuvo gratos a los usurpadores de los caudales públicos, porque no se lo echaba en cara ni llevaba las cosas con rigor; de manera que, enriquecidos con sus rapiñas, colmaban de alabanzas a Aristides e intercedían ansiosos con el pueblo para que todavía le eligieran otra vez; mas cuando ya iban a votarle, increpó a los Atenienses, diciéndoles: “¡Conque cuando me conduje bien y fielmente me maltratasteis, y cuando he dejado abandonados crecidos caudales en manos rapaces me tenéis por el mejor ciudadano! Pues más me avergüenzo del honor que ahora me hacéis que de la injusticia pasada; y me indigno contra vosotros, para quienes parece más glorioso el favorecer a los malos que defender los intereses de la república”. Dicho esto, descubrió las malversaciones, con lo que hizo callar a sus panegiristas y encomiadores, y recibió de los hombres de bien una verdadera y justa alabanza.

Cuando Datis, enviado por Darío en apariencia a tomar venganza de los Atenienses por haber incendiado a Sardis, pero en realidad a subyugar a los Griegos, se apoderó de Maratón y arrasó la comarca, entre los generales nombrados por los Atenienses para aquella guerra tenía el mayor crédito Milcíades, pero en gloria e influjo era Aristides el segundo; y habiéndose adherido entonces, en cuanto a la batalla, al dictamen de Milcíades, no fue quien menos lo hizo prevalecer. Alternaban los generales en el mando por días, y cuando le llegó su turno lo pasó a Milcíades, enseñando así a sus colegas que el obedecer y sujetarse a los más entendidos, no sólo es un desdoro, sino más bien laudable y provechoso. Calmando por este término la emulación, y haciendo entender a todos cuánto convenía gobernarse por la inteligencia y disposiciones de uno solo, dio mayor aliento a Milcíades, asegurándolo en sus proyectos con no tener que alternar en la autoridad: porque no haciendo ya cuenta con mandar cada uno en su día, le quedó a aquel indivisa. En la batalla, habiendo sido el centro de los Atenienses el más combatido, por haber cargado los bárbaros con el mayor encarnizamiento contra las tribus Leóntide y Antióquide, pelearon valerosamente Temístocles y Aristides, que formaban muy cerca el uno del otro, por ser de la Leóntide aquel y de la Antióquide éste. Como después de haber puesto en retirada a los bárbaros y haberse embarcado éstos observasen los Atenienses que no hacían rumbo hacia las islas, sino que el viento y el mar los impelían hacia afuera, con dirección al Ática, temiendo no se hallase la ciudad falta de defensores, se encaminaron solícitos hacia ella con las nueve tribus, y concluyeron su marcha en el mismo día. Quedó en Maratón Aristides con su tribu para custodia de los cautivos y de los despojos, y no frustró la opinión que de él se tenía, sino que habiendo copia de oro y plata, de ropas de todos géneros y de toda suerte de efectos en número increíble en las tiendas y en los buques apresados, ni él mismo tocó a nada, ni permitió que tocase ninguno otro, a no ser que algunos ocultamente tomasen alguna cosa; de cuyo número fue Calias el daduco portaantorcha; porque, a lo que parece, a éste fue a presentársele uno de los bárbaros, creyendo, por la cabellera y por el turbante, que era un rey, y saludándole y tomándole la diestra le manifestó que había mucho oro enterrado en cierto hoyo; y Calias, hombre el más cruel y el más injusto, fue, cogió el oro, y al bárbaro, para que no lo revelara a otros, le quitó la vida. De aquí dicen que viene el que los cómicos llamen a los de su parentela ricos de hoyo, con alusión al lugar en que Calias encontró aquel oro. Dióse inmediatamente después a Aristides la dignidad de Epónimo, aunque Demetrio Falereo es de opinión que la obtuvo poco antes de su muerte, después de la batalla de Platea. Con todo, en los fastos después de Jantípides, en cuyo año fue vencido Mardonio en Platea, en muchos años no se encuentra ninguno denominado Aristides, y después de Fanipo, en cuyo tiempo se alcanzó la victoria de Maratón, en seguida está escrito el nombre del Arconte Aristides.

Entre todas sus virtudes, la que más se dio a conocer al pueblo fue la justicia, porque su utilidad es más continua y comprende a todos: así, un hombre pobre y plebeyo alcanzó el más excelente y divino renombre, llamándole todos el justo; renombre a que no aspiró nunca ninguno de los reyes ni de los tiranos, queriendo más algunos de ellos apellidarse sitiadores, fulminadores, vencedores y aun algunos águilas y gavilanes: prefiriendo, a lo que parece, la gloria que dan la fuerza y el poder a la que proviene de la virtud. Y si lo admirable y divino, en cuya posesión y goce tanto manifiestan complacerse, se distingue principalmente por estas tres calidades, indestructibilidad, poder y virtud, de ellas ésta es la más respetable y divina; porque lo indestructible conviene también al vacío y a los elementos, y poder lo tienen grande los terremotos, los rayos, los remolinos de viento y las inundaciones de los torrentes; de lo justo y del derecho nada hay, en cambio, que participe sino siguiendo los dictámenes de la razón y de la prudencia. Por tanto, siendo asimismo tres los afectos que en los más de los hombres excita lo divino, a saber: deseo, miedo y respeto, aspiran, como que en ello consiste su felicidad, por lo indestructible y eterno; temen y se sobresaltan con la dominación y el poder; pero aman, acatan y veneran a la justicia. Y con ser esto así, ansían por la inmortalidad, que nuestra caduca naturaleza no admite, y por el poder, que en la mayor parte depende de la fortuna; poniendo en el último lugar a la virtud, de todos estos bienes que reputamos divinos el único que está en nuestro albedrío; en lo que van muy engañados, no reflexionando que a la vida pasada en el poder y la fortuna la justicia la hace digna de los dioses, y la injusticia, propia de las fieras.

Aunque a Aristides al principio le fue muy lisonjero aquel sobrenombre, últimamente vino a conciliarle envidia, principalmente por el cuidado que puso Temístocles en sembrar el rumor entre la muchedumbre de que Aristides, haciendo inútiles los tribunales con meterse a juzgarlo y decidirlo todo, aspiraba sordamente a prepararse sin armas una monarquía. Además de esto, engreído el pueblo con la victoria, y creído de que de todo era por sí capaz, no podía aguantar a los que tenían un nombre y una fama que oscurecían a los demás. Concurriendo, pues, a la ciudad de todas partes, destierran a Aristides por medio del ostracismo, apellidando miedo de la tiranía lo que era envidia de su gloria. Porque el ostracismo no era pena de alguna mala acción, sino que por cierta delicadeza se le llamaba humillación y castigo del orgullo, y de un poder inaguantable, cuando en realidad no era más que un suave consuelo de la envidia, que no usaba medios insufribles, sino que se libraba, con una mudanza de país por diez años, de una incómoda molestia; cuando más tarde algunos empezaron a sujetar a esta especie de destierro a hombres bajos y conocidamente malos, de los cuales el último fue Hipérbolo, hubieron de abandonarla. Dícese que para sujetar a Hipérbolo al ostracismo sucedió lo siguiente: desacordaban entre si Alcibíades y Nicias, que eran los de mayor influjo en la ciudad, y cuando el pueblo iba a echar la concha, sabiendo los unos de los otros a quién iban a escribir en ella, se confabularon por fin ambos partidos, y, de común convenio, trataron de desterrar a Hipérbolo. Reflexionó luego el pueblo, y creyendo desacreditado y afrentado aquel medio político, lo dejó y abolió para siempre. Explicaremos en pocas palabras lo que era aquel medio: tomaba cada uno de los ciudadanos una concha, y escribiendo en ella el nombre del que quería saliese desterrado, la llevaba a cierto lugar de la plaza cerrado con verjas. Contaban luego los Arcontes primero el número de todas las conchas que allí había, porque si no llegaban a seis mil los votantes, no había ostracismo. Después iban separando los nombres, y aquel cuyo nombre había sido escrito en más conchas era publicado como desterrado por diez años, dejándosele disponer de sus cosas. Estaban en esta operación de escribir las conchas, cuando se dice que un hombre del campo, que no sabía escribir, dio la concha a Aristides, a quien casualmente tenía a mano, y le encargó que escribiese Aristides; y como éste se sorprendiese y le preguntase si le había hecho algún agravio: “Ninguno- respondió-, ni siquiera lo conozco, sino que ya estoy fastidiado de oír continuamente que le llaman el justo”; y que Aristides, oído esto, nada le contestó, y escribiendo su nombre en la concha, se la volvió. Desterrado de la ciudad, levantando las manos al cielo, hizo una plegaria enteramente contraria a la de Aquiles, pidiendo a los Dioses que no llegara tiempo en que los Atenienses tuvieran que acordarse de Aristides.

Al cabo de tres años, cuando Jerjes por la Tesalia y la Beocia se encaminaba contra el Ática, abolieron la ley, y permitieron a todos los desterrados la vuelta; por temor, principalmente, de que Aristides, uniéndose con los enemigos, sedujese y atrajese a muchos de los ciudadanos al partido del bárbaro; en lo que manifestaron no conocer bien a este insigne varón, que antes de aquella providencia estaba ya trabajando en acalorar a los Griegos para defender su libertad, y después de ella, siendo Temístocles el que tenía el mando absoluto, nada dejó por hacer, de obra o de consejo, para que con la salvación de todos alcanzara su enemigo la mayor gloria. Porque teniendo Euribíades resuelto abandonar a Salamina, como las galeras de los bárbaros, dando por la noche la vela y, navegando en círculo, hubiesen tomado el paso y las islas, sin que nadie tuviese conocimiento de este bloqueo, Aristides vino apresuradamente de Egina, pasando por entre las naves enemigas, presentóse asimismo por la noche en la cámara de Temístocles, le llamó afuera a él solo, y le habló de esta manera: “Nosotros ¡oh Temístocles!, si es que tenemos juicio, nos olvidaremos de nuestra vana y juvenil discordia y entablaremos otra contienda más saludable y digna de loor, disputando entre los dos sobre salvar a la Grecia: tú, como caudillo y general, y yo, como soldado y consejero: puesto que sé que tú solo has tomado la mejor resolución, ordenando que se trabe combate cuanto antes en este estrecho; y cuando nuestros aliados te se oponían, parece que los enemigos se han puesto de tu parte. Porque el mar al frente y todo alrededor está ya ocupado por naves enemigas, de manera que aun los que rehusaban se ven en la necesidad de mostrar valor y entrar en combate, por haberse cortado todo camino a la retirada.” Respondióle a esto Temístocles: “No permitiré ¡oh Aristides! que en esta ocasión me excedas en virtud, sino que, contendiendo con tu glorioso propósito, procuraré aventajarme en las obras”; y dicho esto, le descubrió el engaño y estratagema de que se había valido con el bárbaro, exhortándolo a que persuadiera a Euribíades y le hiciera ver que no había arbitrio para salvarse sin combatir, porque a él le creería mejor. Así es que en la conferencia de los generales, diciendo Cleócrito de Corinto a Temístocles que ni Aristides aprobaba su dictamen, pues que hallándose presente callaba, replicó Aristides: “No callaría yo de ninguna manera si Temístocles no propusiese lo mejor; mas ahora guardo silencio, no porque le tenga consideración, sino porque soy de su parecer.”

Esto fue lo que pasó entre los caudillos de la armada de los Griegos; mas Aristides, sabedor de que Psitalea, que es una isla pequeña junto al estrecho de Salamina, había sido ocupada por gran número de enemigos, tomó consigo en unas lanchas a los ciudadanos más decididos y animosos, aportó a la isleta, y trabando combate con los bárbaros les dio muerte a todos, a excepción de unos cuantos de los más distinguidos entre ellos, a quienes hizo cautivos. Entre éstos había tres hijos de una hermana del rey, llamada Sandauca, los cuales remitió al instante a Temístocles, y se dice que de mandato del agorero Eufrántides fueron sacrificados, según cierto oráculo, a Baco Omesta. En seguida, distribuyendo Aristides soldados de infantería por toda la isla los tuvo en celada contra los que aportasen a ella; mal de modo que en nada ofendiesen a los amigos ni dejasen ir salvos a los enemigos: pues parece que el principal concurso de las naves y lo más recio de la batalla vino a ser hacia aquel punto por lo que levantó trofeo en Psitalea. Después de la batalla, queriendo Temístocles probar a Aristides, le dijo que, si bien era muy grande la obra que habían hecho, todavía les faltaba lo mejor, que era tomar el Asia en la Europa, navegando velozmente al Helesponto y cortando el puente; mas como le replicase Aristides que debía abandonarse aquel pensamiento y ver cómo harían que el Medo saliese cuanto antes de la Grecia, no fuese que encerrado por falta de salida la necesidad le obligase a defenderse con tan inmensas fuerzas, Temístocles despachó al eunuco Arnaces, que era uno de los cautivos, para que dijese al rey en secreto que él había disuadido a los Griegos del intento de ir a cortar los puentes, con el objeto de que el rey se pusiese en salvo.

Cobró Jerjes miedo con esta noticia, y así, a toda priesa se encaminó al Helesponto. Quedó en Grecia Mardonio, que tenía consigo lo más aguerrido del ejército, en número unos trescientos mil hombres, fuerza con que se hacía temible, poniendo principalmente su esperanza en la infantería, y con la que amenazaba a los Griegos, a quienes escribió en estos términos: “Vencisteis con marítimos leños a unos hombres de tierra adentro, poco diestros en manejar el remo; pero ahora la tierra de los Tésalos es llana y los campos de los Beocios muy a propósito para combatir con caballería e infantería.” A los Atenienses les escribió aparte a nombre del rey, prometiéndoles que levantaría de nuevo su ciudad, los colmaría de bienes y les daría el dominio sobre los demás Griegos, con tal que se apartasen de la guerra. Entendiéronlo los Lacedemonios, y concibiendo temor enviaron a Atenas mensajeros con la propuesta de que mandaran a Esparta sus mujeres y sus hijos, y que para sus ancianos tomasen de los mismos Lacedemonios el sustento necesario: pero era extrema la miseria de los Atenienses, habiendo perdido sus campiñas y su ciudad. Oídos los mensajeros, les dieron, siendo Aristides quien propuso el decreto, una admirable respuesta; diciéndoles que a los enemigos les perdonaban el que creyesen que todo se compraba con el dinero y las riquezas, pues que no conocían cosas de más precio, pero no podían llevar con paciencia que los Lacedemonios sólo pusiesen la vista en la pobreza y miseria que afligía a los Atenienses, olvidándose de la virtud y del honor, para proponerles que por el precio del alimento combatieran en defensa de la Grecia. Así lo escribió Aristides; y convocando a unos y a otros embajadores a la junta pública, a los de los Lacedemonios les encargó dijesen además que no había bastante oro, ni sobre la tierra ni debajo de ella, que igualara en valor, para los Atenienses, a la libertad de los Griegos; y vuelto a los de Mardonio, señalando al Sol: “Mientras este astro- les dijo- ande su carrera, harán los Atenienses la guerra a los Persas, por sus campos asolados y por sus templos profanados y entregados a las llamas.” Propuso también que los sacerdotes hicieran imprecaciones contra el que mandara embajadas a los Medos o se apartara de la alianza de los Griegos. En esto invadió Mardonio segunda vez el Ática, por lo que ellos se retiraron como antes con sus naves a Salamina; pero pasando Aristides con legación a Lacedemonia, les echó en cara su tardanza y su indiferencia, con la que de nuevo abandonaban a Atenas a la ira del bárbaro; mas les rogó que los auxiliasen en favor de lo que aun quedaba salvo en la Grecia. Oído que fue esto por los Éforos, de día afectaron entretenerse y divertirse, como es propio de las fiestas, porque celebraban la de Jacinto; pero por la noche juntaron un ejército de cinco mil Espartanos, cada uno de los cuales llevaba consigo siete hilotas, y lo hicieron marchar, sin que de ello se enterasen los Atenienses. Volvió Aristides a reconvenirlos al día siguiente; y como ellos con risa le contestasen que debía de estar lelo o dormido, pues ya el ejército estaría en el templo de Orestes marchando contra los forasteros, nombre que daban a los Persas: “No es tiempo éste de chanzas- les repuso Aristides-, queriendo vosotros más bien engañar a los amigos que a los enemigos.” Así lo escribió Idomeneo; pero en el proyecto de decreto de Aristides no está escrito por embajador él mismo, sino Cimón, Jantipo y Mirónides.

Elegido general con mando independiente para aquella batalla, tomó a sus órdenes ocho mil infantes de Atenas, y marchó para Platea, donde se le reunió Pausanias, general de todas las tropas griegas, que tenía consigo a los Espartanos, concurriendo muchedumbre de todos los demás Griegos. El ejército de los bárbaros, que estaba formado junto al río Asopo, no tenía término; y en derredor del bagaje y provisiones se había corrido un muro cuadrado, cuyos lados tenían cada uno la longitud de diez estadios. A Pausanias, pues, y en común a todos los Griegos, les profetizo y predijo la victoria Tisámeno de Elis, si se estaban a la defensiva y no eran los primeros en acometer. Mas Aristides envió a consultar a Delfos, y el dios dio por respuesta que los Atenienses prevalecerían sobre los contrarios, si hacían votos a Zeus, a Hera Citeronia, a Pan y a las Ninfas Esfragítides; si sacrificaban a los héroes Andrócrates, Leucón, Pisandro, Damócrates, Hipsión, Acteón y Polido, y si trababan la contienda en su propia tierra, y en la región de Deméter Eleusinia y de Perséfona. Venido que fue este oráculo, dio mucho en qué pensar a Aristides; porque, en primer lugar los héroes a quienes mandaba sacrificar eran los patriarcas de las familias de los Plateenses, y la cueva de las Ninfas Esfragítides está en una de las cumbres del Citerón, vuelta al poniente de verano; y en ella había antes, según dicen, un oráculo, del que eran poseídos muchos de aquellos naturales, a los que llamaban Ninfoleptas; y de otra parte, la región de Deméter Eleusinia; y el concederse la victoria a los Atenienses, si peleaban en su propia tierra, parecía que era revocar y trasladar la guerra al Ática. En esto parecióle a Arimnesto, general de los Plateenses, que entre sueños era preguntado de Zeus Salvador qué era lo que pensaban hacer los Griegos, y que él le respondió: “Mañana, señor, llevaremos el ejército a Eleusis, y combatiremos allí a los bárbaros, conforme a un oráculo de la Pitia”; a lo que el dios le había replicado que estaban engañados del todo, porque allí en la región plataica se verificaba el oráculo, y que si lo investigasen se convencerían. Esta visión convenció por completo a Arimnesto; y levantándose al punto, hizo llamar a los ciudadanos de más edad y de mayor experiencia, y conferenciando sus dudas con ellos encontró que cerca de los Hisios, al pie del Citerón, hay un templo muy antiguo que se llama de Deméter Eleusinia y de Perséfona. Llamando, pues, a Aristides, le llevó a un sitio sumamente a propósito para que formasen en él los batallones que no eran fuertes en caballería, a causa de que las faldas del Citerón hacían inaccesibles para los caballos las cañadas contiguas al templo. Allí estaba también el templete de Andrócrates, cercado de una selva de espesos y copados árboles: y para que nada le faltase al oráculo en cuanto a la esperanza de la victoria, pareció a los Plateenses, a propuesta de Arimnesto, quitar los términos que separaban el campo de Platea del de Ática y donar aquella región a los Atenienses, para que, según el oráculo, pelearan en su propia tierra en defensa de la Grecia. Llegó a tener tanta fama esta gloriosa decisión de los Plateenses, que Alejandro, dominando ya el Asia, muchos años después, levantó los muros de Platea e hizo pregonar en los juegos olímpicos que de este modo recompensaba el rey a los Plateenses su fortaleza y su magnanimidad, por haber dado en la guerra médica a los Griegos aquel territorio, mostrándose sumamente alentados y valerosos.

Disputaban los Tegeatas con los Atenienses sobre el lugar que tendrían en el ejército, pretendiendo que, pues los Lacedemonios tenían el ala derecha, se les diera el ala izquierda, y haciendo para esto grandes elogios de sus antepasados. Ofendíanse mucho de semejante contienda los Atenienses; pero salióles al encuentro Aristides, y dijo: “No es propio de esta ocasión el que alterquemos con los Tegeatas sobre linaje y sobre proezas; mas a vosotros ¡oh Lacedemonios!, y a todos los demás Griegos, os hacemos presente que el lugar no quita ni da valor: cualquiera que sea el que nos diereis procuraremos, conservándole y honrándole, no hacernos indignos de la gloria adquirida en las guerras anteriores: porque no hemos venido a indisponernos con los aliados, sino a pelear con los enemigos; ni a ensalzar a nuestros padres, sino a acreditarnos con la Grecia de hombres esforzados: así este combate hará ver en cuánto debe de ser tenido de los Griegos cada uno, ciudad, general o soldado”. Oído esto por los del consejo y por los generales, aprobaron el discurso de los Atenienses, y les dieron a mandar la otra ala del ejército.

Como estuviese en gran conflicto la Grecia, y sobre todo se hallasen en malísimo estado las cosas de los Atenienses, algunas de las familias más principales y más ricas, que por causa de la guerra habían caído en pobreza, y juntamente con los bienes habían perdido todo su esplendor e influjo, viéndose reducidos a este extremo de abatimiento mientras otros brillaban y mandaban, se reunieron clandestinamente en una casa de Platea y se conjuraron o para disolver la república, o, si no salían con su intento, para estragar los negocios de ella, poniéndolos en manos de los bárbaros. Mientras esto se ejecutaba en el campamento, siendo ya muchos los pervertidos, llegó a entenderlo Aristides, y haciéndose cargo de lo arriesgado de la ocasión determinó, ni abandonar del todo y dejar correr semejante acontecimiento, ni descubrirlo tampoco enteramente, ya por no conocer realmente cuántos serían los inculcados, y ya también porque creyó que en aquel caso valía más hacer callar la justicia que la conveniencia pública. Arresta, pues, a solo ocho, entre tantos; de ellos, dos, contra quienes había formado la causa, y que eran los motores principales, Esquines Lampreo y Agesias Acarneo, lograron fugarse del campamento; a los otros, con esto, los dejó libres, dando lugar a que respirasen y se arrepintiesen, en inteligencia de que no habían sido descubiertos, diciendo solamente que la guerra sería el mejor tribunal donde desvaneciesen las sospechas y cargos, esmerándose en mirar por la patria.

Después de esto, Mardonio ensayó el hacer cargar con fuerza considerable de caballería, que era en lo que principalmente se aventajaba a los Griegos, las tropas de éstos, acampadas al pie del Citerón, en posiciones fuertes y pedregosas, a excepción de las de Mégara. Éstas, que consistían en unos tres mil hombres, habían puesto sus reales en terreno más llano: así es que padecieron mucho por la caballería, que cala sobre ellas y las acometía por todas partes. Enviaron, pues, a toda priesa un aviso a Pausanias, pidiéndole auxilio, pues, por si no podían sostenerse contra la muchedumbre de los bárbaros. Pausanias, además de recibir este aviso, veía que el campo de los Megarenses se cubría de saetas y dardos, y que éstos se habían recogido a un punto muy estrecho; mas como no tuviese arbitrios para defenderlos contra los caballos con la infantería, pesadamente armada, de los Espartanos, excitó, entre los demás generales y caudillos de los Griegos que le rodeaban, una contienda y emulación de virtud y gloria, proponiéndoles si habría algunos que voluntariamente se ofreciesen a auxiliar y socorrer a los de Mégara. Excusáronse los demás; pero Aristides tomó este negocio a cargo de los Atenienses, y envió con este designio a Olimpiodoro, el más arrojado de los tribunos, que llevó consigo trescientos hombres escogidos, y mezclados con ellos algunos tiradores. Previniéronse éstos sin dilación, y marcharon a carrera; mas como lo advirtiese Masistio, general de la caballería de los bárbaros, varón muy denodado y de maravillosa estatura y belleza. volviendo su caballo, se dirigió contra ellos. Sostuviéronse y trabaron combate, el que se hizo muy porfiado, teniéndolo por prueba de lo que podría esperarse en adelante. En esto, herido de un dardo, el caballo derribó a Masistio, el cual, caído, apenas podía moverse por el peso de las armas; pero al mismo tiempo había gran dificultad para que fuese ofendido de los Atenienses, que lo tenían cercado y procuraban herirlo, por cuanto no sólo llevaba defendidos el pecho y la cabeza, sino todo el resto del cuerpo, con piezas de oro y plata. Con todo, hi- rióle uno con la punta del dardo en la parte del casco por donde se descubría un ojo, oultándole la vida, y los demás Persas, abandonando el cadáver, dieron a huir. Echóse de ver la grandeza de esta victoria, no en la muchedumbre de los muertos, porque eran en corto número, sino en el llanto de los bárbaros: porque por la falta de Masistio se cortaron el cabello a sí mismos y a los caballos y acémilas, y llenaron todo el contorno de suspiros y sollozos en señal de que habían perdido un hombre, el primero en valor y poder, después de Mardonio.

Después de este encuentro de la caballería estuvieron unos y otros sin combatir largo tiempo, porque los agoreros, por la inspección de las, víctimas, ofrecían la victoria a los que se defendiesen, tanto a los Persas corro a los Griegos, y la derrota a los que acometieran. Mas como viese Mardonio que tenía provisiones para pocos días y que los Griegos continuamente se aumentaban, porque sin cesar se les incorporaban algunos, no pudo contenerse, y resolvió no aguantar más, sino pasar al otro día al amanecer el Asopo y caer sobre los Griegos, cuando ellos menos pensaban, para lo que dio en aquella tarde las órdenes a los jefes; pero exactamente a la medianoche llegó un hombre a caballo al campo de los Griegos, y al llegar a las guardias dijo que le llamaran a Aristides el Ateniense. Presentóse inmediatamente éste, a quien dijo: “Soy Alejandro, rey de los Macedonios, y por medio de grandes peligros vengo, movido del amor que os tengo, a preveniros, no sea que lo repentino del acometimiento os haga combatir con desventaja. Mardonio os presentará mañana batalla, no porque tenga ninguna esperanza ni esté confiado, sino por el apuro en que se halla; pues antes los agoreros con sacrificios le apartan de combatir, y el ejército está poseído de asombro y desaliento; pero se van en la precisión, o de tentar fortuna, o de sufrir la mayor escasez si permaneciese tranquilo.” Dicho esto, rogaba Alejandro a Aristides que, si bien convenía que ello supiese y lo tuviese presente, no lo comunicase con ningún otro. Mas aquel expuso que no podía ser ocultarlo a Pausanias, que tenía el mando, y que lo callaría a los demás antes de la batalla; pero que si la Grecia venciese, nadie debería ignorar el celo y la virtud de Alejandro. Tenida esta entrevista, el rey de los Macedonios se volvió otra vez por su camino, y Aristides, pasando a la tienda de Pausanias, le dio cuenta de lo que había pasado; con lo que fueron llamados los demás generales, y se les dio la orden de que tuvieran a punto el ejército, como para recibir batalla.

En esto, según refiere Heródoto, hizo Pausanias a Aristides la proposición de que los Atenienses tomaran el ala derecha formando contra los Persas, pues era mejor que pelearan contra ellos los que ya estaban aguerridos y habían adquirido osadía con anteriores triunfos; y que a él se le diera el ala izquierda, contra la que habían de combatir aquellos Griegos que se habían hecho partidarios de los Medos. Tenían los demás caudillos de los Atenienses por inconsiderado e injusto a Pausanias, por cuanto, dejando quieto el resto del ejército, a solos ellos los traía arriba y abajo como hilotas, exponiéndolos a los mayores peligros; pero Aristides les hizo presente que iban errados del todo, pues que antes habían altercado con los Tegeatas por tener el ala izquierda, y estaban ufanos con haberlo conseguido, y ahora, cuando los Lacedemonios se desistían voluntariamente del ala derecha, y en algún modo les entregaban el mando, no tenían en precio esta gloria ni se hacían cargo de lo que ganaban en no tener que pelear con sus compatriotas y deudos, sino con los bárbaros, sus naturales enemigos. En consecuencia de esto, hicieron ya los Atenienses de muy buena voluntad con los Espartanos el cambio propuesto; siendo muchas las conversaciones que entre sí tenían de que los enemigos ni traían mejores armas ni ánimos más esforzados que los de Maratón, sino los mismos arcos, los mismos vestidos ricos y los mismos adornos de oro en cuerpos muelles y en almas cobardes, cuando nosotros tenemos también las mismas armas y los mismos cuerpos, pero mayor aliento con nuestras victorias; y de que la contienda no era sólo por su país y por su ciudad, como entonces sucedió, sino por los trofeos de Maratón y de Salamina, para que se viese que habían sido, no de Alcibíades y de la fortuna, sino de los Atenienses. Estaban, pues, muy solícitos en la mudanza de puestos; pero habiéndolo entendido los Tebanos por relación de algunos tránsfugas, lo participaron a Mardonio, y éste, al punto, bien fuese por temor a los Atenienses, o bien porque desease contender con los Lacedemonios, trasladó los Persas a su ala derecha, dando orden de que los Griegos que estaban con él quedaran formados contra los Atenienses. Túvose noticia de esta mudanza, y Pausanias fue otra vez a tomar el ala derecha y Mardonio tomó inmediatamente la izquierda, quedan- do colocado contra los Lacedemonios. En esto el día se pasó sin hacer nada; y formando los Griegos consejo, determinaron ir a acampar a bastante distancia, ocupando terreno provisto de agua, porque los arroyos que había en las cercanías habían sido enturbiados y ensuciados por la numerosa caballería de los bárbaros.

Entrada la noche conducían los jefes sus respectivas tropas al sitio designado para acamparse; pero mostraban poca disposición en seguir y en permanecer unidas, sino que en la forma en que habían levantado los primeros reales se dirigían hacia la ciudad de Platea desbandados ya, y en notable confusión y desorden: resultando haberse quedado solos los Lacedemonios contra su voluntad; y fue que Amonfáreto, hombre activo y arrojado, que hacía tiempo provocaba a la batalla y llevaba a mal tanta dilación y solicitud, entonces, apellidando de fuga y de deserción aquella mudanza, se obstinó en no querer dejar el puesto, diciendo que allí, con los de su hueste, había de esperar y hacer frente a Mardonio. Fuese a él Pausanias, haciéndole presente que aquello se hacía por el consejo y resolución de los Griegos; y él, entonces, levantando con ambas manos una gran piedra, la arrojó a los pies de Pausanias, diciéndole que el voto que él daba sobre la batalla era aquel, sin hacer ningún caso de las disposiciones y resoluciones tímidas de los demás. Quedó confuso Pausanias con semejante suceso, y envió a decir a los Atenienses, que ya estaban en camino, que le aguardasen para marchar juntos, llevando consigo la demás tropa hacia Platea, a ver si con eso movía a Amonfáreto. Vino en esto el día, y Mardonio, a quien no se ocultaba que los Griegos habían abandonado el campo, teniendo a punto su ejército se dirigió contra los Lacedemonios con gran rumor y algazara de los bárbaros, que sin que interviniese batalla contaban con destrozar a los Griegos, alcanzándolos en su fuga; y en verdad que estuvo en muy poco el que así no sucediese. Porque observando Pausanias lo que pasaba, es cierto que hizo alto y mandó que cada uno ocupara su puesto de batalla; pero o por el enfado con Amonfáreto, o por la prontitud con que le sorprendieron los enemigos, se le olvidó dar la señal a los otros Griegos; por lo cual ni se reunieron pronto ni muchos a la vez, sino con tardanza y en partidas, cuando ya el riesgo estaba encima. Hizo sacrificio, y como no se anunciase fausto, mandó a los Lacedemonios que, poniendo a los pies los escudos, se estuvieran quedos atendiendo a él, sin hacer oposición a ninguno de los enemigos. Volvió a sacrificar, y cayó sobre ellos la caballería, de manera que ya los alcanzó algún dardo, y fue herido alguno de los Espartanos. En esto sucedió que Calícrates, que se decía ser el hombre de más hermosa y gallarda persona de cuantos Griegos había en aquel ejército, fue asimismo herido de muerte, y al caer exclamó que no sentía el morir, pues que había salido de su casa con la resolución de perecer, si era necesario, por la salud de la Grecia, sino el morir sin haberse valido de sus manos. Era, pues, terrible la situación de aquellos hombres, y admirable su paciencia, pues que, no haciendo resistencia a los enemigos que les acometían esperaban que los Dioses y el general les señalasen la hora, sufriendo en tanto el ser heridos y muertos en sus filas; y aun algunos aseguran que estando Pausanias sacrificando y haciendo plegarias a poca distancia de la formación, llegaron de repente algunos Lidios con el objeto de arrebatar las ofrendas, y, no teniendo armas Pausanias y los que le asistían, los había rechazado con varas y con látigos, y que aun ahora, en imitación de aquella acometida, se repiten cada año los golpes y azotes que se dan a los jóvenes sobre el ara, y la pompa y procesión de los Lidios.

Disgustado Pausanias de aquel estado, viendo que el agorero continuamente reprobaba las víctimas, volvióse hacia el templo de Hera; cayéndosele las lágrimas y levantando las manos, pedía a Hera Citeronia y a los demás Dioses que presidían a aquella comarca que, si no estaba destinada a los Griegos la victoria, se les diera a lo menos el sufrir haciendo algo, y mostrando con obras a los enemigos que contendían con hombres de valor y adiestrados en la guerra. Hecha esta invocación por Pausanias, en el mismo momento se mostró fausto el sacrificio, y los agoreros anunciaron la victoria. Dióse a todos la señal de rechazar a los enemigos, y de repente todo el ejército tomó el aspecto de una fiera que estremeciéndose se prepara a hacer uso de su fuerza. Convenciéronse entonces los bárbaros de que las habían con unos hombres que pelearían hasta la muerte, por lo que, embrazando las adargas, empezaron a lanzar dardos contra los Lacedemonios; éstos, manteniendo unidos sus escudos, acometieron también, y llegando cerca retiraban las adargas, e, hiriendo con las lanzas a los Persas en el rostro y en el pecho, dieron muerte a muchos de ellos que no se es- tuvieron quedos o se mostraron cobardes; pues también ellos, agarrando las lanzas con las manos desnudas, les rompieron muchas; y recurriendo a las armas cortas, no sin diligencia, hicieron uso de las hachetas y de los puñales, y, uniendo y entrelazando asimismo sus adargas, resistieron largo tiempo. Habíanse estado hasta entonces inmobles los Atenienses, aguardando a ver qué determinarían los Lacedemonios; mas advertidos por el ruido de los que combatían, y llegándoles también aviso de parte de Pausanias, se apresuraron a ir en su socorro; llevados de la vocería avanzaban por la llanura, cuando vinieron contra ellos los Griegos del partido enemigo. Aristides, no bien los hubo visto, cuando, adelantándose gran trecho, les empezó a gritar, invocando los Dioses de la Grecia, que se retiraran del combate y no impidieran ni retardaran a los que peleaban por la defensa de su propia tierra; mas cuando vio que no le atendían y que se disponían a la batalla, hubo de desistir del comenzado auxilio y entrar en lid con éstos, que eran cincuenta mil en número; pero la mayor parte cedió luego, y se retiró, por haberse también retirado los bárbaros. Dícese que lo más encarnizado del combate fue contra los Tebanos, que eran los primeros y de mayor poder de los que entonces hicieron causa común con los Medos: aunque la muchedumbre no había abrazado aquel partido por su voluntad, sino arrastrado por unos pocos.

Viniendo así a ser dos los combates, los Lacedemonios fueron los primeros que rechazaron a los Persas, habiendo un Espartano llamado Arimnesto dado muerte a Mardonio de una pedrada que le disparó en la cabeza, como se lo había predicho un oráculo de Anfiarao. Porque había enviado a este oráculo a un Lidio y al oráculo de Trofonio a uno de Caria; y la respuesta que a éste dio el profeta fue en lengua cárica; al Lidio, habiéndose dormido en el templo de Anfiarao, se le figuró que se había presentado un ministro del dios y le había mandado que saliera; y como no quisiese, le había tirado a la cabeza una gran piedra, pareciéndole que del golpe había muerto; esto es lo que se dice haber pasado. Puestos ya en fuga los Persas, los persiguieron hasta hacerlos encerrar dentro de sus muros de madera. De allí a poco rechazaron igualmente los Atenienses a los Tebanos, dando muerte en la misma batalla a unos trescientos de los más distinguidos y principales; y no bien se había verificado esto, cuando les vino orden de que fueran a sitiar el ejército de los bárbaros, encerrado dentro de sus muros. Por esta razón, dejando que los Griegos se fueran libres, marcharon a dar el socorro donde se les pedía, y poniéndose al lado de los Lacedemonios, ignorantes e inexpertos en el modo de conducir un sitio, tomaron el campamento con mucha mortandad de los enemigos; pues se dice que de los trescientos mil sólo huyeron con Artabazo unos cuarenta mil. De los Griegos, que combatieron por la salud de esta región, murieron al todo unos mil trescientos y sesenta; de éstos eran Atenienses unos cincuenta y dos, todos de la tribu Ayántide, según escribe Clidemo, por haber sido la que más denodadamente peleó; y por esta causa los Ayántidas hicieron por esta victoria a las Ninfas Esfragítides el sacrificio prescrito por la Pitia, costeándolo de los fondos públicos; Lacedemonios, noventa y uno, y Tegeatas, once. Es, pues, muy reparable que Heródoto diga haber sido éstos solos los que vinieron a las manos con los enemigos y ninguno otro de los demás Griegos: porque el número de muertos y los monumentos del tiempo atestiguan que la victoria fue de todos, y si solas tres ciudades hubieran combatido, sin tener parte las demás, no podría el ara llevar esta inscripción: Por obra de Ares, por merced de Nico los griegos a los persas rechazaron y al Olimpio erigieron altar común para la Grecia libre. Dióse esta batalla el 14 del mes Boedromión, según la cuenta de los Atenienses, y según la de los Beocios el 24 del mes Pánemo: día en que aun hoy se junta en Platea el concilio griego y en que los Plateenses sacrifican por esta victoria a Zeus Libertador; no siendo de extrañar que haya esta diferencia en la cuenta de los días, cuando aun ahora, después de tanto como se ha adelantado en la astronomía, no convienen los diferentes pueblos en los principios y fines de los meses.

Después de estos sucesos no convenían los Atenienses en conceder el prez del valor a los Lacedemonios, ni les permitían levantar trofeo, habiendo estado en muy poco el que de pronto se arruinase toda aquella dicha de los Griegos, estando como estaban sobre las armas, a no haber sido que Aristides, exhortando y persuadiendo a sus colegas, y especialmente a Leócrates y Mirónides, alcanzó y obtuvo de ellos que se dejara la decisión a los otros Griegos. Deliberando, pues, éstos, propuso Teogitón de Mégara que el prez había de darse a otra ciudad si no querían que se encendiese una guerra civil, y como a esta propuesta se hubiese puesto en pie Cleócrito de Corinto, por lo pronto hizo creer que iba a pedir aquel premio para los Corintios, porque después de Esparta y Atenas era Corinto una de las ciudades de más fama: pero hizo a favor de los de Platea una admirable propuesta, que agradó a todos, porque aconsejó que para quitar toda contienda se diera el prez a los Plateenses, por cuya preferencia nadie había de incomodarse; así fue que al pronto otorgó Aristides por los Atenienses, y en seguida Pausanias por los Lacedemonios. Reconciliados de este modo, separaron del botín ochenta talentos para los de Platea, con los cuales reedificaron el templo de Atenea, labraron su estatua y adornaron el templo con pinturas que aún el día de hoy se conservan frescas. Levantaron trofeos separadamente: de una parte, los Lacedemonios, y de otra, los Atenienses; pero en cuanto a sacrificios, habiendo consultado a Apolo Pitio, les dio por respuesta que construyesen el ara de Zeus Libertador, y que se abstuviesen de sacrificar hasta que, apagado el fuego de todo el país, como contaminado por los bárbaros, lo encendiesen puro en el altar común de Delfos. Los magistrados, pues, de los Griegos, enviaron de pueblo en pueblo a que en todas las casas se apagase el fuego, y en Platea, habiendo ofrecido Éuquidas que iría en toda diligencia a tomar y traerles el fuego del dios, marchó para Delfos. Lavóse allí el cuerpo, hízose aspersiones, coronóse de laurel, y, tomando del ara el fuego, se volvió corriendo a Platea, y llegó antes de ponerse el sol, habiendo andado aquel día mil estadios. Saludó a sus conciudadanos, e inmediatamente cayó en el suelo, y expiró de allí a poco. Recogieron los de Platea su cadáver, y lo sepultaron en el templo de Ártemis Euclea, poniéndole por inscripción estos versos: A Delfos llegó Éuquidas corriendo y volvió a su ciudad el mismo día; y el sobrenombre de Euclea se lo dan muchos a Ártemis; pero algunos dicen que Euclea fue hija de Heracles y Mirtos, hija de Menecio y hermana de Patroclo, que habiendo muerto doncella es tenida en veneración por los Beocios y los Locros, porque su ara y su estatua se ven colocadas en todas las plazas, y le hacen sacrificios las novias y los novios.

Celebróse junta pública y común de todos los Griegos, y escribió Aristides un proyecto de decreto para que cada año concurrieran a Platea legados y prohombres de la Grecia, se celebraran juegos quinquenales en memoria de la libertad, y se hiciera entre los Griegos una contribución para la guerra contra los bárbaros, de diez mil hombres de infantería, mil de caballería y cien naves, quedando exentos los de Platea, consagrados al dios para hacer sacrificios por la salud de la Grecia. Sancionado este decreto, tomaron a su cargo los Plateenses el hacer exequias cada año por los Griegos que murieron y descansan allí, lo que hasta el día de hoy ejecutan de esta manera: el día 16 del mes Memacterión, que para los Beocios es Alalcomenio, forman una procesión, a la que desde el amanecer precede un trompeta, que toca un aire marcial, yendo en pos carros llenos de ramos de mirto y de coronas, y un toro blanco; llévanse después en ánforas libaciones de vino y leche, y jóvenes libres conducen cántaros de aceite y ungüento; porque a ningún esclavo se le permite poner mano en aquel ministerio, a causa de que los varones en cuyo honor se hace la ceremonia murieron por la libertad. Viene, por fin, el Arconte de los Plateenses, y con no serle lícito en ningún otro tiempo tocar el hierro ni usar de vestidura que no sea blanca, entonces se viste túnica de púrpura, y tomando del aparador una ánfora, va hacia los sepulcros, por medio de la ciudad, con espada desenvainada. Llegado al sitio, toma agua de la fuente, hace aspersión sobre las pirámides a columnas, y las ungen con ungüento; mata después el toro sobre la hoguera, e invocando a Zeus y a Hermes infernal, convida a los excelentes varones que murieron por la Grecia a gustar de aquel banquete y de aquella sangre; echando luego vino en una taza, y vaciándolo, pronuncia estas palabras: “Sea en honor de los varones que murieron por la libertad de los Griegos” ceremonias con que todavía cumplen el día de hoy los Plateenses.

Restituidos a la ciudad los Atenienses, observó Aristides que mostraban deseos de restablecer la perfecta democracia, y como, por una parte, considerase a aquel pueblo muy digno de consideración, y por otra, no juzgase fácil el oponérsele, siendo poderoso en armas y hallándose ensoberbecido con sus victorias, escribió decreto para que el gobierno fuese común e igual a todos, y los Arcontes se eligiesen de entre todos los Atenienses. Anunció Temístocles al pueblo que había concebido un proyecto que no podía revelarse, pero sumamente útil y saludable a la ciudad; acordaron, por tanto, que a nadie se dijese, sino a sólo Aristides, y él solo lo aprobase. Reveló, pues, a éste que tenía pensado poner fuego a la armada de los Griegos, porque con esto serían los Atenienses los más poderosos y árbitros de la suerte de los demás; entonces Aristides, presentándose al pueblo, le dio parte de que el proyecto que Temístocles tenía meditado no podía ser ni más útil ni más injusto; oído lo cual resolvieron los Atenienses que Temístocles abandonara su pensamiento: ¡Tan amante era entonces aquel pueblo de la justicia! ¡Y tanta era la confianza y seguridad que le inspiraba un hombre solo!

Nombrósele general para la guerra, juntamente con Cimón, y notando que Pausanias y los demás caudillos de los Espartanos eran orgullosos e inaguantables con los aliados, tratándolos él con blandura y humanidad, y haciendo que Cimón se les mostrara también afable y popular en el mando, no advirtieron los Lacedemonios que iba a arrebatarles la superioridad y el imperio, no a fuerza de armas, de caballos o de naves, sino con la benevolencia y la dulzura, pues que con ser los Atenienses bienquistos a los demás Griegos por la justificación de Aristides y la bondad de Cimón, todavía les hacían desear más su mando la codicia y el mal modo de Pausanias, el cual siempre trataba con desabrimiento y aspereza a los caudillos de los aliados; a los sol- dados los castigaba con azotes, les echaba encima un ancla de hierro, obligándolos a permanecer en esta disposición todo el día. Nadie debía ir a aprovecharse de ramaje o a tomar agua de la fuente antes que los Espartanos, porque tenía lictores apostados, que a latigazos hacían retirar a los que se acercaban; y queriendo en cierta ocasión Aristides hacerle alguna amonestación y advertencia, arrugando Pausanias el semblante, le respondió que no estaba de vagar, y no le dio oídos. Por tanto, yendo los jefes de armada y los generales de los Griegos, y especialmente los de Quío, de Samo y de Lesbo, en busca de Aristides, le propusieron que tomara el mando y se pusiera al frente de los aliados, que deseaban hacía tiempo salir de las manos de los Espartanos y estar bajo el mando de los Atenienses; y como les respondiese que bien veía la necesidad y justicia que contenía su propuesta, pero que para mayor seguridad se hacía precisa alguna obra que después de ejecutada no dejase a la muchedumbre lugar al arrepentimiento, Ulíades de Samo y Antágoras de Quío, convenidos entre sí con juramento, acometieron cerca de Bizancio a la galera de Pausanias, que les precedía, cogiéndola en medio. Luego que éste lo vio, se puso en pie, y con gran cólera los amenazó de que en breve les haría ver que no se habían insolentado contra su nave, sino contra su propia patria; mas ellos le dieron por contestación que se fuera en paz y agradeciera a la buena suerte que con ellos había tenido en Platea, pues sólo por este miramiento no tornaba de él la conveniente satisfacción; por último, se pasaron a los Atenienses. Mas en esto lo que hay de más admirable es la prudencia que manifestó Esparta; porque luego que advirtió que la grandeza del poder había corrompido a sus generales, se desistieron voluntariamente del mando y de dar generales para la guerra, queriendo más tener ciudadanos modestos y observadores de las costumbres patrias que conservar la superioridad sobre toda la Grecia.

Aun en el tiempo en que los Lacedemonios tenían el mando, pagaban los Griegos cierto tributo para la guerra; mas queriendo entonces que la exacción se hiciese por ciudades, con igualdad, pidieron a los Atenienses que Aristides fuese el encargado de examinar la extensión del territorio y las rentas de cada uno, y determinase lo que, según su dignidad y posibilidad, le correspondiera pagar. Dueño, pues, de tan considerable autoridad, y teniendo en cierta manera él solo en su mano los intereses de la Grecia, si pobre salió a ejercer este cargo, volvió más pobre todavía, habiendo hecho la determinación de las riquezas, no sólo con pureza y justicia, sino a la satisfacción y gusto de todos. Por tanto, así como los antiguos celebraban la vida del reinado de Cronos, de la misma manera los Griegos tenían en memoria y loor el repartimiento de Aristides, y más cuando, al cabo de poco tiempo, se les duplicó y triplicó el tributo; porque el que les impuso Aristides sólo ascendía a la suma de cuatrocientos y sesenta talentos, y a ella añadió Pericles muy cerca de un tercio; pues dice Tucídides que al principio de la guerra del Peloponeso percibían los Atenienses, de los aliados, seiscientos talentos. Muerto Pericles, los demagogos fueron extendiendo poco a poco esta cantidad hasta la suma de mil y trescientos talentos, no tanto porque la duración y los varios sucesos de la guerra ocasionaban crecidos gastos, como porque metieron al pueblo en hacer distribuciones en dinero, en dar para los espectáculos y en acumular estatuas y edificar templos. Siendo, pues, grande y admirable la fama de Aristides por el repartimiento de los tributos, se cuenta de Temístocles que se burlaba de ella, diciendo que semejante alabanza, más que de un hombre, era propia de un talego de guardar dinero; vengándose de este modo, aunque por diferente término, de cierta picante respuesta de Aristides, porque diciendo en una ocasión Temístocles que la dote mayor de un general era el prevenir y antever los designios de los enemigos, le contestó: “Bien es necesario esto ¡oh Temístocles!; pero lo más esencial y más loable en el que manda es poner ley a las manos”.

Sujetó Aristides con juramento a los demás Griegos, y él mismo juró por los Atenienses, apagando hierros candentes en el mar en seguida de las imprecaciones; mas al fin, obligando el estado de los negocios, según parece, a mandar con mayor rigor, propuso a los Atenienses que cargaran sobre él el perjurio y consultaran en las cosas públicas a la utilidad. Y Teofrasto, hablando con generalidad, dice que este hombre, que como particular y para con sus conciudadanos era estrechísimamente justo, en los negocios públicos se acomodó muchas veces a la situación de la patria, que le precisó a más de una injusticia; porque tratándose, a propuesta de los de Samo, de traer a Atenas las riquezas de Delo, contra lo estipulado en los tratados, se dice haber ex- presado Aristides que ello no era justo, pero que convenía. Mas, por fin, con haber alcanzado que Atenas imperase sobre tantos pueblos, no por eso dejó de ser pobre y de honrarse tanto con la gloria de su pobreza como con la de sus trofeos; y la prueba es ésta: Calias el daduco era pariente suyo; seguíanle sus enemigos causa capital, y después que hablaron lo que era propio sobre los objetos de la acusación, saliéndose fuera de ella, dirigieron la palabra a los jueces para tratar de Aristides, diciéndoles: “Ya conocéis a este hijo de Lisímaco y cuán grande opinión goza entre los Griegos; pues ¿cómo pensáis que lo pasará en su casa, cuando veis que con aquella túnica se presenta en el tribunal? Porque ¿no es indispensable que el que en público tiene que tiritar de frío, en su casa esté miserable y falto aun de las cosas más precisas? Pues Calias, el más rico de los Atenienses, con ser su primo, no hace caso ninguno de un hombre como éste, abandonándole en la miseria, con mujer e hijos, sin embargo de que no ha dejado de valerse de él y que más de una vez ha disfrutado de su influjo”. Vio Calias que esta especie había hecho grande impresión sobre los jueces y los había indispuesto contra él, por lo que pidió se le llamase a Aristides para que testificara ante los jueces que, habiéndole ofrecido dinero repetidas veces y rogándole lo aceptara, nunca había condescendido, respondiendo que más ufano debía de estar él con su pobreza que Callas con todos sus haberes; porque cada día se estaba viendo a muchos usar, unos bien y otros mal, de las riquezas, cuando no era fácil encontrar quien llevara la pobreza con ánimo alegre; y que de la pobreza se avergonzaban los que no estaban bien con ser pobres. Con- vino Aristides en que Calias decía bien, y no salió de allí ninguno que no quisiera más ser pobre como Aristides que rico como Callas. Así nos lo dejó escrito Esquines, el discípulo de Sócrates. Platón, teniendo por grandes y dignos de nombradía a muchos Atenienses, dice que sólo éste es digno de memoria, porque Temístocles, Cimón y Pericles llenaron la ciudad de pórticos, de riquezas y de muchas superfluidades, y sólo Aristides la inclinó con su gobierno a la virtud. Aun con el mismo Temístocles dio grandes muestras de su equidad y moderación, porque con haberle tenido por enemigo en todo el tiempo de su gobierno, hasta ser desterrado por él, cuando Temístocles le dio ocasión de desquitarse, puesto en juicio ante el pueblo, nada hizo en su daño, sino que persiguiéndolo y acusándolo Alcmeón, Cimón y otros muchos, sólo Aristides no hizo ni dijo cosa que le fuese contraria, ni se holgó de ver en la desgracia a su enemigo, así como antes no le había envidiado su dicha.

En cuanto al lugar donde murió Aristides unos dicen que fue en el Ponto, adonde había ido a desempeñar negocios de la república; otros dicen que en Atenas, de vejez, honrado y admirado de sus conciudadanos; y Crátero de Macedonia hizo de esta manera la relación de su fallecimiento. “Porque después del destierro de Temístocles- dice-, estando el pueblo lleno de orgullo, se levantó un tropel de calumniadores que, persiguiendo a los hombres de más probidad y poder, los expusieron a la envidia y encono de la muchedumbre, a la que habían engreído, como se deja dicho, los buenos sucesos y la extensión de su imperio; y que entre éstos hicieron condenar a Aristides por soborno, acusándole Dioranto, de la tribu Anfítrope, de haber recibido presentes de los Jonios cuando tuvo el encargo de repartir las contribuciones; y como no tuviese con qué pagar la multa, que era de cincuenta minas, se retiró por mar a la Jonia, y allí murió”. Mas de ninguna de estas cosas produce prueba alguna Crátero, ni el tanto de la acusación, ni el decreto, siendo así que suele ser muy puntual en dar razón de estas cosas, citando a los que antes de él las refirieron. De todos los demás, para decirlo de una vez, que pusieron su atención en describir los malos tratamientos del pueblo para con sus generales, refieren, sí, y ponderan el destierro de Temístocles, la prisión de Milcíades, la multa de Pericles, la muerte de Paques en el tribunal, dándosela él mismo en la tribuna, cuando vio que se daba sentencia contra él, y otras muchas cosas a este tenor; pero respecto a Aristides, aunque no omiten su destierro por el ostracismo, ninguna memoria hacen de esta otra condenación.

Lo cierto es que se muestra en Falera su sepulcro, labrado de orden de la ciudad, porque ni siquiera dejó con qué enterrarse. Dícese que las hijas salieron del Pritaneo para ser entregadas a sus maridos, habiéndose costeado de los fondos públicos los gastos de la boda, y dándose por decreto en dote a cada una tres mil dracmas. A su hijo Lisímaco dio asimismo el pueblo cien minas de plata y otras tantas yugadas de tierra plantada de árboles, y además otras cuatro dracmas al día, habiendo sido Alcibíades quien presentó el proyecto. Aun más todavía: como Lisímaco hu- biese dejado a una hija llamada Polícrita, le señaló a ésta el pueblo, según dice Calístenes, la misma ración que a los vencedores de Olimpia; y Demetrio Falereo, Jerónimo Rodio, Aristodemo el músico y Aristóteles, si es que el libro De la nobleza se ha de colocar entre los genuinos de este filósofo, refieren que con Mirto, nieta de Aristides, se casó el sabio Sócrates, pues, aunque tenía otra mujer, recogió en su casa a ésta, por verla viuda y falta de todo medio de subsistir, mas estas especies las contradijo convenientemente Panecio en sus libros acerca de Sócrates. Demetrio Falereo, en su Sócrates, dice que se acuerda de un nieto de Aristides, sumamente pobre, llamado Lisímaco, que, sentado junto al Yaqueo, se mantenía de decir la buenaventura con cierta tabla adivinatoria, y que formando él mismo el proyecto de decreto, obtuvo que el pueblo señalara a la madre de éste y a una hermana de ella tres óbolos por día; y añade el propio Demetrio que, siendo nomoteta, mandó que se extendiera a una dracma el donativo de estas mujeres. Ni es extraño que así cuidara este pueblo de personas que estaban dentro de la ciudad, cuando habiendo sabido que en Lemno se hallaba una nieta de Aristogitón, y que no se había casado por su pobreza, la hizo traer a Atenas, y casándola con uno de los más ilustres, le dio en dote una porción de terreno a la parte del río: y aun en nuestros días se hace admirar este mismo pueblo por su humanidad y beneficencia con repetidos ejemplares dignos de imitación.