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Cuál haya sido el semblante de Tito Quincio Flaminino, que comparamos a Filopemen, pueden verlo los que gusten en un busto suyo de bronce, que, con una inscripción en caracteres griegos, se conserva en Roma, junto al Apolo grande traído de Cartago, enfrente del circo; en cuanto a sus costumbres, dícese que fue de genio pronto para la ira y para los favores, aunque no del mismo modo, pues siendo ligero y no rencoroso en el castigar, los beneficios los llevaba hasta el extremo, mirando constantemente con amor e inclinación a aquellos a quienes había favorecido como si hubieran sido sus bienhechores, teniéndolos por la mejor posesión; así los conservó siempre en su amistad y se interesó por ellos. Siendo por carácter muy amante de honores y codicioso de gloria, aspiraba a hacer por sí acciones generosas e ilustres, y se complacía más en hacer bien a los que a él acudían que en ganarse la voluntad de los poderosos, considerando a aquellos como objeto de su virtud, y a éstos como rivales de su gloria. Educado en la crianza propia de las costumbres militares, por haber tenido en aquella época Roma muchas y porfiadas guerras y ser éste el arte que aprendían los jóvenes ante todas cosas, primero fue tribuno en la guerra contra Aníbal a las órdenes de Marcelo, entonces cónsul. Muerto Marcelo en una celada, fue Tito nombrado prefecto de la región tarentina, y luego del mismo Tarento, después de recobrado, donde se acreditó en gran manera, no menos por su justicia que por sus disposiciones militares, por lo cual, habiéndose enviado colonias a dos ciudades, a Narnia y Cosa, fue para su establecimiento nombrado presidente y fundador.

Dióle esto grande confianza, saltando por encima del tribunado de la plebe, de la pretura y de la edilidad, magistraturas intermedias y propias de los jóvenes, para aspirar, desde luego, al consulado, en lo que tenía muy de su parte a los de las colonias; pero habiéndole hecho oposición los tribunos de la plebe Fulvio y Manlio, por decir ser cosa muy dura que un joven se arrojara contra las leyes a la magistratura más elevada, sin estar todavía iniciado en los primeros ritos y misterios del gobierno, el Senado dejó la decisión al pueblo, y éste le designó cónsul con Sexto Elio, a pesar de que aún no había cumplido treinta años. Cúpole por suerte la guerra contra Filipo y los Macedonios, siendo grande la dicha de los Romanos en que éste fuese así destinado a entender en negocios, y con personas que, en vez de necesitar un general que todo lo hiciese por fuerza y con armas, debían más bien ser conducidas con la persuasión y con la afabilidad de trato. Porque Filipo en su reino de Macedonia tenía el fundamento suficiente para la guerra; pero la fuerza principal para dilatarla, el auxilio, refugio e instrumento de su ejército, consistía sobre todo en el poder de los Griegos, y, sin que éstos se separasen de Filipo, la guerra contra él no era obra de una sola campaña. Hasta allí la Grecia había tenido poco contacto con los Romanos, y empezando entonces a tomar éstos parte en los negocios, si el general no hubiese sido de buena índole, valiéndose más de las palabras que de las armas, tratando con afabilidad y dulzura a cuantos se le acercaban, y manifestando mucha entereza en las cosas de justicia, no hubiera sido tan fácil que en lugar del gobierno a que estaban acostumbrados admitiesen el imperio extranjero; lo que se manifestará todavía mejor por la serie de sus hechos.

Enterado Tito de que los generales que le habían precedido, Sulpicio y Publio, pasando tarde a la Macedonia y tomando la guerra con flojedad, habían gastado sus fuerzas en combates de puestos y en contender con Filipo en escaramuzas sobre el paso y sobre las provisiones, se propuso no imitar a aquellos que perdían un año en casa en los honores y negocios políticos y a lo último pensaban en la guerra, ejecutando él lo mismo de ganar a su mando un año para los honores y los negocios, haciendo de cónsul en el uno y de general en el otro, sino dedicar con empeño a la guerra todo el tiempo en que ejerciese su autoridad, no haciendo cuenta de los honores y prerrogativas que en la ciudad le corresponderían. Pidió, pues, al Senado que le diera a su hermano Lucio para que a sus órdenes mandase la armada; y tomando de las tropas que con Escipión habían vencido a Asdrúbal en España, y en África al mismo Aníbal, lo más florido y arriscado para su principal apoyo, viniendo a ser unos tres mil hombres, dio veía al Epiro con la mayor confianza. Como Publio, teniendo establecido su campo en contraposición del Filipo, que hacía mucho tiempo guardaba los desfiladeros y gargantas del río Apso, no pudiese adelantar un paso por lo inexpugnable del terreno, luego que lo observó se encargó del mando, y despidiendo a Publio se dedicó a reconocer toda la comarca. Son aquellos lugares no menos fuertes que los del valle de Tempe; pero no presentan aquella belleza de árboles, aquella frescura de los bosques ni aquellos prados y sitios amenos. Los montes grandes y elevados de una y otra parte van a parar a un barranco dilatado y profundo, por el que discurre el Apso, que en su aspecto y rapidez se parece al Peneo; pero cubriendo toda la falda, sólo deja un camino cortado muy pendiente y estrecho junto a la misma corriente; paso muy dificultoso para un ejército, y, si hay quien lo defienda, inaccesible.

Había quien proponía a Tito que fuese a dar la vuelta por la Dasarétide, junto al Lico, tornando así un camino transitable y fácil; pero temió no fuera que internándose por lugares ásperos y de escasas cosechas, y acosándole Filipo sin presentarle batalla, le faltasen los víveres, y reducido otra vez a la inacción, como su predecesor, tuviera que retroceder hacia el mar, por lo que determinó marchar con todo su ejército por las alturas y abrirse paso a viva fuerza. Ocupaba Filipo las montañas con su infantería; llovían por todas partes sobre los Romanos dardos y flechas tirados oblicuamente, tenían heridos, se trababan reñidos combates y había muertos de unos y otros; pero de ninguna manera aparecía cuál sería el término de aquella guerra. En este estado se presentaron unos pastores de los de aquellos contornos, manifestando que había cierto rodeo ignorado de los enemigos, y ofreciendo que por él conducirían el ejército, y al tercer día le darían puesto sobre las eminencias, de lo que daban por fiador, haciéndose todo con su conocimiento, a Cárope el de Macatas, muy principal entre los Epirotas y apasionado de los Romanos, a los que, sin embargo, no auxiliaba sino con reserva, por miedo de Filipo. Creyólos Tito, y destacó a un tribuno con cuatro mil infantes y trescientos caballos, yendo de guía los pastores, a los que llevaban atados. Reposaban por el día, procurando ocultarse entre rocas y matorrales, y hacían su camino de noche, a la luz de la luna, que estaba en su lleno. Enviado que hubo Pito este destacamento, no emprendió nada en aquellos días, sino lo preciso para que no cesaran los enemigos en sus escaramuzas de lejos; pero en el que debían aparecer ya sobre las eminencias los de la marcha, al amanecer puso en movimiento sus tropas de todas armas, y, haciendo tres divisiones, por sí mismo dirigió su hueste por el camino recto hacia la garganta por donde discurre el río, acosado de los Macedonios, y teniendo que lidiar con cuanto se le oponía en aquellos malos pasos. Los otros procuraban combatir de uno y otro lado, trepando denodadamente por los desfiladeros, a tiempo que ya se dejó ver el sol y a lo lejos un humo no muy espeso, sino a manera de neblina de los montes, yéndose mostrando poco a poco; el cual no fue advertido de los enemigos porque les caía a la espalda, como lo estaban las eminencias ocupadas. Los Romanos, en tanto, estaban inciertos con aflicción y trabajo, aunque tenían la esperanza en lo que deseaban; mas cuando el humo tomó ya más cuerpo, oscureciendo el aire y difundiéndose por arriba, y entre él apareció que las lumbradas eran amigas, los unos acometieron vigorosamente con algazara, arrojando a los enemigos hacia los derrumbaderos, y los de la espalda correspondieron también con gritería desde las alturas.

Por tanto, todos se entregaron a una precipitada fuga; mas no murieron sino como dos mil o menos, porque los malos pasos impidieron que se les persiguiese. Tomaron los Romanos mucha riqueza, tiendas y esclavos, y, haciéndose dueños de todas las gargantas, discurrían por el Epiro con tanto sosiego y continencia, que con tener a mucha distancia las embarcaciones y el mar, y no distribuírseles las raciones mensuales por faltar los acopios, no tuvieron inconveniente en abstenerse de saquear un país que les ofrecía grandes recursos. Porque habida noticia de que Filipo atravesaba la Tesalia a manera de fugitivo, en términos de hacer a los hombres retirarse a las montañas, de incendiar las ciudades y de entregar al saqueo y al pillaje lo que no podía llevarse, como si hiciera ya cesión del país a los Romanos, Tito tomó a punto de honra el encargar a los soldados que marcharan por él con el mismo cuidado que si fuera terreno propio, del cual se les abandonaba la posesión. Y bien pronto pudieron conocer cuán útil les había sido este modo de portarse, por- que las ciudades se pasaban a su partido apenas tocaron en la Tesalia, y los Griegos que están dentro de las Termópilas suspiraban por Tito, y le deseaban con vehemencia. Los Aqueos, separándose de la alianza de Filipo, determinaron hacerle la guerra con los Romanos; y los Opuncios, no obstante que siendo los Etolos decididos auxiliares de los Romanos deseaban tomar y conservar su ciudad, no les dieron oídos, sino que llamando ellos mismos a Tito se pusieron en su mano y se le entregaron a discreción Refiérese de Pirro que la primera vez que desde una atalaya pudo ver un ejército romano puesto en orden, exclamó que no le parecía bárbara la formación de aquellos bárbaros; pues los que tuvieron ocasión de conocer a Tito casi hubieron de prorrumpir en las mismas palabras: porque como los Macedonios les hubiesen informado de que se encaminaba a su país el general de un ejército bárbaro que todo lo trastornaba y esclavizaba con las armas, cuando después se hallaban con un hombre joven, afable en su semblante, griego en la voz y en el idioma y ambicioso del verdadero honor, es increíble cómo se tranquilizaban, y la benevolencia y amor que le conciliaban por las ciudades, que no tenían entonces un general interesado en su libertad. Pero luego que por haberse mostrado Filipo dispuesto a negociar pasó a tratar con él, ofreciéndole paz y amistad con la condición de dejar independientes a los Griegos y retirar las guarniciones, y éste no quiso convenir en ello, conocieron ya todos, aun los que más obsequiaban a Filipo, que los Romanos no venían a hacer la guerra a los Griegos sino por amor de los Griegos a los Macedonios.

Pasábansele, pues, todos los pueblos sin oposición, y habiendo entrado en la Beocia sin aparato de guerra, se le presentaron los primeros ciudadanos de Tebas, siendo en su ánimo del partido del rey de Macedonia a causa de Braquilas, pero agasajándole y honrándole como si tuviesen igual amistad con ambos. Recibiólos Tito con la mayor afabilidad, y dándoles la mano continuó pausadamente su camino, haciéndoles preguntas, tomando noticias, conversando con ellos y deteniéndolos de Intento hasta que los soldados se repusiesen de la marcha. De este modo llegó a la capital y entró en ella juntamente con los Tebanos, que, aunque no eran gustosos de ello, no se atrevieron a estorbárselo, por ser bastante el número de tropas que le seguían. Entró, pues, Tito en la ciudad, sin que ésta fuese de su partido, y procuró atraerla a él ayudado del rey Átalo, que también exhortaba a los Tebanos; mas esforzándose Átalo para mostrarse a Tito orador más vehemente de lo que su vejez permitía, o le dio un vértigo o se le atravesó una flema, a lo que parece, pues de repente cayó sin sentido, y conducido en sus naves al Asia, al cabo de pocos días murió, y los Tebanos abrazaron efectivamente la causa de Roma.

Envió Filipo embajadores a Roma, y también envió Tito quien negociase que el Senado le prorrogara el tiempo si había de continuarse la guerra, o le concediera que él fuese quien ajustara la paz, pues estando poseído de un ardiente deseo de gloria, temía que se lo arrebatara de las manos del nuevo general que se nombrase para la guerra. Proporcioná- ronle sus amigos que Filipo no saliera con su propósito y que se le conservara el mando; luego que recibió el decreto, alentado con grandes esperanzas, se encaminó al punto hacia la Tesalia para continuar la guerra contra Filipo, teniendo a sus órdenes sobre veintiséis mil hombres, para cuyo número habían dado los Etolos seis mil infantes y cuatrocientos caballos. El ejército de Filipo, en el número, venía a ser casi igual. Partieron en busca unos de otros, y habiendo llegado cerca de Escotusa, donde pensaban dar la batalla, no concibieron los generales aquel temor regular por verse tan cerca, sino que, al revés, fue mayor en unos y en otros el ardor y la confianza: en los Romanos, por esperar vencer a los Macedonios, cuyo nombre por Alejandro iba acompañado de la idea del valor y del poder, y en los Macedonios, porque aventajándose los Romanos a los Persas, de quedar superiores a aquellos, se seguiría que Filipo sobrepujase en gloria al mismo Alejandro. Por tanto, Tito exhortaba a sus soldados a que se mostrasen esforzados y valientes, teniendo que lidiar en el más brillante teatro, que era la Grecia, contra los contendores de más fama. Filipo, bien fuese por su mala suerte, o bien por un apresuramiento intempestivo, como estuviese cerca un cementerio algo elevado, subiéndose a él, empezó a tratar y disponer lo que suele preceder a una batalla; pero sobrecogido de un gran desaliento, de resulta de la observación de las aves, no se determinó por aquel día.

Al siguiente, al amanecer después de una noche húmeda y lluviosa, degenerando las nubes en niebla, ocupó toda la llanura una oscuridad profunda, y descendiendo de las alturas un aire espeso por entre los ejércitos, desde el punto de rayar el día ocultaba las posiciones. Los enviados de una y otra parte, en guerrillas y en descubierta, encontrándose repentinamente, trababan pelea en las llamadas Cinoscéfalas, que siendo las cumbres agudas de unos collados espesos y paralelos, de la semejanza de su figura tomaron aquel nombre. Alternaban, como era natural, en aquellos lugares ásperos, las vicisitudes de perseguir y ser perseguidos, y unos y otros enviaban refuerzos desde los ejércitos a los que peleaban, y se retiraban, hasta que, despejado ya el aire, viendo lo que pasaba, acometieron con todas sus fuerzas. Cargaba Filipo con su ala derecha, arrojando sobre los Romanos desde lugares elevados lo más fuerte de sus tropas, de manera que aun los más esforzados de aquellos no podían sostener lo pesado de su apiñamiento y la violencia de la acometida. El ala izquierda, por el estorbo de los collados, tenía claros y desuniones, y Tito, no curando de los que iban de vencida, se dirigió con ímpetu por esta otra parte contra los Macedonios, que no podían traer a formación y estrechar las filas, en lo que consistía la principal fuerza de su falange, a causa de la desigualdad y aspereza del terreno, y que para los combates singulares tenían armas muy pesadas y difíciles de manejar: porque la falange en su fortaleza se parece a un animal invencible mientras es un solo cuerpo y conserva su apiñamiento en un solo orden, pero desunida pierde cada uno de los que pelean de su fuerza, ya por la clase de la armadura, y ya porque no tanto viene su pujanza de él mismo como de la reunión de todos. Desbaratados éstos, unos se dieron a perseguir a los que huían, y otros, corrien- do a la otra parte, herían y acosaban por los costados a los Macedonios mientras combatían de frente; de manera que muy en breve también los vencedores se desordenaron y dieron a huir arrojando las armas. Murieron por lo menos ocho mil, y unos cinco mil quedaron cautivos; y si Filipo pudo salvarse con seguridad, la culpa fue de los Etolos, que, mientras los Romanos seguían todavía el alcance, se entregaron al pillaje y saqueo del campamento, en términos que cuando aquellos volvieron ya nada encontraron.

Indispusiéronse por esto, y empezaron a decirse denuestos unos a otros; pero lo que a Tito más le incomodaba era que los Etolos se atribuían la victoria, apresurándose a hacer correr esta voz entre los Griegos: tanto, que los poetas y los particulares, celebrando esta jornada, les escribieron y cantaron a ellos los primeros; siendo el cantar más común este epigrama: Treinta mil de Tesalia ¡oh peregrino! sin gloria y sin sepulcro aquí yacemos, de los Etolos en sangrienta guerra domados, y también de los Latinos que Tito trajo de la hermosa Italia, Huyó ¡mísera Ematia! en veloz curso de Filipo el espíritu arrogante, más que los ciervos tímido y ligero. Hizo este epigrama Alceo en injuria y afrenta de Filipo, y para ello exageró falsamente el número de los muertos; pero cantándose por todas partes y por todos, más mortificación causaba a Tito que a Filipo, el cual, zahiriendo a su vez a Alceo, añadió lo siguiente: Lábrase en este monte ¡oh peregrino! de infeliz leño sin corteza y rama excelsa cruz al detestable Alceo. A Tito, pues, que aspiraba a adquirir gloria entre los Griegos, causaban estas cosas tal disgusto, que todo lo que restaba lo ejecutó por sí solo sin hacer cuenta de los Etolos. Irritábanse éstos; y como Tito admitiese las proposiciones y embajada de Filipo acerca de la paz, recorrían aquellos las ciudades exclamando que se vendía la paz a Filipo, cuando se podía cortar la guerra de raíz y destruir aquel poder que fue el primero en esclavizar la Grecia. Mientras los Etolos se afanaban por difundir estas voces y conmover a los aliados, presentóse el mismo Filipo a negociar, y desvaneció toda sospecha entregando a Tito y a los Romanos cuanto le pertenecía. De este modo terminó Tito aquella guerra; y del reino de Macedonia hizo donación al mismo Filipo; pero le intimó que había de retirarse de la Tracia, le multó en mil talentos, le quitó todas las naves, a excepción de diez, y tomando en rehenes a Demetrio, uno de sus hijos, le envió a Roma, aprovechando excelentemente la ocasión y consultando con no menor prudencia a lo venidero. Justamente entonces el africano Aníbal, grande enemigo de los Romanos, y que andaba desterrado, se había acogido ya al rey Antíoco, y le excitaba a que echase el resto a su fortuna, cuando el poder se le iba viniendo a las manos por los ilustres hechos que tenía ejecutados y que le habían granjeado el sobrenombre de grande: animábale, por tanto, a que extendiera sus miras al mando universal, y le excitaba sobre todo contra los Romanos. Si Tito, pues, no hubiera con admirable prudencia admitido las proposiciones, sino que con la guerra de Filipo se hubiera juntado en la Grecia la de Antíoco, y por causas que les eran comunes se hubieran coligado contra Roma los dos mayores y más poderosos reyes de aquella era, se habría visto de nuevo en combates y peligros en nada inferiores a los de Aníbal; pero ahora, interponiendo Tito oportunamente la paz entre ambas guerras, y cortando la presente antes de que tuviese principio la que amenazaba, a aquella le quitó la última esperanza y a ésta la primera.

Envió el Senado con esta ocasión a Tito diez legados, y éstos eran de sentir que se diera libertad a los demás Griegos; pero quedando con guarniciones Corinto, la Cálcide y la Demetríade para mayor seguridad en la guerra con Antíoco, entonces los Etolos, hábiles en la calumnia, sublevaban con mayor calor las ciudades, requiriendo por una parte a Tito para que le quitara a la Grecia los grillos- porque éste era el nombre que solía dar Filipo a estas ciudades-, y preguntando por otra a los Griegos si, llevando ahora una cadena más pesada, aunque más bellamente forjada que la de antes, se hallaban contentos y celebraban a Tito como a su bienhechor porque habiendo desatado a la Grecia por los pies la había ligado por el cuello. Desazonábase Tito con estos manejos, sintiéndolos vivamente; y por fin, a fuerza de ruegos, en la junta consiguió de ésta que también se quitaran las guarniciones de las mencionadas ciudades, para que así el reconocimiento de los Griegos hacia él fuese completo. Celebrábanse los Juegos Ístmicos, y había gran concurso en el estadio para ver los combates, como era natural, cuando la Grecia reposaba de una guerra hecha por largo tiempo, con la esperanza de la libertad, y se reunía en medio de una paz segura. Hízose con la trompeta la señal de silencio, y presentándose en medio el pregonero, anunció que el Senado de los Romanos y el cónsul Tito Quincio, su general, después de haber vencido al rey Filipo y a los Macedonios, declaraban libres de tener guarniciones, exentos de todo tributo, y no sujetos a otras leyes que las propias de cada pueblo, a los Corintios, Locros, Focenses, Eubeos, Aqueos, Ftiotas, Magnesios, Tésalos y Perrebos. Al principio no lo entendieron todos ni lo oyeron bien, por lo que se excitó en el estadio un movimiento extraño y una grande inquietud, admirándose unos, preguntando otros, y pidiendo que se repitiese. Hízose, pues, silencio de nuevo, y después que, habiendo esforzado el pregonero la voz, todos oyeron y comprendieron el pregón, fue grande la gritería que con el gozo se movió, difundiéndose hasta el mar; pusiéronse en pie todos los del teatro, y ya nadie dio la menor atención a los combatientes, sino que todos corrieron a arrojarse a los pies y tomar la diestra del que saludaban como salvador y libertador de la Grecia. Vióse entonces lo que muchas veces se ha dicho por hipérbole acerca de la gran fuerza de la voz humana: porque unos cuervos que por casualidad volaban por allí cayeron al estadio. La causa fue, sin duda, haberse cortado el aire, porque cuando suben muchos gritos altos y reunidos, dividido el aire por ellos, no sostiene a las aves que vuelan, sino que hay cierto hueco, como sucede a los que dan un paso en vago: a no ser que sea que reciban golpe como si les alcanzara un tiro, y con él caigan y mueran. También puede acontecer que se formen torbellinos en el aire, a manera de los remolinos del mar, que toman ímpetu vertiginoso de la magnitud del mismo piélago.

Por lo que hace a Tito, si luego que se concluyó la celebración no hubiera evitado con previsión el concurso y atropellamiento de la muchedumbre, no se alcanza cómo habría salido de él, siendo tantos los que por todas partes le rodeaban. Cuando ya se fatigaron de vitorearle delante de su pabellón, siendo ya de noche, saludando y abrazando a los amigos o a los ciudadanos que encontraban, se los llevaban a comer y beber en recíprocos convites. Allí, principalmente regocijados, se movía entre ellos, como era natural, la conversación de la Grecia, diciéndose que de tantas guerras como había sostenido por su libertad, nunca defendiéndola otros, había alcanzado un premio tan cierto, tan dulce y tan glorioso como aquel con que ahora le lisonjeaba la fortuna, casi sin sangre y sin lágrimas de su parte. Eran raras entre los hombres la fortaleza y la prudencia; pero el más raro de esta clase de bienes era la justicia: porque los Agesilaos, los Lisandros, los Nicias y los Alcibíades, cuando tenían mando, sabían muy bien disponer la guerra y vencer a sus contrarios por tierra y por mar, pero no entraba en sus ideas el usar de la victoria para fines rectos y en beneficio de los que tenían a sus órdenes, sino que si sacamos de esta cuenta la jornada de Maratón, el combate naval de Salamina, Platea, las Termópilas y las hazañas de Cimón junto al Eurimedonte y en Chipre, todas las demás batallas las dio la Grecia contra sí misma y para su esclavitud, y todos los trofeos que erigió fueron para ella padrones de aflicción y oprobio, siendo causa de esto, por lo común, la maldad y las disensiones de sus generales, mientras que hombres de otras naciones, que sólo parecían conservar un calor remiso y débiles vestigios del común origen, y de quienes sería mucho esperar que de palabra y con el consejo prestasen algún auxilio a la Grecia, habían sido los que a costa de grandes peligros y trabajos, arrojando de ella a los que duramente la dominaban y tiranizaban, le habían restituido la libertad.

Corrían estas pláticas por la Grecia, y juntamente otras que guardaban consonancia con los pregones: porque al mismo tiempo envió Tito a Léntulo al Asia para restituir la libertad a los Bargilienses, y a Estertinio a la Tracia, con el fin de retirar de las ciudades e islas de aquella parte las guarniciones puestas por Filipo. Publio Vilio marchaba por mar a tratar con Antíoco de la libertad de los Griegos que pertenecían a su reino, y el mismo Tito, pasando a la Cálcide, y después embarcándose para Magnesia, quitó las guarniciones y restituyó a cada pueblo su gobierno. Nombrado en Argos presidente de los Juegos Nemeos, tomó acertadas disposiciones para la reunión, y allí otra vez confirmó a los Griegos la libertad con nuevo pregón. Visitando en seguida las ciu- dades, les dio buenas ordenanzas y recta justicia, y la concordia y paz de unos con otros, sosegando las sediciones, restituyendo los desterrados y teniendo en unir y reconciliar a los Griegos no menor placer que en haber vencido a los Macedonios: de manera que ya la libertad les parecía el menor de sus beneficios. Refiérese que el filósofo Jenócrates, cuando Licurgo el orador le libertó de la prisión adonde le llevaban los publicanos, e introdujo además contra éstos la acción de injurias, encontrándose con los hijos de Licurgo, les dijo: “¡A fe mía que he pagado bien a vuestro padre!, porque todos celebran lo que conmigo ha ejecutado.” Pues a Tito y a los Romanos la gratitud por los grandes bienes dispensados a la Grecia, no sólo les proporcionó elogios, sino confianza y poder entre todos los hombres: porque no contentándose con admitir sus generales, los enviaban a buscar y los llamaban para entregárseles. Así él mismo estaba sumamente satisfecho con haber procurado la libertad de la Grecia, y habiendo consagrado en Delfos unos paveses de plata y su propio escudo, puso esta inscripción: ¡Salve! Dioscuros, prole del gran Zeus, al Placer dados de ágiles caballos: ¡Salve! hijos de Tíndaro, que reyes fuisteis de Esparta, esta sublime ofrenda el Enéada Tito en vuestras aras ledo consagra, por haber labrado la libertad de la oprimida Grecia. Dedicó también a Apolo una corona de oro con estos versos: Descanse esta corona, ínclito Febo, sobre tu rubia y crespa cabellera. De la raza de Eneas el caudillo te la ofrece, Flechero, y da tú en premio gloria y honores al divino Tito. Ocurrió dos veces este mismo suceso en la ciudad de Corinto; Porque hallándose en ella Tito, y después igualmente Nerón en nuestra edad, a la sazón de celebrarse los Juegos Ístmicos, declararon a los Griegos libres e independientes: aquel, por medio de pregonero, como dejamos dicho, y Nerón, por sí mismo, hablando en la plaza al concurso desde la tribuna, lo que, como se ve, fue mucho más adelante.

Emprendió después Tito la más debida y justa guerra contra Nabis, el más insolente e injusto de los tiranos de Lacedemonia; pero al fin frustró en cuanto a ella las esperanzas de la Grecia, pues pudiendo acabar con aquel, desistió del intento, entrando en tratados y abandonando a Esparta en su ignominiosa servidumbre; de lo que pudo ser causa, o el temor de que dilatándose la guerra viniera de Roma otro general que le usurpara su gloria, o cierta emulación y secreta envidia por los honores de Filopemen, pues siendo un varón sobresaliente entre los Griegos, que en otras guerras y en aquella misma había dado maravillosas muestras de valor e inteligencia, como lo celebrasen los Aqueos al par de Tito y aplaudiesen en los teatros, mortificaba a éste el que a un hombre árcade, caudillo de guerras insignificantes, hechas dentro de su propio país, le igualaran en los honores con un cónsul de los Romanos, libertador de la Grecia. Aun se defendió Tito de este cargo, diciendo que suspendió la guerra luego que advirtió que no se podía acabar con el tirano sin causar gravísimos males a los demás Espartanos. Fueron grandes los honores que también los Aqueos decretaron a Tito; y aunque parecía que ninguno podía medirse con sus beneficios, hubo uno que llenó enteramente sus deseos, y fue el siguiente. De los infelices vencidos en la guerra de Aníbal, muchos habían sido vendidos, y se hallaban en esclavitud en diferentes partes. En la Grecia venía a haber unos mil doscientos, muy dignos siempre de compasión por su estado, pero mucho más entonces, que unos se encontraban con sus hijos, otros con sus hermanos o deudos, esclavos con libres y cautivos con vencedores. No se atrevía Tito a sacarlos del poder de sus dueños, sin embargo de que le afligía mucho su suerte; pero los Aqueos los rescataron a razón de cinco minas por cada uno, y formándolos en un cuerpo, hicieron entrega de ellos a Tito cuando ya estaba para hacerse a la vela; con lo que emprendió su navegación sumamente contento, viendo que sus gloriosas hazañas habían tenido gloriosas recompensas dignas de un varón ilustre y amante de sus conciudadanos; lo que fue también lo más brillante y esclarecido de su triunfo, porque aquellos rescatados. siendo costumbre de los esclavos, cuando se les da libertad, cortarse el cabello y ponerse gorros, practicaron esto mismo, y en esta forma seguían en su triunfo a Tito.

Hacíanle también vistoso los despojos llevados en la pompa; yelmos griegos, rodelas y lanzas macedónicas; la cantidad de dinero no era tampoco pequeña, habiendo dejado escrito Tuditano que de oro en barras se llevaron en triunfo tres mil setecientas y treinta libras, de plata treinta y tres mil doscientas y sesenta, filipos, que era una moneda de oro, trece mil quinientos y catorce, y además de todo esto los mil talentos que debía pagar Filipo; pero de éstos más adelante le indultaron los Romanos a persuasión de Tito, recibiéndole por aliado, y al hijo le dejaron también libre de su fiaduría.

Cuando Antíoco, pasando a la Grecia con grande armada y numeroso ejército, inquietó y trajo a su partido diferentes ciudades, tuvo en su auxilio a los Etolos, que hacía tiempo se mostraban contrarios y enemigos del pueblo romano; y éstos le sugirieron para la guerra el pretexto de que venía a dar libertad a los Griegos, que ninguna necesidad tenían para esto de su poder, pues que eran libres; sino que a falta de una causa decente, los enseñaron a valerse del más recomendable de todos los nombres. Temieron en gran manera los Romanos esta sublevación y la opinión del poder de Antíoco, y aunque enviaron por general de esta guerra a Manio Acilio, nombraron a Tito su legado militar, en consideración a las relaciones que tenía con los Griegos, así es que a muchos con su sola presencia al punto los aseguró en su fidelidad; y a otros que ya empezaban a flaquear, usando en tiempo con ellos, como de una medicina, de su benevolencia y afabilidad, los contuvo y les impidió que del todo errasen. Muy pocos fueron los que le faltaron a causa de estar de antemano preocupados y seducidos por los Etolos, y aunque justamente enojado e irritado contra éstos, con todo, después de la batalla los protegió. Porque vencido Antíoco en las Termópilas, al punto huyó y se retiró con su armada al Asia; entonces el cónsul Manio, yendo contra los Etolos, a unos les puso sitio, y en cuanto a otros, dio al rey Filipo la comisión de que los redujese. Habiendo maltratado y vejado el Macedonio de una parte a los Dólopes y Magnetes, y de otra a los Atamanes y Aperantes, y el mismo cónsul talado a Heraclea, y puesto cerco a Naupacto, que estaba por los Etolos, movido Tito a compasión de los Griegos, partió desde el Peloponeso en busca del cónsul. Hízole cargo ante todas cosas de que, habiendo sido él el vencedor, dejaba que Filipo cogiese el premio de la guerra, y de que malgastando el tiempo por encono ante una sola ciudad, subyugasen en tanto los Macedonios reinos y naciones enteras. Después, como los sitiados llegasen a verle, empezaron a llamarle desde la muralla, tendiendo a él las manos y suplicándole; y por lo pronto nada dijo, sino que volvió el rostro y se retiró llorando; mas luego trató con Manio, y aplacando su enojo, obtuvo que se concedieran treguas a los Etolos y el tiempo necesario para que, enviando embajadores a Roma, pudieran alcanzar condiciones más tolerables.

Los ruegos y súplicas en que más tuvo que contender y trabajar con Manio fueron los de los Calcidenses, que le tenían muy irritado con motivo del matrimonio que entre ellos contrajo Antíoco, movida ya la guerra: matrimonio desigual y fuera de tiempo por haberse enamorado un viejo de una mocita, la cual era hija de Cleoptólemo, y se tenía por la más hermosa de las doncellas de aquella era. Este hizo que los Calcidenses abrazasen con ardor el partido del rey, y que para la guerra fuese aquella ciudad su principal apoyo, y también cuando después de la batalla se abandonó a una precipitada fuga, en Calcis fue donde tocó, y tomando la mujer, el caudal y los amigos se embarcó para el Asia Tito, cuando Manio marchó irritado contra los Calcidenses, se fue en pos de él, y lo ablandó y dulcificó, y, por último, le persuadió y sosegó completamente a fuerza de súplicas con él mismo y con los demás jefes de los Romanos. Por lo tanto, salvos los Calcidenses por su intercesión, consagraron a Tito los más bellos y grandiosos monumentos que pudieron, de los cuales todavía se leen hoy las inscripciones siguientes: “El pueblo a Tito y a Heracles este Gimnasio”; y en otra parte, en la misma forma: “El pueblo a Tito y a Apolo el Delfinio.” También en esta edad se elige y consagra un sacerdote de Tito; a quien ofrecen sacrificio, y hechas las libaciones cantan un pean o himno de victoria en verso; del cual, dejando lo demás por ser demasiado difuso, transcribimos lo que cantan al fin del himno: Objeto es de este culto la fe de los Romanos, aquella fe sincera que guardarles juramos. Cantad, festivas ninfas, a Zeus el soberano, y en pos de Roma y Tito la fe de los Romanos. ¡Io peán, oh Tito, oh Tito nuestro amparo!

A todos los Griegos les mereció las mayores honras, y sobre todo lo que hace verdaderos los honores, que es una admirable benevolencia por la suavidad de su carácter: pues si con algunos, por razón de los negocios o por amor propio, tuvo algún encuentro, como con Filopemen y después con Diófanes, que también fue general de los Aqueos, su enojo no era profundo ni se extendía a obras, sino que se quedaba en palabras, con las que manifestaba su sentir, y aun esto de una manera urbana: así, con nadie fue áspero, aunque para algunos fuese pronto y pareciese ligero por su índole: por lo demás, tenía cualidades que lo hacían amable a todos, y en el decir no le faltaba soltura y gracia. Porque a los Aqueos, que trataban de adquirir para sí la isla de Zacinto, para retraerlos les dijo que se exponían al riesgo de las tortugas, queriendo alargar la cabeza más allá del Peloponeso. Filipo, la primera vez que se reunieron para hablar de tratados y de paz, le dijo que el mismo Tito había traído muchos consigo, cuando él había venido solo, replicando aquel al punto: “Eso es- le dijo-, porque tú mismo te has reducido a soledad, habiendo dado muerte a tus amigos y parientes.” Dinócrates de Mesena, habiéndose alegrado entre los brindis estando en Roma, se puso a danzar con un traje de mujer, y como al día siguiente se presentase a Tito pidiéndole le auxiliara en el proyecto que tenía de separar a Mesena de la liga de los Aqueos: “Veremos- le dijo-; pero me maravillo de que trayendo tales negocios entre manos, puedas cantar y bailar en un festín.” A los Aqueos, con ocasión de referirles los embajadores de Antíoco la muchedumbre de las tropas de éste, y de contarles sus diversas dominaciones, les dijo que, cenando él mismo una vez en casa de un huésped, se quejó a éste del gran número de platos, mostrando maravillarse de que hubiese habido mercado tan abundante para proveerse de aquel modo, y que el huésped le había respondido que todos se reducían a carne de puerco, diferenciándose sólo en el género de guiso y en las salsas: “pues del mismo modoañadió- no os maravilléis vosotros ¡oh Aqueos! de las grandes fuerzas de Antíoco al oír lanceros, azconeros, pezetairos: porque todos éstos no son más que Sirios, y sólo en las armadurillas se distinguen.”

Después de todos estos sucesos de Grecia y de la guerra de Antíoco, se le nombró censor, que es la mayor perfección del gobierno, y tuvo por colega al hijo de aquel Marcelo que fue cinco veces cónsul. Removieron del Senado a cuatro que no eran de los de más nombre, y admitieron por ciudadanos a todos los que se habían inscrito en el censo, con tal que fuesen hijos de padres libres, precisados a ello por el tribuno de la plebe Terencio Culeón, que por enemistad con los inclinados a la aristocracia persuadió al pueblo a que así lo mandase. De los varones principales de su tiempo estaban entre si mal avenidos Escipión Africano y Marco Catón, y de éstos escribió a aquel el primero en la lista del Senado, teniéndole por sobresaliente y aventajado en todo. Su enemistad con Catón tuvo origen en este desagradable suceso: era hermano de Tito Lucio Flaminino, de muy diversa índole que aquel: sobre todo en punto a deleites era abominable, sin respeto ninguno a la opinión pública y a la decencia. Tenía éste consigo un mozuelo a quien amaba, y que le siguió al ejército en sus expediciones y también a la provincia mientras mandó en ella. Éste, adulando a Lucio en un banquete, le dijo ser tanto el exceso con que le amaba, que había dejado de ver el duelo de unos gladiadores, sin embargo de que nunca había visto matar a un hombre, anteponiendo el gusto de acompañarle al de aquel espectáculo. Complació en esto mucho a Lucio, el cual le contestó que nada había perdido, “porque yo satisfaré- le añadió- ese tu deseo”; y haciendo que le trajesen de la cárcel a uno de los sentenciados, llamó a uno de sus esclavos, y le mandó que allí mismo en el banquete le cortase a aquel la cabeza. Valerio de Ancio dice que Lucio ejecutó lo que se deja dicho, no en obsequio de un mozuelo, sino de una amiga; mas Livio refiere haber escrito Catón en su discurso que, habiendo llegado a sus puertas un Galo tránsfuga con sus hijos y su mujer, admitiéndole Lucio al banquete, le había dado muerte con su propia mano en obsequio del mozuelo amado. No sería extraño que Catón se hubiera explicado así para dar a la acusación mayor odiosidad, pero que el que sufrió aquella bárbara ejecución no fue tránsfuga, sino preso y ya senten- ciado; además de otros muchos lo dijo Cicerón el Orador en su libro De la vejez, poniendo las palabras en boca del mismo Catón.

Fue éste al cabo de poco nombrado censor, y haciendo el recuento del Senado removió de él a Lucio, sin embargo de ser de los consulares, en la cual afrenta se tuvo el hermano por comprendido. Por tanto, presentándose ambos al pueblo, abatidos y llorosos, pareció a los ciudadanos que pretendían una cosa justa en pedir que Catón diera la causa que había tenido para haber constituido en semejante afrenta a una casa ilustre. No se detuvo Catón, sino que compareció al momento con su colega, y preguntó a Tito si tenía noticia de lo del banquete. Como éste lo negase, hizo Catón la explicación, y provocó a Lucio a que jurase si podía decir que no era verdad algo de lo que había expuesto. Redújose entonces al silencio, y el pueblo se convenció de haber sido justa la nota que se le impuso, y acompañó a Catón con grandes demostraciones desde la tribuna. Pero Tito, llevando siempre en su ánimo el infortunio del hermano, se reunió con todos los que de antiguo eran enemigos de Catón, y como tuviese el mayor ascendiente sobre el Senado, revocó y anuló todos los arriendos, asientos y ventas que éste había hecho de los ramos de rentas públicas; y le suscitó una infinidad de causas graves, no sé si conduciéndose honesta y políticamente en mostrar por una persona propia, pero indigna, y que justamente había sido castigada, tan irreconciliable enemistad contra un varón justo y un excelente ciudadano. Mas en este tiempo tuvo el pueblo romano un espectáculo en el teatro, para el que el Senado se colocó en lugar distinguido según costumbre; y como se viese a Lucio sentado en los últimos asientos, humilde y abatido, movió a compasión, tanto, que no pudiendo sufrir la muchedumbre verle en tal estado, empezó a gritar diciéndole que pasase al otro sitio, hasta que así lo ejecutó, haciéndole lugar los consulares.

Estúvole muy bien a Tito aquel carácter ambicioso y activo, mientras tuvo competente materia para ejercitarlo, ocupado en las guerras que hemos referido; porque aun después del consulado volvió a ser tribuno legionario sin que nadie le precisase. Mas retirado del mando, siendo ya bastante anciano, en la vida exenta de negocios dio harto que notar con su inquieta ansia de gloria, en la que no podía contenerse, y llevado de cuyo ímpetu parece haber ejecutado lo relativo a Aníbal, con que incurrió en el odio de muchos. Aníbal, huyendo de Cartago, su patria, se había unido con Antíoco; pero cuando éste, después de la batalla de Frigia, se halló muy contento con haber hecho la paz, tuvo Aníbal que huir de nuevo, andando errante por diferentes países, hasta que por fin se fijó en Bitinia, haciendo la corte a Prusias, sin que ninguno de los Romanos lo ignorase, y antes disimulando todos por su falta de poder y su vejez, mirándole como arrinconado de la fortuna. Enviado Tito de embajador a Prusias de parte del Senado para otros negocios, viendo allí detenido a Aníbal, se incomodó de que todavía viviese, y por más que Prusias le rogó y pidió por un hombre miserable que era su amigo, nada pudo alcanzar. Había un oráculo antiguo, según parece, acerca de la muerte de Aníbal, concebido en estos términos: De Aníbal los despojos serán cubiertos de libisa tierra: pensaba, pues, Aníbal en el África, y en que allí sería su sepulcro, porque allí acabaría sus días; pero hay en Bitinia un sitio elevado a la orilla del mar, y junto a él una aldea no muy grande que se llama Libisa. Hacía la casualidad que allí era donde residía Aníbal, pero como desconfiase siempre de Prusias por su debilidad, y temiese a los Romanos, había abierto desde su casa siete salidas subterráneas, en tal disposición, que partiendo de su cuarto la mina hasta un cierto punto, luego las salidas iban de allí muy lejos sin que se supiese adónde. Habiendo entendido, pues, la solicitud de Tito, se propuso huir por las minas; pero tropezando con los guardias del rey, determinó quitarse la vida. Algunos dicen que rodeándose el manto al cuello, y mandando a un esclavo que apretando con la rodilla en la cintura tirase con fuerza, haciéndolo éste así, le detuvo el aliento y le ahogó; pero otros son de sentir que, imitando a Temístoces y a Midas, bebió sangre de toro. Livio refiere que, llevando consigo un veneno, lo deslió, y que al tomar la taza prorrumpió en estas palabras: “Soseguemos el nimio cuidado de los Romanos, que han tenido por pesado e insufrible el esperar la muerte de un viejo desgraciado.” Y a fe que no podrá hacer Tito le sea por nadie envidiada una victoria tan poco digna de serlo, y en la que tanto degeneró de sus mayores, que a Pirro, que les hacía la guerra y los había vencido, le dieron aviso de que iba a ser envenenado.

De este modo se dice haber muerto Aníbal; mas dada la noticia al Senado, no pocos se declararon contra Tito, graduándole de excesivamente cuidadoso y cruel en haber hecho morir a Aníbal- que podía mirarse como un ave sin alas y sin plumas a causa de su vejez, a la que de compasión se deja vivir-, cuando nadie le impelía a ello, y por sólo el deseo de gloria para tomar nombre de aquella muerte; lo que todavía causaba más maravilla, contraponiendo la mansedumbre y magnanimidad. de Escipión Africano, el cual, habiendo derrotado a Aníbal cuando todavía pasaba por invicto y por temible, no hizo que lo desterraran, ni lo reclamó de sus ciudadanos, sino que antes de la batalla conferenció con él, dándole la mano, y después de ella entró en tratados, sin haber intentado nada contra él mismo, ni haber insultado a su fortuna. Dícese que otra vez se habían encontrado en Éfeso, y que al principio, estándose paseando, Aníbal tomó el lugar de mayor dignidad, y Escipión lo sufrió y continuó en el paseo con la mayor naturalidad, y que luego, haciéndose conversación de los grandes capitanes, y pronunciando Aníbal que el mayor capitán había sido Alejandro, después Pirro y el tercero él mismo, sonriéndose tranquilamente, Escipión le replicó: “¿Y si yo te venciese?” A lo que Aníbal le había contestado: “Entonces ¡oh Escipión! no me pondré yo el tercero, sino que a ti te declararé el primero entre todos.” Ensalzaban muchos estas particularidades de Escipión, y de aquí tomaban motivo para difamar a Tito, como que había dado gran lanzada a hombre muerto. Mas había algunos que alababan lo hecho, mirando a Aníbal, mientras viviese, como un fuego que convenía apagar: porque ni aun cuando estaba en vigor eran su cuerpo o sus manos lo que a los Romanos se hacía temible, sino su talento y su habilidad, juntamente con su odio ingénito y su desafecto, de las cuales cosas nada disminuye la vejez, sino que el carácter queda con las costumbres, y sólo es la fortuna la que no permanece la misma; y aunque decaiga, siempre excita a nuevas empresas con la esperanza a los que son movidos del odio a hacer la guerra. En lo cual los sucesos estuvieron después de parte de Tito: ya en Aristonico, el hijo del guitarrero, que a causa de la gloria de Éumenes llenó el Asia toda de sediciones y de guerras; y ya en Mitridates, que después de Sila y Fimbria y de grandes pérdidas de ejércitos y caudillos, volvió a levantarse terrible por tierra y por mar contra Luculo. Ni podía reputarse a Aníbal más decaído que Gayo Mario, pues a aquel todavía le quedaban un rey por amigo, algunos medios, familia, y el ocuparse en naves, en caballos y en la disciplina de los soldados; cuando haciendo los Romanos burla de la fortuna de Mario, cautivo y mendigo en el África, al cabo de bien poco proscritos y azotados por él tenían que venerarle. Así, nada hay grande ni pequeño en las cosas presentes respecto de lo futuro; sino que uno mismo es el fin de las mudanzas y el de la existencia. Por esto dicen algunos que no ejecutó Tito aquel hecho por sí mismo, y que fue enviado embajador con Lucio Escipión, sin que su embajada tuviese otro objeto que la muerte de Aníbal. Y pues que más adelante no tenemos noticia que hubiese otro suceso relativo a Tito, ni civil ni militar, habiéndole cabido una muerte pacífica y sosegada, tiempo es ya de que pasemos a la comparación.