Vidas paralelas/Tiberio y Gaio Graco


Tiberio

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Habiendo referido ya la primera historia, nos quedan que ver no menores infortunios en la pareja romana, contraponiendo las vidas de Tiberio y Gayo. Eran hijos de Tiberio Graco, que, con haber sido censor de los romanos, cónsul dos veces y habiendo obtenido dos triunfos, todavía fue mayor la dignidad que debió a su virtud. Fue, por tanto, merecedor de tomar en matrimonio a Cornelia, hija de Escipión, el que venció a Aníbal, después de la muerte de éste, aunque no había sido su amigo, sino más bien de otro partido en el gobierno. Dícese que cogió una vez una pareja de dragones sobre su lecho, y que, habiendo examinado los agoreros este portento, no dejaron que se diera muerte a los dos, ni que los dos quedaran, sino que se eligiera uno, en la inteligencia de que, si se mataba el macho, esto anunciaba la muerte a Tiberio, y si la hembra, a Cornelia; y, finalmente, que amando mucho Tiberio a su mujer, y juzgando que era más conveniente morir él el primero, por tener más edad, pues Cornelia era todavía joven, mató de las serpientes el macho y dejó la hembra; y después, al cabo de poco tiempo, murió, dejando doce hijos tenidos en Cornelia. Encargada ésta de los hijos y de la casa, se mostró tan prudente, tan amante de sus hijos y tan magnánima, que entendieron todos no haber andado errado Tiberio en anteponer su muerte a la de semejante mujer, la cual no admitió el matrimonio del rey Tolomeo, que partía con ella la diadema y la pedía por mujer, y permaneciendo viuda, perdió todos los demás hijos, a excepción de una hija, que casó con Escipión el Menor, y los dos hijos Tiberio y Gayo, cuya vida escribimos; a los que dio tan esmerada crianza, que con ser, a confesión de todos, los de mejor índole entre los romanos, aun parece que se debió más su virtud a la educación que a la Naturaleza.

Pues que en la semejanza de los Dióscuros, en sus imágenes pintadas o esculpidas se nota alguna diferencia que indica ora lo luchador, ora lo corredor de caballos, y de la misma manera en el grande aire que se dan estos jóvenes en el valor y modestia, en la liberalidad, en la elocuencia y en la elevación de ánimo, todavía salen y se notan en sus hechos y manera de gobiernos grandes desemejanzas; me parece que no será fuera de propósito que preceda su explicación. En primer lugar, en las facciones del rostro, en el mirar y en los movimientos, Tiberio era dulce y reposado, y Gayo fogoso y vehemente: tanto, que para hablar en público el uno permanecía sosegado en el mismo sitio, y el otro fue el primero de los Romanos que empezó a dar pasos en la tribuna y a desprenderse la toga del hombro, al modo que se refiere de Cleón el Ateniense haber sido el primero de aquellos oradores que se desprendía el manto y se golpeaba el muslo. En segundo lugar, el estilo de Gayo era acalorado y cargado de afectos, con tendencia a lo terrible, y el de Tiberio más dulce y más propio para mover a la compasión. En la dicción, el de éste era puro y trabajado con estudio; el de Cayo, persuasivo y florido. Del mismo modo, en cuanto al orden de vida y a la mesa, Tiberio parco y sencillo, y Gayo, si se le comparaba con los demás, sobrio y austero; pero mirada la diferencia con el hermano, lujoso y delicado; así es que Druso le afeó el haber comprado unas mesas délficas de plata, que le costaron a razón de mil doscientas cincuenta dracmas la libra. En sus costumbres, con relación a la diferencia del estilo, el uno era afable y benigno y el otro pronto e iracundo: de manera que, hablando en público, se dejaba muchas veces arrebatar de la ira contra su mismo propósito, con lo que se levantaba la voz, prorrumpía en dicterios y desordenaba el discurso; y por lo tanto, para reparo de este acaloramiento, tenía cerca de sí a su esclavo Licinio, que no carecía de talento, el cual, puesto a su espalda con el instrumento que sirve para dar los tonos, cuando advertía que precipitaba y cortaba la pronunciación por el demasiado ardimiento, le daba un tono bajo y suave, y en oyéndole, inmediatamente volvía sobre sí, templaba el calor de los afectos, y bajaba la voz con la mayor docilidad.

Estas eran las diferencias que entre ellos había; pero la fortaleza contra los enemigos, la justicia con los súbditos, la actividad en los cargos y la continencia en los placeres era en ambos una misma. En cuanto a la edad, Tiberio tenía nueve años más y esto hizo que ejerciesen autoridad en distintos tiempos, lo que no fue de pequeño perjuicio para sus empresas, por no haber florecido a un tiempo ni podido reunir sus fuerzas, que juntas las de ambos hubieran sido grandes e insuperables. Hablaremos, pues, separadamente de cada uno, y primero del de más edad.

Éste, pues, apenas salió de la puericia tuvo ya tanto nombre, que al punto se le reputó digno del sacerdocio llamado de los Augures, más bien por su virtud que por su ilustre origen. Manifestólo así Apio Claudio, varón consular y censorio, primero por su dignidad entre los senadores de Roma, y muy aventajado en prudencia a los de su edad, porque, comiendo juntos los agoreros, habló y saludó con singular cariño a Tiberio, y él mismo lo pidió para esposo de su hija; y habiéndole él otorgado con la mejor voluntad, hechos en esta forma los esponsales, al entrar Apio en su casa empezó desde la puerta a llamar a su mujer y a decirle en voz alta: “Antistia, he dado esposo a Claudia”; y admirada aquella: “¿Qué prisa o qué precipitación es esa- le respondiócomo no sea Tiberio el marido que le has proporcionado?” Bien sé que algunos refieren esto al padre de los Gracos, Tiberio, y a Escipión el Africano, pero los más son de nuestro sentir, y Polibio dice que después de la muerte de Escipión el Africano sus deudos prefirieron entre todos a Tiberio para darle en matrimonio a Cornelia, significando con esto que el padre la había dejado sin desposar ni prometer. Militó el joven Tiberio en África con Escipión el Menor, que estaba casado con su hermana; y viviendo en una misma tienda con el general, al punto comprendió su índole, que daba grandes y continuos ejemplos de virtud, dignos de que todos los emulasen e imitasen. Bien presto, pues, se aventajó a todos los jóvenes en disciplina y en valor, y fue el primero que trepó al muro enemigo, como lo escribe Fanio, diciendo que él también subió con Tiberio y participó de aquel prez de valor. Así, mientras estuvo presente, tuvo el amor de los soldados, y después de haber partido del ejército fue muy sentida su ausencia.

Nombrado cuestor después de aquella guerra, cúpole en suerte militar contra los de Numancia con el Cónsul Cayo Mancino, varón no vituperable, pero el general más desgraciado de todos los Romanos; por lo tanto, resplandeció más en acontecimientos tan extraños de fortuna y en semejantes adversidades no sólo la puntualidad y valor de Tiberio, sino lo que es de admirar, su veneración y respeto hacia el caudillo, cuando él mismo, oprimido de tantos males, hasta de que era general se había olvidado. Porque vencido en grandes y continuados combates, intentó retirarse de noche, abandonando el campamento; pero habiéndolo percibido los Numantinos, tomaron éste inmediatamente, cayeron sobre los fugitivos, dieron muerte a los que alcanzaron, y envolvieron por fin todo el ejército, impeliéndole hacia lugares ásperos, de los que no había salida; por lo que, desesperado Mancino de todo buen término, hizo publicar que trataría con ellos de conciertos de paz; pero respondieron que no se fiarían sino de sólo Tiberio, proponiendo que fuera éste el que se les enviara. Movíanse a ello ya por el mismo joven, a causa de la fama que de él había en el ejército, y ya también acordándose de su padre Tiberio, que haciendo la guerra a los Españoles, y habiendo vencido a muchas gentes, asentó paz con los Numantinos, y confirmada por el pueblo, la guardó siempre con rectitud y justicia. Enviado, pues, Tiberio, entró con ellos en pláticas, y ora haciendo recibir unas condiciones, ora cediendo en otras, concluyó un tratado por el que salvó notoriamente a veinte mil ciudadanos Romanos, sin contar los esclavos ni la demás turba que no entra en formación.

Cuanto quedó en el campamento lo tomaron o destruyeron los Numantinos. Había entre estos despojos unas tablas pertenecientes a Tiberio, que contenían las cuentas de su cuestura, y que en gran manera deseaba recobrar, por lo cual, retirado ya el ejército, volvió a la ciudad con tres o cuatro de sus amigos. Llamando, pues, a los magistrados de los Numantinos, les rogó que le entregaran las tablas, para no dar a sus contrarios ocasión de calumniarle por no tener con qué defenderse acerca de su administración. Alegráronse los Numantinos con la feliz casualidad de poder servirle, y le rogaban que entrase en la población, y como se parase un poco para deliberar, acercándose a él, le cogían del brazo, repitiendo las instancias y suplicándole que no los mirara ya como enemigos, sino que como amigos se fiara y valiera de ellos. Resolvióse, por fin, a hacerlo así, deseoso de recobrar las tablas, y temeroso de que entendieran los Numantinos que tenía desconfianza; y entrando en la ciudad, le convidaron a comer, interponiendo toda especie de ruegos para que comiera alguna cosa sentado con ellos, Restituyéronle después las tablas, y le propusieron que de lo demás del botín tomara lo que gustase; mas no tomó otra cosa que un poco de incienso, porque usaba de él para los sacrificios públicos, y con esto se retiró, saludándolos y despidiéndose con demostraciones de afecto.

Luego que volvió a Roma, aquel tratado se miró como ofensivo e ignominioso a la república, y fue por lo tanto puesto en examen y objeto de acusación; pero los deudos y amigos de los soldados, que eran una gran parte del pueblo, poniéndose alrededor de Tiberio, imputaron al general todo lo que el suceso había tenido de afrentoso, y atestiguaron que por él se habían salvado tantos ciudadanos. En tanto, los que atacaban el tratado decían que en aquel caso debían los Romanos imitar a sus antepasados; porque también éstos a los cónsules que se dieron por contentos con recibir libertad de los Samnites los arrojaron desnudos en manos de los enemigos, y a cuantos intervinieron y tuvieron parte en los tratados, como los cuestores y comandantes, igualmente los entregaron; haciendo que recayera sobre éstos el perjurio y el quebrantamiento de los pactos; pero aquí fue donde principalmente se vio el interés y amor con que el pueblo miraba a Tiberio; porque decretaron que el cónsul, desnudo y atado, fuese entregado a los Numantinos, y a todos los demás los trataron con indulgencia, a causa de Tiberio. Parece que contribuyó también a ello Escipión, que era entonces el principal y de mayor poder entre los Romanos; sin embargo, no faltaba quien le culpase de no haber salvado a Mancino ni procurado que se guardara a los Numantinos un tratado hecho por su deudo y amigo Tiberio. Bien es que esta acusación, a lo que parece, se debió en gran parte al amor propio de Tiberio, un poco ofendido, y a las conversaciones con que los amigos de éste y algunos sofistas le acaloraban; pero al cabo esta ligera desazón no tuvo consecuencia ninguna triste o desagradable. En lo que para mí no cabe duda es en que Tiberio no se habría visto en las adversidades que le sobrevinieron, si a sus operaciones de gobierno hubiera estado presente Escipión el Africano; pero ahora, cuando éste se hallaba ya en España, ocupado en la guerra de Numancia, fue cuando se dedicó a promover el establecimiento de nuevas leyes con la ocasión siguiente.

Los Romanos de todas las tierras que por la guerra ocuparon a los enemigos comarcanos, vendieron una parte, y declarando pública la otra, la arrendaron a los ciudadanos pobres y menesterosos por una moderada pensión, que debían pagar al Erario. Empezaron los ricos a subir las pensiones; y como fuesen dejando sin tierras a los pobres, se promulgó una ley que no permitía cultivar más de quinientas yugadas de tierra. Por algún tiempo contuvo esta ley la codicia, y sirvió de amparo a los pobres para permanecer en sus arrendamientos y mantenerse en la suerte que cada uno tuvo desde el principio; pero más adelante los vecinos ricos empezaron a hacer que bajo nombres supuestos se les traspasaran los arriendos, y aun después lo ejecutaron abiertamente por sí mismos; con lo que, desposeídos los pobres, ni se prestaban de buena voluntad a servir en los ejércitos, ni cuidaban de la crianza de los hijos, y se estaba en riesgo de que la Italia toda se quedara desierta de población libre y se llenara de calabozos de esclavos, como los de los bárbaros: porque con ellos labraban las tierras los ricos, excluidos los ciudadanos. Intentó poner en esto algún remedio Gayo Lelio, el amigo de Escipión, pero encontró grande oposición en los poderosos; y porque, temiendo una sedición, desistió de su empresa, mereció el sobrenombre de sabio o prudente, que es lo que significa a un mismo tiempo la voz sapiens. Mas nombrado Tiberio tribuno de la plebe, al punto tomó por su cuenta este negocio, incitado, según dicen los más, por el orador Diófanes y el filósofo Blosio. Era Diófanes un desterrado de Mitilena, y Blosio de allí mismo, natural de Cumas, en Italia; al cual, habiendo sido en Roma discípulo de Antípatro de Tarso, dedicó éste sus tratados de filosofía. Algunos dan también algo de culpa a su madre Cornelia, que les echaba en cara muchas veces el que los Romanos le decían siempre la suegra de Escipión, y nunca la madre de los Gracos. Mas otros dicen haber sido la causa un Espurio Postumio, de la misma edad de Tiberio y que competía con él en las defensas de las causas: porque como al volver del ejército lo encontrase muy adelantado en gloria y gozando de grande fama, quiso, a lo que parece, sobreponérsele, haciéndose autor de una providencia arriesgada y que ponía a todos en gran expectación; pero su hermano Gayo dijo en un escrito que, al hacer Tiberio su viaje a España por la Toscana, viendo la despoblación del país, y que los labradores y pastores eran esclavos advenedizos y bárbaros, entonces concibió ya la primera idea de una providencia que fue para ellos el manantial de infinitos males. Tuvo también gran parte el pueblo mismo, acalorando y dando impulso a su ambición con excitarle por medio de carteles, que aparecían fijados en los pórticos, en las murallas y en los sepulcros, a que restituyera a los pobres las tierras del público.

Mas no dictó por sí solo la ley, sino que tomó consejo de los ciudadanos más distinguidos en autoridad y en virtud, entre ellos de Craso el Pontífice máximo, de Mucio Escévola el Jurisconsulto, que era cónsul en aquel año, y de Apio Claudio, su suegro. Parece además que no pudo haberse escrito una ley más benigna y humana contra semejante iniquidad y codicia; pues cuando parecía justo que los culpados pagaran la pena de la desobediencia, y sobre ella sufrieran la de perder las tierras que disfrutaban contra las leyes, sólo disponía que, percibiendo el precio de lo mismo que injustamente poseían, dieran entrada a los ciudadanos indigentes. Aunque el remedio era tan suave, el pueblo se daba por contento, y pasaba por lo sucedido como para en adelante no se le agraviara; pero los ricos y acumuladores de posesiones, mirando por codicia con encono a la ley, y por ira y tema a su autor, trataban de seducir al pueblo, haciéndole creer que Tiberio quería introducir el repartimiento de tierras con la mira de mudar el gobierno y de trastornarlo todo. Mas nada consiguieron; porque Tiberio, empleando su elocuencia en una causa la más honesta y justa, siendo así que era capaz de exornar otras menos recomendables, se mostró terrible e invicto cuando, rodeando el pueblo la tribuna, puesto en pie, dijo, hablando de los pobres: “Las fieras que discurren por los bosques de la Italia, tienen cada una sus guaridas y sus cuevas; los que pelean y mueren por la Italia sólo participan del aire y de la luz, y de ninguna otra cosa más, sino que, sin techo y sin casas, andan errantes con sus hijos y sus mujeres; no dicen verdad sus caudillos cuando en las batallas exhortan a los soldados a combatir contra los enemigos por sus aras y sus sepulcros, porque de un gran numero de Romanos ninguno tiene ara, patria ni sepulcro de sus mayores; sino que por el regalo y la riqueza ajena pelean y mueren, y cuando se dice que son señores de toda la tierra, ni siquiera un terrón tienen propio”.

Estas expresiones, nacidas de un ánimo elevado y de un sentimiento verdadero, corrieron por el pueblo, y lo entusiasmaron y movieron de manera que no se atrevió a chistar ninguno de los contrarios. Dejándose, pues, de contradecir, acudieron a Marco Octavio, uno de los tribunos de la plebe, joven grave y modesto en sus costumbres, y amigo íntimo de Tiberio; así es que al principio, por respeto a él, había cedido; pero, por fin, siendo rogado e instado de muchos y de los más principales, como por fuerza se opuso a Tiberio y desechó la ley. Entre los tribunos prevalece el que se opone, porque nada hacen todos los demás con que uno solo repugne. Irritado con esto Tiberio, retiró aquella ley tan humana, y propuso otra más acepta a la muchedumbre y más dura contra los transgresores, mandándoles ya dejar las tierras que poseían contra las anteriores leyes. Eran, por tanto, continuas las contiendas que tenía con Octavio en la tribuna; en las que, sin embargo de que se contradecían con el mayor ardor y empeño, se refiere no haber dicho uno contra otro expresión ninguna ofensiva ni haber prorrumpido en el calor de la ira en ninguna palabra que pudiera parecer menos decorosa; y es que, según parece, no sólo en los banquetes, sino también en las contiendas y en las rencillas, el estar dotados de buena índole y haber sido educados con esmero sirve siempre de freno y ornamento a la razón. Y aun habiendo advertido que Octavio era uno de los transgresores de la ley, por estar en posesión de muchas tierras del público, le rogaba Tiberio que desistiera del empeño, prometiendo pagarle el precio de ellas de su propio caudal, a pesar de que no era de los más floridos. No habiendo Octavio escuchado la proposición, mandó por un edicto que cesaran todas las demás magistraturas en sus funciones hasta que se votara la ley, y puso sellos en el templo de Saturno para que los cuestores ni introdujeran ni extrajeran nada, publicando penas contra los pretores que contraviniesen; de manera que todos concibieron miedo, y dieron de mano a sus respectivos negocios. Desde aquel punto los poseedores de tierras mudaron de vestiduras, y en actitud abatida y miserable se presentaron en la plaza; pero ocultamente armaban asechanzas a Tiberio, y aun habían llegado a tener pagados asesinos; tanto, que él, a ciencia de todos, llevaba siempre en la cinta un puñal de los usados por los piratas, al que llaman dolón.

Llegado el día, llamaba al pueblo para proceder la votación; pero los ricos habían quitado las urnas, y este incidente produjo un grandísimo alboroto. Podían Tiberio y su partido emplear la fuerza, y a ello se disponían; pero en aquel momento Manlio y Fulvio, varones consulares, se dirigieron a Tiberio, y tomándole las manos, le rogaban con lágrimas que se contuviera. Reflexionando éste sobre las terribles consecuencias que ya preveía, y acatando además a tan autorizados varones, les preguntó qué querían hiciese; a lo que contestaron no creerse capaces de responder de pronto a semejante consulta, y que lo mejor sería poner la decisión en manos del Senado; y haciéndole sobre ello instancias, condescendió con su deseo. Mas como reunido el Senado nada adelantase, porque el mayor influjo era de los ricos, echó mano de un medio nada legal ni pacífico, cual fue el de privar del tribunado a Octavio, no encontrando otro para que la ley se pusiera a votación. Empezó para esto a interponer con él públicamente ruegos, hablándole en los términos más amistosos y humanos, y tomándole las manos, le suplicaba cediera en cuanto a la ley, y favoreciera al pueblo en una cosa tan justa y que sería ligera recompensa de grandes trabajos y peligros. Desechada por Octavio esta propuesta, ya hablándole en otro tono le repuso que, teniendo ambos una misma autoridad, y disintiendo sobre negocios de tan grande importancia, no habría cómo acabar su tiempo sin hacerse la guerra; que, por tanto, sólo veía un remedio a este mal, que era el de cesar uno de los dos en la magistratura, y propuso a Octavio que llamara al pueblo a votar acerca de él, pues por su parte descendería al punto, y quedaría reducido a la clase de particular, si así lo determinaban los ciudadanos. No conviniendo en ello Octavio, le dijo Tiberio que en tal caso estaba resuelto a llamar a votar acerca de él, a no ser que, pensándolo mejor, mudara de dictamen.

Con esto, entonces disolvió la junta; pero reunido el pueblo al día siguiente, subiendo a la tribuna, intentó de nuevo persuadir a Octavio; mas hallándole irreducible, propuso ley para privarle del tribunado, y al punto hizo dar la voz de que los ciudadanos pasaran a votarla. Eran treinta y cinco las curias, y cuando habían votado diecisiete y no faltaba más que una para que Octavio quedara de particular, mandó suspender, y otra vez se puso a rogarle. Abrazóle a vista del pueblo e hizo otras demostraciones, instándole y suplicándole que ni a sí mismo se expusiera a aquel sonrojo, ni a él le pusiera en la precisión de haber de ser causa de una providencia tan dura y tan cruel. Dícese que estos ruegos y súplicas no los escuchó Octavio enteramente inmóvil y sereno, sino que se le llenaron los ojos de lágrimas y estuvo en silencio largo rato. Pero luego que miró a los ricos y a los poseedores de tierras que le tenían rodeado, es de creer que de vergüenza y temor a lo que éstos dirían se resolvió a todo trance, y dijo con entereza a Tiberio que hiciera lo que gustase. Sancionada de este modo la ley, mandó Tiberio a uno de sus libertos que echara a Octavio de la tribuna, porque se valía de sus libertos como de ministros, y esto hizo más digno de compasión el suceso de Octavio, al ver que se le echaba con ignominia. Mas el pueblo aún arremetió contra él, y acudiendo los ricos y conteniendo a éste, con gran dificultad se salvó Octavio, escabulléndose y huyendo de la muchedumbre; pero a un fiel esclavo suyo, que se le puso delante como para defenderle, le sacaron los ojos, con gran pesar de Tiberio, que luego que tuvo noticia de lo que pasaba acudió al tumulto, corriendo con la mayor diligencia.

De resultas de esto se sancionó también la otra ley sobre las tierras, y fueron elegidos tres ciudadanos para el discernimiento y el reparto: el mismo Tiberio Apio Claudio, su suegro, y Gayo Graco, su hermano, que no se hallaba presente, sino que militaba a las órdenes de Escipión contra Numancia. Ejecutadas estas cosas por Tiberio a todo su placer, sin que nadie se le opusiera, nombró además tribuno, no a una persona conocida, sino a un tal Mucio, que era su cliente; de lo que ofendidos los poderosos, y temiendo el poder que aquel iba adquiriendo, en el Senado le mortificaron y humillaron cuanto pudieron: pues que pidiendo, como era de costumbre, una tienda donde pudiera hacer el repartimiento de las tierras, no se la dieron, siendo así que se concedían a otros para objetos de menor entidad; y para expensas le señalaron por día nueve óbolos; siendo Publio Nasica quien promovía estas cosas, exponiéndose sin reserva a su enemistad, porque era el que más tierras poseía de las del público, y llevaba muy a mal que se le precisara a dejarlas. Con esto, el pueblo se encendía más, y habiendo muerto de repente un amigo de Tiberio, como en el cadáver se notasen ciertas señales reparables, empezaron a gritar que lo habían muerto con veneno, corrieron a su entierro, tomaron en hombros el féretro y no se apartaron mientras se le daba sepultura, no faltándoles razón para sospechar del veneno. Porque el cadáver se reventó, y arrojó gran cantidad de un humor corrompido; tanto, que se apagó la hoguera; y formando otra, no quiso arder hasta que la mudaron a otro lugar; y aun allí tuvieron mucho que hacer para que en él prendiera el fuego. En vista de estas cosas, Tiberio irritaba más a la muchedumbre, pues se mudó las vestiduras, y presentando los hijos, pedía al pueblo que se encargara de ellos y de su madre, considerándose ya perdido.

Había muerto el rey Átalo Filométor, y vino Eudemo de Pérgamo a traer el testamento, en el que estaba nombrado heredero el pueblo romano; y arengando al punto Tiberio a la muchedumbre, propuso una ley para que, llegado que fuera el gran caudal heredado, sirviese a los ciudadanos a quienes habían tocado tierras para adquirir los enseres y utensilios de la labor; y acerca de las ciudades que eran del reino de Átalo dijo que no debía el Senado tomar providencia alguna, sino que él manifestaría su modo de pensar al pueblo. Incomodó esto sobremanera al Senado, y levantándose Pompeyo, dijo que era vecino de Tiberio, y por esta razón sabía que Eudemo de Pérgamo le había entregado la diadema y la púrpura del rey, como teniendo por cierto que había de reinar en Roma; y Quinto Metelo le echó en cara que cuando su padre, siendo censor, volvía a casa después de cenar, los ciudadanos que le acompañaban apagaban las luces, para que no pareciera que se habían detenido en diversiones y francachelas más de lo regular, y a él por la noche le iban alumbrando los más atrevidos y más miserables de la plebe. También Tito Anio, hombre que no tenía opinión de probidad ni de prudencia, pero que hablando en público pasaba por invencible en las preguntas y respuestas, desafió a Tiberio a que se defendiese de haber injuriado a su colega, siendo sacrosanto e inviolable por las leyes; y como se moviese grande alboroto, yéndose hacia él Tiberio, pedía auxilio al pueblo, diciendo que se le trajera para acusarlo. Anio, que en elocuencia y en autoridad se reconocía inferior, recurrió a su habilidad, y pidió a Tiberio que antes de hablar en su acusación le respondiera a una friolera. Convino en que preguntara, y quedando todos en silencio, dijo Anio: “Si queriendo tú afrentarme y deshonrarme me acogiere yo a alguno de tus colegas, y bajando éste a auxiliarme te enfadas tú de ello, pregunto: ¿le privarás del tribunado?” Se dice que a esta pregunta quedó tan cortado Tiberio, que con ser el más pronto que se conocía para hablar y el más atrevido y resuelto, enmudeció en aquella ocasión.

Disolvió, pues, entonces la junta, y habiendo entendido que de todas las disposiciones que a su propuesta se habían tomado la que peor impresión había hecho, no sólo en los poderosos, sino en la muchedumbre, era la relativa a Octavio- porque la grande y respetable autoridad de los tribunos, conservada ilesa hasta entonces, parecía que había sido hollada y escarnecida-, pronunció ante el pueblo un discurso, del que no deberá tenerse por inoportuno poner aquí algunos rasgos, para que se tenga idea de lo persuasivo y convincente de su dicción. Porque dijo: “Que un tribuno es sacrosanto e inviolable, a causa de que se consagra al pueblo y es del pueblo defensor; mas si cambiando de conducta ofende al pueblo, disminuye su poder, y le priva de votar, él mismo es quien se despoja de su dignidad, no haciendo aquello para que fue elegido, pues si no, al tribuno que arruinara el Capitolio o incendiara el arsenal debería dejársele en paz; y eso que el que esto hace es tribuno, aunque malo; pero si disuelve el pueblo ya no es tribuno. ¿Y no sería cosa repugnante que el tribuno pueda prender al cónsul, y que el pueblo no pueda despojar de su autoridad al tribuno cuando abusa de ella contra el mismo de quien la recibió? Porque al cónsul y al tribuno igualmente los elige el pueblo. Pues la prerrogativa real, conteniendo en sí todo poder y toda autoridad, era, además, consagrada con las ceremonias más augustas, y parecía en cierta manera cosa divina; y, sin embargo, la ciudad expelió a Tarquinio por ser injusto, y por la maldad de uno solo fue disuelta aquella autoridad patria que había fundado a Roma. ¿Y qué cosa hay en Roma tan sagrada y venerable como las que llamamos las vírgenes encargadas de guardar el fuego incorruptible? Y si alguna de ellas yerra, es enterrada viva: porque impías contra los dioses, no guardan lo inviolable y sagrado que por respeto a los mismos dioses se les concede. No es, pues, conforme a justicia que el tribuno injusto contra el pueblo conserve la inviolabilidad que en favor del pueblo le es dada, porque él mismo destruye la autoridad que le hace poderoso. Y si tiene justamente su autoridad, porque la mayor parte de las curias le votaron, ¿no se le quitará con mayor justicia todavía si todas votan contra él? Nada hay más santo e inviolable que las ofrendas y voto de los dioses, y nadie disputa al pueblo la facultad de usar de ellos, de moverlos y trasladarlos como le parece. Érale, pues, lícito trasladar al tribunado a otro, como una ofrenda; y prueba clara de no ser toda magistratura una cosa tan sagrada que no pueda quitarse, es que muchas veces los que las tienen hacen por sí renuncia y dimisión de ellas”.

Estos eran los principales capítulos de la defensa de Tiberio; mas como sus amigos fuesen sabedores de las amenazas y de la conjuración que estaba tramada, tenían por preciso que se pusiera a cubierto para en adelante con pedir otra vez el tribunado; él trató de cautivar más a la muchedumbre con otras leyes, quitando tiempo a los empeños de la milicia, concediendo apelación de los jueces al pueblo, uniendo con los que entonces asistían a los juicios, que eran del orden senatorio, un número igual del orden ecuestre, y coartando de todas maneras la autoridad del Senado, más por encono y enemiga que con miras de justicia y conveniencia. Al darse los votos advirtieron que vencían los contrarios, porque no había concurrido todo el pueblo; y volviéndose primero contra los colegas con injurias y denuestos, gastaron así el tiempo, y después disolvieron la junta, mandando que acudieran al día siguiente. Por lo que hace a Tiberio, bajó a la plaza, y mostrándose abatido, pedía con lágrimas amparo a los ciudadanos; después, diciendo temía que en aquella noche arrasaran los enemigos su casa y le matasen, de tal modo los inflamó, que muchos formaron como un campo alrededor de su casa y pasaron allí la noche haciéndole la guardia.

A la mañana, muy temprano, vino con las aves que servían para los agüeros el que cuidaba de ellas, y les echó de comer; pero no salió más que una, por más que el pollero sacudió bien la jaula, y aun ésta no tocó la comida, sino que tendió el ala izquierda, alargó la pata y se volvió a la jaula; lo que le hizo a Tiberio acordarse de otra señal que había precedido. Tenía, en efecto, un casco que usaba para las batallas, graciosamente adornado y muy brillante, y habiéndose metido en él unas culebras, no se vio que habían puesto huevos y los habían sacado; y por esta razón causó mayor turbación a Tiberio lo ocurrido con las aves. Iba, sin embargo, a subir, sabiendo que era grande el concurso del pueblo al Capitolio, y al salir tropezó en el umbral, dándose tal golpe en el pie, que se le partió la uña del dedo grande y le salía la sangre por el zapato. Habían andado muy poco, cuando sobre un tejado se vieron a la izquierda unos cuervos riñendo; y pasando muchos, como era natural, junto a Tiberio, una piedra arrojada por uno de ellos cayó precisamente a sus pies; lo que hizo detener aun a los más osados de los que le acompañaban; pero llegando a este tiempo Blosio de Cumas, dijo que era grande vergüenza y miseria que Tiberio, hijo de Graco, nieto de Escipión, y el defensor del pueblo romano, por temor de un cuervo no acudiera adonde los ciudadanos lo llamaban, y que esto, que era vergonzoso, no lo harían pasar por burla los enemigos, sino que le pintarían al pueblo como un tirano que ya se daba grande importancia. Al mismo tiempo corrieron hacia Tiberio desde el Capitolio muchos de sus amigos, diciéndole que entrase, porque allí todo estaba como se pudiera desear. Y al principio todo le salió bien, pues apenas pareció le aclamaron con voces de amistad; cuando acabó de subir le recibieron con las mayores demostraciones, y, puestos alrededor de él, cuidaban de que no se le acercara ningún desconocido.

Habiendo empezado Mucio a llamar de nuevo las curias, no pudo conseguir que se hiciera nada con concierto, por el gran tumulto que movían los últimos, impelidos e impeliendo a los que venían de la otra parte y se metían entre ellas a viva fuerza. En esto Fulvio Flaco, del orden senatorio, poniéndose en sitio de donde fuera visto, como no pudiese hacerse oír, hizo señas con la mano de que tenía que decir una cosa aparte a Tiberio; y mandando éste a la muchedumbre que le hiciera paso, subió aquel con gran dificultad, y, puesto en su presencia, le anunció que, reunido el Senado, los ricos, no habiendo podido atraer a su partido al cónsul, habían resuelto por sí quitarle la vida, teniendo armados a muchos de sus esclavos y amigos para el efecto.

Luego que Tiberio dio parte de este aviso a los que le rodeaban, se ciñeron éstos las togas, y rompiendo los astiles con que los ministros hacen apartar a la muchedumbre, tomaron los pedazos para defenderse con ellos de los que les acometieran. Pasmábanse los que se hallaban algo lejos de lo que sucedía, y preguntando acerca de ello, Tiberio llevó la mano a la cabeza, queriendo indicar por señas su peligro, pues que la voz no podía ser oída; pero los contrarios, al ver esta demostración, corrieron a anunciar al Senado que Tiberio pedía la diadema, de lo que era señal el haberse tocado la cabeza. Alteráronse todos, y Nasica pedía al cónsul que mirara por la república y acabara con el tirano; mas como éste respondiese sencillamente que no era su ánimo emplear ninguna fuerza, ni quitar la vida a ningún ciudadano sin ser juzgado, y sólo si el pueblo diese algún decreto injusto, persuadido o violentado por Tiberio, no lo tendría por válido, levantóse entonces Nasica: “Pues que el cónsul- dijo- es traidor a la república, los que queráis venir en socorro de las leyes seguidme”. Y al decir esto se echó el borde de la toga sobre la cabeza, y se dirigió corriendo al Capitolio. Recogiéronse también las togas con la mano los que iban en pos de él, y apartaban a los que encontraban al paso, no habiendo ninguno que se atreviera a detenerlos por su autoridad, sino que más bien huían y se pisaban unos a otros. Los que eran de su facción habían traído de casa palos y mazas, y ellos, echando mano de los fragmentos y los pies de las sillas curules, hechas pedazos por la muchedumbre al tiempo de huir, marcharon contra Tiberio, hiriendo a los que se le ponían delante; y éstos fueron los primeros que murieron. Tiberio dio a huir, y llegó uno a asirle de la ropa; dejó aquel la toga, y continuó huyendo en túnica, pero tropezó y cayó sobre algunos de los que murieron antes que él, y al levantarse, el primero que se sabe haberle herido en la cabeza con el pie de una silla fue Publio Satureyo, uno de sus colegas; y el segundo golpe se lo dio Lucio Rufo, que se jactaba de ello como de una grande hazaña. Al todo murieron más de trescientos golpeados con palos y piedras, y ninguno con hierro.

Ésta dicen haber sido desde la expulsión de los reyes la primera sedición que terminó en sangre y muerte de los ciudadanos. Las demás, que no habían sido pequeñas ni nacidas de pequeñas causas, las habían aplacado cediendo unos a otros, los poderosos por miedo a la muchedumbre y la plebe por reverencia al Senado. Entonces mismo parece que fácilmente habría cedido Tiberio tratado con blandura, y más fácilmente se habría rendido sin muertes ni heridas a los que se hubieran presentado en actitud de acometerle, no teniendo consigo arriba de tres mil hombres; pero es de creer que esta sedición se movió contra él más bien por encono y odio de los ricos que no por los motivos que se pretextaron; de lo que es grande indicio la afrenta e ignominia con que fue tratado su cadáver. Porque no le permitieron recogerlo al hermano, que lo pedía para enterrarlo de noche, sino que con todos los demás muertos lo arrojaron al río. Y aun no acabó aquí, sino que de sus amigos a unos los proscribieron y desterraron sin juzgarlos, y a otros los prendieron y les dieron muerte, entre los que pereció el orador Diófanes. A Gayo Vilio lo encerraron en una jaula, y echando en ella víboras y culebras, de este modo tan inhumano lo mataron. Blosio de Cumas fue presentado a los cónsules, y preguntado sobre los hechos ocurridos, dijo que todo lo había ejecutado de orden de Tiberio; y replicándole Nasica: “¿Y si Tiberio te hubiera mandado poner fuego al Capitolio?” Al principio no contestó sino que Tiberio no podía mandar semejante cosa; pero como muchos le repitiesen la pregunta: “Si lo hubiera mandado- dijo-, lo hubiera tenido por bien hecho, porque Tiberio no lo habría dispuesto sino por ser útil al pueblo”. Libróse entonces de esta manera, y marchando después al Asia, al lado de Aristonico, cuando las cosas de éste tuvieron mal término, se quitó la vida.

El Senado, para sosegar al pueblo, como las circunstancias lo pedían, ya no hizo oposición ninguna al repartimiento de tierras, y antes propuso que se eligiera otro repartidor en lugar de Tiberio. Tomando, pues, las tablillas, eligieron a Publio Craso, pariente de Graco: porque su hija Licinia estaba casada con Gayo, y aunque Cornelio Nepote dice que la que casó con Gayo Graco no fue hija de Craso, sino de Bruto, el que triunfó de los Lusitanos, los más refieren lo que dejamos escrito. Estaba el pueblo irritado con la muerte de Tiberio, y se echaba bien de ver que esperaba oportunidad de vengarse, además de que ya empezaban a moverse causas a Nasica; temiendo, pues, el Senado por su persona, decretó, sin que hubiera objeto alguno, enviarlo al Asia. Porque los ciudadanos siempre que se encontraban con él no ocultaban su desagrado, y antes se lo mostraban a las claras, llamándole en voz alta, cuando la ocasión se les presentaba, malvado y tirano, manchado con la muerte de una persona inviolable y sagrada, y violador del más santo y venerable templo entre todos los de la ciudad. Hubo, pues, de salir Nasica de Italia, sin embargo de que debieran detenerle las ocupaciones religiosas más augustas, porque era a la sazón Pontífice máximo. Anduvo, por tanto, en países extraños, afligido y errante, y al cabo de no largo tiempo murió en Pérgamo. Y no es de maravillar que el pueblo aborreciese tanto a Nasica, cuando Escipión Africano, al que con justa razón armaron los Romanos sobre todos los demás, estuvo en muy poco que perdiera esta benevolencia del pueblo, porque a la primera noticia que sobre Numancia se le dio de la muerte de Tiberio exclamó, con aquel verso de Homero: ¡Siempre así; quien tal haga, que tal pague! Y preguntándole después en una junta pública Gayo y Fulvio qué le parecía de la muerte de Tiberio, dio una respuesta con la que significó no haber sido de su gusto los actos de aquel, de resulta de lo cual el pueblo le interrumpió en su discurso, cosa que nunca antes había ejecutado, y él prorrumpió también en expresiones ofensivas al pueblo. Pero de todo esto tratamos más detenidamente en la Vida de Escipión.

Gayo Graco

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Gayo Graco, al principio, o por temor de los enemigos, o para excitar más odio contra ellos, se retiró de la plaza pública y permaneció sosegado en su casa, como quien, por hallarse entonces en estado de abatimiento, se proponía para en adelante vivir apartado de los negocios; tanto, que se esparcieron voces contra él de que censuraba y miraba mal la conducta pública del hermano, bien que era todavía demasiado joven, porque tenía nueve años menos que el hermano, y éste murió sin haber cumplido los treinta. Con el tiempo, aun en medio de su retiro, se echó de ver que en sus costumbres no propendía al ocio, al regalo, a la intemperancia ni a la codicia; y preparándose con la elocuencia como con alas voladoras para tomar parte en el gobierno, se advertía bien que no podría estarse quieto. Habló por la primera vez en defensa de uno de sus amigos llamado Vetio, contra quien se seguía causa; y como el público se hubiese entusiasmado y embriagado de placer al oírle, por haber dado muestras de ser los demás oradores unos muchachos comparados con él, los poderosos volvieron a concebir gran temor, y trataron con empeño entre sí de que Gayo no ascendiera al tribunado de la plebe. Ocurrió también que por el orden natural cupo a Gayo la suerte de ir a Cerdeña de cuestor con el cónsul Orestes, lo que fue muy del gusto de sus enemigos, y no desagradó al mismo Gayo; pues siendo de carácter guerrero, estando no menos ejercitado en la milicia que en la defensa de las causas, mirando con cierto horror el gobierno y la tribuna y no pudiendo negarse ni al pueblo ni a los amigos si le llamasen, tuvo por gran dicha este motivo de ausencia. Con todo, la opinión generalmente recibida es que fue un decidido demagogo, y más codicioso que el hermano de la gloria que resulta del aura popular; pero esto no es cierto, sino que hay pruebas de que fue arrastrado al gobierno más bien por necesidad que por voluntad y resolución propia; conforme a esto, refiere Cicerón el orador que, huyendo Gayo de toda magistratura, y estando resuelto a vivir en quietud y reposo, se le apareció entre sueños el hermano, y saludándole, le dijo: “¿Por qué causa o en qué te detienes, Gayo? No hay cómo evitarlo: una misma vida y una misma muerte, por defender los intereses del pueblo, nos tiene destinadas el hado”.

Puesto Gayo en Cerdeña, dio pruebas de toda especie de virtud, aventajándose a todos los jóvenes en los combates contra los enemigos, en la justicia con los súbditos y en el amor y respeto al general; y en la prudencia, en la sencillez y en el amor al trabajo excedió aún a los más ancianos. Sobrevino en Cerdeña un invierno sumamente riguroso y enfermizo, y habiendo pedido el pretor a las ciudades vestuario para los soldados, acudieron a Roma a que se las excusara. Accedió el Senado a su petición, y mandó que el pretor viera por otra parte el modo de remediar a los soldados; y como éste se hallase en el mayor apuro por lo que el soldado padecía, recorrió Gayo las ciudades e hizo que éstas enviaran por sí mismas vestuario y socorriesen a los Romanos. Venida a Roma la noticia de estos hechos, que parecían preludios de demagogia, el Senado se sobresaltó; y en primer lugar, habiendo llegado de África embajadores de parte del rey Micipsa, diciendo que éste, por consideración a Gayo Graco, había enviado trigo a Cerdeña a la orden del pretor, los oyeron con disgusto y los despacharon. Decretaron en segundo lugar que la tropa fuera relevada, pero que Orestes permaneciera, para que con esto se quedara también Gayo; mas éste, indignado con tales sucesos, se hizo al punto a la vela, y cuando menos se lo esperaba se apareció en Roma; de lo que le hicieron un crimen sus enemigos, y aun al pueblo mismo pareció cosa extraña que siendo cuestor hubiera vuelto antes que el general. Llegó a ponérsele sobre esto acusación ante los censores; pero habiendo pedido permiso para hablar, de tal manera mudó los ánimos de los oyentes, que salieron persuadidos de que él era el que había recibido muchos agravios. Porque dijo que había servido en la milicia doce años, cuando a los demás no se les precisaba a servir más de diez; que de cuestor había estado al lado del pretor tres años, cuando por la ley podía haber vuelto después de cumplido uno; que él sólo entre sus compañeros de armas había llevado la bolsa llena, y que los demás, después de haberse bebido el vino que condujeron, habían vuelto a Roma trayendo los cántaros llenos de plata y oro.

Moviéronle después de esto otras causas y otros juicios, achacándole que había hecho a los aliados sublevarse, y había tenido parte en la conjuración de Fregelas; pero habiendo desvanecido toda sospecha y resultado inocente, se presentó al momento a pedir el tribunado. Hiciéronle oposición todos los principales, sin quedar uno; pero de la plebe fueron tantos los que de toda Italia concurrieron a la ciudad para asistir a los comicios, que para muchos faltó hospedaje; no cabiendo el concurso en el campo de Marte, venían voces de electores de los tejados y azoteas, a pesar de lo cual los ricos violentaron al pueblo y frustraron la esperanza de Gayo, hasta el punto de que, habiendo consentido ser nombrado el primero, no fue sino el cuarto. Mas, entrado en el ejercicio, al instante fue el primero de todos por su elocuencia, en que nadie le igualaba, y porque lo que había padecido le daba grande ocasión para explicarse con vehemencia, deplorando la pérdida del hermano. De aquí tomaba siempre motivo para manejar a su arbitrio el pueblo, recordando el suceso, y haciendo contraposición con la conducta de los antiguos Romanos: porque éstos hicieron guerra a los Faliscos por haber insultado a un tribuno de la plebe llamado Genucio, y condenaron a muerte a Gayo Veturio porque él solo no se levantó cuando un tribuno pasaba por la plaza; y “ante vuestros ojos- exclamó- acabaron éstos a palos a Tiberio, y por medio de la ciudad fue llevado muerto desde el Capitolio para arrojarlo al río; y de sus amigos, los que pudieron ser habidos fueron también muertos sin juicio antecedente; siendo así que tenéis ley por la que, si no comparece el que es reo de causa capital, va por la mañana, al amanecer, a las puertas de su casa un trompetero, y le llama a son de trompeta, y sin preceder esta diligencia no pronuncian sentencia los jueces: ¡tan precavidos y solícitos eran acerca de los juicios!”

Con discursos como éste conmovía al pueblo, porque tenía buena voz y era vehemente en el decir. Propuso, pues, dos leyes, de las cuales era la una que si el pueblo privaba a un magistrado de su cargo, no pudiera después ser admitido a pedir otro, y la otra, que si algún magistrado proscribía y desterraba a un ciudadano sin juicio precedente, hubiera contra él acción ante el pueblo. De estas leyes la primera iba directamente a infamar a Octavio, aquel que a propuesta de Tiberio había perdido el tribunado de la plebe, y en la segunda estaba comprendido Popilio, porque siendo pretor había desterrado a los amigos de Tiberio. Popilio no quiso aguardar a la decisión de la causa, y abandonó la Italia; la otra ley la retiró Gayo, diciendo que hacía esta gracia a Octavio por su madre Cornelia, que se lo había rogado; y el pueblo lo celebró y vino en ello, dispensando a Cornelia este honor, no menos por sus hijos que por su padre, y erigió después a esta insigne mujer una estatua en bronce, con esta inscripción: “Cornelia, madre de los Gracos.” Consérvase la memoria de algunas expresiones dichas por Gayo con elegancia, a estilo del foro, acerca de la misma, contra uno de sus enemigos: “¿Por qué tú- le dijo- te atreves a insultar a Cornelia, habiendo dado ésta a luz a Tiberio?” Y porque el ofensor era tachado de disoluto y muelle, “¿cómo te atrevescontinuó- a compararte con Cornelia? ¿Has parido como ella? Pues bien notorio es en Roma que más tiempo estuvo sin ser tocada de varón aquella, que tú siendo varón.” ¡Tan picantes y agrias eran sus expresiones! Y de lo que dejó escrito pueden recogerse otras muchas por este mismo término.

De las leyes que hizo en favor del pueblo y para disminuir la autoridad del Senado, una fue agraria, para distribuir por suerte tierras del público a los pobres; otra militar, por la que se mandaba que del erario se suministrara el vestuario, sin que por esto se descontara nada al soldado de su haber, y que no se reclutara para el servicio a los menores de diecisiete años; otra federal, que daba a los habitantes de la Italia igual voz y voto que a los ciudadanos; otra alimenticia, para dar a los pobres los víveres a precio cómodo, y otra, finalmente, judicial, que fue con la que principalmente quebrantó el poder de los senadores. Porque ellos solos juzgaban las causas, y por esta razón eran terribles a la plebe y a los caballeros; y Gayo añadió trescientos del orden ecuestre a los trescientos senadores, e hizo que los juicios fueran en unión y promiscuamente de seiscientos ciudadanos. Para hacer sancionar esta ley tomó con gran diligencia sus medidas; una de ellas fue el que, siendo antes costumbre que todos los oradores hablasen vueltos hacia el Senado y hacia el llamado comicio, entonces por la primera vez salió más afuera, perorando hacia la plaza; y en adelante lo hizo así siempre: causando con una pequeña inclinación y variación de postura una mudanza de grandísima consideración, como fue la de convertir en cierta manera el gobierno de aristocracia en democracia, con dar a entender que los oradores debían poner la vista en el pueblo y no en el Senado.

No sólo sancionó el pueblo esta ley, sino que le dio a él mismo la facultad de elegir los jueces del orden ecuestre, con lo que vino a ejercer una especie de autoridad monárquica; tanto, que aun el Senado sufría el haber de tomar de él consejo, y siempre en sus dictámenes le proponía lo que le estaba mejor. Como fue aquella determinación tan justa y benéfica, acerca del trigo que envió de España el procónsul Fabio, porque persuadió al Senado que se vendiera el trigo y el precio se enviara a las ciudades, reconviniendo a Fabio de que hacía a los pueblos dura e insufrible la dominación romana, cosa que le adquirió en las provincias gran crédito y benevolencia. Propuso asimismo leyes para que se enviaran colonias, se hicieran caminos y se construyeran graneros. De todas estas obras se hizo él mismo presidente y administrador; y siendo tantas y tan grandes, de nada se cansaba; sino que con admirable presteza y trabajo las dio concluidas, como si atendiera a una sola; de manera que aun los que más le aborrecían y temían se mostraban pasmados de verle en todo tan eficaz y activo. El pueblo admiraba también el singular espectáculo que aquello ofrecía, al ver la gran muchedumbre que le seguía de operarios, de artistas, de legados, de magistrados, de soldados y de literatos, a todos los cuales se mostraba afable, guardando cierta entereza en la misma benignidad, y hablando a cada uno particularmente, según su clase; con lo que desacreditó a los calumniadores, que lo pintaban temible, fiero y violento. Era, por tanto, popular, con más destreza todavía en el trato y en los hechos que en los discursos pronunciados en la tribuna.

Su principal cuidado lo puso en los caminos, atendiendo en su fábrica a la utilidad al mismo tiempo que a la comodidad y buena vista, porque eran muy rectos y atravesaban el terreno sin vueltas ni rodeos. El fundamento era de piedra labrada, que se unía y macizaba con guijo. Los barrancos y precipicios excavados por los arroyos se igualaban y juntaban a lo llano por medio de puentes; la altura era la misma por todo él de uno y otro lado, y éstos siempre paralelos, de manera que el todo de la obra hacía una vista uniforme y hermosa, Además de esto, todo el camino estaba medido, y al fin de cada milla- medida que viene a ser de ocho estadios poco menos- puso una columna de piedra que sirviera de señal a los viajeros. Fijó además otras piedras a los lados del camino, a corta distancia unas de otras, para que los que iban a caballo pudieran montar desde ellas, sin tener que aguardar a que hubiera quien les ayudase.

Celebrándole mucho el pueblo por estas obras, y mostrándose muy dispuesto a darle pruebas de su benevolencia, dijo, arengándole en una de las juntas, tenía que pedirle una gracia, obtenida la cual la apreciaría sobre todo, y si no fuese atendido, no por eso se quejaría. Al oír esto creyeron que sería la petición del consulado, y todos esperaron que aspiraría a un tiempo al consulado y al tribunado de la plebe. Llegado el día de los comicios consulares, y estando todos pendientes, se presentó, trayendo de la mano al campo de Marte a Gayo Fanio, y auxiliándole con sus amigos para que fuese elegido; lo que concilió a Fanio gran favor. Así es que fue nombrado cónsul, y Gayo, tribuno de la plebe por segunda vez, no por que hiciese gestiones o pidiese esta magistratura, sino únicamente a solicitud del pueblo. Observó que el Senado le era enteramente contrario, y que se había entibiado mucho la gratitud en Fanio: por lo que procuró captar a la muchedumbre con otras leyes, proponiendo que se enviaran colonias a Tarento y a Capua, y que se admitiera a los latinos a la participación de los derechos de ciudad. Temió con esto el Senado que se hiciese del todo invencible, y recurrió a un nuevo y desusado medio para apartar de él el amor de la muchedumbre, cual fue el de hacerse popular y favorable a ésta con exceso. Porque uno de los colegas de Gayo era Livio Druso, varón que ni en linaje ni en educación cedía a ninguno de los Romanos, y en elocuencia y en riqueza competía ya con los de más autoridad y poder, por estas mismas cualidades. Acuden, pues, a él los principales y le estimulan a que derribe de su favor a Gayo, y con su ayuda se vuelva contra él, no para chocar con la muchedumbre, sino para mandar a gusto de ésta, y favorecerla aun en cosas por las que sería honesto incurrir en su odio.

Prestó Livio para estos objetos al Senado la autoridad de su magistratura, y propuso leyes que no tenían nada ni de loables ni de útiles, con sola la mira de exceder a Gayo en favor y condescendencia para con la muchedumbre, contendiendo y compitiendo con él como los actores de una comedia, con lo cual el Senado no dejó duda de que no le ofendían los proyectos de Gayo, sino que lo que quería era o quitarle de en medio o humillarle. Porque no proponiendo él más que dos colonias, y para ellas a los ciudadanos más bien vistos, decían, sin embargo, que aspiraba a seducir al pueblo; y al mismo tiempo sostenían a Livio cuando formaba doce colonias, enviando a cada una tres mil de los más infelices; desacreditaban a aquel porque distribuía las tierras a los pobres, imponiendo a cada uno una pensión para el erario, diciendo que lisonjeaba a la muchedumbre, y Livio, que hasta esta pensión quitaba a los agraciados, merecía su aprobación. Mas aquel, por dar a los latinos igual voz y voto, les era molesto, y cuando éste proponía que en el ejército no se pudiera castigar a ninguno de los latinos empleando las varas contra ellos, promovían esta ley. El mismo Livio protestaba siempre en sus discursos que hacía estas propuestas de acuerdo del Senado, que velaba por la muchedumbre, y esto fue lo único que hubo de bueno en todos sus actos. Porque el pueblo se mostró desde entonces menos irritado contra el Senado, y mirando antes éste con malos ojos y con odio a los principales y más señalados, disipó y suavizó Livio aquella enemiga y mala voluntad, haciendo entender que lo que él ejecutaba en favor y beneficio de la muchedumbre era todo por disposición de los senadores.

Lo que inspiró al pueblo mayor confianza en el amor y justificación de Druso fue no haber propuesto nunca nada en su favor ni relativo a su persona: porque para las fundaciones de las colonias envió a otros, y nunca se acercó al manejo de los caudales, siendo así que Gayo se había encargado de la mayor parte y de los más importantes entre estos negocios. Así, cuando proponiendo Rubrio, uno de sus colegas, que se estableciera colonia en Cartago, arrasada por Escipión, le tocó la suerte a Gayo, marchó éste al África para el establecimiento; y dando esto mayor proporción a Druso para adelantársele en su ausencia, se atrajo y ganó efectivamente al público, con especial por las sospechas que contra sí excitó Fulvio. Este Fulvio, amigo de Gayo y su colega para el repartimiento de tierras, era hombre turbulento, aborrecido notoriamente del Senado y sospechoso de todos los demás de que alborotaba a los confederados y de que en secreto solicitaba a la rebelión a los habitantes de Italia. A estas voces, que se esparcían sin prueba ni discernimiento, les conciliaba crédito el mismo Fulvio, por verse que sus designios no eran sanos ni pacíficos; y esto fue lo que principalmente perjudicó a Gayo, a quien alcanzó parte del odio contra aquel. Además, cuando se halló muerto a Escipión Africano, sin causa ninguna manifiesta, y pareció que en el cadáver se advertían señales de golpes y de violencia, como en la Vida de éste lo hemos escrito, si bien la mayor sospecha recayó sobre Fulvio, por ser su enemigo, y porque en aquel mismo día había insultado a Escipión en la tribuna, no dejó de haber contra Gayo algún recelo; y un crimen tan atroz, ejecutado en el varón más grande y eminente de los romanos, ni se puso en claro, ni sobre él se siguió causa, porque la muchedumbre se opuso y disolvió el juicio, temiendo por Gayo, no fuera que si se hacían pesquisas se le hallara implicado en la muerte. Mas esto había sucedido tiempo antes.

Estando Gayo entendiendo en el establecimiento de la colonia de Cartago, a la que dio el nombre de Junonia, se dice habérsele opuesto muchos estorbos de parte de los dioses. Porque arrebató el viento la primera enseña y por más que el alférez resistió con toda su fuerza, se hizo pedazos. Una ráfaga de viento esparció las víctimas que estaban puestas en el altar, y las arrojó sobre los términos de la delineación o demarcación que tenía hecha. Estos mismos términos o hitos, vinieron unos lobos, los desordenaron y se los llevaron lejos. A pesar de todo esto, disponiendo y arreglando las cosas en sólos setenta días, volvió a Roma, por saber que Druso traía apurado a Fulvio, y que sus negocios pedían se hallase presente. Porque Lucio Opimio, varón inclinado al gobierno de pocos, y de grande influjo en el Senado, aunque al principio sufrió repulsa pidiendo el consulado cuando Gayo protegió a Fanio y contribuyó al desaire de aquel; contando entonces con el favor de muchos, se tenía por cierto que saldría cónsul, y que siéndolo, tiraría a arruinar a Gayo, estando ya en cierta manera marchito su poder, y satisfecho el pueblo de disposiciones como las suyas, por ser muchos los que se habían dedicado a afectar popularidad y haberse mostrado condescendiente el Senado.

Vuelto, lo primero que hizo fue trasladar su habitación desde el palacio al barrio debajo de la plaza, como más plebeyo, por hacer la casualidad de que viviesen allí la mayor parte de los pobres e infelices. Después propuso las leyes que restaban para hacer que se votasen; pero habiendo concurrido grande gentío de todas partes, movió el Senado al cónsul Fanio a que, fuera de los Romanos, hiciera salir a todos los demás. Como se echase, pues, acerca de esto un pregón extraño y nunca antes usado para que en aquellos días no se viera en Roma ninguno de los confederados y amigos, Gayo publicó en contra un edicto, en el que acusaba al cónsul y prometía proteger a los confederados si permaneciesen; pero no hubo tal protección, y antes, habiendo visto que a un huésped y amigo suyo lo llevaban preso los lictores de Fanio, pasó de largo, y no hizo nada en su defensa, bien fuese por temor de que se viera que le faltaba el poder, o bien porque no quisiese ser, como decía, quien diese a los enemigos la ocasión que buscaban de contender y venir a las manos. Ocurrió también el haberse puesto mal con sus colegas por esta causa. Iba a darse al pueblo en la plaza un espectáculo de gladiadores, y los más de los magistrados habían formado corredores alrededor para arrendarlos. Dioles orden Gayo de que los quitaran, para que los pobres pudieran ver desde aquellos mismos sitios de balde, y como no hiciesen caso, aguardó a la noche antes del espectáculo, y tomando consigo a los operarios que tenía a su disposición, echó abajo los corredores, y al día siguiente mostró al pueblo el sitio despejado; con lo cual, para con la muchedumbre bien se acreditó de hombre que tenía entereza, pero disgustó a sus colegas, que le tuvieron por temerario y violento. De resultas de esto parece que le quitaron el tercer tribunado, porque si bien tuvo muchos votos, los colegas hicieron injusta y malignamente la regulación y el anuncio, aunque esto quedó en duda. Lo cierto es que llevó muy mal el desaire, y a los contrarios, que se le rieron, se dice haberles respondido, con más aires del que convenía, que reían con risa sardónica, por no saber cuán espesas tinieblas les había preparado con sus providencias.

Lograron sus contrarios elegir cónsul a Opimio, y propusieron la abrogación de la mayor parte de sus leyes, alterando también lo que había dispuesto acerca de Cartago, con ánimo de irritarle y de que diera ocasión de justo enojo para acabar con él. Aguantó por algún tiempo, pero, instigándole los amigos, y sobre todo Fulvio, volvió a tratar de reunir a los que con él habían de hacer frente al cónsul. Dícese que para esto tomó parte la madre en la sedición, asalariando con reserva gentes de afuera, y enviándolas a Roma como segadores, sobre lo que escribió al hijo cartas con expresiones enigmáticas; pero otros dicen que todo esto se hizo con absoluta repugnancia de Cornelia. El día en que Opimio había de hacer abrogar las leyes, de una y otra parte ocuparon desde muy temprano el Capitolio. Había hecho sacrificio el cónsul, y llevando uno de sus lictores, llamado Quinto Antilio, las entrañas de las víctimas a otra parte, dijo a los que estaban con Fulvio: “Haced lugar a los buenos, malos ciudadanos.” Algunos dicen que al mismo tiempo que pronunció esta expresión mostró el brazo desnudo de un modo que lo tomaron a insulto. Muere, pues, al punto Antilio en aquel sitio, herido con unos punzones largos, de los que se usaban para escribir, hechos exprofeso, según se decía, para aquel intento. Alborotóse la muchedumbre con aquella muerte; pero la situación de los caudillos fue muy diferente, porque Gayo se irritó sobremanera, y trató mal a los de su partido por haber dado a sus enemigos la ocasión que hacía tiempo deseaban, y Opimio, tomando de aquí asidero, cobró osadía e inflamó al pueblo a la venganza.

Sobrevino en esto una lluvia, y por entonces se separaron; pero a la mañana siguiente, convocando el cónsul el Senado, se puso dentro a dar audiencia; otros, colocando el cuerpo de Antilio desnudo sobre una camilla, lo llevaron de intento por la plaza a la curia con gritos y lloros, siendo de ello sabedor Opimio, aunque aparentaba maravillarse, en términos que los senadores salieron a ver lo que pasaba. Puesta la camilla en medio, algunos se lamentaban como en una grande y terrible calamidad; pero en los más no excitaba aquel alboroto más que odio y abominación contra unos cuantos oligarquistas, que habían sido los que habían dado muerte en el Capitolio a Tiberio Graco, siendo tribuno de la plebe, y habían arrojado al río su cadáver, cuando ahora el ministro Antilio, que quizá había sido muerto injustamente, pero no había dejado de dar gran motivo para aquel suceso, yacía expuesto en la plaza, y le hacía el duelo el Senado de los Romanos, lamentándose y presidiendo la pompa fúnebre de un miserable asalariado, con el objeto de acabar con los pocos defensores del pueblo que quedaban. Entrando otra vez después de esto en el Senado, encargaron por decreto al cónsul Opimio que salvara a la ciudad como pudiese y destruyera los tiranos. Previno éste a los senadores que tomaran las armas, y dio orden a los caballeros para que a la mañana temprano trajera cada uno dos esclavos armados. En tanto, Fulvio se preparaba también por su parte y juntaba gente; pero Gayo, retirándose de la plaza, se paró ante la estatua de su padre, y habiendo estado largo rato con los ojos puestos en ella sin proferir ni una palabra, pasó de allí llorando y sollozando, A muchos de los que vieron este espectáculo les causó Gayo la mayor lástima, y culpándose a sí mismos de abandonar y hacer traición a un ciudadano como él, corrieron a su casa, y pasaron la noche ante su puerta, de muy distinta manera que los que custodiaban a Fulvio. Porque éstos la gastaron en vocerías y gritos desordenados, bebiendo y echando bravatas, siendo Fulvio el primero a embriagarse y a hacer y decir mil disparates, contra lo que exigía su edad, al mismo tiempo que los que acompañaban a Gayo, deplorando la común calamidad de la patria, y considerando lo que amenazaba, estuvieron en la mayor quietud, haciendo la guardia y descansando alternativamente.

Al amanecer les costó gran trabajo despertar a Fulvio, a quien todavía tenía dormido el vino, y armándose con los despojos que conservaba en casa, y eran los que había tomado cuando siendo cónsul venció a los galos, marcharon con grandes amenazas y alboroto a tomar el monte Aventino. Gayo no quiso armarse, sino que iba a salir en toga como si fuera a la plaza, sin llevar más que un puñalejo. Al salir se le echó a los pies su mujer en la misma puerta, y deteniendo con una mano a él y con otra al hijo: “No te envío, oh Gayo- exclamó-, a la tribuna, tribuno de la plebe o legislador como antes, ni tampoco a una guerra gloriosa, para que, aun cuando te sucediera una desgracia, me dejeras un honroso duelo, sino que vas a ponerte en manos de los matadores de Tiberio: desarmado estás bien, para que en caso antes sufras males que los causes; pero vas a perecer sin ningún provecho para la república. Domina ya la maldad, y a los juicios sólo presiden la violencia y el yerro. Si tu hermano hubiera perecido en Numancia, nos habría sido entregado muerto, en virtud de un tratado; pero ahora acaso tendré yo también que hacer plegarias a algún río o al mar para que me digan dónde está detenido tu cuerpo; porque, ¿qué confianza hay que tener ni en las leyes ni en los dioses después de la muerte de Tiberio?” Mientras así se lamentaba Licinia, Gayo se desprendió suavemente de sus abrazos y marchó en silencio con sus amigos. Quiso aquella asirle de la ropa, pero cayó en el suelo, donde estuvo mucho tiempo sin sentido, hasta que, levantándola desmayada sus sirvientes, la condujeron a casa de Craso, su hermano.

Fulvio, luego que estuvieron todos juntos, persuadido por Gayo, envió a la plaza al más joven de sus hijos con un caduceo, Era este mancebo de gracioso y bello aspecto, y entonces, presentándose con modestia y rubor, los ojos bañados en lágrimas, hizo proposiciones de paz al cónsul y al Senado. Los más de los que allí se hallaban oyeron con gusto hablar de conciertos; pero Opimio respondió que no pensaran mover al Senado por medio de mensajeros; sino que como ciudadanos sujetos a haber de dar descargas, bajaran ellos mismos a ser juzgados, entregando sus personas e implorando clemencia, y dio orden al joven de que bajo esta condición volviese, y no de otra manera. Por lo que hace a Gayo, quería, según dicen, ir a hablar al Senado, pero no conviniendo en ello ninguno de los demás, volvió Fulvio a enviar a su hijo con las mismas proposiciones que antes; mas Opimio, apresurándose a venir a las manos, hizo al punto prender al mancebo, y poniéndolo en prisión, marchó contra Fulvio y los suyos con mucho infantería y ballesteros de Creta, los cuales, tirando contra ellos e hiriendo a muchos, los desordenaron. En este desorden Fulvio se refugió a un baño desierto y abandonado; pero hallado al cabo de poco, fue muerto con su hijo mayor. A Gayo nadie le vio tomar parte en la pelea, pues no sufriéndole el corazón ver lo que pasaba, se retiró al templo de Diana, donde, queriendo quitarse la vida, se lo estorbaron dos de sus más fieles amigos, Pomponio y Licinio, quienes hallándose presentes, le arrebataron de la mano el puñal y le exhortaron a que huyese. Dícese que, puesto allí de rodillas y tendiendo las manos a la diosa, le hizo la súplica de que nunca el pueblo romano por aquella ingratitud y traición dejara de ser esclavo. Porque se vio que la muchedumbre le abandonó, a causa de habérseles ofrecido por un pregón la impunidad.

Entregóse Gayo a la fuga; y yendo en pos de él sus enemigos, le iban ya a los alcances junto al puente Sublicio: entonces dos de sus amigos le excitaron a que apresurase el paso, y ellos, en tanto, hicieron frente a los que le perseguían, y pelearon delante del puente, sin dejar pasar a ninguno, hasta que perecieron. Acompañaba a Gayo en su fuga un esclavo llamado Filócrates, y aunque todos, como en una contienda, los animaban, ninguno se movió en su socorro, ni quiso llevarle un caballo, que era lo que pedía, porque tenía ya muy cerca de los que iban contra él. Con todo, se les adelantó un poco, y pudo refugiarse en el bosque sagrado de las Furias, y allí dio fin a su vida, quitándosela Filócrates, que después se mató a sí mismo. Según dicen algunos, aún los alcanzaron los enemigos con vida; pero el esclavo se abrazó con su señor, y ninguno pudo ofenderle hasta que acabó, traspasado de muchas heridas. Refiérese también que no fue Septimuleyo, amigo de Opimio, el que le cortó a Gayo la cabeza, sino que, habiéndosela cortado otro, se la arrebató al que quiera que fue, y la llevó para presentarla: porque al principio del combate se había echado un pregón ofreciendo a los que trajesen las cabezas de Gayo y Fulvio lo que pesasen de oro. Fue, pues, presentada a Opimio por Septimuleyo la de Gayo, clavada en una pica, y traído un peso, se halló que pesaba diecisiete libras y dos tercios; habiendo sido hasta en esto Septimuleyo hombre abominable y malvado, porque habiéndole sacado el cerebro, rellenó el hueco de plomo. Los que presentaron la cabeza de Fulvio, que eran de una clase oscura, no percibieron nada. Los cuerpos de éstos y de todos los demás muertos en aquella refriega, que llegaron a tres mil, fueron echados al río, y se vendieron sus haciendas para el erario. Prohibieron a las mujeres que hiciesen duelos, y a Licinia, la de Gayo, hasta la privaron de su dote; pero aún fue más duro y cruel lo que hicieron con el hijo menor de Fulvio, que no movió sus manos ni se halló entre los que combatieron, sino que, habiendo venido antes de la pelea sobre la fe de la tregua, y echándole mano, después le quitaron la vida. Sin embargo, aun más que esto y que todo ofendió a la muchedumbre el templo que enseguida erigió Opimio a la Concordia; porque parecía que se vanagloriaba y ensoberbecía, y aun en cierta manera triunfaba por tantas muertes de ciudadanos; así es que por la noche escribieron algunos debajo de la inscripción del templo estos versos: La obra del furor desenfrenado es la que labra a la Concordia templo.

Este fue el primero que usó en el consulado de la autoridad de dictador, y que condenó sin precedente juicio, con tres mil ciudadanos más, a Gayo Graco y a Fulvio Flaco; de los cuales éste era varón consular, y había obtenido el honor del triunfo, y aquel se aventajaba en virtud y en gloria a todos los de su edad. Opimio, además, no se abstuvo de latrocinios, sino que, enviado de embajador a Yugurta, rey de los Númidas, se dejó sobornar con dinero, y condenado por el ignominioso delito de corrupción, envejeció en la infamia, aborrecido y despreciado del pueblo, que por sus hechos cayó por lo pronto en el abatimiento y la degradación; mas no tardó en manifestar cuánto echaba de menos y deseaba a los Gracos. Porque levantándoles estatuas, las colocaron en un paraje público, y consagrando los lugares en que fallecieron, les ofrecían las primicias de los frutos que llevaba cada estación, y muchos les adoraban y les hacían sacrificios cada día, concurriendo a aquellos sitios como a los templos de los dioses.

Dícese de Cornelia haber manifestado en muchas cosas, que llevaba con entereza y magnanimidad sus infortunios; y que acerca de la consagración de los lugares en que perecieron sus hijos, solía expresar que los muertos habían tenido dignos sepulcros. Su vida la pasó después en los campos llamados Misenos, sin alterar en nada el tenor acostumbrado de ella. Gustaba, en efecto, del trato de gentes, y por su inclinación a la hospitalidad, tenía buena mesa, frecuentando siempre su casa Griegos y literatos, y recibiendo dones de ella todos los reyes, y enviándoselos recíprocamente. Escuchábasela con gusto cuando a los concurrentes les explicaba la conducta y tenor de vida de su padre Escipión Africano, y se hacía admirar cuando sin llanto y sin lágrimas hablaba de sus hijos, y refería sus desventuras y sus hazañas, como si tratara de personas de otros tiempos, a los que le preguntaban. Por lo cual algunos creyeron que había perdido el juicio por la vejez o por la grandeza de sus males, y héchose insensata con tantas desgracias; siendo ellos los verdaderamente insensatos, por no advertir cuánto conduce para no dejarse vencer del dolor, sobre el buen carácter, el haber nacido y educádose convenientemente, y que si la fortuna mientras dura, hace muchas veces degenerar la virtud, en la caída no le quita el llevar los males con una resignación digna de elogio.