Vidas paralelas/Temístocles


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A la gloria de Temístocles no pudo contribuir su oscuro origen; porque su padre, Neocles, no era de los distinguidos en Atenas, siendo de Fréar, uno de aquellos pueblos de la tribu Leóntide: y por la madre era espurio, según aquellos versos: Soy Abrótono, Tracia en el linaje; pero a los griegos con orgullo digo que del grande Temístocles soy madre Con todo, Fanias dice que la madre de Temístocles no fue de Tracia, sino de Caria, ni se llamó Abrótono, sino Euterpe; y Neantes le asigna por patria la ciudad de Halicarnaso, en Caria. Como los espurios, pues, se reuniesen en el Cinosarges, esto es, en un gimnasio que estaba fuera de las Puertas, consagrado a Heracles, en alusión a que éste tampoco era reputado por bien nacido entre los Dioses, sino que llevaba la nota de espurio por su madre, que era mortal, atrajo Temístocles a algunos jovencitos del mejor linaje a que, bajando al Cinosarges, se ungiesen allí con él; y con esto parece que destruyó aquella separación de los espurios y los legítimos. Es cierto, sin embargo de lo dicho, que era del linaje de los Licomedes, porque habiendo sido incendiado por los bárbaros en Flía el templete purificatorio que era común a los Licomedes, lo reparó Temístocles y adornó con pinturas, según refiere Simónides.

Siendo todavía niño, es común opinión que se notaba en él una actividad extraordinaria; pues siendo por índole reflexivo, ya la inclinación le llevaba a las cosas grandes y a los negocios políticos; así, en las horas de recreo y vagar, después de las lecciones, no jugaba o se entretenía como los demás de su edad, sino que formaba ciertos discursos, meditando y reflexionando entre sí; y solían ser estos discursos acusaciones o defensas de los otros niños; solía, por tanto, decir su maestro: “¡Ay, niño, tú no has de ser nada pequeño, sino o muy gran bien, o muy grande mal!” Por la misma causa, entre los ejercicios y disciplinas aprendía con tedio y sin aplicación las que se miran como de crianza y son de cierta recreación y gracia entre gente fina; pero en las que se dirigían a formar el juicio y a saber manejar los negocios, se advertía bien que adelantaba sobre su edad, siguiendo en ello su índole. Sucedió, por tanto, más adelante que en las concurrencias y reuniones urbanas, pareciéndole que se le criticaba sobre su crianza, se vio en la precisión de vindicarse con desenfado, diciendo: “Yo no sabré templar una lira o tañer un salterio; pero sí, tomando por mi cuenta una ciudad pequeña y oscura, hacerla ilustre y grande.” Dice, sin embargo, Estesímbroto que Temístocles fue discípulo de Anaxágoras, y que también frecuentó a Meliso el Físico; pero en esto no se ajusta a la razón de los tiempos, porque con ser Pericles mucho más moderno que Temístocles, Meliso peleó contra aquel cuando sitió a Samos, y Anaxágoras vivía en la intimidad de Pericles. Más crédito debe darse a los que escriben que Temístocles fue discípulo de Mnesífilo de Fréar, el cual no era de profesión retor, ni de los que tenían el nombre de filósofos físicos, sino que había tomado por ocupación la que se llamaba entonces sabiduría, y era, en realidad, una habilidad y sagacidad política, y una prudencia práctica y activa que se trasmitía en sistema desde Solón; con esa sabiduría mezclaron después algunos las artes forenses, y trasladaron su ejercicio de las obras a las palabras, y a éstos se les dio el nombre de Sofistas. Con éste, pues, fue con quien tuvo comunicación cuando ya trataba los negocios públicos. En los primeros conatos de su juventud fue, por tanto, incierto y sin conductor fijo, dirigiéndose por solo su talento, que, falto de regla racional y del freno de la educación, le hacía pasar de unos extremos a otros, y caer a veces en lo menos conveniente, como luego lo reconoció él mismo, diciendo que de los potros más inquietos se hacen los mejores caballos cuando se acierta a darles la enseñanza y manejo que les son acomodados. Todas las demás relaciones que sobre esto algunos han inventado, como el haber sido desheredado por su padre, y el haberse dado su madre muerte voluntaria de pena de la deshonra de su hijo, deben tenerse por falsas; antes hay quien, por el contrario, dice que, queriendo el padre apartarle de mezclarse en los negocios públicos, le mostró en la orilla del mar las galeras viejas maltratadas y abandonadas, para darle a entender que del mismo modo se porta la muchedumbre con los hombres públicos cuando ve que ya no son de provecho.

Muy pronto y con mucho ardor pareció haberse aplicado Temístocles a los negocios públicos, y muy vehemente se mostró también su anhelo por la gloria; por la cual, aspirando desde luego a ser el primero, se atrajo con intrepidez los odios de los poderosos, que ocupaban el primer lugar en la ciudad, y más especialmente luchó con Arístides el de Lisímaco, que en todo le hacía siempre oposición; sin embargo, la enemistad con éste tuvo, al parecer, un motivo y origen del todo pueril, porque ambos habían estado enamorados del hermoso Estesileo, natural de Teos, según la relación de Aristón el Filósofo, y desde entonces siempre estuvieron también encontrados en las cosas públicas. Contribuía además para hacer mayor esta oposición la desemejanza en la vida y en los caracteres; porque siendo Arístides dulce y bondadoso por carácter, y gobernando no con la mira de congraciarse ni con la de adquirir gloria, sino con el deseo de lo mejor, atendiendo únicamente a la seguridad y a la justicia, se veía precisado a contradecir a cada paso a Temístocles, que en muchas cosas conmovía la muchedumbre y la arrastraba a grandes novedades, y a detenerle con esto en sus progresos; pues se dice que era Temístocles tan sediento de gloria y tan amante de las cosas grandes, precisamente por ambición, que, verificada, siendo todavía joven, la batalla de Maratón contra los bárbaros, y celebrándose el mando de Milcíades, se le veía andar por lo común muy pensativo allá entre sí, pasar las noches sin hacer sueño, rehusar los acostumbrados convites y decir a los que admiraban esta mudanza, y le hacían sobre ella preguntas, que no le dejaba dormir el trofeo de Milcíades. Porque cuando los demás miraban como fin de aquella guerra la derrota de los bárbaros en Maratón, a los ojos de Temístocles no era sino principio de mayores combates, para los que él ya se ungía de antemano en defensa de toda la Grecia, y ejercitaba a los Atenienses, esperando muy de lejos lo que iba a suceder.

Para esto, en primer lugar, teniendo los Atenienses la costumbre de repartirse el producto de las minas de plata del monte Laurio, se atrevió él sólo a proponer, perorando al pueblo, que convenía dejarse de aquel repartimiento, y con aquellos fondos hacer galeras para la guerra contra los Eginetas. Era ésta entonces la guerra de más entidad en la Grecia, y los Eginetas eran, por el gran número de sus naves, los dueños del mar; así fácilmente, vino al cabo de ello Temístocles, no nombrando a los Atenienses a Darío o los Persas, porque éstos estaban lejos y no podía infundirles un miedo bastante poderoso su venida, sino valiéndose con arte y oportunidad del encono y enemiga que había con los Eginetas para aquellos preparativos. Construyéronse, pues, con aquel dinero cien galeras, que sirvieron después en el combate contra Jerjes. De allí a poco, atrayendo y como impeliendo la ciudad hacia el mar, con manifestarles que las tropas de tierra ni aun eran sufícientes para hacer frente a los vecinos, cuando sobresaliendo en las fuerzas de mar, se defenderían de los bárbaros y podrían dominar la Grecia, consiguió hacerlos, según la expresión de Platón, de hoplitas inmobles, navegantes y marinos; y aun con esto dio margen al dicho injurioso que se divulgó contra él, de que habiendo quitado de la mano a los ciudadanos de Atenas la lanza y el escudo, los había atado al banco y al remo. Salió con estas cosas, no obstante que tuvo por contradictor a Milcíades, según refiere Estesímbroto. Si con ellas perjudicó o no al orden y buen sistema de gobierno, ésta es investigación de más alta filosofía; pero que la salud le vino a la Grecia del mar, y que aquellas galeras volvieron a levantar a la ciudad de Atenas de sus ruinas, además de otros argumentos, lo reconoció el mismo Jerjes: pues con tener intactas todas las tropas de tierra, huyó al punto después de la derrota de sus naves, como que no había quedado en estado de pelear, y si dejó a Mardonio, más fue, en mi concepto, para impedir a los Griegos su persecución, que no para que los sujetase.

Dicen algunos que sentía grande afán por el dinero para poder subvenir a sus prodigalidades, porque siendo ostentoso en hacer sacrificios, y esplendoroso en agasajar sus huéspedes, para esto necesitaba tener abundantemente qué gastar; otros, por el contrario, le acusan de escaso y mezquino, diciendo que vendía las cosas de comer que le regalaban. Sucedió con Fílides, criador de caballos, que Temístocles le pidió un potro, y como aquel no se lo diese, le amenazó que en breve había de volver a su casa en caballo de madera, dándole a entender que le suscitaría acusaciones y pleitos entre los de su familia. En la ambición y deseo de gloria excedió a todos, tanto que, siendo todavía joven, a Epicles el de Hermíone, citarista muy obsequiado de los Atenienses, le pidió muy encarecidamente que tañese en su casa, ambicionando que allí concurriesen muchos en su busca. Habiéndose presentado en Olimpia, quiso competir con Cimón en banquetes, en tiendas y en todo lo que era brillantez y aparato; mas los Griegos no se lo llevaron a bien, porque a éste, todavía jovencito y de una casa distinguida, creían que aquello podía tolerársele; mas a aquel, que no era conocido por su linaje, y que les parecía se iba elevando más de lo que a su mérito y facultades correspondía, teníanselo a vanagloria. Fue declarado vencedor, puesto al frente de un coro de trágicos, contienda en que ya entonces se ponía gran diligencia y esmero, y por esta victoria puso una lápida con esta inscripción: “Temístocles Freario presidía el coro; Frínico los instruyó; era arconte Adimanto”. Llegó, sin embargo, a poner de su parte a la muchedumbre, ya hablando a cada uno de los ciudadanos por su nombre, teniéndolos de memoria, y ya mostrándose juez inflexible en los negocios de los particulares; así, a Simónides de Ceos, que, siendo él estratega, le pidió una vez una cosa fuera de lo justo, le respondió: “Ni tú serías buen poeta si cantaras fuera de tono, ni yo un magistrado cual conviene si hiciera gracias contrarias a la ley.” Otra vez, chanceándose con el mismo Simónides, le dijo que en dos cosas obraba sin juicio: en zaherir a los de Corinto, que habitaban una gran población, y en hacerse retratar, teniendo una cara tan fea. Al fin, elevado ya, y congraciado con la muchedumbre, hizo que prevaleciese su facción, y que por el ostracismo saliese Arístides desterrado.

Cuando ya el Medo venía sobre la Grecia, y los Atenienses deliberaban acerca del general que habían de elegir, dícese que, desistiendo todos los demás de buena gana del generalato, asustados del peligro sólo Epicides el de Eufémidos, que era un demagogo hábil en el decir, pero de espíritu tímido, y que se dejaba vencer por los intereses, se atrevió a aspirar al mando, viéndose desde luego que había de tener mucho partido en la elección, y que entonces Temístocles, temiendo que todo se arruinase si el mando recaía en tales manos, compró la ambición de Epicides a fuerza de dinero. También es celebrado lo que ejecutó con el intérprete que trajeron los legados del rey para pedir la tierra y el agua, y fue que, echándole mano, en virtud de decreto de la república, le quitó la vida, porque se había atrevido a emplear la lengua griega para órdenes de los bárbaros. Igualmente lo decretado contra Artmio el Zeleita; porque, a propuesta de Temístocles, se le declaró infame a él, a sus hijos y toda su descendencia, porque había traído a Grecia el oro de los Persas. Mas lo mayor de todo fue haber disipado todas las guerras de los Griegos, y haber reconciliado a todas las ciudades entre sí, persuadiéndoles que por la guerra inminente debían renunciar a sus enemistades; en, lo que se dice haber cooperado con él en gran manera Quileos el de Arcadia.

Apenas se encargó del mando, dio calor al pensamiento de trasladar los ciudadanos a las naves, persuadiéndoles que abandonando la ciudad saliesen al encuentro al bárbaro por mar lo más lejos de la Grecia que se pudiese. Opusiéronsele muchos, y entonces condujo gran ejército, en unión con los Lacedemonios, a Tempe, para defender allí la Tesalia, que todavía no se creía adicta a los Medos. Pero luego que de allí volvieron sin haber hecho nada, y que unidos los Tesalianos al rey, todo fue de su partido hasta la Beocia, pusieron todavía mucho más los ojos los Atenienses en Temístocles para la guerra marítima, y lo enviaron con las naves a Artemisio, a guardar los estrechos. Disponiendo entonces los Griegos que Euribíades y los Lacedemonios tuviesen el mando, y llevando muy a mal los Atenienses, los cuales en el número de naves excedían a todos los demás juntos, el ir a las órdenes de nadie, Temístocles, que conoció el peligro, cedió él mismo por sí el mando a Euribíades y sosegó a los Atenienses, ofreciéndoles que si se portaban como hombres de valor en la guerra, él haría que en adelante los Griegos les obedeciesen de su grado. Por esto es por lo que fue mirado como el principal autor de la salud de la Grecia, y de la señalada gloria a que subieron los Atenienses, venciendo con la fortaleza a los enemigos, y con el juicio y la prudencia a los aliados. Como, llegado que hubo a Afetas la armada de los bárbaros, se hubiese asombrado Euribíades de tanto número de naves como tenía al frente, y sabiendo además que otras doscientas iban a tomar la vuelta de Esciato, fuese de dictamen de salir cuanto antes para la Grecia y marchar al Peloponeso, poniendo junto a las naves el ejército de tierra, por contemplar invencibles las fuerzas de mar que el rey traía, los de la Eubea, temerosos de que los Griegos iban a desampararlos, hablaron de secreto con Temístocles, enviando para ello a Pelagón con una gran suma de dinero, y si bien la recibió aquel, fue, como dice Herodoto, para ponerla en manos de Euribíades. El que más se le oponía de sus ciudadanos era uno llamado Arquíteles. capitán de la nave sagrada, el cual, no teniendo con qué mantener su gente, instaba por que se retirasen; por lo mismo, Temístocles contra él principalmente irritó a los Atenienses, que llegaron hasta arrebatarle la comida que tenía dispuesta. Desalentado Arquíteles con esto, y llevándolo a mal, le envió Temístocles, en una cesta, la comida, reducida a pan y carne, y debajo le puso en dinero un talento, con orden de que comiese él entonces, y al otro día cuidase de la tripulación, pues de lo contrario publicaría a gritos, entre los ciudadanos, que el dinero le había venido de los enemigos, y esta particularidad la refirió Fanias el de Lesbos.

Los encuentros que en aquellas gargantas se tuvieron con las naves de los bárbaros, nada tuvieron de decisivos respecto del todo de la contienda; pero sirvieron muchísimo a los Griegos para ver por las obras que en los peligros ni el número de las naves, ni el adorno y brillantez sobresaliente, ni los gritos provocativos, ni los cantares insultantes de los bárbaros tienen nada imponente para los hombres que saben venir a las manos y que combaten con denuedo, sino que, despreciando todo esto, lo que hay que hacer es arrojarse sobre los enemigos y luchar con ellos a brazo partido. Así parece que lo conocía Píndaro, cuando sobre este mismo combate de Artemisio dijo: A la libertad, firme y claro asiento dieron los hijos de la ilustre Atenas; porque, en verdad, el confiar es el principio del vencimiento. Es Artemisio una costa de la Eubea sobre Estiea, abierta por la parte del Norte, y por la parte a ella opuesta se extiende Olizón, que pertenece al país dominado antaño por Filoctetes; tiene un templo, no grande, de Ártemis llamada Oriental; prodúcense por allí alrededor árboles, y se encuentran unas columnas labradas de mármol blanco, el cual es de calidad que frotado con la mano da color y olor de azafrán. En una de estas columnas estaban grabados estos versos elegíacos: De las regiones de Asia a inmensas gentes en este mar del Ática los hijos domar lograron en naval combate; y de los Medos el poder deshecho, para Ártemis la casta esta memoria de gratitud en prenda dedicaron. Muestran un lugar en aquella costa que en un montón de arena bastante extenso da, hasta gran profundidad, un polvo cenizoso y negro, como de cosa quemada, donde se presume haberse quemado las naves y los cadáveres.

Venidas a Artemisio las nuevas de lo ocurrido en Termópilas, sabedores de que Leónidas había muerto, y de que Jerjes tenía tomadas todas las avenidas por tierra, tiraron a entrar en la Grecia, tomando la retaguardia los Atenienses, y manteniéndose con ánimo elevado por los sucesos que hasta allí les había proporcionado su virtud. Bogó Temístocles por la costa, y en todos los parajes adonde vio que por necesidad habían de aportar o acogerse los enemigos, grabó letras bien claras en pilares que por acaso encontró, o que levantó él mismo en los apostaderos y abrevaderos, avisando por medio de ellas a los Jonios que si les era posible se pasasen a su bando, considerando que eran sus padres, que peleaban por su libertad de ellos; y cuando no, que en los combates hiciesen el daño posible a los bárbaros, tirando a desordenarlos. Esperaba con esto o atraerlos efectivamente, o causar un desorden, haciéndolos sospechosos a los bárbaros. Habiendo Jerjes invadido por la parte superior de la Dórida las tierras de los Focenses e incendiado sus ciudades, no se movían los Griegos a socorrerlos, por más que los Atenienses les rogaban que saliesen al encuentro de los bárbaros hacia la Beocia por delante del Ática, como ellos habían dado auxilio, adelantándose hasta Artemisio. Nadie se movió a darles oídos, y como sólo tuviesen la atención en el Peloponeso, pensando en llevar todas las fuerzas al otro lado del Itsmo, y en correr un muro por éste de mar a mar, se irritaron los Atenienses con la idea de semejante traición, y al mismo tiempo se desalentaron y cayeron de ánimo, al ver que los dejaban solos; pues no pensaban en pelear con un ejército de tantos millares de hombres. El único recurso que al presente les quedaba, que era, abandonando la ciudad, atenerse a sus naves, los más lo oían con desagrado, como que de nada les servía la victoria, ni veían modo de salvamento, teniendo que desamparar los templos de sus Dioses y los sepulcros de sus padres.

En esta situación, desconfiando Temístocles de convencer a fuerza de humanas razones a la muchedumbre, recurrió, como en las tragedias, a usar de artificio, empleando los prodigios y los oráculos. En cuanto a prodigios, acudió al del dragón, que en aquellos días se había desaparecido del templo, y habiendo encontrado los sacerdotes intactas las primicias que cada día le ponían, anunciaron al pueblo, habiéndoselo así dictado Temístocles, que la Diosa había desamparado la ciudad, precediéndolos en su retirada al mar. También por medio del oráculo alucinó a la muchedumbre, diciendo que por los muros de madera ninguna otra cosa se les significaba sino las naves, y que por lo mismo el dios había llamado divina a Salamina, no infeliz o miserable, para dar a entender que de la gran ventura de los Griegos había de tomar nombre en adelante. Habiendo salido con su propósito, escribió este decreto: que la ciudad quedaba bajo la protección de Atenea, quien tendría cuidado de ella; que todos los de edad proporcionada se trasladarían a las galeras, y que cada cual salvase del modo que le fuese posible sus niños, sus mujeres y sus esclavos. Confirmado el decreto, los más de los Atenienses pasaron a sus padre y sus mujeres a Trecene, donde de los Trecenios fueron honrosamente recibidos; porque decretaron que se les mantendría a expensas públicas, dándoles a cada uno dos óbolos, que los niños podrán tomar fruta donde les placiese, y además a los maestros se les pagaría por ellos el honorario, habiendo sido Nicágoras el que propuso este decreto. Faltábanles fondos públicos a los Atenienses, y dice Aristóteles que, habiendo el Senado del Areópago proporcionado ocho dracmas a cada uno de los que militaban, fue por este medio la principal causa de que se tripularan cumplidamente las galeras; pero Clidemos lo atribuye también a estratagema de Temístocles, porque cuando ya los Atenienses bajaban al Pireo, dicen que se echó menos la Gorgona de la estatua de la Diosa, y que aparentando Temístocles que la andaba buscando, escudriñándolo todo por todas partes, había encontrado una gran suma de dinero que estaba escondida en el guardajoyas, la cual se puso de manifiesto, y hubo con ella para viático de los que se embarcaban. Hecha a la vela la ciudad, unos se dolían de aquel espectáculo, y otros admiraban la resolución de unos hombres que habían enviado a sus padres por otro lado, y ellos se mantenían inflexibles a las exclamaciones, lágrimas y abrazos de los suyos, y pasaban a la isla de Salamina; con todo, algunos ciudadanos, que por su decrepitud fue preciso dejarlos, movieron a compasión. De parte también de los animales domésticos, que son nuestros comensales había un ansia lisonjera, manifestando con aullidos y ademanes su deseo de seguir a los que los mantenían. Entre éstos se cuenta que el perro de Jantipo, padre de Pericles, no pudiendo sufrir el que lo dejase, se arrojó al mar, y, arrimándose a la galera, llegó hasta Salamina, donde, desfallecido ya, al punto se cayó muerto; y el monumento que todavía muestran, y al que llaman monumento del perro, dicen haber sido su sepulcro.

¡Grandes son, por cierto, estos hechos de Temístocles! Pues como comprendiese que los ciudadanos sentían la falta de Arístides, y temían no fuera que de enfado se pasara a los bárbaros y acabara de poner en mal estado las cosas de la Grecia, porque estaba en destierro desde antes de la guerra, vencido por la facción de Temístocles, escribió un decreto, por el que se permitía a los desterrados por tiempo la vuelta, y hacer y decir lo que juzgasen conveniente con los demás ciudadanos. Tenía el mando por superioridad de Esparta, Euribíades, el cual, no siendo de los más resueltos para el peligro, y queriendo por lo mismo dar la vela y navegar al Istmo, donde ya las fuerzas de tierra se habían reunido, Temístocles se le opuso; y con esta ocasión dicen que prorrumpió en aquellas expresiones que tanto se celebran; porque diciéndole Euribíades: “¡Oh Temístocles, en los juegos, a los que se adelantan les dan de bofetadas!” “Sí, le repuso Temístocles; pero no coronan a los que se atrasan.” Y como aquel alzase el bastón como para pegarle, Temístocles le dijo: “Bien, tú pega; pero escucha.” Admirado Euribíades de tanta moderación, y mandando que dijese, Temístocles lo redujo a su propósito. Reconveníale otro de que no era razón que un hombre sin ciudad tomase el empeño de persuadir a los que la tenían a que desamparasen y abandonasen su patria; y volviendo Temístocles contra él sus propias palabras: “Infeliz- le dijo- nosotros hemos abandonado nuestras casas y nuestras murallas, porque no hemos creído que por unas cosas sin sentido debíamos sujetarnos a la servidumbre; pero aun así poseemos la ciudad más poderosa de la Grecia, que son esas doscientas galeras, las cuales están a vuestra disposición y en vuestro auxilio, si pensáis en salvaros; pero si segunda vez os retiráis traidoramente, bien pronto sabrán los Griegos que los Atenienses son dueños de una ciudad libre y de un país en nada inferior al que han dejado.” Luego que Temístocles se explicó de esta manera, reflexionó Euribíades, y entró en recelo de que los Atenienses los abandonaran y se marchasen. Iba a hablar también contra él uno de Eretria, y le dijo: “¡Cómo! ¿También queréis tratar de la guerra vosotros, que sois como los calamares, que tenéis espada, pero os falta el corazón?”

Refieren algunos que Temístocles trató estas cosas arriba sobre la cubierta de la nave, y que entretanto se dejó ver una lechuza, la que voló a la derecha de las naves, y se paró en lo alto de los mástiles; con lo que se afirmaron más en su dictamen, y se prepararon al combate naval. Mas a poco sucedió que la armada de los enemigos, recorriendo el Ática hasta el puerto de Falero, cubrió toda aquella costa y que el rey mismo, bajando también al mar con las tropas de tierra, se dejó ver con grandísimo aparato, reunidas unas y otras fuerzas; con lo que a los Griegos se les borraron los discursos de Temístocles, y los del Peloponeso volvieron poner sus miras en el Istmo, indisponiéndose con el que lo contradecía. Determinóse partir aquella noche, y así se dio la orden a los gobernalles. Entonces Temístocles, sintiendo en su corazón el que los Griegos, malogrando la ventaja del lugar y de aquellas estrecheces, se esparciesen por sus respectivas ciudades, concibió aquel estratagema que puso en obra por medio de Sicino. Era este Sicino un esclavo, persa de origen, pero muy afecto a Temístocles, y ayo de sus hijos. Enviólo, pues, al Persa con gran recato, con orden de que le dijese que Temístocles, el general de los Atenienses, abrazando su partido, le anunciaba antes que otro alguno que los Griegos iban a retirarse precipitadamente; por lo tanto, que dispusiera cómo no huyesen, sino que mientras estaban así turbados con la ausencia del ejército de tierra, acometiese y destruyese sus fuerzas navales. Tomando Jerjes este aviso como nacido de inclinación, tuvo en ello placer, y dio al punto orden a los capitanes de las naves para que las demás las preparasen con reposo, pero con doscientas marchasen a tomar en torno las salidas, y a rodear las islas, para que no escapase ninguno de los enemigos. Ejecutado así, el primero que lo rastreó fue Arístides, hijo de Lisímaco, el cual se dirige a la cámara de Temístocles, sin embargo de que no estaba bien con él, y antes por su causa se hallaba desterrado, como se deja dicho, y al salir Temístocles a recibirle le participa como estaban cercados. Éste, que conocía bien la probidad de Arístides, contento además con el paso que acababa de dar, le descubre lo practicado por Sicino, y le exhorta a que visite a los Griegos, que tanta confianza tienen en él, y los aliente, para que en aquellas angosturas se dé el combate. Alabando Arístides las disposiciones de Temístocles, fue recorriendo los demás caudillos y capitanes, incitándolos a la batalla. Todavía estaban desconfiados, cuando se presentó una nave tenedia que se había pasado, y cuyo capitán era Panecio, trayendo también la misma nueva de estar cercados, con lo que la necesidad dio ya estímulos a los Griegos para arrostrar el peligro.

Jerjes al mismo rayar del día se puso a contemplar la armada y su formación, según Fanodemo, desde encima del templo de Heracles, que es por donde la isla de Salamina dista del Ática corto trecho; pero, según Aquestodoro, desde los lindes de Mégara sobre los llamados Cornijales, habiendo hecho allí traer un sitial de oro, y teniendo junto a si muchos amanuenses, cuyo destino era ir anotando lo que fuese ocurriendo en la batalla. Hallándose en tanto Temístocles haciendo un sacrificio en la galera capitana, le presentaron tres cautivos de bellísima presencia, y vestidos con ropas vistosamente guarnecidas de oro: decíase que eran hijos de Sandauce, hermana del rey, y de Artaícto. Viólos el agorero Eufrántides, y como al mismo tiempo el fuego del sacrificio hubiese resplandecido con gran brillo, y el estornudo hubiese dado señal derecha, tomando a Temístocles por la diestra, le prescribió echase mano como primicias de aquellos jóvenes, y que los consagrase todos tres a Baco Omesta, haciéndole plegarias, con lo que los Griegos conseguirían la salud y la victoria a un tiempo. Sorprendióse Temístocles de vaticinio tan grande y tan terrible; pero la muchedumbre, como sucede en las grandes luchas, casos y asuntos difíciles, que más bien espera su salud de cosas disparatadas y fuera de razón que no de las que van según ella, empezó a implorar a una voz al dios, y conduciendo los jóvenes al ara, exigió por fuerza que se les sacrificara conforme a la orden del agorero. Así lo escribió Fanias el de Lesbos, varón sabio y no desprovisto de conocimientos históricos.

En cuanto al número de las naves de los bárbaros, el poeta Esquilo, como testigo de vista y que podía asegurarlo, dice en la tragedia los Persas lo siguiente: De naves tuvo Jerjes, lo sé cierto, un millar, y, además, buques ligeros sobre doscientos siete: ésta es la cuenta. De Atenas eran las naves ciento ochenta, y cada una tenía sobre la cubierta diez y ocho hombres de armas, cuatro de ellos eran flecheros, y los demás infantes bien armados. Parece que Temístocles no menos supo conocer y observar el tiempo oportuno, que el lugar para el combate, no oponiendo las proas de las galeras a las de los bárbaros antes de que llegase la hora en que acostumbraba a moverse un viento fuerte de mar, que impelía las olas de la parte de los golfos; el cual en nada incomodaba a las naves griegas, que eran más bajas y de menos balumbo; pero a las de los bárbaros, que eran muy levantadas de popa y tenían también elevada y alta la cubierta, no las dejaba parar, hiriendo en ellas, con lo que quedaban más expuestas a los encuentros de las griegas, que con ligereza y seguridad se movían según las órdenes de Temístocles, a quien atendían principalmente, como que era quien mejor sabía lo que debía hacerse. Asestábale flechas y dardos Ariámenes, almirante de la armada de Jerjes, hombre de valor, y entre los hermanos del rey el más recto y justo, el cual mandaba una nave de gran porte, y tiraba desde ella como desde un muro: a éste, pues, Aminias Deceleo y Socles Pedieo, que navegaban juntos, al encontrarse y chocarse con las proas bronceadas, cuando iba a arrojarse en la galera de ellos, le recibieron e hirieron con lanzas y le precipitaron al mar, y su cuerpo, que, con los de otros marineros, era arrastrado de la corriente, le reconoció Artemisia, y se lo llevó a Jerjes.

Cuando estaba el combate en este punto, dicen que de la parte de Eleusis resplandeció una gran llama, y que un eco y una voz se escuchó por todo el territorio de Triasia hasta el mar, como de muchos hombres que de consuno clamasen el místico Iaco, y a causa de la muchedumbre que gritaba, pareció que poco a poco se levantaba de la tierra una nube que bajaba luego y caía sobre las galeras. A otros les pareció que veían fantasmas e imágenes de hombres armados, que de la parte de Egina levantaban las manos hacia las galeras de los Griegos, y de esto quisieron conjeturar que eran los Eácidas, cuyo auxilio habían implorado antes del encuentro. El primero que apresó una nave fue Licomedes, ciudadano de Atenas, capitán de galera, el cual, tomando la insignia, la consagró a Apolo laureado. Los demás, igualando en el número a los bárbaros, como que en la angostura no podían presentarse sino en fila, y esto, chocando unos con otros, los batieron y obligaron a retirarse, habiendo sostenido el combate hasta el anochecer, y alcanzaron aquella tan gloriosa y celebrada victoria, la más ilustre y brillante acción de mar, que, según expresión de Simónides, se obró nunca ni por los Griegos ni por los bárbaros, debida al valor y pronta voluntad de todos los combatientes y al talento y sagacidad de Temístocles.

Después de la batalla, Jerjes, queriendo combatir, a pesar de la derrota, meditaba pasar a Salamina sus tropas de tierra a fuerza de estacadas, dejando cerrado en medio el paso a los Griegos. Temístocles, con el objeto de explorar a Arístides, le propuso el pensamiento de cortar el puente de barcas, navegando para ello al Helesponto, “para que así tomemos- le dijo- al Asia en Europa”. Desaprobólo Arístides diciéndole: “Ahora hemos triunfado del bárbaro mientras rebosaba en delicias; pero si encerramos dentro de la Grecia, y por temor a combatir, a un hombre que dispone de tan desmesuradas fuerzas, no se sentará ya bajo el dosel dorado a mirar la pelea con reposo, sino que arrestándose a todo y recorriéndolo todo, estrechado del peligro, enderezará sus negocios, ahora mal parados, y deliberará mejor sobre todo. Por tanto, no debemos ¡oh Temístocles! cortar el puente que está echado, sino echar otro si es posible fuera y arrojar al bárbaro cuanto antes de la Europa.” “Pues bienreplicó Temístocles-, si parece que esto es lo que conviene, ahora es el momento de ver cómo le haremos que deje prontamente libre la Grecia.” Convenidos en esto, envía un eunuco del rey que se halló entre los cautivos, llamado Arnaces, con orden de que le diga que los Griegos, dueños ya del mar, tenían determinado navegar al Helesponto, donde está el paso, y cortar el puente, y que Temístocles, que se interesa por el rey, le exhorta a que se apresure él mismo hacia sus mares, y haga la travesía, mientras que él busca medios de embarazar a los aliados y dilatar el que se le persiga. Llenóse de temor el bárbaro con esta nueva, y aceleró cuanto pudo su partida. La prueba del acierto de Temístocles y Arístides se tuvo en Mardonio, pues con no haber peleado en Platea sino con una pequeña parte de las fuerzas de Jerjes, corrieron gran riesgo de su entera destrucción.

De las ciudades, dice Herodoto que se adjudicó el prez a la de Egina; y a Temístocles, aunque de mala gana por la envidia, se lo concedieron todos; pues sucedió que retirados al Istmo, yendo a dar su voto los generales desde el ara, cada uno se dio a sí mismo el primer lugar en cuanto a valor, y el segundo a Temístocles. Pero los Lacedemonios se lo llevaron a Esparta, y dieron a Euribíades el prez de valor; y a aquel el de sabiduría, que fue una corona de olivo; regaláronle además, de los carros de la ciudad, el mejor, y enviaron trescientos jóvenes que le acompañasen hasta la frontera. Dícese que en las primeras fiestas olímpicas que vinieron, habiéndose presentado Temístocles delante del circo, olvidados todos los espectadores de los contendientes, todo el día lo estuvieron mirando, y mostrándolo a los extranjeros con grande admiración y aplausos, de manera que con el regocijo confesó a sus amigos que ya había cogido el fruto de cuanto por la Grecia había trabajado.

Era, efectivamente, por naturaleza ambicioso de gloria, si hemos de sacar inducciones de los hechos que han quedado en memoria. Elegido por la ciudad general de la armada, no quiso despachar de por sí ningún negocio ni privado ni público de los que fueron ocurriendo, sino que los dejó todos para el día en que había de darse a la vela, para que dando expedición de una vez a tantos asuntos, y teniendo que tratar con tantos, formaran idea de que era un grande hombre y de mucha autoridad. Examinando a orillas del mar los muertos que en ella yacían, cuando vio tantos brazaletes y collares de oro como por allí había, nada tomó, pero dijo al que le acompañaba: “Toma tú para ti, porque tú no eres Temístocles.” A un joven de los lindos, llamado Antífates, que antes le había tratado con demasiada altanería, y después le hacía desmedidos obsequios, viéndole tan ensalzado: “Joven- le dijo-, aunque tarde, al fin ambos hemos venido a ser cuerdos.” Decía que los Atenienses no le apreciaban ni admiraban, sino que era como el plátano, que en una tormenta, y mientras dura el peligro, se acogen a él; pero venida luego la serenidad, le sacuden y despojan. Diciéndole uno de Serifo, que no por sí, sino por ser de la ciudad que era, había adquirido tanta gloria. “Tienes razón- le respondió-; pero ni yo siendo Serifo me hubiera hecho ilustre, ni tú aunque fueras Ateniense.” Uno de los generales, habiendo hecho una acción que le pareció de importancia para la ciudad, se jactaba de ella ante Temístocles, y como se propasase hasta comparar sus hechos con los de éste: “Con el día festivo- le replicó- entró en disputa el siguiente, diciéndole que él era día lleno de quehaceres y activo, cuando en aquel todos gozaban de lo que antes habían adquirido, estándose ociosos; a lo que contestó el día de fiesta: dices bien; pero si yo no hubiera existido, no existirías tú ahora; pues de la misma manera, dijo, no habiendo yo existido en aquel tiempo, ¿dónde estaríais ahora vosotros?” Tenía un hijo muy consentido de su madre, y ésta lo era de él mismo; así dijo por chanza que aquel era el de más poder entre los Griegos, porque los Atenienses dominaban a los demás Griegos; a los Atenienses, el mismo Temístocles; a él, su mujer, y a ésta, el hijo. Queriendo ser singular en todo, al vender un campo, mandó que pregonasen que tenía buen vecino. Teniendo su hija varios pretendientes, prefiriendo el hombre de bien al rico, decía que más quería hombre necesitado de dineros, que dineros necesitados de un hombre. En estos dichos sentenciosos se ve cuál era su carácter.

Luego que estuvo de vuelta, hechas las referidas hazañas, se dedicó al punto a restablecer y murar la ciudad, ganando con dinero a los Éforos, para que no se opusiesen, según dice Teopompo; pero, según otros, usando de artificio. En efecto: pasó a Esparta, titulándose embajador, y reconviniéndole los Esparciatas de que amurallaban la ciudad, de lo que también le acusaba Poliarco, enviado ex profeso de Egina, lo negó, y dijo que enviaran a Atenas personas que lo viesen; dando largas con esto para que se adelantase la obra, y juntamente con la mira de que en su lugar tuviesen los Atenienses en su poder aquellos enviados. Consiguió lo que se proponía, porque con haberse enterado los Lacedemonios de la verdad, en nada le ofendieron, sino que le dejaron ir incomodados ocultamente con él. Entonces fortificó el Pireo, habiendo observado que era el más cómodo de los puertos, volviendo la ciudad toda hacia el mar, y siguiendo en cierta manera una política contraria a la de los antiguos reyes de los Atenienses. Porque éstos, según se dice, con la intención de apartar del mar a los ciudadanos y acostumbrarlos a vivir sin embarcarse, plantando y cultivando el terreno, refirieron la fábula de Atenea, que, como contendiese con ella Posidón sobre el país, salió vencedora con haber mostrado a los jueces el olivo. Temístocles, pues, no juntó el Pireo con la ciudad, que es la expresión del cómico Aristófanes, sino que arrimó la ciudad al Pireo, y la tierra a la mar, con lo que el pueblo se hizo más poderoso contra los principales, y tomó orgullo, pasando la autoridad a los marineros, a los remeros y a los pilotos. Por esto, la tribuna que se puso en el Pnix estaba mirando al mar; pero luego los Treinta la volvieron hacia el continente, teniendo por cierto que el mando y superioridad en el mar era origen de democracia, y que los labradores eran menos difíciles con la oligarquía.

Todavía tenía Temístocles meditada otra cosa más grande para acrecentar el poder marítimo; porque habiéndose retirado la armada de los Griegos a invernar a Págasas después de la huída de Jerjes, hablando en junta a los Atenienses, les dijo que le había ocurrido un proyecto sumamente útil y saludable para la ciudad; pero incomunicable a la muchedumbre. Decretaron los Atenienses que lo revelase a sólo Arístides, y si éste lo aprobaba, lo llevara a efecto. Manifestó, pues, a Arístides que su pensamiento era pegar fuego a la armada de los Griegos; y éste, presentándose al pueblo, le anunció que no podía haber proyecto más útil que el que tenía meditado Temístocles, ni tampoco más injusto; por lo que los Atenienses mandaron a Temístocles que desistiese de él. Propusieron en la junta de los Anfictíones los Lacedemonios que se privara del derecho de intervenir en ella a las ciudades que no habían cooperado a la guerra contra el Medo, y temiendo Temístocles que si los Tesalios, los Argivos y aun los Tebanos eran desechados de la junta, absolutamente se apoderarían aquellos de los votos, y no se haría más de lo que quisiesen, defendió las ciudades, y logró que fueran de contraria opinión los congregantes, haciendo ver que solas treinta y una ciudades, y de éstas la mayor parte muy pequeñas, habían tenido parte en la guerra; por tanto, sería muy duro que, excluída de la reunión toda la Grecia, viniera la junta a no componerse más que de dos o tres ciudades importantes. Con esto se indispuso fuertemente con los Lacedemonios, los cuales procuraron cómo Cimón adelantara en los cargos y honores, para que fuera en el gobierno el antagonista de Temístocles.

Era, además, odioso a los aliados, porque, dirigiéndose a las islas, les exigía las contribuciones. Así decía y oía lo que Herodoto refiere de los Andros, a quienes dijo que se presentaba allí trayéndoles dos dioses: la persuasión y la fuerza; y ellos le respondieron que tenían consigo otros dos grandes dioses: la pobreza y la miseria, que les prohibían le diesen dinero. Timocreón el de Rodas, poeta lírico, en sus canciones trata muy mal a Temístocles, porque a otros desterrados, por dinero, les proporcionó ser restituidos, y a él, por dinero también, lo abandonó, con ser su huésped y su amigo. Dice así: Si tú a Pausanias, si tú a Jantipo y a Leutíquidas das tus alabanzas, yo a Arístides las doy, el mejor hombre que produjo jamás la sacra Atenas: porque odia a Temístocles Latona por embustero, injusto y alevoso, que ganando con sórdido dinero a Iáliso a su patria no redujo con ser su huésped; y por tres talentos, corrió a su perdición, volviendo a unos con injusticia, persiguiendo a otros, y a otros dando muerte por codicia. Ahora en el Istmo, hecho mesonero, fiambre vende, y los que prueban de ella hacen plegarias por que el fin del año el avaro Temístocles no vea. Pero todavía usó Timocreón de más amarga e insolente maledicencia contra Temístocles, después de su destierro y condenación, componiendo un poema que empezaba de este modo: Musa, honor de estos versos, di a los Griegos, como a justicia y a razón conviene... Dícese que Timocreón fue desterrado por medismo, esto es, por ser partidario de los Medos, habiendo dado también Temístocles su voto contra él; por tanto, cuándo luego a éste se le siguió la misma causa de medismo, cantó contra él: No Timocreón sólo tiene trato con los Medos; aun hay otros perversos; no soy yo sólo a quien el pie falsea; parece que hay también otras raposas.

Escuchaban con gusto los ciudadanos estas calumnias por la envidia que le tenían, y esto le obligaba a disgustarles todavía más, haciendo muchas veces en las juntas públicas mención de sus hazañas; y a los que mostraban displicencia: “¿Por qué os cansáis- les dijo- de que uno mismo os haga frecuentes beneficios?” También irritó a la muchedumbre con edificar el templo de Ártemis, a la que dio el nombre de buena consejera, como que había tomado las más provechosas determinaciones para la ciudad y para los Griegos. Este templo lo construyó en Mélita, junto a su casa, donde ahora los ejecutores públicos arrojan los cadáveres de los condenados y los vestidos y cordeles de los sofocados o de otro modo muertos por justicia. Existía todavía en nuestros días el retrato de Temístocles en el templo de Ártemis del buen consejo, y se descubre que no sólo en su espíritu sino también en su presencia era un personaje heroico. Usaron, pues, del ostracismo contra él, despojándole de sus honores y de su superioridad, como solían hacerlo contra todos los que se les hacían insoportables por su poder o que creían no guardaban la igualdad democrática. No era el ostracismo una pena, sino como un desquite y alivio de la envidia, que se complacía en ver rebajados a los que se elevaban y desahogaba su incomodidad con causar este deshonor.

Precisado a salir de la ciudad, y deteniéndose en Argos, ocurrieron las cosas de Pausanias, que tanto asidero dieron contra él a sus enemigos. El que le suscitó la causa de traición fue Leobotes, hijo de Alcmeón Agraulense, corroborándola juntamente con él los Esparcíatas, Pausanias, pues, trayendo entre manos sus tramas de traición, al principio se guardó de Temístocles, no obstante que era su amigo; mas cuando supo que había sido desposeído del gobierno, y que lo llevaba mal, se resolvió a atraerle a la participación de sus designios, enseñándole las cartas del Rey e irritándole contra los Griegos por ser injustos e ingratos. Mostróse inaccesible a las solicitaciones de Pausanias y abominó de semejante participación; pero a nadie refirió aquellas conversaciones, ni denunció el intento, esperando quizá que Pausanias desistiría de él, o que otros lo denunciarían, habiéndose metido sin reflexión ninguna en una empresa disparatada y temeraria. Fue en esto condenado a muerte Pausanias, y habiéndosele encontrado algunas cartas y otros papeles relativos a este asunto, dieron lugar a sospechas contra Temístocles, con las que los Lacedemonios levantaron el grito, y los ciudadanos envidiosos le acusaron cuando se hallaba ausente y por escrito se estaba defendiendo de las primeras acusaciones. Porque viéndose calumniado por sus enemigos, escribió a sus ciudadanos, diciéndoles que siempre había aspirado a mandar, y que no habiendo nacido con disposición ni voluntad de ser mandado, nunca haría entrega a los bárbaros sus enemigos de sí mismo y de la Grecia. Con todo, persuadido el pueblo por sus acusadores, dispuso enviar quien le echase mano y lo trajese a ser juzgado ante los Griegos.

Llegó a entenderlo, y se acogió a Corfú, por tener obligada a aquella ciudad con beneficios; pues como tuviesen disputa con los de Corinto, constituido juez entre ellos, los puso en amistad, determinando que los de Corinto pagasen veinte talentos y que poseyesen a Léucade, como colonia común de unos y otros. De allí huyó al Epiro, y, perseguido de los Atenienses y Lacedemonios, casi desesperado y sin saber qué hacerse, se acogió a Admeto, que era rey de los Molosos, sin embargo de que habiendo tenido una pretensión con los Atenienses, como hubiese sido desairado por Temístocles cuando florecía en poder, le miró siempre con odio, y se tenía por cierto que se vengaría si le tuviese a mano. En aquel apuro, pues, temiendo más la envidia familiar y reciente que no la antigua y de un rey, se puso a sí mismo a discreción de ésta, tomando para con el Rey un extraño e inusitado modo de ruego, porque cogiendo en brazos al hijo de éste, todavía niño, se postró ante el hogar, teniendo los Molosos esta especie de ruego por la más poderosa y casi irresistible. Dicen algunos que Ftía, mujer de Admeto, fue la que sugirió a Temístocles esta clase de súplica, sentando al niño a su lado junto al fuego; pero otros, que fue el mismo Admeto quien, para excusarse con los perseguidores de Temístocles con esta precisión, inventó y propuso esta farsa para no entregarlo. Allá Epícrates de Acarnas le envió su mujer e hijos, habiendo podido sacarlos furtivamente de Atenas, por lo que después Cimón le hizo condenar a muerte, según escribe Estesímbroto. Después olvidado, no sé cómo, de esto, o suponiendo olvidado al mismo Temístocles, dice que hizo viaje a Sicilia, y pidió a Hierón su hija en matrimonio, ofreciéndole que pondría a los Griegos bajo su mando, y que, no viniendo Hierón en ello, se dirigió por tanto al Asia.

Mas no puede ser que esto pasase así, porque Teofrasto, en su Tratado del reino, refiere que habiendo enviado Hierón a Olimpia caballos para los juegos, y habiendo armado una tienda ricamente bordada, habló Temístocles a los Griegos, proponiéndoles que hiciesen pedazos la tienda de un tirano, y no permitiesen que sus caballos entrasen en el combate. Tucídides escribe que, pasándose al otro mar, dio la vela desde Pidna, sin que ninguno de los navegantes supiese quién era, hasta que, arrojada por el viento la embarcación a Naxo, sitiada entonces por los Atenienses, el peligro le obligó a descubrirse al capitán y al piloto, a los que, ora con ruegos, ora con amenazas, diciéndoles que los acusaría a los Atenienses y les levantaría que no con ignorancia, sino corrompidos con dinero, le habían tomado a bordo, puso en la precisión de hacerse de nuevo al mar y aportar al Asia. De su caudal llevó entonces mucho consigo, habiendo podido sustraerlo algunos de sus amigos; pero otra gran parte que llegó a descubrirse fue llevada al tesoro público, diciendo Teopompo que montó a cien talentos, y Teofrasto, que a ochenta, siendo así que apenas valdría tres talentos todo cuanto tenía cuando empezó a tomar parte en los negocios públicos.

Llegado que hubo a Cima, como entendiese que entre las gentes de mar muchos le andaban espiando para echarle mano, y más especialmente Ergóteles y Pitodoro, porque la caza era lucrativa para los que en todo no buscan más que la ganancia, habiendo hecho publicar el rey que daría doscientos talentos, huyó de allí a Egas, pueblezuelo eólico, donde sólo era conocido de su huésped Nicógenes, hombre entre los Eólicos muy rico, y que tenía influjo con los que arriba gozaban de autoridad. En casa de éste se mantuvo oculto algunos días; mas al cabo de ellos, de sobremesa, en un festín tenido con motivo de cierto sacrificio, Olbio, ayo de los hijos de Nicógenes, saliendo fuera de sí, como inspirado, cantó en verso de este modo: Da a la noche la voz, y da el consejo; y a la noche también da la victoria. Yéndose después de esto a recoger Temístocles, le pareció ver en sueños un dragón que de la tierra le subió al vientre, y se le rodeó al cuello, y luego, apenas tocó en el rostro, se convirtió en águila, la cual, cubriéndole con las alas, lo levantó y llevó consigo largo espacio, y, últimamente, presentándole un caduceo de oro, sobre éste le colocó con toda seguridad, dejándole libre de grandísimo miedo y turbación. Despachóle, pues, Nicógenes, valiéndose de este artificio; los bárbaros, generalmente, son todos, y en especial los Persas, muy salvajes y rigurosos por naturaleza en el punto de celar a las mujeres; así, no solamente a las casadas, sino aun a las mujeres que compran y a las comblezas, las guardan con gran diligencia, sin que ninguno de los de afuera pueda verlas; por tanto, en casa están siempre encerradas, y cuando van de viaje, llevadas en carros completamente cubiertos es como caminan. Dispuesto, pues, de este mismo modo un carruaje para Temístocles, hacía oculto su viaje, diciendo los que iban con él a los caminantes y a los que preguntaban que conducían de la Jonia una mocita griega para uno de los que servían a las puertas del rey.

Tucídides y Carón de Lámpsaco escriben que, muerto ya Jerjes, fue al hijo a quien Temístocles se presentó: pero Éforo, Dinón, Clitarco, Heraclides y otros muchos sostienen que se presentó al mismo Jerjes. Parece que Tucídides va más acorde con la cronología, aunque tampoco ésta sea de una gran exactitud. Llegado Temístocles al punto peligroso, primero se dirigió a Artabano, capitán de mil hombres, y diciéndole que era realmente un griego; pero que tenía que hablar al rey sobre negocios muy graves que sabía le traían cuidadoso: “¡Oh huésped- le respondió aquel-: las leyes de los hombres son diferentes unas de otras, y a unos agradan unas cosas, y a otros, otras; pero a todos agrada el acatar y sostener las propias. El que vosotros sobre todo admiréis la libertad y la igualdad es puesto en razón; mas entre nosotros, con ser muchas y muy loables las leyes que tenemos, la más loable es la de honrar al rey, y adorar en él la imagen de Dios, que todo lo conserva. Por tanto, si adorares, aplaudiendo nuestros usos, te será concedido ver y hablar al rey; pero si piensas de otro modo, usa de otros mensajeros para este ministerio, porque es costumbre nuestra que el rey no ha de escuchar a quien no le adore”. Temístocles, cuando esto oyó, le dijo: “Mi venida ¡oh Artabano! es a acrecentar el nombre y el poder del rey; así, yo mismo obedeceré a vuestras leyes: pues que Dios, que magnifica a los Persas, así lo dispone; y por mí serán en mayor número los que adoren al rey; por tanto, no sirva esto de impedimento para las razones que me propongo decirle”. “¿Pues quién de los Griegos- replicó Artabano- le diremos que ha llegado? Porque en tu explicación no pareces un hombre vulgar”. “Esto- repuso entonces Temístocles- no es razón que lo sepa nadie antes que el mismo rey”. Así lo refiere Fanias; pero Eratóstenes, en su Tratado de la riqueza, añade que esta visita y coloquio le fueron proporcionados a Temístocles por medio de una mujer de Eretria, que vivía con este caudillo.

Introducido a la presencia del rey, le adoró y quedó en silencio; entonces mandó el rey al intérprete que le preguntase quién era, y preguntándoselo éste, dijo: “Te presento ¡oh rey! en mí a Temístocles Ateniense, un desterrado a quien los Griegos persiguen, y que, si a los Persas causó muchos males, todavía les dispensó mayores bienes con impedir la persecución, cuando, puesta en seguridad la Grecia, pudo salvar sus cosas propias, y haceros al mismo tiempo algún servicio. Por mí estoy aparejado a todo lo que mis actuales desgracias pueden exigir, viniendo preparado a recibir tus favores, si ya me miras benignamente, o a pedirte que temples tu ira, si todavía te conservas enojado. Mas tú, valiéndote del testimonio de mis enemigos sobre los beneficios que a los Persas he hecho, aprovecha más bien mis infortunios para dar muestras de tu virtud, que para satisfacer tu enojo; porque en mí salvas a un rogador tuyo, y pierdes a un enemigo que ya soy de los Griegos”. De aquí pasó después Temístocles con el discurso a la relación de su ensueño en casa de Nicógenes y al vaticinio de Zeus Dodoneo, como que enviado del dios al que llevaba igual nombre, desde luego se había propuesto venir ante él, porque ambos eran grandes y se llamaban reyes. Oyólo el Persa, y por entonces nada le respondió, pasmado de su resolución y su osadía; pero con sus amigos se daba el parabién, como en la mayor prosperidad, haciendo plegarias a Arimanes para que inspirara siempre iguales pensamientos a sus enemigos, de ir así desechando los hombres de más provecho entre ellos, y se dice que hizo sacrificio a los Dioses, e inmediatamente tuvo banquete, y en aquella noche se le oyó gritar por tres veces, entre sueños: “Tengo en mi poder a Temístocles Ateniense”.

Apenas amaneció, llamando a sus amigos, le hizo comparecer cuando nada favorable esperaba, porque desde luego observó que los palaciegos, al saber quién era, torcieron el gesto, y le injuriaron, y aun Rojanes, capitán de mil hombres, cuando Temístocles iba a pasar por junto a él, estando el rey ya en su asiento y todos callando, oyó que dio un suspiro, y dijo en voz baja: “¡Oh serpiente griega, hombre mudable, el buen genio del rey te ha traído aquí!” Mas, sin embargo, luego que se presentó y repitió la adoración, saludándole el rey y hablándole con gran afabilidad, le dijo lo primero cómo le era deudor de doscientos talentos, por cuanto, habiéndose venido por sí a presentar, le tocaba de justicia lo que se había ofrecido al que lo trajese; prometióle, además, muchos mayores dones, y le alentó diciéndole que sobre las cosas de los Griegos le manifestase cuanto quisiera con franqueza. “El habla del hombre- respondió Temístocles- es como los tapices pintados, porque, como éstos, desarrollada manifiesta bien las imágenes, pero recogida las encubre y echa a perder: así que necesitaba algún tiempo”. Agradado el rey de la comparación, le mandó que lo señalase; pidió un año, y cuando hubo aprendido bastante bien la lengua persa, entraba a hablar al rey directamente por sí mismo. Creían los de la parte de afuera que trataban de las cosas de la Grecia; pero como en aquella sazón se hiciesen varias mudanzas, así en las cosas de palacio como en las de los amigos del rey, se concilió la envidia de los próceres, al considerar que también acerca de ellos se habría atrevido a hablar con libertad, porque eran nada comparadas con las suyas las honras que a los demás extranjeros habían solido hacerse; así es que asistía a las cacerías del rey, y en el palacio a sus recreaciones, llegando hasta haber sido presentado a la madre del rey y entrado en su confianza, y aun hasta oír la doctrina de los magos por orden del rey. Cuando Demarato el Esparcíata, habiéndosele dicho que pidiese una gracia, pidió la diadema como los reyes, y que se le permitiese cabalgar con ella por Sardis, Mitropaustes, sobrino del rey, tomándole la mano: “La diadema ésta- le dijo- no tendría cerebro que cubrir, y aun cuando tomases en la mano el rayo, no por eso serías Zeus”. Ello es que el rey estaba enojado con Demarato por semejante petición, y cuando se creía que no sería posible apaciguarlo, Temístocles, a quien se puso por intercesor, consiguió dejarle desimpresionado y amigo. Dícese que más adelante los reyes sucesores, bajo los cuales hubo mayor enlace entre las cosas de los Griegos y los Persas, cuando llamaban cerca de sí a algún Griego le anunciaban y escribían cada uno que tendría con él más lugar que Temístocles. Del mismo Temístocles se refiere que, cuando ya se miraba engrandecido y obsequiado de muchos, teniendo un día un gran festín, habló así a sus hijos: “Estábamos perdidos, hijos míos, si no hubiésemos estado perdidos”. Dicen que para pan, vino y demás condimentos se le asignaron tres ciudades: Magnesia, Lámpsaco y Miunte; y Neantes de Cízico y Fanias añaden otras dos: Percote y Palascepsis, para tapicería y vestidos.

En ocasión en que bajaba hacia el mar con motivo de las cosas de los Griegos, le armó asechanzas un Persa llamado Epixies, Sátrapa de la Frigia superior, teniendo de antemano prevenidos unos asesinos de Pisidia para que la quitasen la vida cuando, llegado a la ciudad de Leontocéfala, hiciese noche en ella. Mas cuando él dormía la siesta se dice que se le apareció entre sueños la madre de los Dioses, y le dijo: “¡Oh, Temístocles!: evita la cabeza de los leones, para que no caigas en poder del león; yo por esto te pido por sirviente a Mnesiptólema”. Puesto en cuidado con este ensueño, hizo plegarias a la Diosa, y, dejando el camino real, dirigiéndose por otro, para no tocar en aquel lugar, le cogió la noche y se quedó allí a pasarla. Uno de los carros que conducían su equipaje se cayó al río, y los sirvientes de Temístocles se pusieron a enjugar las cortinas que se habían mojado: en esto, los de Pisidia, sacando las espadas, llegaron a aquel punto, y no distinguiendo bien a la luz de la luna las ropas puestas a secar, creyeron que eran la tienda de Temístocles, y que éste se hallaba dentro descansando. Llegados cerca, cuando fueron a levantar la cortina, se arrojaron sobre ellos los que estaban en custodia, y les echaron mano. Habiendo evitado así el peligro, admirado de la aparición de la Diosa, le edificó un templo en Magnesia, y creó sacerdotisa de Dindimene a su hija Mnesiptólema.

Habiendo hecho viaje a Sardis, y hallándose sin quehaceres, anduvo viendo los ornamentos de los templos y el gran número de votos, y en el templo de la Gran Madre vio la doncella de bronce llamada Hidrófora, del grandor de dos codos, que él mismo hizo siendo prefecto de aguas, con las multas que impuso a los que encontró sustrayéndolas y descaminándolas. Trató, pues, bien fuera porque tuviese algún sentimiento de la cautividad de aquella ofrenda, o bien porque quisiese dar una muestra a los Atenienses de su autoridad y poder cerca del rey, trató con el Sátrapa de Lidia, y le hizo súplica de que aquella doncella se remitiese a Atenas; mas como el bárbaro se incomodase, y aun se dejase decir que iba a escribir al rey una carta, temeroso Temístocles, acudió al retraimiento de las mujeres, y regalando dinero a las concubinas, pudo aplacarle en su enojo, y él mismo en adelante se manejó con más cautela, receloso ya de la envidia de los bárbaros. Porque no anduvo discurriendo de un pueblo a otro, como quiere Teopompo, sino que habitó y permaneció tranquilo en Magnesia por largo tiempo, agasajado con grandes dones y honrado como los principales de los Persas, ya que el rey no consagraba por entonces mucha atención a las cosas de los Griegos, por darle bastante que hacer los negocios del Asia. Mas después, cuando el Egipto se rebeló con ayuda de los Atenienses, cuando las naves griegas llegaron hasta Chipre y la Cilicia, y Cimón, dominando en el mar, le obligo a pensar en hacer oposición a los Griegos y reprimir el demasiado poder que contra él iban tomando, para lo que se pusieron tropas en movimiento y se enviaron generales, entonces se despacharon también avisos a Temístocles con órdenes del rey, mandándole que atendiera a las cosas de la Grecia, e hiciera ciertas sus promesas. Él no pudo recabar de su ánimo que concibiese enojo contra sus ciudadanos, ni le movió tampoco el grande honor y autoridad que se le confería para la guerra; quizá también no le pareció la obra muy factible, teniendo entonces la Grecia insignes caudillos, y siendo suma la felicidad de Cimón en todas sus empresas, o, lo que es más cierto, la causó rubor la gloria de sus propias hazañas y de sus antiguos trofeos. Determinando, por tanto, con admirable resolución coronar su vida con una muerte que a ella correspondiese, hecho sacrificio a los Dioses, y congregados y saludados los amigos, bebiendo, según la más común opinión, sangre de toro, o un veneno muy activo, según otros, acabó sus días en Magnesia, habiendo vivido sesenta y cinco años, la mayor parte de ellos en magistraturas y mandos. Cuando el rey supo la causa y manera de su muerte, dicen que todavía se prendó más de tan excelente varón, y siguió siempre tratando con grande humanidad a sus amigos y domésticos.

Dejó Temístocles de Arquipa, hija de Lisandro, natural de Alópece, estos hijos: Arquéptolis, Polieucto y Cleofanto, del que Platón el Filósofo hace mención como de un buen jinete, sin que valiese para ninguna otra cosa. De otros que tuvo antes, Neocles, siendo todavía niño, murió mordido de un caballo, y a Diocles lo adoptó su abuelo Lisandro. Hijas tuvo muchas, de las cuales, con Mnesiptólema, que era de otro segundo matrimonio, se casó su hermano Arquéptolis, por no ser hermanos de madre; Italia se casó con Pantides de Quío; Síbaris, con Nicomedes Ateniense; con Nicómaca se casó Frasicles, primo de Temístocles, después de la muerte de éste, otorgándosela los hermanos en un viaje que hizo a Magnesia, y él mismo se encargó de la manutención de Asia, que era la más joven de todos los hijos. En Magnesia tienen un sepulcro magnífico de Temístocles; pero no debe darse asenso a lo que Andócides dijo en su libro a los amigos: que los Atenienses habían exhumado sus despojos y los habían arrojado, pues mintió; porque lo inventó para irritar contra el pueblo a los del partido de la oligarquía. También conocerá cualquiera que es una ficción lo que hace Filarco, valiéndose casi de máquinas en la historia como en la tragedia, de hacer comparecer a un Neocles y a un Demópolis, hijos de Temístocles, queriendo con esto excitar pasiones y mover los ánimos. Diodoro el descriptor dijo en el libro de los monumentos, más bien discurriéndolo él así que porque supiese lo cierto, que en el puerto de Pireo, por la parte del promontorio de Álcimo, se forma como un recodo, y por dentro, en el doblez, donde está el mar más sosegado, se descubre una base bastante elevada, y lo que en ella tiene forma de ara es el sepulcro de Temístocles. Con esto parece que conforma Platón el Cómico, diciendo: En lugar conveniente tu sepulcro será de buen agüero al comerciante: verás desde él a los que salgan y entren, y verás el concurso de las naves. A los del linaje de Temístocles hasta nuestros días se les han guardado ciertos honores en Magnesia, de los que disfrutó Temístocles Ateniense, con quien yo trabé trato y amistad en casa de Amonio el Filósofo.