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Viendo César en Roma ciertos forasteros ricos que se complacían en tomar y llevar en brazos perritos y monitos pequeños, les preguntó, según parece, si las mujeres en su tierra no parían niños; reprendiendo por este término, de una manera verdaderamente imperatoria, a los que la inclinación natural que hay en nosotros al amor y afecto familiar, debiéndose a solos los hombres, la trasladan a las bestias. Puesto que nuestra alma es por naturaleza curiosa y ávida de espectáculos, ¿no es razonable censurar a los que abusan de este instinto, consagrándolo a lecciones y espectáculos indignos de atención y despreocupándose, por otra parte, de las cosas bellas y útiles? Porque a los sentidos, como obran pasivamente, al recibir la impresión de cualquiera objeto puede serles preciso reparar en lo que los hiere, bien sea provechoso, o bien inútil; mas de la razón a cada uno le es dado usar como quiere, y dirigirla fácilmente al objeto que le parece o apartarla de él. Conviene, por tanto, volverla a lo mejor, no para examinarlo sólo, sino para alimentarse y recrearse con su contemplación. Porque así como al ojo aquel color le es conveniente que con su vivacidad y blandura excita y recrea la vista, así también conviene emplear la inteligencia en objetos que con recreo la inclinen hacia el bien que le es natural y propio. Tales son las obras y acciones virtuosas que con sólo que se refieran engendran cierto deseo y prontitud capaces de conducir a su imitación; pues en las demás, al admirar sus frutos o productos no suele seguirse el conato de ejecutarlas, antes por el contrario, muchas veces, causándonos placer la obra, miramos mal al artífice, como sucede con los ungüentos y la púrpura; estas cosas nos gustan, pero a los tintoreros y aparejadores de afeites los tenemos por mecánicos y serviles. Por esto Antístenes, habiendo oído de Ismenias que era buen flautista, repuso, con razón: “Pero hombre baladí, pues a no serlo, no sería tan diestro flautista”; y Filipo, a su hijo, que en un festín había cantado con gracia y habilidad: “¿No te avergüenzas, le dijo, de cantar tan diestramente? Porque a un rey le basta, cuando tenga vagar, oír a los que cantan, y da bastante a las Musas con presenciar los certámenes de los que en ellas sobresalen”.

La ocupación, pues, en las cosas serviles halla contra sí misma confirmación que la convenza de desidia hacia la virtud en el trabajo que se emplea en los negocios fútiles; pues ningún joven de generosa índole, o por haber visto en Pisa la estatua de Zeus ha deseado ser un Fidias, o un Policleto por haber visto en Argos la de Hera; ni un Anacreonte, un Filemón, o un Arquíloco, por haber oído los versos de estos poetas, pues no es preciso que, porque la obra deleite como agradable, sea digno de estimación el artífice. Portanto, es visto que no son de provecho para los espectadores aquellas cosas que no engendran celo de imitación, ni tienen por retribución el incitar al deseo y conato de aspirar a la semejanza; mas la virtud es tal en sus obras, que con el admirarlas va unido al punto el deseo de imitar a los que las ejecutan; porque en las cosas de la fortuna lo que nos complace es la posesión y el disfrute; pero en las de la virtud, la ejecución; y aquellas queremos más que nos vengan de los otros, y éstas, por el contrario, que las reciban los otros de nuestras manos; y es que lo honesto mueve prácticamente y produce al punto un conato práctico y moral, infundiendo un propósito saludable en el espectador, no precisamente por la imitación, sino por sola la relación de los hechos. De aquí nació en mí el propósito de proseguir este género de escritura relativo a las Vidas, y éste es el décimo libro que componemos, que contiene las de Pericles y de Fabio Máximo, el que combatió con Aníbal, varones parecidos entre sí en otras virtudes, pero muy especialmente en la mansedumbre y la justicia, y en haber sido ambos muy útiles a sus patrias con saber llevar las injusticias de los pueblos y de sus colegas; si acertamos o no en nuestro juicio, podrá verse lo que escribimos.

Era Pericles, por la tribu, Acamántida, y por su demo, Colargeo, y de los primeros por su casa y linaje, así por parte de padre como de madre. En efecto: Jantipo, el que venció en Mícala a los generales del rey, se casó con Agarista, descendiente de Clístenes, el que arrojó a los Pisistrátidas, y destruyó valerosamente la tiranía, publicando leyes y estableciendo un gobierno el más acomodado para la concordia y el bienestar. Parecióle a aquella entre sueños que paría un león, y de allí a breves días dio a luz a Pericles, que en toda la demás conformación de su cuerpo no tenía defecto, y solamente la cabeza era muy prolongada y desmedida. Por esto en casi todas sus estatuas se le retrata con yelmo, no queriendo, según parece, mortificarle los artistas; y los poetas áticos le llamaban esquinocéfalo, cabeza de albarrana, porque a esta especie de cebolla llamada escila algunos le decían esquino. De los poetas cómicos, Cratino en Los Quirones dice: La sedición y el ya canoso tiempo en unión monstruosa se ayuntaron; y un tirano nació, que de los Dioses fue congregacabezas saludado. Y también en la Némesis: ¡Ven ¡oh Zeus hospedero y bienhadado! Teleclides, en un lugar, dice que, dudoso con los negocios, se sentaba en la ciudad muy cargado de cabeza, y en otro lugar, que él solo, con su cabeza descomunal, movía grande alboroto. Y Éupolis, en su comedia Los populares, preguntado sobre cada uno de los demagogos que iban volviendo del infierno, cuando en último lugar se nombró a Pericles: ¿A qué ahora trajiste de allá bajoa ése que de todos es cabeza?

Muchos escriben que fue Damón su maestro en la música, diciendo que la primera sílaba de este nombre debe pronunciarse breve; pero Aristóteles es de opinión que se dedicó a la música bajo la enseñanza de Pitoclides. Lo que se infiere es que Damón, que era consumado sofista, quiso tomar por pretexto el nombre de la música, disfrazando así para con la muchedumbre su principal habilidad; pues estaba al lado de Pericles como de un atleta, sirviéndole de ungüentario y maestro en las cosas públicas. Ni se dejó de echar de ver que Damón tomaba la lira por pretexto y disimulo; antes luego que, como hombre de peligrosos intentos y favorecedor de la tiranía, fue condenado al ostracismo, dio por aquella causa materia a los poetas cómicos; de los cuales, Platón hace que uno le pregunte, en cabeza de aquel, de esta manera: A esto ante todas cosas da respuesta. ¡Es común opinión que tú, oh perverso, fuiste quien a Pericles educaste! Oyó también Pericles a Zenón Eleata, que trató de las cosas naturales al modo de Parménides, y practicó por vez primera un método dialéctico tan sutil y lleno de argucias, que desconcertaba al adversario, según que Timón Fliasio lo indicó en estos versos: Era grande el poder, mas no engañoso,de Zenón doble-lengua; que de todos, como abeja, solícita escogía. Mas quien siempre asistió al lado de Pericles, quien le infundió principalmente aquella altivez y aquel espíritu domeñador de la muchedumbre, y quien dio majestad y elevación a sus costumbres, fue Anaxágoras de Clazómenas, al cual los de su edad le apellidaban Inteligencia, o admirando su grande prudencia y sus singulares y adelantados conocimientos en las cosas físicas, o porque fue el primero que estableció por principio ordenador de todos los seres, no el acaso o la necesidad, sino una razón pura e ilibada, difundida en todas las cosas, que puso diferencias entre las que eran semejantes y estaban mezcladas.

Gustaba extrañamente Pericles de este filósofo, y, penetrado de su doctrina sobre los fenómenos celestes y de su metafísica sublime, no solamente adquirió, como era natural, un ánimo elevado y un modo de decir sublime, puro de toda chocarrería y vulgaridad, sino que con su continente inaccesible a la risa, con su modo grave de andar, con toda la disposición de su persona, imperturbable en el decir, sucediera lo que sucediese, con el tono inalterable de su voz, con todas estas cosas sorprendía maravillosamente a todos. Estuvo en una ocasión un hombre infame y disoluto insultándolo todo el día, y lo aguantó, aun en la plaza, mientras tuvo que despachar los negocios que ocurrieron: a la tarde se retiraba tranquilo a casa, y aquel hombre se puso a seguirle, vomitando contra él toda suerte de dicterios: llegó a casacuando ya había oscurecido, y mandó a un criado que tomase un hacha y fuese acompañando a aquel hombre hasta su posada. El poeta Ion dice que el trato de Pericles era arrogante y soberbio, y que a lo jactancioso se reunía en él cierta altivez y desprecio de los demás; y celebra a Cimón de atento, de afable y de festivo en las concurrencias. Pero sin hacer caso de Ion, que, al modo que en la representación trágica, quiere que también en la virtud haya un poquito de sátira, a los que a la gravedad de Pericles le daban el nombre de arrogancia y soberbia los exhortaba Zenón a que ellos también se mostraran orgullosos de modo semejante, para que la ficción de lo bueno engendrara en sus ánimos, sin que lo echasen de ver, recta imitación y costumbre.

Ni sólo este fruto sacó Pericles de su comunicación con Anaxágoras, sino que parece haberse hecho con ella superior a la superstición, que infunde terror en los efectos meteóricos y naturales a los que ignoran sus causas, y en las cosas divinas, a los que con ellas deliran, y se asustan por falta de experiencia; pues la ciencia física la disipa inspirando, en lugar de una superstición tímida y vana, una piedad sólida, acompañada de las mejores esperanzas. Cuéntase que trajeron una vez a Pericles la cabeza de un carnero que no tenía más de un solo cuerno, y que Lampón el adivino, luego que vio el cuerno fuerte y firme que salía de la mitad de la frente, pronunció que, siendo dos los bandos que dominaban en la ciudad, el de Tucídides y el de Pericles, sería de aquel el mando y superioridad en el que se verificase aquel prodigio; pero Anaxágoras, abriendo la cabeza, hizo ver que el cerebro no llenaba toda la cavidad, sino, que formaba punta como huevo, yendo en disminución por toda aquella hasta el punto en que la raíz del cuerno tomaba principio. Por lo pronto, Anaxágoras fue muy admirado de los que se hallaron presentes; pero de allí a poco lo fue también Lampón, cuando, desvanecido el poder de Tucídides, recayó en Pericles todo el manejo de los negocios públicos. Mas a lo que entiendo, ninguna oposición o inconveniente hay en que acertasen el físico y el adivino, y que atinase aquel con la causa, y éste con el fin; siendo de la incumbencia del uno el examinar de dónde y cómo provenía, y del otro, pronosticar a qué se dirigía y qué significaba. Los que son de opinión de que el hallazgo de la causa es destrucción de la señal no reparan en que juntamente con las señales de las cosas divinas quitan las de las artificiales y humanas: el ruido de los discos, la luz de los faros, la sombra del puntero de los relojes de sol, cada una de las cuales cosas por artificio y disposición humana es signo de otra. Mas esto quizás es más bien asunto de otro tratado que del presente.

Pericles ya desde joven se iba con mucho tiento con el pueblo, porque en la conformación del rostro era muy parecido a Pisístrato el tirano, y los más ancianos admiraban en él, cuando le oían hablar, lo dulce de la voz y la volubilidad y prontitud de la lengua por la misma semejanza. Siendo además expectable por su riqueza y su linaje, y teniendo amigos de mucho poder, de miedo del ostracismo ninguna parte tomaba en las cosas de gobierno; pero en las expediciones militares se acreditaba de valeroso y arriscado. Cuando ya murió Arístides, Temístocles fue condenado, y Cimón estaba constantemente con la escuadra fuera de la Grecia, se fue Pericles aproximando al pueblo, con tal arte que tomó la causa de la muchedumbre y de los pobres, en vez de la de los pocos y los ricos, no obstante que su carácter nada tenía de popular, sino que temeroso, a lo que parece, de caer en sospecha de tiranía, y observando que Cimón era aristocrático y muy preciado de lo mejor de la ciudad, se puso del lado de los muchos, tanto para labrarse su seguridad propia, como para formar contra éste un partido poderoso. Aun en lo relativo al método de vida tomó desde entonces otro sistema; porque parece que para él no había en la ciudad otro camino que el de la plaza pública y el consejo: ¡de tal modo dio de mano a los convites para festines y a toda clase de reunión y concurrencia! Así, en todo el tiempo que mandó, que fue muy largo, no se le vio concurrir a convite alguno en casa de ningún ciudadano, sino únicamente en la boda de su primo Euriptólemo, en la que estuvo hasta las libaciones, y luego se levantó. Porque las concurrencias llevan mal todo lo que es altivez, y es muy difícil en la familiaridad conservar aquella gravedad que da opinión. Mas en la verdadera virtud, lo más loable es lo que más se manifiesta al público, y en los hombres buenos nada hay tan admirable para los de afuera como lo es su vida cotidiana para los de su casa; pero éste, huyendo respecto del pueblo la relación continua y el fastidio, no se le presentaba sino como escatimándose, ni hablaba en todo negocio, ni siempre se mostraba al público, sino que, reservándose para los casos de importancia, como de la nave de Salamina, dice Critolao, las demás cosas las ejecutaba por medio de sus amigos o de oradores de su partido; de los cuales se dice que era uno Efialtes, que fue el que debilitó la autoridad del Areópago, escanciando a los ciudadanos, según expresión de Platón, una grande e inmoderada libertad, con la que el pueblo, como caballo sin freno, según que se lo echan en cara los poetas cómicos: No tuvo a bien mostrarse ya sumiso, sino morder osado a la Eubea, y hacer insultos a las otras islas.

A este orden de vida y a la elevación de su ánimo procuraba acomodar, como órgano conveniente, su lenguaje, para lo que consultaba frecuentemente a Anaxágoras, coloreando con la ciencia física, como con un tinte retórico, la dicción. Porque reuniendo aquel, por sus conocimientos en la física, la razón sublime obradora de todo, como dice el divino Platón, a su excelente natural, y juntando siempre lo conducente con el artificio en el decir, se aventajó mucho a todos los demás; y de aquí dicen que tuvo el sobrenombre; aunque hay quien diga que de los primores con que adornó la ciudad, y otros que de su autoridad en el gobierno y en los ejércitos, le vino el que le llamasen Olimpio: bien que nada de extraño habría en que todas estas cosas hubiesen contribuido en aquel hombre insigne para esta gloriosa denominación. Mas las comedias de sus contemporáneos lanzaron por entonces muchas voces serias o ridículas contra él; de su modo de decir muestran habérsele originado principalmente el tal sobrenombre porque decían de él que tronaba, que lanzaba centellas, y que llevaba en la lengua un tremendo rayo, cuando hablaba en público. Hácese también mención en este punto de un dicho de Tucídides, hijo de Melesio, que expresa con gracia la destreza de Pericles. Era Tucídides hombre recto y bueno, y en el gobierno había estado largo tiempo en contradicción con Pericles. Preguntándole, pues, Arquidamo, rey de los Lacedemonios, cuál de los dos, Pericles o él, era mejor combatiente, “cuando le he derribadodijo-, luchando con él, luego replica que no ha caído, que vence, y se los persuade a los que se hallan presentes”. El mismo Pericles era tímido y circunspecto en el decir; y así, al subir a la tribuna, pedía siempre a los Dioses que no se le escapase, sin advertirlo, ni una sola palabra que no fuese acomodada a su intento y a lo que éste pedía. Y lo que es escrito no dejó nada, a excepción de los decretos; pero se conservan en la memoria unos cuantos dichos suyos notables, muy pocos; cual es haber dispuesto que como una legaña se separase a Egina del Pireo, y aquello de decir: “Me parece que veo ya la guerra venir del Peloponeso”. Y en una ocasión en que Sófocles, su colega en el mando, hizo con él un viaje de mar, celebrando éste de lindo a un mocito: “Un general- le dijo- no sólo ha de tener puras las manos, sino también los ojos”. Y Estesímbroto refiere que, elogiando en la tribuna a los que había muerto en Samo, dijo que “se habían hecho inmortales, como los Dioses, porque tampoco a éstos los vemos, sino que de los honores que se les tributan y de los bienes que nos dispensan conjeturamos que son inmortales, y esto mismo cuadra a los que mueren por la patria”.

Tucídides nota de aristocrático el gobierno de Pericles, diciendo que, aunque en las palabras era democrático, en la realidad era mando de uno solo; y otros muchos han escrito que bajo él fue por la primera vez seducida la plebe con repartimientos y con pagarle los espectáculos y darle jornal; con las cuales disposiciones se la acostumbró mal, y se hizo pródiga e indócil, de templada y laboriosa que antes era: veamos, pues, por los hechos mismos, cuál fue la causa de esta mudanza. Contrarrestando Pericles en el principio, como hemos dicho, a la gloria de Cimón, se adhirió a la muchedumbre; mas siendo inferior en riqueza e intereses, con los que éste ganaba a los pobres, dando cotidianamente de comer a los Atenienses necesitados, vistiendo a los ancianos y echando al suelo las cercas de sus posesiones para que tomaran de los frutos los que quisiesen, frustrado Pericles con estas cosas, recurrió al repartimiento de los caudales públicos aconsejándoselo así Damónides de Ea, según testimonio de Aristóteles. Con las dádivas, pues, para los teatros y para los juicios, y con otros premios y diversiones, corrompió a la muchedumbre, y se valió de su poder contra el consejo del Areópago, en el que no tenía parte, por no haberle cabido en suerte ser o Arconte, o Tesmoteta, o Rey, o Polemarco; porque estos empleos eran sorteables de antiguo, y de ellos los ciudadanos más aprobados pasaban al Areópago; por esta causa, cuando Pericles tuvo gran influjo en el pueblo, le convirtió contra este consejo, consiguiendo quitarle el conocimiento de muchos negocios por medio de Efialtes, y hacer salir desterrado a Cimón, como apasionado de los Lacedemonios y desafecto a la muchedumbre: varón que a nadie cedía en hacienda y linaje, que en muchos combates había alcanzado brillantes victorias de los bárbaros, y que con grandes sumas y cuantiosos despojos había enriquecido la ciudad, como lo escribimos en su vida: ¡tal era el poder de Pericles en el pueblo!

No se acababa por la ley el ostracismo, para los que sufrían, esta especie de destierro, hasta los diez años; pero en este medio tiempo los Lacedemonios invadieron el territorio de Tanagra, y marchando al punto los Atenienses contra ellos, Cimón, volviendo de su destierro, tomó las armas, y formó con los de su tribu, queriendo purgar con obras la sospecha de laconismo peleando al lado de sus conciudadanos; pero los amigos de Pericles se agruparon, y lo hicieron desechar como desterrado. Por esto mismo pareció que Pericles peleó en aquella ocasión con mayor denuedo, y se distinguió sobre todos, poniendo a todo riesgo su persona. Perecieron allí los amigos de Cimón, todos a una, a los que Pericles había acusado también de laconismo; y los Atenienses llegaron ya a arrepentirse y echar menos a Cimón, viéndose vencidos en las mismas fronteras del Ática, y esperando más violenta guerra todavía para el verano. Echólo de ver Pericles, y no sólo no tuvo dificultad en dar gusto a la muchedumbre, sino que él mismo escribió el decreto por el que Cimón había de ser restituido; el cual, luego que volvió, hizo la paz entre ambas ciudades, porque los Lacedemonios le miraban con inclinación, así como estaban mal con Pericles y con los demás demagogos. Algunos son de sentir que no se decretó por Pericles la restitución de Cimón, sin que antes se hiciera entre ambos, por medio de Elpinice, hermana de éste, un tratado secreto: de modo que Cimón daría al punto la vela con doscientas galeras para mandar fuera las tropas, y a Pericles le correspondería quedar con el mando en la ciudad. Parece que ya antes la misma Elpinice había suavizado para con Cimón el ánimo de Pericles cuando aquel tuvo que defenderse en la causa capital. Era Pericles uno de los acusadores, elegido por el pueblo, y habiéndosele presentado Elpinice en clase de suplicante, sonriéndose le respondió: “Vieja estás, Elpinice, vieja estás para salir adelante con tales asuntos”; mas con todo, sola una vez se levantó a hablar, no más que por cumplir con su nombramiento; y luego se retiró, habiendo sido de los acusadores el que menos incomodó a Cimón. ¿Pues quién con esto podrá dar crédito a Idomeneo, que acusa a Pericles de que habiéndose hecho amigo del orador Efialtes, y sido ambos de un mismo modo de pensar en las cosas de gobierno, por celos y por envidias dolosamente lo hizo asesinar? Yo no sé de dónde pudo recoger estos rumores para achacarlos como hiel a un hombre que, si no fue del todo irreprensible, tuvo un espíritu generoso y un alma apasionada por la gloria, con los que no es compatible una pasión tan cruel y feroz, y respecto de Efialtes, lo que hubo fue que, habiéndose hecho temer de los oligarquistas, y siendo inexorable para tomar venganza y perseguir a los que molestaban al pueblo, sus enemigos le armaron asechanzas, y ocultamente le quitaron de en medio por mano de Aristódico de Tanagra, como lo refiere Aristóteles. Cimón, en tanto, mandando la escuadra, murió en Chipre.

Los aristócratas, viendo ya a Pericles engrandecido y tan preferido a los demás ciudadanos, quisieron contraponerle alguno de su partido en la ciudad, y debilitar su poder para que no fuese absolutamente, de un monarca; y con la mira de que le resistiese, echaron mano de Tucídides, de la tribu Alopecia, hombre prudente y cuñado de Cimón. Era, sí, menos guerrero que éste; pero le aventajaba en el decir y en el manejo de los negocios; así contendía en la tribuna con Pericles, y bien pronto produjo una división en el gobierno. En efecto: estorbó que los ciudadanos que se decían principales se allegaran y confundieran como antes con la plebe, mancillando su dignidad, y más bien manifestándolos separados, y reuniendo como en un punto el poder de todos ellos, le hizo de más resistencia, y que viniera a ser como un contrapeso en la balanza; porque desde el principio hubo como una separación oscura, que, a la manera de las pegaduras del hierro, era indicio de dos partidos: el popular y el aristocrático; y ahora aquella unión y concordia de los principales dio más peso a esta división de la ciudad, e hizo que el un partido se llamara plebe, y el otro, oligarquía o de los pocos. Por esto mismo, soltando más entonces Pericles las riendas a la plebe, gobernaba a gusto de ésta, disponiendo que continuamente hubiese en la ciudad, o un espectáculo público, o un banquete solemne, o una ceremonia aparatosa, entreteniendo al pueblo con diversiones del mejor gusto. Hacía, además, salir cada año sesenta galeras, en las que navegaban muchos ciudadanos, asalariados por espacio de ocho meses, y al mismo tiempo se ejercitaban y aprendían la ciencia náutica. Enviaba asimismo mil sorteados al Quersoneso; a Naxo, quinientos; a Andro, la mitad de éstos; otros mil a la Tracia, para habitar en unión con los Bisaltas, y otros, a Italia, restablecida Síbaris, a la que llamaron Turios. Todo esto lo hacía para aliviar a la ciudad de una muchedumbre holgazana e inquieta con el mismo ocio; para remediar a la miseria del pueblo, y también para que impusieran miedo y sirvieran de guardia a los aliados, habitando entre ellos, para que no intentaran novedades.

Lo que mayor placer y ornato produjo a Atenas, y más dio que admirar a todos los demás hombres, fue el aparato de las obras públicas, siendo éste sólo el que aún atestigua que la Grecia no usurpó la fama de su poder y opulencia antigua. Y, no obstante, esta disposición era, entre las de Pericles, la de que más murmuraban sus enemigos, y la que más calumniaban en las juntas públicas, gritando que el pueblo perdía su crédito y era difamado, porque se traía de Delos a Atenas los caudales públicos de los Griegos, y aun la excusa más decente que para esto podía oponerse a los que le reprenden, a saber: que, por miedo de los bárbaros, trasladaban de allí aquellos fondos para tenerlos en más segura custodia, aun ésta se la quitaba Pericles; y así parece, decían, que a la Grecia se hace un terrible agravio, y que se la esclaviza muy a las claras, cuando ve que con lo que se la obliga a contribuir para la guerra doramos y engalanamos nosotros nuestra ciudad con estatuas y templos costosos, como una mujer vana que se carga de piedras preciosas. Mas Pericles persuadía al pueblo que de aquellos caudales ninguna cuenta tenían que dar a los aliados, pues los Atenienses combatían en su favor y rechazaban a los bárbaros, sin que aquellos pusiesen ni un caballo, ni una nave, ni un soldado, sino solamente aquel dinero, que ya no era de los que lo daban, sino de los que lo recibían, una vez que cumplían con aquello por que se les entregaba; y puesto que la ciudad proveía abundantemente de lo necesario para la guerra, era muy justo que su opulencia se emplease en tales obras, que, después de hechas, le adquirieran una gloria eterna, y que dieran de comer a todos mientras se hacían, proporcionando toda especie de trabajo y una infinidad de ocupaciones, las cuales, despertando todas las artes, y poniendo en movimiento todas las manos, asalariaran, digámoslo así, toda la ciudad, que a un mismo tiempo se embellecería y se mantendría a sí misma, Porque los de buena edad y robustos tomaban en los ejércitos del público erario lo que para pasarlo bien habían menester, y, respecto de la demás muchedumbre ruda y jornalera, no queriendo que dejase de participar de aquellos fondos, ni que los percibiese descansada y ociosa, introdujo con ardor en el pueblo gran diferencia de trabajos y obras, que hubiesen de emplear muchas artes y consumir mucho tiempo, para que no menos que los que navegaban, o militaban, o estaban en guarnición, tuvieran motivo los que quedaban en casa de participar y recibir auxilio de los caudales públicos. Porque siendo la materia prima piedra, bronce, marfil, oro, ébano, ciprés, trabajaban en ella y le daban forma los arquitectos, vaciadores, latoneros, canteros, tintoreros, orfebres, pulimentadores de marfil, pintores, bordadores y torneros; además, en proveer de estas cosas y portearlas entendían los comerciantes y marineros en el mar, y en tierra, los carreteros, alquiladores, arrieros, cordeleros, lineros, tejedores, constructores de caminos y mineros; y como cada arte, a la manera que cada general su ejército, tenía de la plebe su propia muchedumbre subordinada, viniendo a ser como el instrumento y cuerpo de su peculiar ministerio, a toda edad y naturaleza, para decirlo así, repartían y distribuían las ocupaciones, el bienestar y la abundancia.

Adelantábanse, pues, unas obras insignes en grandeza, e inimitables en su belleza y elegancia, contendiendo los artífices por excederse y aventajarse en el primor y maestría; y con todo, lo mas admirable en ellas era la prontitud; porque cuando de cada una. pensaban que apenas bastarían algunas edades y generaciones para que difícilmente se viese acabada, todas alcanzaron en el vigor de un solo gobierno su fin y perfección. Justamente se dice de aquel mismo tiempo que, jactándose el pintor Agatarco de que con la mayor prontitud acababa sus cuadros, y habiéndolo oído Zeuxis, le replicó: “Pues yo en mucho tiempo”; porque realmente la agilidad y prontitud en las obras no les da ni solidez duradera, ni perfecta belleza, y, por el contrario, el tiempo y trabajo que se gastan en la ejecución se recompensan con la firmeza y permanencia. Por lo mismo, era mayor la admiración de que, siendo las obras de Pericles de durar largo tiempo, en tan breve se hubiesen concluido; porque cada una de ellas en la belleza al punto fue como antigua, y en la solidez, todavía es reciente y nueva: ¡tanto brilla en ellas un cierto lustre que conserva su aspecto intacto por el tiempo, como si las tales obras tuviesen un aliento siempre floreciente y un espíritu exento de vejez! Todas las dirigía y de todas con Pericles era superintendente Fidias, sin embargo de que las ejecutaban los mejores arquitectos y artistas; porque el Partenón, que era de cien pies, lo edificaron Calícrates e Ictino; el purificatorio de Eleusis empezó a construirlo Corebo, y él fue quien puso las columnas sobre el pavimento y las enlazó con el chapitel; por su muerte, Metágenes Xipecio hizo la cornisa y puso las columnas altas; mas la linterna sobre el santuario la cerró Xenocles Colargeo. El muro prolongado, cuya idea dice Sócrates había oído explicar al mismo Pericles, fue obra de Calícrates. Satirízala Cratino en sus comedias, como que iba con mucha pesadez: Hace ya largo tiempo que Pericles la está con sus palabras promoviendo; mas en la realidad nada adelanta. El Odeón, que en su disposición interior tiene muchos asientos y muchas columnas, y cuyo techo es redondeado y pendiente y termina en punta, dicen que se hizo a semejanza del pabellón del rey de Persia, disponiéndolo también Pericles; por lo que el mismo Cratino, en su comedia Las tracias, se burla de él en esta manera:El Zeus esquinocéfalo, Pericles, aquí viene trayendo en el cerebro el Odeón, alegre y orgulloso, porque del ostracismo se ha librado. Efectivamente: engreído Pericles, entonces por la primera vez decretó que en las Fiestas Panateneas hubiese certamen de música, y elegido por director del certamen, él mismo señaló qué era lo que los contendientes habían de tañer con la flauta, lo que habían de cantar o tocar en la cítara; porque en el Odeón se dieron entonces y después los certámenes y espectáculos de música. Los soportales del alcázar o ciudadela se hicieron en cinco años, siendo el arquitecto Mnesicles. Un caso maravilloso ocurrido mientras se construían dio indicio de que la Diosa, lejos de repugnar la obra, tomaba parte en ella y concurría a su perfección. El más laborioso y activo de los artistas tropezó y cayó de lo alto, quedando tan maltratado que le desahuciaron los médicos. Apesadumbróse Pericles, y la Diosa, apareciéndosele entre sueños, le indicó una medicina con la cual muy pronta y fácilmente le puso bueno. Por este suceso colocó en la ciudadela la estatua de bronce de Atenea saludable junto al ara, que se dice estaba allí antes. Fidias hizo además la estatua de oro de la diosa, y en la base se lee la inscripción que le designa autor de ella. Tenía sobre sí puede decirse que el cuidado de todo, y como hemos dicho, era el superintendente de todos los demás artistas por la amistad de Pericles, lo cual le atrajo envidia, y también la calumnia de que presentaba por mal término a éste las mujeres libres que concurrían a ver las obras. Tomaron por su cuenta este rumor los autores de comedias, y difamaron a Pericles de incontinencia y disoluto, extendiendo sus calumnias hasta la mujer de Menipo, su amigo y subalterno en la milicia, y hasta la granjería de Pirilampo, otro de sus amigos; criaba éste aves, y le achacaban que regalaba pavones a aquellas con quienes Pericles se divertía. ¿Mas quién se maravillará de que hombres satíricos de profesión sacrifiquen, con las calumnias de los hombres más aventajados, a la envidia como a un genio maléfico, cuando el mismo Estesímbroto Tasio se atrevió a proferir una horrible y mentirosa blasfemia contra la mujer del mismo hijo de Pericles? ¡Tan grande es el trabajo que le cuesta a la historia descubrir la verdad! Pues para los que vienen más tarde, el tiempo pasado se interpone, y roba el conocimiento de los hechos; y las relaciones contemporáneas de las vidas y acciones, o bien por envidia, o bien por lisonja y adulación, corrompen y desfiguran la verdad.

Clamaban contra Pericles los oradores del partido de Tucídides, diciendo que dilapidaba el tesoro y disipaba las rentas; y él preguntó en junta al pueblo si le parecía que gastaba mucho. Respondiéronle que muchísimo; y entonces: “Pues no se gaste- dijo- de vuestra cuenta, sino de la mía; pero las obras han de llevar sólo mi nombre”. Al decir esto Pericles, ora fuese por que se maravillaran de su magnanimidad, ora por que ambicionaran la gloria de tales obras, gritaron a porfía, ordenándole que gastase y expendiese sin excusar nada. Finalmente, traído a contienda con Tucídides sobre el ostracismo, y puesto en riesgo, consiguió desterrar a éste, y disipar la facción que le era opuesta.

Cuando, desvanecida enteramente esta diferencia, la ciudad vino a ser toda como de un temple y una sola, puso completamente bajo su disposición a Atenas y cuanto de los Atenienses dependía, los tributos, los ejércitos, las naves, las islas y el mar, y un poder de gran fuerza, no sólo por los Griegos, sino también por los bárbaros, a causa de que se consideraba fortalecido con pueblos que les estaban sujetos, y con la amistad y alianza de reyes poderosos; y entonces ya no fue el mismo, ni del mismo modo manejable por el pueblo, dejándose llevar como el viento de los deseos de la muchedumbre, sino que en vez de aquella demagogia que tenía flojas e inseguras las riendas, como en vez de una música muelle y blanda, planteó un gobierno aristocrático, y, en cierta manera, regio; y empleándole siempre con rectitud e integridad para lo mejor, unas veces con la persuasión y con instruir al pueblo y otras con la firmeza y la violencia si le hallaba renitente, puso mano en todo lo que le parecía útil; imitando en esto al médico que en la curación de una enfermedad complicada y habitual, ora se vale de lo dulce y agradable, y ora de remedios desabridos, conducentes a la salud. Porque no pudiendo menos de haberse engendrado toda suerte de pasiones en un pueblo que tenía tan grande autoridad, él sólo era propio para tratar del modo conveniente cada una; y valiéndose de la esperanza y del miedo, como de unos timones, moderó lo que había de altivo, y alentó y confortó lo desmayado: demostrando así que laoratoria tiene el poder, según expresión de Platón, de cautivar las almas, y que su obra principal es el arte de dirigir las costumbres y las pasiones, como unos sonidos o cuerdas del alma, que necesitan una mano hábil que las pulse. Aunque la causa no fue precisamente el poder de su palabra, sino, como dice Tucídides, la opinión y confianza en la conducta de aquel hombre admirable, que claramente se veía ser incorruptible y muy superior a los atractivos del oro, el cual, con haber hecho a la ciudad de grande más grande todavía y más rica, y con haber tenido un poder que excedía al de muchos reyes y tiranos, aun de aquellos que legaron el poder a sus hijos, no aumentó ni en un maravedí la hacienda que le dejó su padre.

Da de su poder Tucídides la más cierta y cabal idea; pero los cómicos lo desfiguran malignamente, llamando nuevos Pisistrátidas a los amigos que Pericles tenía cerca de sí, y exigiendo de él que jurara no hacerse tirano, como que su superioridad y excelencia se hacía incómoda y no cabía dentro de la democracia, y Teleclides dice que los Atenienses pusieron en su mano De las ciudades todas los tributos, y las ciudades mismas, a su antojo dejando el libertarlas u oprimirlas; alzar de piedra o derribar sus muros; los tratados, la fuerza, el poderío, y la paz, la riqueza y la ventura.Y esto no fue cosa de una favorable ocasión, o gracia y felicidad de un gobierno que floreció por horas, sino que por cuarenta años estuvo dominado entre los Efialtes, los Leócrates, los Mirónidas, los Cimones, los Tólmides y los Tucídides; y después de haber triunfado de Tucídides, y héchole desterrar, no se hizo menos admirable en los siguientes quince años; y con tener él sólo el poder sobre los ejércitos en cada un año, no se conservó menos incorruptible por el dinero. Y no porque fuese del todo desperdiciado en cuanto a los bienes; antes, para no abandonar la hacienda paterna tan justamente poseída, ni ocuparse tampoco demasiadamente en ella cuando tantos otros negocios le cercaban, estableció la administración que le pareció más fácil y más exacta. Vendía cada año por junto los frutos de su cosecha, y después se surtía de la plaza a la menuda de las cosas necesarias para la casa y para el sustento: no dejaba por tanto, lugar a que se regalasen sus hijos ya crecidos: ni era dispensador profuso con las mujeres de la familia; antes le censuraban este método de la compra diaria, reducido rigurosamente a no gastar más que lo preciso, sin que en una casa tan grande y de tanto tráfago se desperdiciara nada; llevándose, así lo relativo al gasto como a la renta, con mucha cuenta y medida. El que tenía a su cargo toda esta exactitud era uno de sus esclavos llamado Evángelo, de la más excelente índole por sí, o formado por Pericles para este manejo. En verdad que no conformaba todo esto con la filosofía de Anaxágoras, que por entusiasmo y magnanimidad abandonó su casa, y dejó sus campos yermos y eriales. Mas yo pienso que no debe ser uno mismo el tenor de vida del filósofo especulativo y el del político, sino que aquel vuelve su inteligencia, desprendida y nada necesitada, de esta materia exterior a lo que es honesto y bueno, y a éste, a quien le es preciso aplicar a la virtud las ocupaciones humanas, la hacienda puede servirle no sólo para las cosas absolutamente necesarias, sino para la virtud misma, como en el propio Pericles puede verse, que socorría a los indigentes. Aun respecto del mismo Anaxágoras se cuenta que, viéndose olvidado de Pericles, a causa de los muchos negocios de éste, y siendo ya viejo, envuelto en su capa, se echó a morir desalentado: que llegando Pericles a entenderlo, corrió al punto allá con el mayor sobresalto, y le hizo los más eficaces ruegos, diciendo que más que de Anaxágoras sería suyo aquel infortunio, si perdía al que tanto le ayudaba con su consejo en el gobierno; y que éste, descubriéndose finalmente, le replicó: “Oh, Pericles, los que han menester una lámpara le echan aceite”.

Empezaban ya los Lacedemonios a mirar mal el incremento de los Atenienses; y Pericles, queriendo inspirar al pueblo grandes pensamientos y ponerle al nivel de grandes cosas, escribió un decreto, por el que a todos los Griegos que habitaban en Europa y Asia, así a las ciudades pequeñas como a las grandes, se les exhortase a enviar a Atenas a un Congreso diputados que deliberasen sobre los templos griegos que habían incendiado los bárbaros, sobre los sacrificios y votos hechos por la salud de la Grecia de que estaban en deuda con los Dioses, y sobre que todos pudieran navegar sin recelo y vivir en paz. Enviáronse con este objeto veinte ciudadanos mayores de cincuenta años, de los cuales cinco habían de convocar a los Jonios y Dóricos del Asia, y a los isleños hasta Lesbos y Rodas; cinco recorrieron los pueblos del Helesponto y la Tracia, hasta Bizancio; y cinco, desde el punto en que concluían éstos, a la Beocia, la Fócide y el Peloponeso; y además se extendía su misión por los Locrios y todo el continente inmediato hasta la Acarnania Y la Ambracia; y los restantes se encaminaron por la Eubea a los Eteos, al golfo de Malea, los Ftiotas, los Aqueos y los Tésalos, persuadiendo a todos que concurrieran y tomaran parte en unas deliberaciones que tenían por objeto la paz y la común felicidad de la Grecia. Mas nada se hizo, ni las ciudades concurrieron, por oponerse a ello, según es fama, los Lacedemonios, y por haber sido desde luego mal recibida la tentativa en el Peloponeso. Lo hemos referido, sin embargo, para que se vea el juicio y grandeza de pensamiento de Pericles.

En la parte militar gozaba de gran concepto, principalmente por la seguridad de las empresas; no entrando voluntariamente en combate dudoso y de peligro, ni siguiendo las huellas y ejemplos de aquellos caudillos a quienes de su arrojo temerario les había resultado una brillante fortuna y el ser admirados como grandes capitanes; antes, continuamente estaba diciendo a sus ciudadanos que en cuanto de él dependiese serían siempre inmortales. Viendo que Tólmides, hijo de Tolmeo, por la buena suerte que antes había tenido, por la fama que gozaba de excelente militar, se preparaba muy fuera de toda oportunidad a invadir la Beocia, habiendo acalorado a los más alentados y belicosos de los jóvenes a que militasen a sus órdenes, que en todos serían unos mil sin las demás fuerzas, procuró contenerle y disuadirlo en la junta pública, pronunciando aquel memorable dicho: “Si no crees a Pericles, el modo de que no yerres es que esperes al consejero más sabio, que es el tiempo”. Entonces esta sentencia no hizo más que una ligera impresión; pero cuando al cabo de pocos días llegó la noticia de que el mismo Tólmides había muerto, vencido en batalla junto a Coronea, y que habían muerto también muchos de aquella excelente juventud, concilió este suceso mucha gloria y benevolencia a Pericles, como a hombre prudente y amante de sus conciudadanos.

De sus expediciones principalmente fue aplaudida la del Quersoneso, que puso en seguridad a los Griegos establecidos en aquellas regiones: pues no sólo dio aliento y valor a las ciudades llevando consigo una colonia de mil Atenienses, sino que cercando, digámoslo así, el estrecho con muros y fortificaciones a las orillas de uno y otro mar, refrenó las correrías de los Tracios, que circundaban el Quersoneso, e impidió la continua y dura guerra a que aquel país estaba siempre expuesto por la vecindad de todas partes con los bárbaros, y por las piraterías de los comarcanos y de los propios. Hízose también admirar y celebrar de los extraños cuando recorrió el Peloponeso, dando la vela de Pegas, puerto de Mégara, con cien galeras; porque no sólo taló las ciudades marítimas, como antes Tólmides, sino que, entrando a bastante distancia del mar, con la tripulación de los buques a unos los encerró dentro de los muros, temerosos de su ataque; y en Nemeo a los de Sicione, que se emboscaron y trabaron batalla, los derrotó completamente, levantando por ello un trofeo. En la Acaya, que era aliada, tomó soldados para las galeras, y, pasando con la escuadra más allá del Aqueloo al continente que está de la otra parte, recorrió la Acarnania, encerró a los Eníadas dentro de sus murallas, y después de talado y saqueado el país dio la vuelta a casa: habiéndose acreditado de temible para con los enemigos, y de tan feliz como activo para con los ciudadanos; pues ni aun de aquellos tropiezos que penden de la fortuna incomodó ninguno a los que con él militaron.

Navegando al Ponto con una armada considerable y perfectamente equipada, hizo en favor de las ciudades griegas cuanto acertaron a desear, tratándolas con humanidad; a las naciones bárbaras de los alrededores, a sus reyes y a sus príncipes les puso a la vista lo grande de su poder, su osadía y la confianza con que los Atenienses navegaban por donde les placía, teniendo bajo su dominio todo el mar. A los Sinopeses les dejó trece naves mandadas por Lámaco y tropas contra el tirano Timesileón; y luego que hubieron derribado a éste y a sus partidarios, decretó que de los Atenienses pasaran a Sinope seiscientos voluntarios, y habitaran con los Sinopeses, repartiéndose las casas y el terreno que fueron antes de los tiranos. En lo demás no condescendía ni convenía con los conatos que se mostraban los ciudadanos, engreídos desmedidamente con tanto poder y tanta fortuna de apoderarse otra vez del Egipto y conmover el poder del Rey por la parte del mar. A muchos los traía ya entonces alborotados aquella ardiente y malhadada codicia de la Sicilia, que inflamaron más adelante los oradores partidarios de Alcibíades; y aun había quien soñaba con la Etruria y Cartago, no sin esperanza, por la extensión de su presente hegemonía y la prosperidad de los sucesos.

Mas Pericles contenía esta inquietud y reprimía su ambición, volviendo principalmente aquellos grandes medios a la conservación y seguridad de lo que ya dominaban, reputando por gran hazaña el tener a raya a los Lacedemonios, y manifestándoseles en todo opuesto, de lo que dio pruebas en muchas otras cosas; pero más señaladamente en la conducta que observó en los sucesos de la guerra sagrada. Porque después que los Lacedemonios pasaron con ejército a Delfos, y teniendo antes los Focenses el templo, lo entregaron a los de esa ciudad; retirados aquellos, al punto se dirigió allá Pericles, también con tropas, y restituyó a los Focenses. Los Lacedemonios habían obtenido con esta ocasión de los de Delfos precedencia en las consultas del oráculo, y la habían esculpido en la frente del lobo de bronce: obtúvola, pues, entonces para los Atenienses, y la hizo grabar también sobre el lobo en el lado derecho.

Los hechos mismos le demostraron con cuánta razón retenía en la Grecia las fuerzas de los Atenienses, porque primero se rebelaron los Eubeos, contra quienes marchó con tropas, y muy luego hubo noticia de que los Megarenses también se les habían indispuesto, y que un ejército de enemigos estaba en las fronteras del Ática, mandado por Plistonacte, rey de los Lacedemonios. Volvióse, pues, Pericles prontamente de la Eubea, adonde la guerra del Ática le llamaba; pero no se determinó a venir a las manos con muchos y excelentes soldados que los provocaban, sino que, viendo que Plistonacte, que todavía era muy joven, entre todos sus consejeros del que más se valía era de Cleándrides, que los Éforos le habían dado por celador y asesor en consideración de su corta edad, trató secretamente de sobornarle, y habiéndole ganado bien pronto con dinero, recabó éste con sus persuasiones que los del Peloponeso se retiraran del Ática. Luego que esto se verificó, y que se disolvió el ejército, marchando las tropas a sus ciudades, indignados los Lacedemonios, penaron al rey con una multa, y como por su magnitud no hubiese tenido con qué pagarla, se vio en la precisión de salir de Lacedemonia, y a Cleándrides, que huyó, le condenaron a muerte. Era éste padre de Gilipo, el que en Sicilia venció a los Atenienses. Parece que la naturaleza había hecho enfermedad ingénita en él la del apego al dinero, porque, descubierto en vergonzosas negociaciones, fue arrojado de Esparta. Mas estas cosas las declaramos con mayor extensión en la vida de Lisandro.

Puso Pericles en la cuenta del ejército una partida de diez talentos, gastados, decía, en lo que se tuvo por conveniente, y el pueblo la admitió sin andar en preguntas ni quejarse del modo misterioso de expresarla. Algunos han escrito, y el filósofo Teofrasto entre ellos, que todos los años se enviaban por Pericles diez talentos a Esparta, con los que regalaba a todos los que tenían mando, y evitaba la guerra, no comprando de este modo la paz, sino el tiempo que necesitaba para disponerse reposadamente a hacer la guerra con ventaja. Marchó otra vez rápidamente contra los rebeldes, y, pasando a la Eubea con cincuenta galeras y cinco mil hombres, domó las ciudades; arrojó de Calcis a los llamados Hipóbotas, que eran los más ricos y distinguidos de ella, y a los de Estica a todos les hizo salir del país, poblándola de solos Atenienses, siendo tan inexorable con ellos, porque habiendo apresado una nave ateniense, habían dado muerte a cuantos encontraron en ella.

Pactóse después de esto tregua por treinta años entre los Atenienses y Lacedemonios, y con esto hizo se decretara la expedición naval de Samo, dando por causa contra aquellos habitantes que, habiéndoseles intimado cesar en la guerra con los de Mileto, no habían obedecido. Mas por cuanto se da por cierto que lo hecho contra los de Samo fue por complacer a Aspasia, será oportuno investigar aquí quién fue esta mujer, que tanto arte y poder tuvo para tener bajo su mando a los hombres de más autoridad en el gobierno, y para haber logrado que los filósofos hayan hecho de ella no una ligera o despreciable mención. Que fue de Mileto e hija de Axíoco es cosa en que todos convienen. Dícese que en procurar dominar a los hombres de poder siguió el ejemplo de Targelia, de los antiguos Jonios; porque también Targelia, siendo de buen parecer, y reuniendo la gracia con la sagacidad, se puso al lado de hombres muy principales entre los Griegos, y a todos los que la obsequiaron los atrajo al partido del rey, y por medio de ellos, como eran poderosos y de autoridad, sembró las primeras semillas de medismo en las ciudades. Algunos son de opinión que Pericles se inclinó a Aspasia por ser mujer sabia y de gran disposición para el gobierno, pues el mismo Sócrates, con sujetos bien conocidos, frecuentó su casa, y varios de los que la trataron llevaban sus mujeres a que la oyesen, sin embargo de que su modo de ganar la vida no era brillante ni decente, porque vivía de mantener esclavas para mal tráfico. Esquines dice que Lisicles el vendedor de carneros, de hombre bajo y ruin por naturaleza, se hizo el primero de los Atenienses con haberse unido a Aspasia después de la muerte de Pericles. En el Menéxeno, de Platón, aunque cuanto se dice al principio es jocoso, hay esta parte de historia, que esta mujer tenía opinión de que para la oratoria era buscada de muchos Atenienses. Con todo, es lo más probable que la afición de Pericles a Aspasia fue una pasión amorosa. Tenía una mujer correspondiente a él en linaje, la cual antes había estado casada con Hiponico, y de éste había tenido en hijo a Calias, conocido por el rico, y del mismo Pericles tuvo a Jantipo y a Páralo. Más tarde, no haciendo entre sí buena vida, la entregó a otro con consentimiento de ella misma; y él, casándose con Aspasia, la trató con grande aprecio; pues, según dicen, todos los días la saludaba con ósculo de ida y vuelta a la plaza pública; pero en las comedias ya la llaman la nueva Ónfale, ya Deyanira, y ya también otra Hera. Cratino expresamente la llama combleza por estas palabras: Da a luz a Hera Aspasia, concubina la más liviana y sin pudor alguno. Y dan a entender que tuvo de ella un hijo espurio, porque Éupolis, en su comedia Los populares, le introduce, haciendo esta pregunta: ¿Y mi bastardo, vive todavía? A lo que Pirónides responde: Y cierto que hace tiempo sería hombre, si el mal de la ramera no temiese. Llegó Aspasia a ser tan nombrada y tan célebre, según cuentan, que Ciro, el que disputó con el rey el imperio de los Persas, a la más querida de sus concubinas le dio el nombre de Aspasia, llamándose antes Milto. Era ésta natural de la Fócide, hija de Hermotimo, y presentada al rey después que Ciro murió en la batalla, tuvo con él el mayor poder. Desechar o pasar en silencio estas cosas que al escribir se han ofrecido a la memoria, parecería quizá poco conforme a la naturaleza humana.

Achácase, pues, a Pericles que esta guerra contra los de Samo la hizo decretar en favor de los Milesios, a ruegos de Aspasia. Estaban en guerra estas ciudades por Priena, y vencedores los Samios, intimándoles los Atenienses que se apartaran de la guerra y unos y otros se sometieran a su decisión, no quisieron obedecer. Por tanto, marchando allá Pericles, deshizo la oligarquía que tenía el mando en Samo, y tomando cincuenta de los principales en rehenes, y otros tantos jóvenes, los remitió a Lemno. Dícese que cada uno de los rehenes le dio de por sí un talento, y otros muchos todos los que no querían que en la ciudad se estableciese la democracia. También el persa Pisutnes, que estaba en buena amistad con los Samios, le envió diez mil áureos, intercediendo por la ciudad; pero Pericles nada quiso recibir, sino que trató a los Samios como lo tenía resuelto, y estableciendo la democracia, dio la vuelta a Atenas. Rebeláronse los Samios inmediatamente; Pisutnes robó los rehenes, y empezaron a hacer disposiciones para la guerra. Tuvo otra vez Pericles que dirigirse contra ellos, que no estaban ociosos ni abatidos, sino muy alentados y resueltos a disputarle el mar. Trabóse un terrible combate sobre una isla llamada Tragia, y Pericles alcanzó de ellos una ilustre victoria con cuarenta y cuatro naves, destrozando setenta de los enemigos, veinte de las cuales tenían tropas a bordo.

Apoderándose del puerto inmediatamente después de la victoria y de haberlos perseguido, les puso sitio, y ellos en el modo que podían todavía tenían aliento para hacer salidas y pelear al pie de las murallas; mas sobreviniendo luego nuevas tropas de Atenas, quedaron completamente bloqueados, y Pericles, tomando setenta galeras, salió con ellas al mar exterior; según los más, porque venían naves fenicias en socorro de los Samios, y quería salirles al encuentro y combatirlas lo más lejos que pudiera; pero Estesímbroto dice que se encaminaba contra Chipre, lo que no es verosímil. Fuese cualquiera de estas dos su intención, pareció que no había andado cuerdo, porque mientras él seguía su viaje, Meliso el de Itágenes, varón dado a la filosofía, y que era entonces el general de Samo, despreciando el reducido número de las naves, o la inexperiencia de los jefes, persuadió a los Samios que dieran sobre los Atenienses. Trabado combate, salieron vencedores los Samios, haciendo prisioneros a muchos de aquellos, y echando a pique muchas de sus naves, con lo que quedaron dueños del mar y se proveyeron de diferentes cosas precisas para la guerra, de que antes carecían, y Aristóteles dice que el mismo Pericles había sido vencido por Meliso anteriormente en otro combate naval. Los Samios, afrentando por represalias a los Atenienses cautivos, les imprimieron lechuzas sobre la frente, porque a ellos los Atenienses les habían impreso una samena. Es la samena una nave cuya proa tiene la forma de un hocico de cerdo, ancha y como de gran vientre, buena para sostenerse en el mar y muy ligera, y tomó este nombre porque fue en Samo donde se vio primero, construida así por el tirano Polícrates. A las señales de estos yerros dicen que hace alusión aquello de Aristófanes: Es la gente de Samo muy letrada.

Noticioso Pericles de la derrota del ejército, se apresuró en su auxilio, y habiendo vencido a Meliso, que le hizo frente, y sojuzgado a los enemigos, al punto estrechó el sitio, con ánimo de combatir y tomar la ciudad, más bien a fuerza de gastar y de tiempo, que no con la sangre y los peligros de sus conciudadanos. Mas como viese que los Atenienses llevaban mal la dilación, y hallase dificultad en contener su ardor por los combates, dividió el ejército en ocho partes, y lo sorteó, y a los que les cabía el sacar haba blanca los dejaba que estuviesen en vacación y descanso, y los demás peleaban. De aquí dicen que vino el que los que se ven en regocijos, al día en que esto les acontece le llamen blanco, tomando de esta haba blanca la denominación. Éforo dice que Pericles usó de máquinas, admirando él mismo esta novedad, y que se halló en este sitio Artemón el maquinista, al cual, porque siendo cojo se hacía llevar en litera adonde se disponían las obras, se le dio el sobrenombre de Periforeto. Mas Heraclides Póntico le refuta con las poesías de Anacreonte, en las que ya Artemón es llamado Periforeto largo tiempo antes de esta guerra de Samo y de todos estos acontecimientos. Dícese de este Artemón que, siendo de vida muy regalona y muy muelle, y asustadizo para todo lo que infunde miedo, por lo común se estaba quieto en casa, haciendo que dos esclavos tuvieran siempre un escudo de bronce sobre su cabeza, no fuese que cayera algo de arriba, y que cuando se veía precisado a salir, se hacía llevar en una camilla colgada, que casi tocaba la tierra, y que por esto fue apellidado Periforeto.

Rindiéndose los Samios al noveno mes, Pericles arrasó las murallas, les tomó las naves y les impuso grandes contribuciones, de las cuales parte pagaron inmediatamente, y por el resto, habiéndoseles fijado plazo, entregaron rehenes. Duris de Samo habla de estos sucesos en sus tragedias, acusando de gran crueldad a los Atenienses y a Pericles, cuando nada han dicho de tal crueldad ni Tucídides, ni Éforo, ni Aristóteles, y aun parece que no se ajusta a la verdad cuando dice que a los comandantes y marineros de los Samios los condujo a la plaza pública de Mileto, y los tuvo atados a unos maderos por diez días, y al cabo de ellos, hallándoles ya en malísimo estado, los hizo matar, rompiéndoles a palos la cabeza y sus cadáveres los arrojó insepultos. Duris, pues, que aun cuando no media ofensa suya particular suele exagerar siempre sobre la verdad, aquí parece que quiso agravar mucho los males de su patria con calumnia de los Atenienses. Pericles, vuelto a Atenas después de domada Samo, hizo muy solemnes exequias a los que habían muerto en aquella guerra, y pronunciando su elegía, como es costumbre, a la vista de los sepulcros, mereció grande aplauso. Cuando bajó de la tribuna las demás mujeres le tomaban la mano, y le ponían coronas y cintas como a los atletas vencedores; pero Elpinice, poniéndosele al lado: “Maravillosos son- le dijo- ¡oh Pericles! y dignos de coronas estos sucesos, pues nos has perdido a muchos y excelentes ciudadanos, no una guerra contra Fenicios o los Medos, como mi hermano Cimón, sino asolando una ciudad aliada y de nuestro origen”. Dicho esto por Elpinice, se cuenta que Pericles, sonriéndose, le respondió tranquilamente con este verso de Arquíloco: Estás ya vieja para usar ungüentos. Después de esta victoria sobre los Samios, dice Ion que estaba lleno de orgullo, porque Agamenón había necesitado diez años para tomar una ciudad bárbara, y él en nueve meses había reducido a los primeros y más poderosos de los Jonios; y en verdad que no era injusto este engreimiento, porque esta guerra fue de gran incertidumbre y muy peligrosa, si, como dice Tucídides, estuvo en poco el que la ciudad de Samo despojara del imperio del mar a los Atenienses.

Después de esto, como estuviese ya fermentándose la guerra del Peloponeso, persuadió al pueblo que enviaran auxilio a los de Corcira, molestados con guerra por los de Corinto, y que se anticiparan a tomar una isla poderosa en fuerzas marítimas, mientras todavía los del Peloponeso no se les acababan de declarar enemigos. Decretado por el pueblo aquel auxilio, dio el mando a Lacedemonio, hijo de Cimón, con solas diez naves, como para desacreditarle, porque había sido siempre la casa de Cimón afecta a los Lacedemonios; por tanto, para que si Lacedemonio durante su mando no hacía nada notable y digno, incurriera todavía más en la sospecha de laconismo, le dio tan pocas naves y le hizo marchar mal de su agrado. Estaba además repugnando siempre a los hijos de Cimón, como que aun en los nombres no eran legítimos Atenienses, sino extranjeros y huéspedes, llamándose uno Lacedemonio, otro Tésalo y otro Eleo, y todos ellos parece que fueron tenidos en una mujer árcade. Hablábase mal contra Pericles a causa de estas diez galeras, porque siendo pequeño socorro para los que le pedían daba grande pretexto de queja a los contrarios; envió, por tanto, a Corcira más naves, las cuales llegaron después del combate. A los Corintios, indispuestos ya por estas causas con los Atenienses, y que los estaban acusando en Lacedemonia, se agregaron los de Mégara, dando la queja de que eran excluidos de todo mercado y de todos los puertos donde dominaban los Atenienses, contra el derecho de gentes y lo convenido por juramento entre los Griegos. También los Eginetas, que se creían agraviados y ofendidos, se lamentaban al oído ante los Lacedemonios, no atreviéndose a acusar abiertamente a los Atenienses. Al mismo tiempo, Potidea, ciudad sujeta a los Atenienses, aunque colonia de los Corintios, habiéndose rebelado, y hallándose sitiada fue otra causa que precipitó la guerra. Con todo, se enviaron embajadores a Atenas y el rey de los Lacedemonios, Arquidamo, procuraba traer a concierto los capítulos de acusación, templando también a los aliados, y por los demás motivos no se hubiera roto la guerra con los Atenienses, si se les hubiera podido persuadir que abrogasen el decreto contra los de Mégara y se reconciliasen con ellos; y como Pericles, obstinado en su oposición a los Megarenses, hubiese sido el que más resistencia hizo y el que más acaloró al pueblo, de aquí es que a él sólo se le hizo causa de esta guerra.

Dícese que habiendo venido a Atenas en esta ocasión embajadores de Lacedemonia, y alegando Pericles una ley que prohibía quitar la tabla donde el decreto se hallaba escrito, había replicado Polialces, uno de los embajadores: “Pues bien: no quites la tabla, vuélvela sólo hacia dentro, porque esto no hay ley que lo prohíba”. Pareció graciosa la respuesta, mas no por eso Pericles cedió un punto. A lo que parece, tenía alguna particular enemistad con los de Mégara; mas dando como causa pública contra ellos el que habían talado una parte de la selva sagrada, escribió un decreto, por el que se envió un heraldo a los de Mégara y a los Lacedemonios para acusar a aquellos, y parece que este decreto de Pericles estaba concebido en términos muy equitativos y humanos. Pero habiéndose formado idea de allí a poco de que el heraldo comisionado Antemócrito, había perecido por maldad de los Megarenses, escribió contra ellos Carino un decreto, por el que se prevenía que la enemistad fuera irreconciliable, sin poderse siquiera tratar de ella, y al Megarense que subiera al Ática se le diera muerte; que los generales, al prestar juramento patrio, juraran además que dos veces cada año talarían el territorio de Mégara, y que a Antemócrito se le diese sepultura junto a las puertas Tracias, que ahora se llaman el Dípilo. Los Megarenses negaban la muerte de Antemócrito, y echaban toda la culpa a Aspasia y a Pericles, valiéndose de aquellos famosos y sabios versos de la comedia Los acarnienses: A Mégara beodos unos mozos van, y a Simeta roban, vil ramera: los de Mégara, en cólera encendidos. De represalias a su vez usando, a Aspasia quitan otras dos rameras.

Cuál, pues, hubiera sido el origen de la guerra, es difícil de averiguar; pero de que no se hubiese revocado el decreto, todos hacen autor a Pericles, sino que unos dicen que nació en él de grandeza de ánimo, resuelto siempre a lo mejor, aquella resistencia, estando persuadido de que en lo que se demandábase quería probar si cedería, y de que el otorgamiento se tendría por confesión de debilidad; y otros quieren más que esto hubiese sido por espíritu de arrogancia y contradicción para que resaltase más su gran poder, viendo que tenía en poco a los Lacedemonios. Mas la causa que le hace menos favor entre todas, y que tiene más testigos que la comprueban, es de este modo. El escultor Fidias fue el ejecutor de la estatua, como tenemos dicho; siendo, pues, amigo de Pericles, y teniendo con él gran influjo, se atrajo por esto la envidia, y tuvo ya a unos por enemigos, y otros, queriendo en él hacer experiencia de cómo el pueblo se habría en juzgar a Pericles, sobornaron a uno de sus oficiales, llamado Menón, y le hicieron presentarse en la plaza en calidad de suplicante, pidiendo protección para denunciar y acusar a Fidias. Recibióle bien el pueblo, y habiéndosele seguido a éste causa en la junta pública, nada resultó de robo, porque el oro lo colocó desde el principio en la estatua por consejo de Pericles, con tal arte, que cuando quisieran separarlo pudiera comprobarse el peso; que fue lo que entonces ordenó Pericles ejecutasen los acusadores: así sola la gloria y fama de sus obras dio asidero a la envidia contra Fidias, principalmente porque, representando en el escudo la guerra de las Amazonas, había esculpido su retrato en la persona de un anciano calvo, que tenía cogida una gran piedra con ambas manos, y también había puesto un hermoso retrato de Pericles en actitud de combatir con una Amazona. Estaba ésta colocada con tal artificio, que la mano que tendía la lanza venía a caer ante el rostro de Pericles, como para ocultar la semejanza, que estaba bien visible por uno y otro lado. Conducido, por tanto, Fidias a la cárcel, murió en ella de enfermedad, o, como dicen algunos, con veneno, que para mover sospechas contra Pericles le dieron sus enemigos, y al denunciador Menón, a propuesta de Glicón, le concedió el pueblo inmunidad, encargando a los generales que celaran no se le hiciese agravio.

Por aquel mismo tiempo, Aspasia fue acusada del crimen de irreligión, siendo el poeta cómico Hermipo quien la perseguía; y la acusaba, además, de que daba puerta a mujeres libres, que por mal fin buscaban a Pericles. Diopites hizo también decreto para que denunciase a los que no creían en las cosas divinas, o hablaban en su enseñanza de los fenómenos celestes; en lo que, a causa de Anaxágoras, se procuraba sembrar sospechas contra Pericles. Habiendo el pueblo admitido y dado curso a las calumnias, a propuesta de Dracóntides se sancionó decreto para que Pericles rindiese las cuentas de caudales ante los Pritanes, y los jueces dando su voto desde el tribunal, pronunciasen su sentencia en público. Agnón hizo suprimir esta parte en el decreto, sustituyendo que la causa fuese ventilada por mil y quinientos jueces, bien quisieran titularla de robo o soborno, o bien de daño al Estado. Por Aspasia intercedió, y en el juicio, como dice Esquines, vertió por ella muchas lágrimas, haciendo súplicas a los jueces; pero temiendo por Anaxágoras, con tiempo le hizo salir y alejarse de la ciudad. Mas viendo que en la causa de Fidias había decaído del favor del pueblo, acaloró la guerra inminente y que estaba para estallar, con esperanza de disipar las acusaciones y minorar la envidia, estando en posesión de que en los negocios y peligros graves la ciudad por su dignidad y poder se pusiese a sí misma en sus manos. Éstas son las causas por las que se dice no permitió que el pueblo condescendiera con los Lacedemonios; mas cuál sea la cierta es bien oscuro.

Convencidos los Lacedemonios de que, si lograban derribarle, para todo encontrarían más dóciles a los Atenienses, requerían a éstos sobre que echaran de la ciudad la abominación, a que por la madre estaba sujeto el linaje de Pericles, según refiere Tucídides; pero la tentativa les salió muy al contrario a los enviados; porque Pericles, en vez de la sospecha y de la difamación, ganó todavía mayor crédito y estima con sus ciudadanos, viendo que tanto le aborrecían y temían los enemigos. Advertido él también de esto, antes que Arquidamo que mandaba las tropas de los pueblos del Peloponeso, invadiera el Ática, previno a los Atenienses, por si talando Arquidamo los demás terrenos dejaba libres los suyos, bien fuese por los lazos de hospitalidad que había entre ellos, o bien por dar motivos de calumnia a sus contrarios, que él cedía a la ciudad sus tierras y sus casas de campo. Entran, pues, en el Ática los Lacedemonios con los aliados y un gran ejército, bajo el mando del rey Arquidamo, y talando el país, llegan hasta Acarnas, y se acampan allí, pensando en que los Atenienses no lo sufrirían, sino que, movidos de ira y ardimiento, les librarían batalla. Mas a Pericles le pareció muy arriesgado venir a las manos ante la misma ciudad con sesenta mil infantes; pues tantos eran los Peloponenses y Beocios que al principio hicieron la invasión; y a los que ansiaban por pelear, y llevaban mal lo que pasaba, los sosegó, diciéndoles que los árboles, si se podan o se cortan, se reproducen pronto; pero si los hombres perecen, no es fácil hacerse otra vez con ellos. Con todo, no reunió el pueblo en junta, temeroso de que se le hiciera tomar otra determinación contra su dictamen, sino que así como un buen capitán de navío, cuando el viento le combate en alta mar, después que todo lo dispone a su satisfacción y apareja las armas, usa de su pericia, no haciendo luego cuenta de las lágrimas y los ruegos de los marineros y los pasajeros asustados: de la misma manera él, habiendo cercado bien la ciudad, y puesto guardias en todos los puntos para estar seguros, hacía uso de su propio discurso, teniendo en poco a los que gritaban y manifestaban inquietud; y eso que muchos de sus amigos le venían con ruegos, sus contrarios le amenazaban y acusaban, y los coros- de las comedias- cantaban tonadas y jácaras punzantes en afrenta suya, escarneciendo su mando como cobarde, y que todo lo abandonaba a los enemigos. Ingeríase ya entonces Cleón, fomentando por el encono de los ciudadanos contra aquel, para aspirar a la demagogia; tanto, que Hermipo se atrevió a publicar estos anapestos: ¿Por qué, oh rey de los Sátiros, no quieres embrazar lanza, y tienes por bastante echar baladronadas de la guerra, y el ánimo apropiarte de Telete? Mas antes, si se afila de la espada la aguda punta, de pavor te llenas, aunque Cleón no cesa de morderte.

Con todo, a Pericles nada de esto le hizo fuerza, sino que, sufriendo resignadamente y en silencio los baldones y el odio, y enviando al Peloponeso una armada de cien naves, él no se embarcó; y antes prefirió quedarse en casa, teniendo siempre pendiente la ciudad de su mano hasta que los Peloponenses se retiraran. Para halagar a la muchedumbre, mortificada generalmente con aquella guerra, le distribuyó dineros, y decretó un sorteo de tierras; porque arrojando a todos los Eginetas, repartió la isla entre los Atenienses a quienes cupo la suerte. Érales asimismo de consuelo lo que a su vez padecían los enemigos; porque los que con sus naves costeaban el Peloponeso habían talado, gran parte del país y las aldeas y ciudades pequeñas, y por tierra, invadiendo él mismo el territorio de Mégara, lo arrasó enteramente. Así, aunque los enemigos habían causado gran daño a los Atenienses, como ellos no le hubiesen recibido menor de éstos por la parte del mar, era bien claro que no habrían prolongado tanto la guerra, y antes habrían tenido que ceder, como desde el principio lo había predicho Pericles, si algún mal Genio no se hubiera declarado contra los cálculos humanos. Ahora, por primera vez, sobrevino la calamidad de la peste, y se ensañó en la edad florida y pujante. Afligidos por ella en el cuerpo y en el espíritu, se irritaron contra Pericles, y enfurecidos contra él con la enfermedad como contra el médico o el padre, intentaron ofenderle a persuasión de sus contrarios, que decían haber producido aquel contagio la introducción en la ciudad de tanta gente del campo, a la que había precisado en medio del verano a apiñarse en casas estrechas y en tiendas ahogadas, teniendo que hacer una vida casera y ociosa, en vez de la libre y ventilada que llevaban antes; de lo cual era causa quien recogiendo dentro de los muros durante la guerra toda la muchedumbre que ocupaba la región, y no empleando en nada aquellos hombres, los tenía encerrados como reses, dando lugar a que se inficionaran unos a otros, sin proporcionarles respiración o alivio alguno.

Queriendo poner remedio a estas quejas, y causar algún daño a los enemigos, armó ciento cincuenta naves, y poniendo e ellas muchas y buenas tropas de infantería y caballería, estaba para hacerse a la vela, infundiendo grande esperanza a sus ciudadanos, y no menor miedo a los enemigos con tan respetable fuerza. Cuando ya todo estaba a punto, y el mismo Pericles a bordo en su galera, ocurrió el accidente de eclipsarse el sol y sobrevenir tinieblas, con lo que se asustaron todos, teniéndolo a muy funesto presagio. Viendo, pues, Pericles al piloto muy sobresaltado y perplejo, le echó su capa ante los ojos, y tapándoselos con ella, le preguntó si tenía aquello por terrible o por presagio de algún acontecimiento adverso. Habiendo respondido que no, “¿Pues en qué se diferencia- le dijo- esto de aquello sino en que es mayor que la capa lo que ha causado aquella oscuridad? Estas cosas se enseñan en las escuelas de los filósofos”. Habiendo, pues, Pericles salido al mar, no se halla que hubiese ejecutado otra cosa digna de aquel aparato que haber puesto sitio a la sagrada Epidauro, que daba ya esperanzas de que iba a tomarse; pero por la peste se malograron, porque habiéndose manifestado en la escuadra, no sólo los afligió a ellos, sino a cuantos con aquella comunicaron. Como de estas resultas estuviesen mal con él, procuraba consolarlos e infundirles aliento, mas no logró templarlos o aplacar su ira sin que primero la desahogasen yendo a votar contra él en la junta pública, en la que prevalecieron, y, además de despojarle del mando, le impusieron una multa. Ascendió ésta, según los que dicen menos, a quince talentos, y según los que más, a cincuenta. Suscribióse por acusador en la causa, en sentir de Idomeneo, Cleón, y en sentir de Teofrasto, Simias; pero Heraclides Pontico dice que lo fue Lacrátides.

Mas su disfavor en las cosas públicas iba a durar breve tiempo, habiendo la muchedumbre depuesto con aquella demostración el encono, como si dijésemos el aguijón; en las domésticas es en las que tuvo más que padecer, ya a causa de la peste, por la que perdió a muchos de sus familiares, y ya a causa de la indisposición y discordia de los propios, que venía de más lejos. Porque el mayor de sus hijos legítimos, Jantipo, que por índole era gastador, y se había casado con una mujer joven y amante del lujo, hija de Isandro, hijo de Epílico, llevaba a mal el arreglo del padre, que no le daba sino cortas asistencias y por plazos. Dirigiéndose, por tanto, a uno de sus amigos, tomó de él dinero como de orden de Pericles; mas éste, cuando aquel lo reclamó después, hasta le movió pleito; y Jantipo, indignado todavía más con este suceso, desacreditaba a su padre, primero, divulgando con irrisión sus ocupaciones domésticas y las conversaciones que tenía con los sofistas, y que con ocasión de que uno de los combatientes en los juegos había herido y muerto involuntariamente con un dardo un caballo de Epitimo de Farsalia, había malgastado todo un día con Protágoras en examinar si sería el dardo, el que le tiró, o los jueces del combate, a quien conforme a recta razón se diese la culpa de aquel accidente. Además de esto, dice Estesímbroto que fue el mismo Jantipo quien esparció entre muchos la calumnia acerca de su propia mujer, y que hasta la muerte le duró a este mozo la disensión irreconciliable con su padre, porque murió Jantipo habiendo enfermado de la epidemia. Perdió también entonces Pericles a su hermana, y a los más de los parientes y amigos que le eran de gran auxilio para el gobierno. Con todo, no desmayó, ni decayó de ánimo con estas desgracias, ni se le vio lamentarse, ocuparse en las exequias o asistir al entierro de alguno de sus deudos antes de la pérdida de su otro hijo legítimo, Páralo. Consternado con tal golpe, procuró, sin embargo, sufrirlo como de costumbre y conservar su grandeza de ánimo: pero al ir a poner al muerto una corona, a su vista se dejó vencer del dolor hasta hacer exclamaciones y derramar copia de lágrimas, no habiendo hecho cosa semejante en toda su vida.

La ciudad puesta la atención en la guerra, había tanteado a los demás generales y oradores, y como en ninguno hallase ni la autoridad ni la dignidad correspondiente a lo arduo del mando, deseosa ya de Pericles, le llamó para la tribuna y para el mando de las tropas; mas hallábase desalentado y encerrado en su casa por el duelo, y fue preciso que Alcibíades y otros amigos le convencieran para que se presentase. Dio excusas el pueblo de su ingratitud y olvido, y él volvió a encargarse de los negocios; nombrósele general, e hizo proposición para que se abrogase la ley sobre los bastardos, que él mismo había introducido antes, para que por falta de sucesión no se acabase su casa y se extinguiera su nombre y su linaje. Lo que hubo acerca de esta ley fue lo siguiente: floreció por largo tiempo antes Pericles en el mando, y teniendo hijos legítimos, como se ha visto, propuso una ley para que sólo se tuviera por Atenienses a aquellos, que fuesen hijos de padre y madre ateniense. Como luego el rey de Egipto hubiese enviado de regalo para el pueblo cuarenta mil fanegas de trigo, habiéndose de repartir a los ciudadanos, por esta ley se movieron a los espurios muchos pleitos, que hasta allí habían estado olvidados y en descuido, y aun muchos fueron calumniosamente acusados, de manera que llegaron hasta muy cerca de cinco mil los que, resultando no tener la calidad, fueron vendidos, y los que permanecieron con los derechos de ciudadanos por haber sido declarados Atenienses subieron a catorce mil y cuarenta. Sin embargo, pues, de que era muy duro que una ley de tan gran poder contra tal muchedumbre fuese abrogada por el mismo que antes la había propuesto, el infortunio presente, venido sobre la casa de Pericles como castigo de aquel orgullo y vanagloria, quebrantó los ánimos de los Atenienses, los cuales, conceptuando que contra aquel se había declarado la ira de los dioses, y la humanidad pedía se le diese consuelo, vinieron en que su hijo bastardo fuese escrito en su propia curia y tomase su nombre. A éste, más adelante, habiendo vencido a los Peloponesos en la batalla de Arginusas, el pueblo le hizo dar muerte, juntamente con los otros sus colegas de mando.

A este tiempo la peste acometió a Pericles, no con gran rigor y violencia como a los demás, sino produciendo una enfermedad lenta, que con varias alternativas, poco a poco, consumía su cuerpo y debilitaba la entereza de su espíritu. Así es que Teofrasto, moviendo en su tratado de Ética la duda de si nuestros caracteres siguen en sus vicisitudes a la fortuna, y si conmovidos con las enfermedades del cuerpo decaen de la virtud, refiere que Pericles, estando ya malo, a un amigo que fue a visitarle le mostró un amuleto que las mujeres le habían puesto al cuello, para hacer ver lo malo que estaba cuando se prestaba a aquellas necedades. Estando ya para morir, le hacían compañía los primeros entre los ciudadanos y los amigos que le quedaban, y todos hablaban de su virtud y de su poder, diciendo cuán grande había sido; medían sus acciones, y contaban sus muchos trofeos, porque eran hasta nueve los que mandando y venciendo había erigido en honor de la ciudad. Decíanselo esto unos a otros en el concepto de que no lo percibía y de que ya había perdido enteramente el conocimiento; mas él lo había escuchado todo con atención, y, esforzándose a hablar, les dijo que se maravillaba de que hubiesen mencionado y alabado entre sus cosas aquellas en que tiene parte la fortuna, y que han sucedido a otros generales, y ninguno hablase de la mayor y más excelente, que es, dijo, el que por mi causa ningún Ateniense ha tenido que ponerse vestido negro.

¡Admirable hombre, en verdad! No sólo por la blandura y suavidad que guardó en tanto cúmulo de negocios y en medio de tales enemistades, sino por su gran prudencia, pues que entre sus buenas acciones reputó por la mejor el no haber dado nada en tanto poder ni a la envidia ni a la ira, ni haber mirado a ninguno de sus enemigos como irreconciliable; y yo entiendo que sólo su conducta bondadosa y su vida pura y sin mancha, en medio de tan grande autoridad, pudo hacer exenta de envidia y apropiada rigurosamente a él la denominación, al parecer pueril y chocante, que se le dio llamándole Olimpio si tenemos por digno de la naturaleza de los dioses que, siendo autores de todos los bienes y no causando nunca ningún mal, por este admirable orden gobiernen y rijan todo lo criado: no como los poetas, que nos inculcan opiniones absurdas, de que sus mismos poemas los convencen, llamando al lugar en que se dice habitan los dioses una residencia estable y segura, adonde no alcanzan los vientos ni las nubes, sino que siempre y por todo tiempo resplandece invariable con una serenidad suave y una lumbre pura, como corresponde a la mansión de lo bienaventurado e inmortal; cuando a los dioses mismos nos los representan llenos de rencillas, de discordia, de ira y de otras pasiones, que aun en hombres de razón estarían muy mal. Mas esto sería quizá más propio de otro tratado. Por lo que hace a Pericles, los sucesos mismos hicieron muy luego conocer a los Atenienses su falta y echarle menos, pues aun con los que mientras vivía llevaban mal su poder por parecerles que los oscurecía, luego que faltó y experimentaron a otros oradores y demagogos, confesaban a una que ni en el fasto podía darse genio mas dulce, ni en la afabilidad más majestuoso; y se echó de ver que aquella autoridad, un poco incómoda, a la que antes daban los nombres de monarquía y tiranía, había venido a ser la salvaguardia del gobierno: tanta fue la corrupción y perversidad que se advirtió después en los negocios, la cual él había debilitado y apocado, no dejándola comparecer, y menos que se hiciera insufrible por su insolencia.