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Dídimo el Gramático, en su comentario contra Asclepíades de las tablas de Solón, trae el aserto de cierto Filocles en que se da a Euforión por padre de Solón, contra el sentir común de todos cuantos han hecho mención de este legislador, porque todos a una voz dicen que fue hijo de Execéstidas, varón que en la hacienda y poder sólo gozaba de una medianía entre sus ciudadanos; pero de una casa muy principal en linaje, por cuanto descendía de Codro. De la madre de Solón refiere Heraclides Póntico que era prima de la de Pisístrato; y al principio hubo gran amistad entre los dos por el parentesco y por la buena disposición y belleza, estando enamorado Solón de Pisístrato, según la relación de algunos. Por esta razón probablemente cuando más adelante se suscitó diferencia entre ambos acerca de las cosas públicas, nunca la enemistad produjo grandes desazones, sino que duró en sus almas aquella primera inclinación, la cual mantuvo la memoria y cariño antiguo, como llama todavía viva de un gran fuego. Por otra parte, que Solón no se dominaba en punto a inclinaciones desordenadas, ni era fuerte para contrarrestar al amor como con mano de atleta, puede muy bien colegirse de sus poemas, y de la ley que hizo prohibiendo a los esclavos el usar de ungüentos y el requerir de amores a los jóvenes, pues parece que puso ésta entre las honestas y loables inclinaciones, y que con repeler de ella a los indignos convidaba a los que no tenía por tales. Dícese también de Pisístrato que tuvo amores con Carmo, y que consagró en la Academia la estatua del Amor, donde toman el fuego los que corren el hacha sagrada.

Solón, habiendo menoscabado su padre la hacienda en obras de beneficencia y caridad, como dice Hermipo, aunque no faltaba quien quisiera socorrerle, tuvo, sin embargo, vergüenza de que hubiese de vivir a expensas de otros quien descendía de una casa acostumbrada a socorrer y dar auxilios; y, por tanto, siendo todavía joven, se aplicó al comercio; con todo, algunos sostienen que el objeto de Solón en viajar fue más la instrucción y el conocimiento de la historia que el lucro o granjería; y sin duda era amante de la sabiduría el que siendo ya anciano decía que envejecía aprendiendo cada día muchas cosas. La riqueza no la tenía en mucho; antes decía que eran igualmente ricos El que posee gran copia de oro y plata, campos extensos de abundantes mieses, y mulas y caballos, y el que sólo tiene un pasar honesto que le baste a comer y vestir cómodamente; y si en mujer e hijos a esto acreces belleza y juventud, la dicha es llena. Mas en otra parte dice: Yo bien deseo en bienes ser muy rico; mas no los quiero por injustos medios, que viene al fin la inevitable pena. Y no deja de caer bien en el hombre recto y entregado a los negocios públicos, como el no afanarse por tener de sobra, el no descuidarse tampoco en adquirir lo preciso y suficiente para la vida. En aquellos tiempos, justamente ninguna ocupación, según la sentencia de Hesíodo, era abatida, ni las profesiones o ejercicios inducían diferencia; y aun el comercio tenía la gloria de que por medio de él se hacían tratables los países incultos; de que ganaba el hospedaje y amistad de algunos reyes, y de que daba a los hombres conocimiento y experiencia de muchos negocios; y algunos fundaron con ocasión de él grandes ciudades, como a Marsella Proto, que fue muy bien recibido de los Celtas del Ródano. Dícese también de Tales que ejerció el comercio, de Hipócrates y el matemático, y que a Platón le sirvió de viático en sus viajes una porción de aceite que despachó en Egipto.

El haber sido Solón franco en el gastar y de vida muelle y delicada, y el explicarse en sus poemas con respecto a los placeres más jovialmente de lo que a un filósofo convenía, se atribuye al comercio; pues por lo mismo que en él se corren frecuentes y grandes peligros, pide también el desquite de gozar y regalarse. Ahora, que él más bien se colocaba a sí mismo en la clase de los pobres que en la de los ricos, se ve claramente en estos versos: Muchos malvados en riqueza abundan, y muchos buenos gimen en pobreza; mas mi virtud no cambio con sus bienes, que ésta siempre es de un modo, y la riqueza va caprichosa de uno en otro hombre. Al principio parece que no cultivó la poesía con alguna mira de ser útil, sino por pura diversión y pasatiempo; pero después extendió en verso muchas sentencias filosóficas, y recogió varios hechos políticos, no como historiador o para memoria, sino ya en apología de sus disposiciones, y ya exhortando, o amonestando, o reprendiendo a los Atenienses. Algunos dicen que intentó extender en verso sus leyes, y hacen mención del exordio, que era en esta forma: En el principio a Zeus, hijo de Cronos, pedimos que, a estas leyes favorable, fausta fortuna y gloria darles quiera. En la filosofía, aun más que a la parte moral, se dio a la política, como los más de los sabios de aquel tiempo; pero en la parte física es sumamente sencillo y a la antigua, como lo manifiestan estos versos: De nieve y de granizo inmensa copia se exprime de la nube, y nace el trueno del rayo esplendoroso; con los vientos turbulento y furioso el mar se torna; pero si ajena fuerza no le mueve, nada hay en la natura más tranquilo. Solamente la filosofía de Tales es la que parece que con sus investigaciones fue un poco más adelante de las necesidades vulgares; a los demás, la virtud política sola fue la que les concilió el nombre de sabios.

Dícese que esos siete sabios se reunieron todos en Delfos, y segunda vez en Corinto, preparándoles Periandro una conferencia y un convite. Pero lo que les ganó más respeto y fama fue el rodeo del trípode; esto es, aquella vuelta que dio por todos, como por una especie de disputa muy honrosa: porque unos de la isla de Cos, según se dice, al sacar del mar la red, vendieron a unos forasteros de Mileto aquel lance, que todavía era incierto, y en él sacaron un trípode de oro, que era fama haber arrojado allí Helena cuando volvió de Troya, trayendo a la memoria cierto oráculo. Al principio, los forasteros y los pescadores vinieron a las manos disputándose el trípode; pero después las mismas ciudades hicieron suya la contienda, que paró en una guerra. Cortóla la Pitia, respondiendo a unos y otros que se diese el trípode al más sabio. Fue enviado en primer lugar a Tales de Mileto, regalando los de Cos muy de su grado a un Milesio con aquello mismo por lo que poco antes con todos los Milesios juntos habían peleado; pero Tales tuvo por más sabio a Bías, y el trípode pasó a él; de éste pasó a otro más sabio, y de este modo, haciendo un círculo, volvió a parar en Tales, hasta que por fin, remitido de Mileto a Tebas, fue consagrado a Apolo Ismenio. Teofrasto refiere que fue a Priene adonde primero se envió el trípode a Bías; después a Mileto, remitiéndoselo Bías a Tales, y después, pasando por todos, había vuelto a Bías, y últimamente se había llevado a Delfos. Así corre esta relación entre los más, con sola la diferencia de que en lugar del trípode unos dicen que el presente era una copa remitida por Creso, y otros que era un vaso que con este objeto había dejado Baticles.

Particularmente entre Anacarsis y Solón, y también entre Tales y éste, se refieren los encuentros y coloquios siguientes. Cuéntase, pues, que Anacarsis, habiendo ido a Atenas, se dirigió a casa de Solón, y llamando a la puerta, dijo que había venido allí para contraer amistad y hospedaje con él; y respondiéndole Solón que en su casa es donde es mejor contraer amistades, le había replicado Anacarsis: “¿Pues por qué tú que estás en tu casa no harás amistad y hospedaje conmigo?”, con lo que, admirando Solón el ingenio de aquel extranjero, le había recibido con gran agasajo y le había tenido algún tiempo en su casa, cuando ya él entendía en los negocios públicos y estaba ordenando sus leyes. Supo esto Anacarsis, y se rió del cuidado de Solón y de que pudiera pensar que contendría las injusticias y codicias de los ciudadanos con los vínculos de las leyes, que decía no se diferenciaban de las telas de araña, sino que, como éstas, enredaban y detenían a los débiles y flacos que con ellas chocaban, pero eran despedazadas por los poderosos y los ricos. A esto se dice haber contestado Solón que los hombres guardan los contratos cuando no tiene interés en quebrantarlos ninguna de las partes, y él había de tal modo unido las leyes con los intereses de los ciudadanos, que todos conocían estarles mucho mejor que quebrantarlas el obrar con justicia; pero el éxito fue más conforme con la conjetura de Anacarsis que con las esperanzas de Solón. Dícese también que Anacarsis, habiéndose encontrado en una junta pública, se había maravillado de que entre los Griegos el hablar es la parte de los sabios y el juzgar la de los necios.

Habiendo pasado Solón a Mileto a conferenciar con Tales, dicen que se admiró de que éste de ningún modo hubiera pensado en casarse y tener hijos; y que Tales por entonces calló, y dejando pasar unos días, dispuso que un forastero se presentase diciendo que acababa de llegar en diez días de Atenas. Preguntado por Solón qué había de nuevo en Atenas, instruido de lo que había de decir, respondió no haber ninguna novedad, como no fuese la de un mocito que llevaban a enterrar, acompañándole todo el pueblo; porque, según decían, era hijo de uno de los ciudadanos más ilustres y principales, el cual no se hallaba allí, sino que andaba viajando hacía tiempo; a lo que contestó Solón: “¡Ay, desdichado! ¿Y cómo se llamaba?” “Oí el nombre- repuso el otro-; pero no me acuerdo de otra cosa sino de que se hablaba mucho de su sabiduría y su justicia.” Aumentando así el miedo en Solón a cada respuesta, y turbado ya éste, preguntó directamente el nombre al forastero, diciendo: “¿Sería el muerto hijo de Solón?” Y contestándoselo, empezó a darse golpes en la cabeza y a hacer y decir lo que es común en estos tristes casos. Entonces cuentan que Tales le detuvo y le dijo riendo: “Ve ahí, oh Solón, lo que me ha retraído de casarme y tener hijos: esto mismo que tanto te conmueve a ti con ser tan sufrido; pero por lo demás sal de cuidado, porque esto no es cierto.” Dice Hermipo que esta relación es de Patalco, quien se jactaba de que tenía el alma de Esopo.

Mas es necedad, y pusilanimidad juntamente, privarse de la posesión de las cosas laudables o provechosas por el miedo de perderlas: porque de este modo no querría recibir el hombre la riqueza, o la gloria, o la sabiduría que se le presentara, temiendo ser privado de ellas; pues vemos que aun la virtud, con la que nada es comparable en placer y belleza, ha sido tal vez obliterada por enfermedades o con hierbas; ni Tales, en cuanto a este miedo, adelantaba nada con no casarse, a no ser que evitara también la posesión de los amigos, los deudos y la patria; y aun se dice haber tenido un hijo adoptivo, que le prohijó de una hermana, llamado Cibisto; y es que nuestra alma tiene en sí misma un principio de amor; y siéndole ingénito, así como el sentir, el discurrir y el acordarse, de la misma manera el amar, se entregan por tanto a un objeto que nada les toca aquellos a quienes les faltan los propios: así sucede que los extraños o no legítimos, cuando se entran en el cariño de un hombre afectuoso, como en una casa y posesión que carece de herederos propios, se apoderan de su ánimo, y juntamente con hacerse amar le infunden el desvelarse y temer por ellos. Vemos también hombres que hablan, acerca de casarse y tener hijos, cosas más duras de lo que la naturaleza lleva; y que estos mismos, por el hijo de un esclavo o el ahijado de una de sus mancebas que enfermó o se murió, manifiestan extraordinario dolor y prorrumpen en voces muy impropias; y aun algunos, por la muerte de un perro o de un caballo, han hecho vergonzosos extremos, y casi se han puesto a morir de sentimiento. Otros, por el contrario, en la muerte de hijos muy dignos no se han afligido inmoderadamente, ni han hecho nada indecoroso, y han continuado disfrutando con juicio de la vida: porque es la debilidad y no el amor lo que causa esos extremados pesares y temores en hombres que no están preparados por la razón contra la fortuna, los cuales no gozan de lo presente que desearon porque los agita lo futuro con pesares, con recelos y con sustos, por si serán privados de ello. Conviene, por tanto, no quedarse bien hallado en la pobreza por el recelo de verse privado de la hacienda, ni en la falta de amigos por la pérdida de ellos, ni en la vida célibe por la muerte de los hijos, sino haberse con juicio en todo; pero quizá esto es ya más que sobrado para este lugar.

Fatigados los habitantes de la ciudad de la larga y molesta guerra que por Salamina habían sostenido con los de Mégara, habían establecido por ley que nadie hiciese propuesta escrita o hablada de que se recobrara Salamina, pena de muerte al que contraviniese. Llevaba mal Solón esta ignominia; y viendo que muchos de los jóvenes no deseaban más sino que se buscase cómo comenzar la guerra, no atreviéndose a tomar la iniciativa por causa de la ley, fingió estar fuera de juicio, e hizo que de su casa se esparciera esta misma voz de que estaba perturbado. Trabajó en tanto, sin darlo a entender, un poema elegíaco, que aprendió hasta tomarlo de memoria; y hecho esto, repentinamente se dirigió a la plaza con un gorro en la cabeza. Concurrió gran gentío, y entonces, poniéndose sobre la piedra destinada al pregonero, recitó cantando su elegía, que empezaba así: De Salamina vengo, la envidiable, y este lugar en vuestra junta ocupo para cantaros deleitables versos. Intitúlase este poema Salamina, y es de cien versos, trabajado con mucha gracia; lo cantó, pues, y aplaudiendo sus amigos, y sobre todo exhortando y conmoviendo Pisístrato a los ciudadanos para que diesen asenso a lo que habían oído, abolieron la ley, y otra vez clamaron por la guerra, poniendo a Solón al frente de ella. La opinión popular acerca de esto es que encaminándose a Colfada con Pisístrato y encontrando allí a todas las mujeres ocupadas en hacer a Deméter el solemne y público sacrificio, envió a Salamina un hombre de su confianza, el cual había de fingir que se pasaba voluntariamente, y había de incitar a los Megarenses a que sin dilación navegasen a Colíada, si querían hacerse dueños de las mujeres más principales de los Atenienses. Dándole los Megarenses crédito, enviaron gente en una nave; y luego que Solón la vio zarpar de la isla, mandó a las mujeres que se retirasen, y adornando al punto con los vestidos, las cintas y los calzados de éstas a aquellos jóvenes más tiernos, a quienes todavía no apuntaba la barba, y armándolos asimismo de puñales ocultos, les dio la orden de que jugueteasen e hiciesen danzas en la orilla del mar, hasta que arribasen los enemigos y la nave se les pusiese a tiro. Hecho todo como se había dispuesto, los Megarenses se engañaron con el aspecto; acercáronse, y echaron pie a tierra, como que iban a trabar de unas mujeres; y así no escapó ninguno, sino que todos perecieron, y los Atenienses, haciéndose al mar, recobraron al punto la isla.

Otros dicen que no fue así como se hizo la reconquista, sino que primero se tuvo del dios del Delfos este oráculo: Aplaca con ofrendas de esta tierra a los héroes ilustres que el Asopo envuelve entre sus tornos sinuosos, y que yacen mirando al sol poniente; que Solón, navegando de noche a la isla, ofreció víctimas a Perifemo y Cicreas, que eran los héroes; que después tomó consigo a quinientos voluntarios de los Atenienses, con el convenio de que si recobraban la isla serían árbitros de su gobierno; que haciéndose a la vela con muchas barcas, y además con una galera de treinta remos, se dirigió a Salamina por la parte de un promontorio que mira a la Eubea; que los Megarenses de Salamina, con cierta voz que nada tenía de seguro, se armaron apresuradamente, y enviaron una nave a inquirir qué había de los enemigos, la cual, cuando estuvo cerca de ellos, cayó en manos de Solón, quien aprisionó a los Megarenses; que en ella se embarcaron los más esforzados de los Atenienses, encargándoles Solón que navegaran hacia la ciudad, procurando ocultarse para que fuesen admitidos en ella; y finalmente, que yendo por tierra el mismo Solón con los demás Atenienses contra los de Mégara, mientras estaban combatiendo, se adelantaron los de la nave y tomaron la ciudad. Parece que viene en apoyo de esta narración lo que se ejecutaba en Atenas; porque una nave ateniense arribaba a Salamina primero en gran silencio; después, los habitantes de la isla, con estrépito y algazara, acudían hacia la nave, y un hombre armado, saliendo de ella con gritería, daba a correr hacia el promontorio Esquiradio, al encuentro de los que venían de la parte de tierra. Cerca de allí está el templo de Ares, edificado por Solón en memoria de haber vencido a los Megarenses, de los cuales a cuantos quedaron con vida dejó libres bajo las condiciones que quiso.

Los demás Megarenses, recibiendo y causando alternativamente muchos males con la continuación de la guerra, buscaron por mediadores y árbitros a los Lacedemonios, y son muchos los que dicen que Solón tuvo en su ayuda la fama y autoridad de Homero, y que intercalando un verso en el catálogo de las naves, leyó así en la misma contienda: De Salamina Áyax conducía galeras doce, y dio con ellas fondo donde estaban de Atenas las falanges Pero los mismos Atenienses tienen esto por simpleza, y dicen que Solón hizo ver a los árbitros que Fileo y Eurísaces, hijos de Áyax, por gozar del derecho de ciudadanos de Atenas, les habían cedido la isla, y se habían pasado a establecer el uno en Braurón y el otro en Mélita del Ática; y que ésta tenía una población denominada de Fileo, que era la de los Filedos, de la cual era Pisístrato: y aun para corroborar más su derecho contra los de Mégara se había valido del argumento de los cadáveres, que no estaban sepultados al uso de éstos, sino al de aquellos; porque los de Mégara vuelven los muertos hacia el levante, y los Atenienses hacia el poniente; lo que contradice Hereas Megarense, afirmando que en Mégara se ponen también hacia poniente los cuerpos de los muertos; y lo que es más, que los Atenienses no ponen más que uno en cada nicho, y de los Megarenses hay hasta tres y cuatro en uno mismo. En favor de Solón dicen que hubo también algunos oráculos de la Pitia, en los que llamó Jonia a Salamina. Decidieron este altercado estos cinco ciudadanos de Esparta: Critolaidas, Amonfareto, Hipsécidas, Anáxilas y Cleómenes.

Era ya Solón ilustre y grande por estas cosas; pero adquirió todavía mayor nombre y celebridad entre los Griegos por haber sido de opinión, acerca del templo de Delfos, de que era razón dar auxilio a los habitantes de esta ciudad y no dejar impunes a los de Cirra, que se habían desacatado contra el oráculo, sino más bien tomar satisfacción de ellos en nombre del dios. A su persuasión, pues, se movieron a hacer la guerra los Anfictíones, como lo atestiguan otros, y también Aristóteles, en su tratado de los vencedores en los Juegos Píticos, atribuyendo a Solón este dictamen. Mas no fue nombrado general para esta expedición, como refiere Hermipo haberlo dicho Evantes de Samos, pues que Esquines, el orador, no menciona tal cosa, y en los registros de Delfos es Alcmeón el que está escrito por general de los Atenienses, y no Solón.

Hacía ya entonces tiempo que traía inquieta la ciudad el atentado ciloneo, desde que el arconte Megacles había persuadido que compareciesen, para ser juzgados, a los partícipes en la conjuración de Cilón, que se habían acogido al templo de la Diosa; y como habiendo tomado a este fin en sus manos un hilo de estambre atado a la estatua de la Diosa, éste se hubiese roto por sí cuando bajaban por el templo de las Euménides, Megacles y sus colegas trataron de echarles mano, como que la Diosa desechaba sus ruegos; y a los que estaban a la parte de afuera los apedrearon; los que se refugiaron a las aras fueron muertos; y sólo quedaron con vida los que imploraron la compasión de las mujeres de los arcontes; desde entonces venía el que, siendo éstos mirados como abominables o sacrílegos, se les tuviese odio. Sucedió que los que quedaron de la facción cilónea se hicieron otra vez poderosos, y estaban en continuos choques con los descendientes de Megacles; y en aquella época estaba la disensión en su mayor fuerza, y el pueblo enteramente dividido. Solón, pues, que gozaba ya de gran crédito, se puso de por medio con los principales de los Atenienses, y ora con ruegos, ora con persuasiones, recabó de los llamados sacrílegos que fuese en juicio como se defendiesen, y que se sujetasen a una sentencia, siendo trescientos los jueces, tomados de lo más escogido. Fue acusador Mirón de Flía; y vencidos aquellos en la causa, cuantos de la facción vivían salieron desterrados; y los restos de los muertos fueron exhumados y arrojados fuera de los términos. Sobrevinieron los de Mégara en medio de aquellas turbaciones; perdieron los Atenienses a Nisea, y otra vez fueron despojados de Salamina. La superstición también con sus terrores y fantasmas se apoderó de la ciudad; y los agoreros dieron parte de que las víctimas les anunciaban abominaciones y profanaciones, que era preciso expiar. Vino, por tanto, de Creta a su llamamiento Epiménides Festio, al que cuentan por séptimo entre los sabios algunos que no ponen en este número a Periandro. Es fama que era amado de los Dioses, inteligente en las cosas divinas, y poseedor de la sabiduría profética y misteriosa; por lo que los de su edad le llamaban hijo de la ninfa Balte y nuevo Cureta. Luego que estuvo en Atenas, trabó gran amistad con Solón, a quien preparó y como abrió el camino para su legislación, porque con los ritos sagrados hizo más económicos a los Atenienses, y más moderados en sus duelos, intercalando con las obsequias ciertos sacrificios, y quitando lo agreste y bárbaro a que en estas ocasiones estaban acostumbradas muchas mujeres. Lo de más importancia fue que con ciertas propiciaciones, purificaciones y ritos inició y purificó la ciudad, y por este medio la hizo más obediente a lo justo, y más dispuesta a la concordia. Dícese que fijando la vista y la consideración por largo rato sobre Muniquia, exclamó: “¡Qué ciego es el hombre para lo futuro! Con los dientes desharían los Atenienses este rincón, si previeran cuántas pesadumbres les ha de costar.” Otra cosa como ésta se cuenta que conjeturó Tales: porque dispuso que después de su fallecimiento se le enterrase en un sitio oscuro y despreciable del territorio milesio, pronosticando que vendría día en que aquel terreno sería la plaza de los Milesios. Admirado, pues, Epiménides de todos, y brindado de los Atenienses con muchos presentes, se fu, sin haber querido recibir otra cosa que un ramo del olivo sagrado.

Libre Atenas de la inquietud de los Cilonenses con el destierro de los excomulgados, como se ha dicho, volvió a sus sediciones antiguas sobre gobierno, dividida el Ática en tantas facciones cuantas eran las diferencias del territorio: porque la gente de las montañas era inclinada a la democracia: la de la campiña propendía más a la oligarquía, y los litorales, que formaban una tercera división, estando por un gobierno mixto y medio entre ambos, eran un estorbo para que venciesen los unos a los otros. Entonces fue también cuando la disensión entre los pobres y los ricos llegó a lo sumo, poniendo a la ciudad en una situación sumamente delicada; tanto, que parecía que sólo podía volver de la turbación a la tranquilidad y al sosiego por medio de la dominación de uno solo, porque el pueblo todo era deudor esclavizado a los ricos, pues o cultivaban para éstos, pagándoles el sexto, por lo que les llamaban partisextos y jornaleros, o tomando prestado sobre las personas quedaban sujetos a los logreros, unos sirviéndolos, y otros siendo vendidos en tierra forastera. Muchos había que se veían precisados vender sus hijos, pues no había ley que lo prohibiera, a abandonar la patria por la dureza de los acreedores. La mayor parte, y los más robustos, se reunían, y se exhortaban unos a otros a no mirar con indiferencia semejantes vejaciones, sino más bien elegir un caudillo de su confianza, sacar de angustia a los que estaban ya citados por sus deudas, obligar a que se hiciera nuevo repartimiento de tierras, y mudar enteramente el gobierno.

En tal estado, viendo los más prudentes de los Atenienses que Solón únicamente estaba fuera de aquellos extremos, pues ni tenía parte en los atropellos de los ricos, ni estaba sujeto a las angustias de los pobres, le rogaban que se pusiese al frente de los negocios públicos y calmara aquellos disturbios. Fanias de Lesbos escribe que Solón, con la mira de salvar la patria, usó de artificio con unos y otros, prometiendo a los pobres el repartimiento y a los ricos la estabilidad de sus créditos; pero el mismo Solón dice que al principio puso con repugnancia mano en el gobierno, por temer la avaricia de los unos y la insolencia de los otros. Fue, pues, elegido Arconte, después de Filómbroto, y juntamente medianero y legislador: a satisfacción de los ricos, por ser hombre acomodado, y de los pobres, por la opinión de su probidad. Háblase también de esta sentencia suya, esparcida con anterioridad: que la igualdad no engendra discordia, y acomoda a ricos y pobres, esperando los unos una igualdad que consista en dignidad y virtud, y los otros, una igualdad de número y medida. Concebidas por todos grandes esperanzas, los principales se ponían al lado de Solón, brindándole con la tiranía, y alentándole a que confiadamente entrase al manejo de la ciudad, en la que tal superioridad había alcanzado. Muchos también de los de mediana condición, considerando que la mudanza, sí había de hacerse conforme a la ley y razón, era obra difícil y arriesgada, no rehusaban que uno solo, tenido por el más justo y más prudente, se encargara del mando. Algunos añaden que la Pitia le dirigió este oráculo: En medio de la nave el timón toma, y endereza su curso: que en tu auxilio tendrás a muchos de la ilustre Atenas. Vituperábanle principalmente sus allegados el que por el mal sonido del nombre rehuyese la monarquía, como si no se convirtiera fácilmente en reino justo por la virtud del que la ejercía, según se había verificado antes con los Eubeos, que habían elegido en tirano a Tinondas y los Mitileneos, que asimismo habían elegido a Pítaco. Nada sirvió todo esto para mover a Solón de su propósito, antes respondió a sus amigos, según se dice: “Sí, muy buena posesión es la tiranía; pero no tiene salida”; y en sus poesías, hablando con Foco, dice: Salvé sin tiranía el patrio suelo, y sin usar de inexorable fuerza, que mi brillante honor manchado habría: alzo, por tanto, sin rubor mi frente, y a todos los demás en gloria venzo. De donde es claro que ya gozaba de gran nombre antes de la publicación de sus leyes. Algunos se burlaron de él porque no admitió la tiranía; y el refiere esas burlas en estos versos, hechos a ese propósito: No fue Solón aquel que se creía por su saber y juicio celebrado, pues brindándole Dios con grandes bienes los desdeñó. Llamado a un lance rico, de la mar no sacó la red hermosa; de aliento a un tiempo y de prudencia falto. ¡Cuánto fuera mejor llegar riquezas y en Atenas mandar siquiera un día; aunque luego como odre le curtieran y con él acabara su linaje!

Así dice que hablaban de él los bajos y despreciables; mas no porque repudió la tiranía se condujo blanda y débilmente en los negocios, sometiéndose a los poderosos: ni hizo sus leyes a gusto de los que le eligieron. No extendió, es cierto, la medicina o la novedad a lo que de lo antiguo podía pasar: no fuese que, conmoviendo y turbando en todas sus partes la república, no se hallara después con bastantes fuerzas para restablecerla y conducirla a un estado absolutamente perfecto; pero todo lo que pudo lisonjearse de obtenerlo por medio de la persuasión, o que creyó se sufriría, por obligar a ello la necesidad, todo lo hizo, empleando a un tiempo, como él mismo decía, la coacción y la justicia; por lo cual, preguntado después si había dado a los Atenienses las mejores leyes, respondió: “De las que podían recibir, las mejores”. Lo que los modernos han dicho de los Atenienses, que lo que había en las cosas de desagradable lo encubrían con nombres lisonjeros y humanos, halagándolo urbanamente, llamando amigas a las mancebas; a los tributos, tasas; custodias, a las fortalezas de las ciudades, y edificio, a la cárcel, fue primeramente maña de Solón, que llamó alivio de carga, a la extinción de los créditos; porque fue este su primer acto de gobierno, disponiendo que los créditos existentes se anulaban, y que en adelante nadie pudiese prestar sobre las personas. Con todo, algunos, y entre ellos Androción, han escrito que no fue la extinción de los créditos el alivio con que se recrearon los pobres, sino sólo la moderación de las usuras, y que a este acto de humanidad, juntamente con el aumento de las medidas y del valor de la moneda que también se hizo, se le dio aquel nombre de seisacteia, o alivio de carga; porque hizo de cien dracmas la mina que antes era de setenta y tres, con lo que dando lo mismo en número, aunque menos en valor, quedaban muy aliviados los que pagaban, y no sentían detrimento los que recibían; pero los más afirman que la seisacteia fue abolición de todos los créditos, con lo que guardan consonancia los poemas. Gloríase en ellos Solón de que levantó de la tierra hipotecada los mojones fijados por todas partes; de que antes era sierva, y ahora era libre; de que de los ciudadanos obligados por el dinero, a unos los había restituido de país extraño, no sabiendo ya la lengua ática por el tiempo que habían andado errantes, y a otros que acá sufrían la indignidad de la esclavitud los había hecho libres. Dícese que con motivo de esta primera disposición le sobrevino un gravísimo disgusto, porque cuando trataba de abolir los créditos, y andaba examinando qué palabras serían las más acomodadas, y cuál el principio más conveniente, comunicó el pensamiento, de los amigos que tenía de más confianza e intimidad, a Conón, Clinias e Hipónico, diciéndoles que en cuanto al terreno no iba a hacer novedad; pero que tenía resuelto hacer abolición de los créditos. Estos, valiéndose de la noticia, y adelantándose, tomaron gruesas cantidades de los ricos, y compraron grandes posesiones: publicóse después la ley, y como de una parte disfrutasen las tierras, y de otra no pagasen a los acreedores, hicieron nacer contra Solón gran sospecha y calumnia de que no era del número de los perjudicados, sino de los que perjudicaban; pero muy luego se vio libre de esta acusación con la pérdida que se halló tenía que sufrir de cinco talentos, que fue la suma que tenía dada a préstamo, siendo el primero que la dio por extinguida conforme a la ley; algunos dicen que fueron quince, y entre ellos Policelo de Rodas. A aquellos sus amigos siempre los llamaron en adelante bancarroteros.

No acertó a dar gusto ni a unos ni a otros, sino que desazonó a los ricos, aboliendo sus créditos, y más todavía a los pobres, porque no hizo el repartimiento de tierras que esperaban, ni los igualó ni uniformó, como había hecho Licurgo, en los medios de vivir. Mas Licurgo, con ser undécimo en grado desde Heracles, y haber reinado muchos arios en Esparta, teniendo en su auxilio, para cuanto intentase, una gran dignidad, amigos y poder, hubo de valerse más bien de la fuerza que de la persuasión, hasta perder un ojo en la revuelta, para poder poner por obra lo más propio para la salud y concordia de la república, que fue el que entre sus ciudadanos no hubiera ni ricos ni pobres. Solón no llegó tan adelante en su gobierno, siendo más del pueblo y clase media; pero, con todo, no se quedó corto respecto de su poder, aspirando a que todo se hiciese con la voluntad y consentimiento de los ciudadanos. Que no agradó a los más de ellos, lisonjeados con otras esperanzas, lo dijo él mismo, cuando prorrumpió en estas quejas: Halagáronlos vanas quejas; ahora, irritados, con torcidos ojos me miran cual si fuera un enemigo. Dice también que si otro hubiera tenido la misma autoridad, No se habría del mando desasido, ni en paz dejado y en reposo al pueblo hasta exprimirle sustanciosa sangre. Con todo, luego comprendieron la utilidad; y desistiendo de sus insultos, sacrificaron en común, dando al sacrificio el nombre de seisacteia, y nombraron a Solón reformador del gobierno y legislador, poniendo en su arbitrio, no unas cosas sí y otras no, sino todas absolutamente, magistraturas, juntas, tribunales, consejos, para que en todo cuanto había o se crease determinara el censo, número y tiempo de cada cosa, destruyera o conservara, según le pareciese.

Lo primero que hizo fue abolir las leyes de Dracón, a excepción solamente de la de los homicidios, todas por la dureza y excesivo rigor de las penas, porque para casi todos los delitos no impuso más que sola una pena: la muerte; de manera que los convencidos de holgazanería debían morir, y los que hurtasen hortalizas o frutas debían sufrir el mismo castigo que los sacrílegos o los homicidas. Por esto se celebró después el dicho de Démades, de que Dracón había escrito sus leyes con sangre, no con tinta; y el mismo Dracón preguntado, según se dice, por qué había impuesto a casi todas las faltas la pena de muerte, había respondido: que las pequeñas las había creído dignas de este castigo, y ya no había encontrado otro mayor para las más graves.

En segundo lugar, deseando Solón dejar todas las magistraturas en manos de los hombres acomodados, como entonces lo estaban, y mezclar en lo demás el gobierno, del que en nada participaba el pueblo, se valió del medio del censo de los ciudadanos, y formó la primera clase de los que en áridos y líquidos cogiesen quinientas medidas, y de esta calidad les dio el nombre de quinientarios; la segunda, de los que podían mantener caballo, o cogían trescientas medidas, y a estos los llamó ecuestres, y dio la denominación de yunteros a los de la tercera clase, que eran los que en áridos y líquidos cogían doscientas medidas; todos los demás llamábanse proletarios o jornaleros, los cuales no eran admitidos a ninguna magistratura, y sólo en concurrir a las juntas y ser tomados para jueces participaban del gobierno. Esto, al principio, no era nada; pero luego vino a ser de gran consecuencia, porque las más de las controversias iban a parar a los jueces; por cuanto aun en aquellas cosas cuya determinación se había atribuido a los magistrados concedió apelación a los que quisiesen para ante los tribunales. Dícese además que no habiendo escrito las leyes con bastante precisión, y teniendo éstas diferentes sentidos, con esto se acrecentó el poder de los tribunales, porque, no pudiendo dirimirse las diferencias por las leyes, sucedía que era necesario el ministerio de los jueces, y había que acudir a ellos en todas las dudas, con lo que en algún modo tenían las leyes bajo su potestad. Dase razón a sí mismo de esta igualación en este modo: Al pueblo di el poder que bien le estaba, sin que en honor ganara ni perdiera; los que excedían en influjo y bienes, ser injustos por eso no podían: a todos los armé de fuerte escudo; mas de vencer en injusticia a nadie se dispensó la autoridad violenta. Advirtiendo que todavía convenía dar más auxilio a la flaqueza de la plebe, concedió indistintamente a todos el poder presentar querella en nombre del que hubiese sido agraviado: porque, herido que fuese cualquiera, o perjudicado, o ultrajado, tenía derecho el que podía o quería de citar o perseguir en juicio al ofensor; acostumbrando así el legislador a los ciudadanos a sentirse y dolerse unos por otros como miembros de un mismo cuerpo; y se cita también una sentencia suya que consuena con la ley; porque preguntado, a lo que parece: “¿Cuál es la ciudad mejor regida?- Aquella, respondió, en que persiguen a los insolentes, no menos que los ofendidos, los que no han recibido ofensa.”

Estableció el Consejo del Areópago de los que habían sido arcontes cada año, en el que por haberlo sido también tuvo asiento; pero viendo al pueblo todavía alterado e insolente con la remisión de las deudas, nombró otro segundo Consejo, eligiendo de cada tribu, que eran cuatro, cien varones, los que dispuso diesen dictámenes con anterioridad al pueblo; de manera que ningún negocio se llevase a la junta pública si antes no había sido tratado en el Consejo. Al otro Consejo de arriba lo constituyó superintendente de todo, y conservador como en dos áncoras, estaría la república menos vacilante, y quedaría el pueblo más sosegado. Los más son de opinión de que, como dejamos dicho, fue Solón el que estableció el Consejo del Areópago; y parece que está en su favor el no haber hablado ni hecho mención alguna Dracón de los Areopagitas, dirigiendo siempre las palabras a los Efetas en lo que dispuso acerca de los homicidios. Pero la ley octava de la tabla decimotercia de Solón, palabra por palabra es en esta forma: De los infames, todos los que eran infames antes de mandar Solón, que sean honrados; fuera de los que por sentencia del Areópago o de los Efetas o del Pritaneo hubiesen sido condenados por los reyes sobre muerte, robo o tiranía y hubiesen ido a destierro cuando se publicó esta ley. Esto indica que el Consejo del Areópago existía antes, del mando y la legislación de Solón: si no ¿quiénes eran los condenados antes de Solón en el Areópago, si Solón fue el primero que dio a este Consejo la facultad de juzgar? a no ser que hubiese mala escritura, o se hubiese cometido elipsis, queriendo significarse que los vencidos o condenados por las causas de que conocen los Areopagitas, los Efetas y los Pritanes, cuando se publica esta ley, queden infames, siendo los demás rehabilitados: considérelo cada uno por sí.

De las demás leyes de Solón es, sobre todo, singular y extraña la que disponía que fuese notado de infamia el que en una sedición no hubiera sido de ninguno de los dos partidos. Era su objeto, según parece, que ninguno fuese indiferente o insensible en las cosas públicas poniendo en seguridad las suyas propias y lisonjeándose de no padecer y sufrir con la patria, sino que desde luego se agregara a los que sentían mejor y con más justificación, y les diera auxilio, corriendo riesgo a su lado, en lugar de esperar tranquilamente a ver quién vencía. La que parece absurda y ridícula es la que da facultad a la huérfana que heredaba, si el que era ya su dueño y su marido según la ley había antes caído en impotencia, de ayuntarse con los parientes de éste. Hay quien diga que es justa la disposición contra los que, no estando para casarse, se unen sin embargo en matrimonio con estas huérfanas, llevados del deseo de enriquecer, excusándose con la ley para hacer violencia a la naturaleza; porque viendo que a la huérfana le era permitido ayuntarse con quien quisiera, o se desistirían de aquel matrimonio, o con vergüenza vivirían en él, pagando la pena de su codicia y liviandad: siendo asimismo muy bien dispuesto que no con cualquiera sino con un pariente se ayuntase la huérfana, para que los hijos fuesen de la misma casa y linaje. Hace al mismo propósito el que la novia hubiera de estar encerrada con el novio, y comerse juntos un membrillo, y el haber de reunirse el que casaba tres veces cada mes con la huérfana; pues aun cuando no tuviesen hijos, el honor y cariño con que era tratada una mujer de conducta eran muy propios para disipar disgustos de una y otra parte, y para no dar lugar a que con las riñas se enajenaran del todo los ánimos. En los demás matrimonios quitó los dotes, mandando que la que casaba llevase tres vestidos y algunas alhajas de poco valor, y nada más, porque no quería que el matrimonio fuese lucrativo o venal, sino que esta sociedad del hombre y la mujer se fundase precisamente en el deseo de la procreación, en el cariño y en la benevolencia. Por eso Dionisio, pidiéndole su madre que la diera en matrimonio a uno de los ciudadanos, le respondió que, siendo tirano, estaba en su poder violentar las leyes de la ciudad, pero no las de la naturaleza, concertando matrimonios fuera de la edad. Y en las ciudades no se ha de tolerar semejante desorden, ni se han de ver con indiferencia tales reuniones desiguales y desamoradas, en que nada hay del objeto y fin del matrimonio; antes al anciano que quiera enlazarse con una mocita, le aplicará muy bien cualquiera magistrado o legislador celoso lo que se dijo contra Filoctetes: ¡Bueno estás, desgraciado, para bodas! y hallando en la casa de una vieja rica a un joven engordado como perdiz en jaula, lo llevará de allí a la casa de una mocita casadera. Mas baste lo dicho en este punto.

Es celebrada asimismo aquella ley de Solón que prohibía tachar la fama de los muertos, porque es muy debido reputar por sagrados a los difuntos; justo no insultar a los que ya no existen, y conveniente que las enemistades no se hagan eternas. Respecto de los vivos prohibió las injurias de palabra en los sacrificios, en los juicios, en las juntas, y mientras se asistía a los espectáculos; ordenando que al particular se le pagasen de multa tres dracmas, y dos al erario público; porque el no reprimir en ninguna ocasión la ira es de hombre sin educación e incorregible: el reprimirla siempre muy dificultoso, y para algunos imposible, y las leyes deben hacerse sobre lo posible, si se quiere castigar a pocos con fruto, y no a muchos inútilmente. También ha merecido elogios la ley sobre los testamentos, porque antes no era permitido testar, sino que los bienes y la casa del que moría debían quedar en la familia; mas permitiendo Solón al que no tenía hijos dar su hacienda a quien quisiese, tuvo en más la amistad que el parentesco, y el cariño que la precisión, e hizo que la hacienda fuese verdadera propiedad del que la tenía. No fue, con todo, libre y sencilla enteramente esta facultad, sino con la excepción de que el testador no hubiese sido impulsado de enfermedad, de maleficios, de prisiones o de violencia, o seducido por la mujer: juzgando con mucha razón y justicia que el ser arrastrado con persuasiones fuera de lo recto en nada se diferencia del ser violentado, y poniendo en el mismo punto con la precisión el engaño, y con el dolor los halagos, como igualmente capaces de sacar al hombre de juicio. Hizo, además, sobre el salir las mujeres de casa, sobre los duelos y las fiestas, ley que reprimía lo que era desordenado y excesivo, mandando que aquellas no viajasen con más de tres vestidos; que en comida y bebida no llevasen sobre el valor de un óbolo, ni canastillo que fuese mayor de un codo, que de noche no saliesen sino en coche y precedidas de un hacha. Vedó el lastimarse las mujeres en los duelos, los poemas lúgubres, y el llorar en los entierros de los extraños; ni permitió llevar de ofrenda un buey, ni enterrar con el muerto sino lo que equivaliese a tres vestidos, ni tampoco ir a los sepulcros ajenos, como no fuese al tiempo de las exequias. Las más de estas cosas han sido admitidas en nuestras leyes, las cuales añaden que los que en ellas contravengan sean multados por los celadores de las casas mujeriles, como hombres que se dejan llevar en los duelos de pasiones y errores débiles y afeminados.

Como viese que la ciudad se iba llenando cada día de hombres atraídos de todas partes al Ática por la seguridad; que la mayor parte del terreno era ingrato y estéril, y que la gente de mar nada solía introducir para los que nada tenían que darles en retorno, inclinó a los ciudadanos al ejercicio de las artes, e hizo ley sobre que el hijo a quien no se hubiese enseñado oficio no estuviese obligado a alimentar a su padre. Porque a Licurgo, que habitaba una ciudad limpia de toda canalla forastera, con un territorio suficiente para muchos, más de doble para cuantos eran, según expresión de Eurípides, y con la muchedumbre de Hilotas difundida por toda la Lacedemonia, a la que era conveniente abatir, quebrantándola con el trabajo, en lugar de dejarle tiempo para el recreo, le estuvo muy bien, apartando a sus ciudadanos de las ocupaciones trabajosas y mecánicas, tenerlos sobre las armas, aprendiendo y ejercitando esta sola arte. Mas Solón, acomodando antes las leyes a las cosas que éstas a las leyes, como observase que el territorio, por su calidad, apenas bastaba para proveer de lo necesario a sus cultivadores, lejos de que pudiese mantener a una muchedumbre ociosa y desocupada, concilió estimación a las artes y encargó al Areópago que velase sobre el modo con que cada uno ganaba su vida y castigase a los holgazanes. Era todavía más fuerte el que no impuso tampoco la obligación de alimentar a sus padres a los hijos tenidos en manceba, como refiere Heraclides Póntico, porque el que en el matrimonio desatiende lo honesto, está claro que más toma mujer para deleite que para la procreación, así él mismo se priva del premio y no le queda arbitrio para quejarse de unos hijos para quienes su mismo nacimiento es una afrenta.

Las leyes de Solón que se hacen más de extrañar son las relativas a las mujeres, porque dio al que sorprendiese al adúltero la facultad de matarle; y si alguno robase mujer libre, y la forzase, le impuso la multa de cien dracmas; y si la sedujese, de veinte dracmas, no siendo de aquellas que abiertamente se prostituyen, esto es, las rameras, que a las claras frecuentan las casas de los que les pagan. No dio facultad de vender, de las hijas o las hermanas, sino a la que fuese sorprendida yaciendo con varón. Pues en un mismo negocio castigar una veces dura e inexorablemente, y otras con benignidad y como por juego, imponiendo por multa lo primero que se ofrece, parece despropósito: a no ser que, escaseando entonces el dinero en la ciudad, hiciese crecidas las multas la dificultad de aprontarlas. Porque en los aprecios de los sacrificios computa una oveja y una dracma por una fanega de trigo; al que vencía en los juegos ístmicos mandó se le diesen cien dracmas, y quinientas al que venciese en los olímpicos. Al que presentase un lobo le dio cinco dracmas, y una al que presentase un lobezno; que dice Demetrio Falereo eran el valor, aquellas, de un buey, y ésta, de una oveja, porque los precios que en la tabla decimasexta dio a las víctimas más señaladas era muy puesto en razón que fuesen más altos; con todo, comparados con los de ahora eran muy cómodos. Venía muy de antiguo el que los Atenienses tuviesen guerra declarada a los lobos, habitando un país que era mucho más propio para la pastura que para el cultivo. Hay quien opina que las tribus no tomaron al principio su denominación de los hijos de Ion, sino de los diferentes géneros de vida; llamándose de hoplitas, la de la gente de guerra; de ergastas, la de los que ejercían oficios, y de las otras dos, de labradores, la de contribuyentes, y de egícoras, la de los que estaban dados a la pastoría y ganadería. Por cuanto el país, careciendo de ríos perennes, de algunos lagos y de fuentes abundantes, es escaso de agua, y por lo mismo hay que usar de pozos artificiales, hizo ley para que, habiendo pozo común dentro de un hípico, usasen de él: el hípico era el espacio de cuatro estadios; mas si se estuviese a mayor distancia, pudiese cada uno buscar agua para sí, y si cavando en terreno propio, hasta día una vasija de seis congios, o diez y media azumbres la profundidad de diez brazas no la encontrase, entonces pudiera tomarla de la del vecino, llenando dos veces cada día una vasija de seis congios, o diez y media azumbres; porque creyó que era más razón auxiliar a la indigencia que favorecer la desidia. Señaló también con mucho conocimiento medidas para las plantaciones, mandando que los que pusiesen en su campo cualesquiera otras plantas las retirasen del campo del vecino cinco pies; pero nueve los que plantasen higueras u olivos, por cuanto se extienden más lejos con sus raíces, y no se aproximan sin daño a otras plantas, sino que les roban el alimento y despiden efluvios perjudiciales. Al que quisiese hacer zanja o fosa, le mandó lo hiciese a tanta distancia del vecino cuanta fuese su profundidad; y que el que formase colmenar se apartara de los anteriormente hechos trescientos pies.

De las producciones solamente concedió la exportación a país extranjero del aceite, prohibiendo la salida de todas las demás, y mandando que el arconte hiciera públicas imprecaciones contra los extractores, o en su defecto pagara cien dracmas al erario. Es la primera tabla la que contiene esta ley. Pueden muy bien no ir errados, dirá cualquiera, los que afirman que en lo antiguo era también prohibida la exportación de los hijos, y que parece haberse dado el nombre de sicofanta al que denunciaba a los exportadores. Dio igualmente ley sobre el daño que causan los cuadrúpedos, en la cual mandaba que el perro mordedor fuese entregado con una rastra de cuatro codos, en lo que parece haber consultado a la seguridad. Da también que pensar su ley acerca de los que habían de ganar el derecho de ciudadanos, porque no lo concedió sino a los que salían de su patria a destierro perpetuo y a los que se trasladaban con toda su casa para ejercer alguna arte. Dícese que lo dispuso así, no tanto por repeler a los demás, como por atraer a Atenas a los que daba seguridad de disfrutar aquel derecho; y esta confianza la ofrecían, los unos, habiendo perdido su patria por necesidad, y los otros, habiéndola dejado por una meditada resolución. Fue asimismo establecimiento propio de Solón la ley sobre comer en la casa del común, a lo que llamó asistir por veces al banquete, porque no quiso que uno mismo concurriese a él frecuentemente; y al que cuando le tocaba no quería asistir, le puso pena; teniendo lo primero por avaricia, y esto segundo por desdén y desprecio de las cosas públicas.

Dio valor a sus leyes para cien años, y las hizo escribir en maderos cuadrados, colocados en nichos de madera que pudiesen girar, de los cuales todavía quedan algunos restos en el Pritaneo, dándoseles el nombre de tablas, como dice Aristóteles; y Cratino el Cómico dice: ¡Por Solón y Dracón!, con cuyas tablas los Atenienses tuestan hoy el farro. Algunos son de la opinión de que se llamaban tablas, curbeis, aquellas en que se trataba de sacerdocios y sacrificios; cilindros con eje, axones, las demás. El Consejo, prestó en cuerpo el juramento de hacer estables las leyes de Solón, y luego en individuo le prestó cada uno de los Tesmotetas en la plaza sobre la piedra del foro, prometiendo bajo él que si quebrantaba sus disposiciones ofrecería en Delfos una estatua de oro a su propia medida. Conociendo la irregularidad del mes y el movimiento de la luna, que no coincide ni con el sol poniente ni con el levante, sino que en un mismo día se adelanta y se junta con el sol, determinó que este mismo día se llamara primero y nuevo, juzgando que la parte de él que precedía a la conjunción correspondía al mes saliente, y la otra parte al que empezaba; siendo al parecer el primero que entendió a Homero cuando dice: Parte del mes que sale y del que empieza. Al día siguiente le llamó Neomenia; luego no añadía a los precedentes el que seguía al veinte, sino que quitando y detrayendo contaba hasta el de treinta, según aparecían las fases de la luna. Promulgadas las leyes, cada día había gentes que buscaban a Solón, ora alabándolas, ora reprendiéndolas y ora aconsejando que en las escritas añadiese o quitase lo primero que les ocurría. Muchos le hacían preguntas, criticaban, y le rogaban les explicase y declarase en cada cosa cuál era su sentido. Viendo, pues, que el no hacerlo era extraño, y que el condescender era desagradable y molesto, quiso sustraerse a tales dudas y a las incomodidades y disputas de los ciudadanos; porque, como dijo él mismo, en las cosas grandes es muy difícil agradar a todos: por tanto, tomando por pretexto el tráfico de mar para sus viajes, se hizo a la vela, habiendo pedido a los Atenienses se le permitiera ausentarse por diez años, con la esperanza de que en este tiempo ya se les habrían hecho familiares sus leyes.

Dirigióse primero a Egipto, y allí se detuvo, como lo dijo él mismo, Del Nilo en la anchurosa embocadura, y junto a la ribera de Canopo. Allí gastó cierto tiempo en filosofar con Psenofis de Heliópolis, y con Sonquis de Sais, los más sabios e instruidos de aquellos sacerdotes; y habiendo oído en las conferencias que con ellos tuvo la relación de la Atlántida, se propuso, como dice Platón, exponerla a los Griegos en un poema. Navegando de allí a Chipre, fue muy estimado de Filocipro, uno de los reyes de la isla, el cual habitaba una ciudad pequeña, fundada por Demofoonte el de Teseo en la ribera del río Clario, en un sitio, fuerte sí, pero áspero y estéril. Persuadióle, pues, Solón que trasladando la ciudad a la llanura inmediata la hiciese más extensa y agradable, y presenciándolo, tomó a su cuidado la fábrica y el adornarla lo posible para la conveniencia y para la seguridad, por lo cual eran muchos los habitantes que acudían a Filocipro, con envidia de los otros reyes. Agradecido éste por tanto, hizo a Solón la honra de que, llamándose antes la ciudad Epia, de su nombre se llamase Solos. Hace mención él mismo de esta fundación, porque saludando en sus elegías a Filocipro, le dice: Tú ahora en Solos reines largos años, y en pos de ti la habite tu linaje. A mi Cipris, de violas coronada, de esta isla bella en la ligera nave ileso y sin peligro me conduzca; y de la fundación en grato premio me dé que vuelva a ver la dulce patria.

Su viaje a la corte de Creso hay algunos que lo miran como invento y ficción anacrónica; mas yo una narración tan pregonada por la fama, contestada por tantos testigos, y lo que es más, tan conforme con las costumbres de Solón, y tan digna de su prudencia y sabiduría, no me parece que debo desecharla en obsequio de ciertas reglas cronológicas que millares de escritores andan rectificando hasta hoy, sin que les sirvan para venir a un sentir común entre tantas opiniones contradictorias. Dícese, pues, que llegado Solón a Sardis a ruegos de Creso, le sucedió lo mismo que a los que de las tierras interiores se encaminan al mar por la primera vez; y es que creen ser el mar cada uno de los ríos que van encontrando: así Solón, discurriendo por el palacio, y viendo a muchos de los palaciegos costosamente vestidos, y afectando gravedad entre una turba de ministros y guardias, cada uno creía que era Creso, hasta que llegó éste, que se hallaba recostado, teniendo de adorno todo cuanto en pedrería, en los colores del vestido y en alhajas de oro podía verse de más preciado y apetecido para que fuese un espectáculo sumamente vario y majestuoso. Cuando Solón llegó a ponérsele enfrente, nada se advirtió en él, ni nada dijo a tal novedad de lo que Creso había imaginado; antes cualquiera hombre sagaz comprendiera con facilidad que miraba con desprecio toda aquella insolente y necia ostentación; por lo cual mandó el rey que los tesoros de todas sus riquezas, y cuanto quedaba en su guardajoyas y guardarropa, se mostrara y pusiera a la vista de quien no necesitaba ni mirarlos, teniendo lo bastante en él mismo para juzgar de sus costumbres y carácter. Cuando volvió de haberlo registrado todo, le preguntó Creso si conocía entre los hombres quien fuese más feliz que él; respondióle Solón que había conocido a un su ciudadano llamado Tello; y habiéndole explicado que este Tello, hombre bueno, habiendo dejado unos hijos muy recomendables, y habiendo vivido sin verse en escasez de nada de lo que se contempla necesario, había tenido una muerte gloriosa, declarado benemérito de la patria, túvole desde luego Creso por extravagante e inurbano, pues que no ponía en el oro y la plata la medida de la felicidad, sino que tenía en más la vida y muerte de un hombre particular y plebeyo que toda aquella majestad y poderío. Con todo, volvióle a preguntar si además de Tello había conocido alguno otro más feliz: volviendo Solón a responder que conoció a Cleobis y Bitón, hermanos, muy amantes entre sí y muy amantes de su madre, los cuales, como los bueyes se tardasen, poniendo sus cuellos bajo el yugo de la carroza, habían llevado a su madre al templo de Hera entre las bendiciones de todos los ciudadanos y con el mayor contento suyo, y ellos después, habiendo hecho sacrificios y libaciones, ya no volvieron a levantarse más, sino que se conoció claramente que habían tenido una muerte libre de todo dolor e incomodidad, en medio de tanta gloria y aplausos. Enfadado ya entonces, le dijo Creso: “¿Conque a mí no me das lugar ninguno en el número de los felices?” Solón a esto, no queriendo adularle, ni tampoco irritarle más, “A los Griegos, oh rey de Lidia- le contestó-, nos ha concedido Dios una medianía en muchas cosas, y nos ha hecho participantes de cierta sabiduría tranquila y confiada, según parece, la cual es toda popular, no regia y brillante, como nacida de aquella misma medianía; ésta, pues, viendo sujeta la vida a tan diversas fortunas, no nos deja engreírnos con los bienes presentes, ni admirar en el hombre una felicidad que puede tener mudanza con el tiempo; porque cada uno tiene sobre sí un porvenir muy vario, por lo mismo que es incierto; y aquel tenemos por feliz a quien su buen hado le ha proporcionado ser dichoso hasta el fin. Mas la felicidad del que todavía está vivo y sujeto a riesgos es insegura y falible, como el parabién y la corona del que todavía está peleando”. Dicho esto, se retiró Solón, dejando disgustado a Creso, pero no corregido.

Hallábase en Sardis el fabulista Esopo, llamado por Creso; y siendo tratado con distinción, estaba mal con Solón, porque no era capaz de ninguna condescendencia; así, en aire de amonestación, le dijo: “¡Oh, Solón! con los reyes o se ha de conversar poco o a su gusto”, y Solón a esto: “O muy poco o para su bien”. Pero ello es que por entonces Creso hizo poca cuenta de él. Cuando más adelante, peleando con Ciro, fue vencido en la batalla, perdió su ciudad, y, quedando prisionero, iba a ser quemado vivo; dispuesta ya la hoguera, al ir a ser arrojado en ella sujeto con prisiones, a presencia de muchos Persas y del mismo Ciro, levantando la voz cuanto alcanzó y pudo, gritó hasta tres veces: “¡Oh Solón!” Maravillóse Ciro, y envió a que le preguntaran qué hombre o qué dios era aquel Solón a quien en tan grande infortunio evocaba. Creso, sin omitir nada, respondió: “Este era un hombre sabio entre los Griegos, al que yo envié a llamar, no porque quisiere oír o aprender nada de lo que me convenía, sino para que viese y fuera testigo de aquella dicha que es mayor mal haberla perdido que fue bien el poseerla, porque era fábula y opinión de bien mientras fue presente, pero su mudanza remata en males gravísimos e insufribles tormentos; y aquel varón, conjeturando de lo de entonces lo que ahora sucede, me excitaba a que atendiera al término de la vida, y no me perjudicara a mí mismo, seducido con opiniones instables”. Luego que hizo esta relación, siendo Ciro más avisado que Creso, y viendo confirmado el dicho Solón con aquel ejemplar, no sólo dejó libre a Creso, sino que le tuvo consideración mientras vivió, y tuvo Solón respecto de estos dos reyes la gloria de haber con una palabra sola salvado al uno e instruido al otro.

Suscitáronse en la ausencia de Solón nuevos alborotos, estando al frente de los de la tierra llana Licurgo; de los litorales, Megacles de Alcmeón, y Pisístrato, de los de las montañas, en cuya facción se comprendía la turba jornalera, que era la más desafecta a los ricos: de manera que todavía regían en la ciudad las mismas leyes; pero se esperaban novedades en los negocios y se deseaba por todos nuevo trastorno, aguardando, no ya una igualdad, sino salir cada uno mejor librado en la mudanza, y dominar a los de los otros partidos. Vuelto Solón a Atenas cuando las cosas se hallaban en este estado, de todos recibió las mismas muestras de respeto y honor; mas para tratar y manejar los negocios públicos no se hallaba con el mismo poder y ardor a causa de su vejez, por lo que privadamente se dirigió a los jefes de los partidos con intento de deshacer éstos y de reconciliarlos, pareciéndole que, más que de los otros, sería escuchado de Pisístrato. Porque tenía gracia y afabilidad para el trato, era benéfico con los pobres y en las enemistades era suave y moderado. Aun aquellas dotes de que por naturaleza carecía, las imitaba de manera que parecían ser más suyas que las que realmente le asistían: así pasaba por hombre prudente y modesto, por amante de la igualdad y por opuesto a los que pudieran pensar en alterar el estado presente y promover novedades, de forma que engañó a muchos. Mas Solón luego conoció su índole, y fue el primero en prever sus ideas insidiosas; sin embargo, no se indispuso con él, sino que procuró ablandarle y corregirle, diciéndole a él mismo y a otros que si su alma se purgara del amor a la preferencia, y se curara del deseo de reinar, no habría ninguno ni más bien dispuesto para la virtud, ni mejor ciudadano. Comenzaba entonces Tespis a alterar la tragedia, de cuya novedad eran muchos atraídos, aunque todavía no había llegado a ser materia de contiendas y certámenes, y Solón, que por carácter era amigo de oír y aprender, y que en la vejez se había dado más todavía a la quietud, al estudio, a la música, y aun a los banquetes, asistió a un drama en que, como entre los antiguos era costumbre, representó el mismo Tespis. Acabado el espectáculo, saludó a éste y le preguntó cómo no se avergonzaba de haber acumulado tanta mentira; y como le respondiese éste que nada había de malo en que aquellas cosas se dijesen por entretenimiento, dando Solón un fuerte bastonazo en el suelo: “Pronto- repuso-, aplaudiendo y dando aprecio a este entretenimiento, nos hallaremos con él en nuestros negocios y contratos”.

Después que Pisistrato, lastimándose con sus propias manos, se hizo llevar en carroza a la plaza, e irritó al pueblo con hacerle creer que sus enemigos, por causa de la república, le habían ultrajado, siendo muchos los que con grande gritería se mostraban indignados del caso, corrió Solón hacia él, y parándose a su lado: “Muy poco a propósito remedas, oh hijo de Hipócrates- le dijo-, al Ulises de Homero, porque para dominar a tus ciudadanos haces aquello propio con que Ulises engañó a sus enemigos, lastimándose a sí mismo”. De estas resultas, la muchedumbre se mostraba dispuesta a defender a Pisístrato; juntáse el pueblo, y haciendo Aristón proposición por escrito de que para custodia de su persona se dieran a Pisístrato cincuenta maceros, levantándose Solón lo contradijo, e hizo presentes al pueblo muchas cosas por el término de éstas que escribió en sus poemas: Os pagáis de la lengua y las palabras de un hombre enlabiador y artificioso; mas no miráis, atentos, su conducta. Una astuta vulpeja cada uno, sois todos juntos un tropel de bobos. Mas viendo que los pobres, decididos a servir a Pisístrato, movían alborotos, y que los ricos se retiraban sobrecogidos de miedo, se retiró también, diciendo que era más avisado que los unos y más alentado que los otros: más avisado que los que no comprendían qué era lo que en realidad había habido, y más alentado que los que comprendiéndolo, temían contrarrestar a la tiranía. Sancionó el pueblo el decreto, y no anduvo en cortapisas con Pisístrato sobre el número de los maceros, sino que le dejó mantener y llevar consigo cuantos quiso, hasta que se apoderó de la ciudadela. Verificado esto, como la ciudad se conmoviese ya contra él, Megacles y los demás Alemenoides huyeron; Solón era ya entonces demasiado anciano, y no tuvo quien le auxiliase; mas, sin embargo, se presentó en la plaza y arengó a los ciudadanos, vituperando por una parte su inconsideración y afeminamiento, y exhortándolos e incitándolos por otra a no hacer el abandono de su libertad. Entonces les dijo aquella memorable sentencia: que antes les habría sido más hacedero impedir que naciese la tiranía; pero entonces les sería más laudable y glorioso el arrancarla y desarraigarla, cuando ya estaba prendida y consistente; y como por el miedo nadie se pusiese a su lado, se fue a su casa, y tomando sus armas, las puso fuera de la puerta, y dijo: “Por mi parte, he servido cuanto he podido a la patria y a las leyes”. Y de allí en adelante hubo de estarse quieto. Instábanle los amigos para que huyese; pero no les dio oídos, y componiendo unos versos, reconvenía así a los Atenienses: Si tenéis que sufrir, vuestra es la culpa; no de los Dioses lo llaméis castigo. Dando vosotros alas a estas gentes, los habéis ensalzado, y ahora el premio es una torpe y mala servidumbre.

En tanto, eran muchos los que le advertían que iba a ser víctima del tirano; y como le preguntasen qué era en lo que tan imprudentemente confiaba, “En la vejez”, les respondió. Mas con todo Pisístrato, apoderado ya de toda la autoridad, tuvo tanto miramiento con Solón, honrándole, contemplándole y enviándole a llamar, que fue éste su consultor, y aun celebró algunas de las cosas que hacía; porque aquel conservó la mayor parte de las leyes de Solón, guardándolas primero él mismo, y precisando a ello a sus amigos; y llamado a juicio sobre un homicidio al Areópago cuando ya dominaba, compareció con gran modestia para defenderse, sino que el acusador se desistió. Publicó además por si otras leyes, de las cuales es una la que disponía que los imposibilitados en la guerra fuesen mantenidos del erario público; lo que dice Heraclides, imitó Pisístraío de Solón, que decretó se hiciese así con Tersipo, que había quedado estropeado; y según testimonio de Teofrasto, no fue Solón el que hizo la ley contra la ociosidad, sino Pisístrato, que con ella hizo todo el país más activo y alivió de ciertas gentes a la ciudad. Solón, habiendo entonces emprendido la relación o fábula de la Atlántida, de que se instruyó en los coloquios que tuvo en Sais, por creer que convenía a los Atenienses, hubo de abandonar aquel trabajo, no por sus ocupaciones, como dice Platón, sino por la vejez, acobardado con lo grande de la empresa; porque la sobra que tenía de ocio la indica aquella expresión: Me hago anciano, aprendiendo cada día. Y estas otras: Son las obras en que ahora me complazco las de Afrodita y Baco y de las Musas, que forman de los hombres las delicias.

Como solar vacante en país delicioso, a que tenía derecho por el parentesco, tomó Platón por su cuenta para edificar en él y exornarlo, el argumento de la Atlántida, y al exordio le puso tan magníficas portadas, y tales muros y patios, cuales no los tuvo nunca ninguna relación, o fábula, o poema; mas lo emprendió tarde, y antes que con la obra acabó con la vida, dejándonos tanto más deseosos e incomodados por lo que falta, cuanto más divierte y recrea lo que alcanzó a escribir; porque así como la ciudad de Atenas, entre sus grandes obras, sólo dejó imperfecto el templo de Zeus Olímpico, de la misma manera la sabiduría de Platón sólo dejó sin acabar la obra de la Atlántida. Sobrevivió Solón a la tiranía de Pisístrato, según el testimonio de Heraclides Póntico, largo tiempo; mas según el de Fanias de Éreso, menos de dos años; porque Pisístrato se apoderó de la autoridad bajo el arconte Comias, y según Fanias, murió Solón bajo el arconte Hegestrato, que sucedió a Comias. El haber sido después de quemado su cuerpo aventada la ceniza por la isla de Salamina, debe tenerse, a causa del ningún motivo que para ello hubo, por enteramente increíble y fabuloso, sin embargo de haberlo escrito muchos autores fidedignos, y entre ellos el filósofo Aristóteles.