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El tesoro de los Acantios tiene en Delfos esta inscripción: Brásidas y los Acantios, vencedores de los Atenienses. Por esta causa piensan muchos que la estatua de piedra que hay dentro del templo, junto a la puerta, es de Brásidas, siendo así que es un retrato de Lisandro, con gran cabellera a la antigua, y con una barba muy crecida, pues no por haberse cortado el cabello los Argivos, por luto, después de una gran derrota, lo dejaron crecer los Esparciatas, tomando la contraria ensoberbecidos con la victoria, que es la opinión de algunos; ni tampoco adoptaron esta costumbre de usar cabello largo, a resulta de haberles parecido despreciables y feos los Baquíadas, que de Corinto se acogieron a Lacedemonia, por tener el cabello cortado, sino que ésta fue también institución de Licurgo, de quien se refiere haber dicho que el cabello a los hermosos les daba más gracia y a los feos los hacía más terribles.

El padre de Lisandro, Aristócrito, se dice que, aunque no era de casa real, pertenecía al linaje de los Heraclidas. Crióse Lisandro en la pobreza, y desde luego se mostró dó- cil, como el que más, a las instituciones de Esparta, valiente y domador de todos los placeres, a excepción solamente de aquel que resulta al hombre de vencer y de ser honrado por sus grandes hechos: porque no es en Esparta reprensible el que los jóvenes se dejen dominar de este placer, sino que quieren que desde el principio se sientan inflamados del deseo de gloria, entristeciéndose con las reprensiones y engriéndose con las alabanzas; y al que lo ven impasible e inalterable en cuanto a estos sentimientos, teniéndole por indiferente a la virtud y por desidioso lo desprecian. Así, lo que había en él de ambición y de emulación le quedó de la educación patria, sin que en ello pueda atribuirse gran parte a la naturaleza. Fue, sí, por carácter más obsequiador que los poderosos, y más acomodado a sufrir el ceño de la autoridad, cuando lo exigía el caso, de lo que convenía a un Espartano; lo que, sin embargo, dicen algunos ser una parte muy principal de la política. Aristóteles, cuando dice que los grandes ingenios son melancólicos, como el de Sócrates, el de Platón y el de Heracles, refiere que Lisandro no cayó en este afecto desde luego, sino cuando ya era anciano. Lo propio y peculiar de su índole fue el que supo llevar con gran espíritu la pobreza, no siendo nunca dominado ni corrompido por los intereses; así es que, con haber llenado su patria de riqueza y de la codicia de ella, no siendo ya admirada como antes de que no la tuviera en admiración, y haber introducido gran copia de oro y plata después de la guerra de Atenas, ni reservó para sí ni una sola dracma. Enviándole Dionisio el Tirano, para sus hijas, unas túnicas de mucho precio, de las que se usaban en Sicilia, no las quiso recibir, temiendo- decía- que con ellas habían de parecer más feas. Con todo, de allí a poco, habiendo sido enviado por embajador de su ciudad cerca del mismo tirano, remitiéndole éste dos estolas para que escogiese y llevase a su hija la que más le agradara, respondió ser mejor que ella misma eligiese, y se marchó, llevándoselas ambas.

Iba alargándose la guerra del Peloponeso, y después de las derrotas de los Atenienses en Sicilia se preveía al principio que decaerían del imperio del mar y al cabo de bien poco que perderían del todo su poder; pero, encargado Alcibíades de los negocios, revocado que fue su destierro, causando en todo una gran mudanza, los puse en estado de poder hacer frente en los combates navales Concibiendo, pues, miedo otra vez los Lacedemonios, e inflamados, sin embargo, del deseo de la guerra, necesitando un general hábil y poderosos preparativos, confirieron a Lisandro el mando de la armada naval. Trasladado a Éfeso, y hallando que la ciudad le era afecta y sumamente adicta a la causa de los Lacedemonios, pero que se vela mortificada y en peligro de tornarse bárbara contrayendo las costumbres de los Persas, por las continuas mezclas de unos con otros, por la proximidad de la Lidia y porque los generales del Rey, por lo común, residían en ella, fijó él allí sus reales, dispuso que las naves de carga acudiesen de todas partes a aquel punto y llenó sus puertos de mercaderías, de negociaciones su plaza y de riquezas sus casas y talleres; de manera que desde aquel tiempo tuvo ya por Lisandro la esperanza de la magnificencia y poder de que ahora disfruta.

Noticioso de que Ciro, hijo del Rey, venía a Sardis, subió a tratar con él y a acusar a Tisafernes de que, aparentando dar auxilio a los Lacedemonios y querer expeler del mar a los Atenienses, parecía, sin embargo, que, ganado por Alcibíades, había perdido su actividad, y que, proveyendo a los gastos de la escuadra con escasez, se proponía destruirla. Tenía deseo el mismo Ciro de encontrar en falta a Tisafernes y de que se le hablara mal de él, porque le conceptuaba malo y porque había entre los dos particulares motivos de disgusto. Mirado Lisandro con aprecio por este motivo y por toda su conducta, principalmente, se atrajo con su obsequioso trato el afecto de aquel joven, al que confirmó en las ideas de guerra: y cuando ya estaba para retirarse, dándole Ciro un banquete, le encargó que de ningún modo desechara su disposición a complacerle, sino que dijese y pidiese cuanto quisiera, porque en nada sería desatendido. Entonces Lisandro le salió al encuentro, diciendo: “Pues que tal es ¡oh Ciro! tu buena voluntad, te pido y te exhorto a que añadas un óbolo al estipendio de los marineros, de manera que perciban cuatro óbolos en lugar de tres.” Complacido Ciro con esta honrosa petición, le entregó diez mil daricos, con los que, aventajando en el óbolo a los marineros y mejorando su condición, en poco tiempo dejó vacías las naves de los enemigos, porque el mayor número se iba al que daba más, y los que quedaban se volvían desidiosos e insubordinados, no dando sino disgustos a sus generales. Mas aun con haber dejado tan solos a los enemigos y haberles hecho tantos males, huía receloso de un combate naval, temiendo a Alci- bíades, que, sobre ser hombre activo y tener mayores fuerzas, en cuantas batallas se había encontrado hasta entonces, por mar y por tierra, en todas había salido vencedor.

Sucedió a poco que, haciendo Alcibíades viaje a Focea desde Samo, y dejando con el mando de la armada a Antíoco, éste, como para insultar a Lisandro, se dirigió orgulloso con dos galeras al puerto de Éfeso, pasando con arrogancia y con algazara y burla por delante de la escuadra; de lo que, irritado Lisandro, al pronto no despachó sino unas cuantas galeras en su persecución; pero viendo que los Atenienses le daban auxilio de su parte, envió luego otras, y al fin vino a trabarse un combate naval, en el que venció Lisandro; tomó quince galeras y erigió un trofeo. El pueblo de la capital de Atenas, disgustado con este suceso, quitó el mando a Alcibíades, y como también los soldados que había en Samo le denostasen e insultasen, se retiró del campamento al Quersoneso. No fue esta batalla en sí misma de grande entidad; pero la fortuna le dio nombradía por causa de Alcibíades, Lisandro, de su parte, hizo concurrir a Éfeso, de las otras ciudades, a aquellos sujetos que observó sobresalían en valor y prudencia; con lo que echó disimuladamente las primeras semillas del decenvirato y demás mudanzas de gobierno que introdujo más adelante. Procuró, pues, excitarlos e inflamarlos a que formaran ligas y cofradías entre sí, y a que se aplicaran a los negocios, para que, en el mismo momento de, ser excluidos los Atenienses, quitaran el gobierno democrático y mandaran ellos en su respectiva patria. Cumplió a su tiempo a cada uno de éstos con obras la palabra que les había dado, elevando a los que había hecho sus amigos y huéspedes a los mayores honores, comisiones y mandos, sin reparar en ser él también injusto y en cometer errores por servir a la codicia de ellos; de donde provino que todos le tenían consideración, le obsequiaban y deseaban, con la esperanza de que podrían aspirar a las mayores cosas si él quedaba vencedor; por lo al principio vieron con disgusto que iba Calicrátidas a sucederle en el mando de las naves, y aun después, cuando ya éste había dado pruebas de ser el hombre más recto y justo, no estaban contentos con su modo de gobernar, que tenía mucho de la verdad y sencillez dórica, sino que, admirando su virtud a la manera que la belleza de una estatua heroica, echaban de menos la actividad de aquel y buscaban su condescendencia con los amigos y la utilidad que les provenía; así es que cuando partió se desconsolaron y llegaron hasta derramar lágrimas.

Contribuía él también, por su parte, a indisponerlos todavía más con Calicrátidas; lo que restaba aun del dinero que Ciro le había dado para la escuadra, lo volvió a remitir a Sardis, diciendo que el mismo Calicrátidas lo pidiese, o viera de dónde había de sacar con qué mantener a los soldados. Finalmente, al estar para partir, tomó testigos de que entregaba la armada dueña del mar: mas queriendo aquel reprender su vana y presuntuosa ambición, “Pues ¿por qué- le dijo-, dejando a la izquierda a Samo, y navegando a Mileto, no me haces allí la entrega de la armada? Puesto que, si somos dueños del mar, en él no tenemos por qué temer a los enemigos que se hallen en Samo”; pero respondiéndole Li- sandro que ya no tenía mando, sino que él era quien estaba encargado de la escuadra, tomó la vuelta del Peloponeso, dejando a Calicrátidas en el mayor apuro. Porque ni a su venida había traído fondos de Esparta, ni le sufría su corazón recogerlos por fuerza de las ciudades que estaban infelices. No le quedaba, pues, otro recurso que ir, como Lisandro, a tocar las puertas de los generales del Rey, y mendigarlos de ellos, para lo que era el menos a propósito del mundo, porque, como hombre libre y de elevados pensamientos, creía que cualquiera derrota de los Griegos era para toda la Grecia más honrosa que el adular y presentarse ante las puertas de unos bárbaros que, fuera de poseer mucho oro, nada bueno tenían. Precisado, sin embargo, de la estrechez, subió a la Lidia, marchó en derechura a la casa de Ciro, y mandó decir que Calicrátidas, el comandante de la escuadra, estaba allí y quería hablarle; pero como uno de los que servían a la puerta le diese la respuesta de que Ciro no estaba entonces de vagar, porque bebía, “Pues nada malo hay en eso- le contestó-, porque yo me esperaré aquí hasta que haya bebido”. Parecióles a aquellos bárbaros que era un hombre muy inurbano, y como observase que se reían de él, se marchó. Volvió segunda vez a la puerta, y no siendo admitido incomodado de ello, marchó a Éfeso, echando mil imprecaciones contra los primeros que fueron corrompidos con el lujo de los bárbaros y que los enseñaron a ser insolentes a causa de su riqueza, y jurando, ante los que se hallaban presentes, que apenas se viese en Esparta haría todo cuanto le fuese posible para que se conciliaran entre sí los Griegos, y, haciéndose de este modo temible a los bárbaros, se dejaran de implorar la fuerza de éstos unos contra otros.

Mas Calicrátidas, que pensaba de un modo digno de Esparta, y que competía en justicia, en magnanimidad y valor con los más elevados varones de la Grecia, vencido al cabo de poco tiempo en el combate naval de Arginusa, perdió en él la vida, con lo que los negocios tomaron mal aspecto; los aliados enviaron embajadores a Esparta, pidiendo por comandante de la armada a Lisandro, a causa de que, mandando él, concurrirían con mejor voluntad a lo que fuese menester, y también Ciro les escribió con el propio objeto. Mas como hubiese una ley que no permitía que uno mismo mandase dos veces la armada, deseando los Lacedemonios dar guste, a los aliados, crearon general, en apariencia, a un tal Araco; pero mandando a Lisandro de enviado en el nombre, en la realidad le hicieron el árbitro de todo; lo que se ejecutó así, muy según el deseo de los que gobernaban y tenían el principal influjo en las ciudades, porque esperaban que todavía habían de adelantar por él en poder después de disuelto el gobierno popular. Pero para los que gustaban¿ más de un modo de gobernar sencillo y generoso, comparado Lisandro con Calicrátidas, parecía astuto y solapado, usando en la guerra de diversas clases de engaños y celebrando lo justo cuando iba unido con lo provechoso; mas si no, empleando lo útil como si fuera honesto; porque no creía que la verdad fuese por naturaleza preferible a la mentira, sino que por el provecho discernía el aprecio que había de darse a una u otra; y a los que le decían no ser digno de los descendientes de Heracles el hacer con engaños la guerra, los mandaba a pasear, diciendo que donde no alcanzaba la piel de león se había de coser un poco de la de zorra.

Que era éste su carácter se confirma con lo que se dice haber hecho en Mileto; porque habiendo prometido a sus amigos y huéspedes que los ayudaría a desatar la democracia y desterrar a los contrarios, como aquellos hubiesen mudado de propósito y reconciliándose con sus enemigos, fingió públicamente que se holgaba mucho de ello y tomaba parte en la reconciliación; pero en secreto los reprendía y vituperaba, excitándoles a sobreponerse a la muchedumbre. Cuando ya tuvo noticia de la insurrección, partió inmediatamente a auxiliarla, y entrando en la ciudad, a los primeros con quienes tropezó de los insurgentes los maltrató de palabra y se les mostró irritado, como si hubiera de tomar venganza de ellos; y a los otros les inspiraba confianza dándoles a entender que nada desagradable temieran mientras él estuviese allí; haciendo uso de estas ficciones y de estos diferentes papeles, con la mira de que no huyesen los demócratas y de mayor poder, sino que permaneciesen en la ciudad, para quitarles la vida, como efectivamente sucedió, porque perecieron todos cuantos se confiaron. También nos ha conservado Androclidas una expresión de Lisandro, que demuestra su ligereza en materias de juramentos; porque, según dice, era su opinión que a los niños se les había de engañar con dados, y a los hombres, con juramentos; tomando malamente por modelo un general a un tirano, esto es, Lisandro a Polícrates de Samo; fuera de que no era muy espartano, sobre ser muy inicuo, el haberse mal así con los Dioses como con los enemigos, porque el que abusa, para engañar, del juramento, reconoce que teme a su enemigo y que insulta a Dios.

Llamó Ciro a Sardis a Lisandro, y dándole diferentes cosas le prometió otras, diciendo con ardor juvenil en su obsequio que, aun cuando nada diera su padre, pondría en mano de Lisandro cuanto a él le pertenecía, y, a falta de todo, se desharía del trono en que daba audiencia, que era todo de oro y plata. Finalmente, que, subiendo a la Media, trataría con el padre de que aquel recogiese los tributos de las ciudades, para lo que le hacía entrega de su autoridad. Despidiéronse, y rogándole que no combatiera con los Atenienses antes que él volviese, porque volvería trayendo muchas naves de la Fenicia y la Cilicia, subió a donde estaba el padre. Lisandro, no pudiendo combatir con fuerzas desiguales, ni tampoco estarse sin hacer nada con tan gran número de naves, dando la vela, atrajo a algunas de las islas, y a Egina y Salamina, penetrando en ellas, las taló. Subiendo después al Ática, pasó a saludar a Agis, bajando para esto desde Decelea, e hizo ante el ejército de tierra, que allí se hallaba, ostentación de sus fuerzas navales, como que podía por mar aún más de lo que quería: y con todo, como los Atenienses fuesen en su persecución, huyó, por medio de las islas, apresuradamente, al Asia, donde, hallando desamparado el Helesponto, acometió él misino desde el mar, con las naves, a Lámpsaco; y Tórax, acudiendo también con las tropas de tierra al mismo punto, combatió las murallas, con lo que tomó la ciudad a viva fuerza, permitiendo a los soldados que la saqueasen. Hacía vela a la sazón la armada de los Atenienses, fuerte de ciento y ochenta galeras, a Eleunte del Quersoneso: pero, al saber la pérdida de Lámpsaco, tomaron al punto rumbo para Sesto, y provistos allí de víveres, se dirigieron a Egospótamos, enfrente de los enemigos, que todavía estaban surtos en Lámpsaco. Eran generales de los Atenienses varios otros, y Filocles, aquel que antes había persuadido al pueblo que se hiciera ley para que se cortara el dedo pulgar de la mano derecha ir los que se cautivasen en la guerra, a fin de que no pudieran llevar la lanza, pero sí manejar el remo.

Nada hicieron por entonces ni unos ni otros, esperando que al día siguiente se combatirían las escuadras; pero muy distinto era el pensamiento de Lisandro, el cual, sin embargo, dio orden a los marineros y pilotos, como si al otro día al amanecer se hubiera de pelear, de que montasen las galeras y esperasen en formación y con silencio la disposición que se les comunicase; de la misma manera mandó que el ejército de tierra, desplegado en el litoral, aguardara igualmente sin moverse. Al salir el sol, íos Atenienses se presentaron de frente, provocándolos con todas sus naves; y él, con tener las suyas en orden y bien tripuladas desde la noche, no se hizo al mar; y antes, por sus edecanes, envió avisos a las naves principales para que permanecieran en su puesto, sin inquietarse ni salir contra los enemigos. Hubiéronse de retirar, ya al oscurecer, los Atenienses; y él, sin embargo, no permitió a los soldados desembarcarse sin haber despachado antes de exploradoras dos o tres galeras, y haber vuelto éstas con la noticia de que habían visto saltar en tierra a los enemigos. Ejecutóse enteramente lo mismo el día siguiente, y el tercero y el cuarto, de manera que los Atenienses concibieron la mayor confianza, y empezaron a mirar con desprecio a los enemigos, pensando que los temían y les habían cobrado miedo. En tanto, Alcibíades, que se hallaba todavía en el Quersoneso, detenido en una de sus plazas, marchando a caballo al ejército de los Atenienses, increpó a los generales, primeramente de haber anclado en una costa mal segura y abierta, y en segundo lugar, de que hacían mal en ir lejos a tomar las provisiones de Sesto, cuando les convenía no apartarse mucho de esta ciudad y su puerto, manteniéndose a distancia de unos enemigos que estaban a las órdenes de un hombre solo, obedeciéndole en todo por miedo a la menor señal. Estas lecciones les daba, mas ellos no le prestaron oídos, y aun Tideo lo despidió con enfado, diciéndole que no era Alcibíades sino otros los que mandaban.

Separóse, pues, de ellos Alcibíades, no sin alguna sospecha de que eran traidores a su patria. Hicieron los Atenienses al quinto día su navegación y retirada, según costumbre, con gran desdén y desprecio; Lisandro, al enviar las naves exploradoras, encargó a los capitanes que, inmediatamente después de haber visto desembarcarse a los Atenienses, se apresuraran a volver, y, al estar en medio de la travesía, levantasen en alto, por la proa, un escudo de bronce, en señal de que debían hacerse a la vela. En tanto, con- vocaba a los pilotos y capitanes y los exhortaba a que cada uno tuviese a bordo y en orden a todos los individuos de la marinería y tripulación, y a la primera señal moviesen aceleradamente contra los enemigos. Luego que de las naves se levantó en alto el escudo, y se dio de la capitana la señal con la trompeta, salieron al mar las naves, y el ejército de tierra marchó por la costa hacia el promontorio; y siendo la distancia que había entre ambos continentes de quince estadios, con la diligencia y ardor de los remeros en breves instantes fue vencida. Conón fue el primero de los generales atenienses que divisó en el mar la escuadra, e inmediatamente esforzó la voz para que se embarcaran; y sintiendo ya el mal que les había sobrevenido, convocaba a unos, rogaba a otros, y a otros los obligaba a tripular las naves; pero toda su diligencia era vana, estando la gente dispersa: pues luego que saltaron en tierra, unos habían marchado a tomar víveres, otros andaban vagando y otros dormían en las tiendas, muy distantes todos de aquel apuro y menester, por impericia de sus generales. Cuando los enemigos estaban encima, con grande gritería y alboroto, Conón se hizo a la vela con ocho naves, y se retiró a Chipre, al amparo de Evágoras; los del Peloponeso, cargando sobre los demás, de ellas tomaron unas enteramente vacías, y desbarataron otras que ya estaban tripuladas. De la gente, unos murieron cerca de las naves, cuando, desarmados, corrían a defenderlas, y otros recibieron la muerte mientras huían por tierra, desembarcándose al efecto los enemigos. Tomó Lisandro cautivos a tres mil hombres, incluso los generales y la armada entera, a excepción de la galera Páralo y las que Conón llevó consigo. Amarradas, pues, las naves y saqueado el campamento, navegó al son de las trompetas y entonando canciones triunfales la vuelta de Lámpsaco; habiendo ejecutado con el menor trabajo la mayor hazaña, y abreviado en una hora sola un tiempo muy dilatado, por haber terminado en ella de un modo increíble la guerra más encarnizada y de más varios casos de fortuna entre cuantas la habían precedido; la cual, después de una indecible alternativa de sucesos y de la pérdida de más generales que los que fallecieron en todas las demás guerras de la Grecia, fue de este modo fenecida por el tino y habilidad de un hombre solo; así es que esta hazaña fue calificada de divina.

Hubo algunos que dijeron haber visto, al punto mismo de salir contra los enemigos la nave de Lisandro, brillar de una y otra parte, sobre el timón de ella, la constelación de los Dioscuros, con grandes resplandores; otros afirmaban que la caída de la piedra fue señal de este acontecimiento: porque, como es opinión común, cayó del cielo, hacia Egospótamos, una piedra de gran tamaño, la que muestran todavía en el día de hoy, siendo tenida en veneración por los del Quersoneso. Refiérese haber predicho Anaxágoras que, verificándose algún desnivel o alguna conmoción de los cuerpos que están sujetos en el cielo, habría rompimiento y caída de uno que se desprendiese, y que no está cada una de las estrellas en el lugar en que apareció; porque siendo por su naturaleza pedregosas y pesadas, resplandecen por reflejo y refracción del aire, y son arrebatadas por el poder y fuerza de la esfera donde están sujetas, como lo quedaron en el principio, para no caerse acá, cuando lo frío y pesado se separó de los demás seres. Pero hay otra opinión, más probable de los que afirman que las estrellas que caen no son corrimiento o destrucción del fuego etéreo que se apaga en el aire al mismo encenderse, ni tampoco incendio y resplandor del aire, que, inflamándose, asciende por su gran copia a la región superior, sino desprendimiento y caída de los cuerpos celestes, como por ceder y perder su fuerza el movimiento de rotación, a causa de estremecimientos, los que no los llevan a puntos habitados de la tierra, sino que muchos van a caer al gran mar, por lo que después no aparecen. Mas con el dicho de Anaxágoras conforma la relación de Daímaco, quien en su tratado de La piedad expresa que antes de caer la piedra, por setenta y cinco días continuos se observó en el cielo un cuerpo encendido de gran magnitud, a manera de nube de fuego, no quieto, sino movido en diferentes giros y direcciones, el cual, siendo llevado de una parte a otra, con la agitación y el mismo movimiento se partió en pedazos también encendidos, que centelleaban como las estrellas que caen. Luego que cayó en aquel punto, y que los naturales se recobraron del miedo y sobresalto, acudieron a él, y no encontraron del fuego ni una señal siquiera, sino una piedra tendida en el suelo, grande sí, pero que no representaba sino una exigua parte de aquella circunferencia que apareció inflamada. Es bien claro que necesita Daímaco lectores demasiado indulgentes; pero si su relación es cierta, convence con bastante fuerza a los que sostienen haber sido aquella una piedra que, arrancada de algún promontorio por los vientos y los huracanes, se mantuvo y fue llevada en el aire como los torbellinos, hasta que se desplomó y cayó en el momento que cedió y aflojó la fuerza que la tenía elevada; a no ser que realmente fuese luego lo que se vio por muchos días, y que de su extinción y destrucción resultasen vientos y agitaciones fuertes que hiciesen caer la piedra. Pero esto es más bien para tratarlo en otra especie de escritos.

Lisandro, después que en consejo fueron condenados a muerte los tres mil Atenienses que habían tomado cautivos, hizo llamar al general Filocles y le preguntó qué sentencia pronunciaba contra sí mismo, que tales consejos había dado a sus conciudadanos contra los Griegos. Alas éste, sin mostrar abatimiento ninguno en aquel trance, le contestó que era en vano acusar por cosas de que ninguno era juez competente, y que, como vencedor, mandara ejecutar lo que vencido habría tenido que sufrir. Lavóse después, y vistiéndose un rico manto, se puso al frente de sus conciudadanos para ser llevado a la matanza, según escribe Teofrasto. Recorrió luego Lisandro las ciudades, y a cuantos Atenienses encontraba les intimaba que marchasen a Atenas, porque no tendría indulgencia con ninguno, sino que haría dar la muerte a cuantos hallase fuera de la ciudad; lo que ejecutaba enviándolos a todos a la capital, porque era su ánimo que en ella hubiese una grande hambre y carestía, para que no le diesen mucho que hacer con el cerco, sufriéndole en la abundancia. Disolvió, pues, las democracias y demás gobiernos, y en cada ciudad dejó un gobernador lacedemonio y diez magistrados, tomados de las cofradías que a su orden se habían establecido, lo que ejecutó, igualmente que en las ciudades enemigas, en las aliadas; libre con esto de cuidados, volvió al mar, habiendo adquirido para sí, en cierta manera, la comandancia de toda la Grecia. Porque no tomaba los magistrados ni de la clase de los nobles ni de la de los ricos, sino que todo lo hacía en obsequio de sus amigos y sus huéspedes, constituyéndolos árbitros de las recompensas y de los castigos; con lo que, y prestarse él mismo a los asesinatos que aquellos ejecutaban, y a desterrar a los contrarios de sus enemigos, no dio la más favorable idea del mando de los Lacedemonios. Así, debe entenderse que hablaba en broma el cómico Teopompo, cuando comparó a los Lacedemonios con las taberneras, por cuanto, habiendo dado a los Griegos a probar la excelente bebida de la libertad, luego les había echado vinagre; pues que, desde luego, fue muy desabrida y amarga su bebida, no permitiendo Lisandro que los pueblos fuesen independientes en sus negocios, poniendo las ciudades en manos de unos cuantos, y éstos los más atrevidos e insolentes.

Habiendo gastado bien corto tiempo en estas cosas y despachado a Lacedemonia quien anunciase que venía con doscientas naves, en la costa del Ática se juntó con los reyes Agis y Pausanias, con el propósito de tomar sin dilación la ciudad; mas como los Atenienses se defendiesen, volvió a las naves, pasó otra vez al Asia, y en todas las ciudades, sin distinción, anuló los gobiernos que tenían y estableció los decenviros, con muerte, en cada una, de muchos y con fuga de otros tantos. En la isla de Samo expulsó a todos los naturales, dio las ciudades a los que antes habían sido desterrados, y, posesionándose de Sesto, ocupada por los Atenienses, no permitió que la habitasen los Sestios, sino que dio la ciudad y el territorio a los pilotos y a los cómitres de su armada, para que se los repartiesen, aunque esto lo reprobaron los Lacedemonios y restituyeron otra vez los Sestios a su tierra. Las disposiciones que con gusto vieron todos los Griegos fueron la de haber recobrado los Eginetas su ciudad al cabo de mucho tiempo, y la de haber sido restituidos por él los Melios y Escioneos, expeliendo a los Atenienses y obligándolos a reintegrar a aquellos en sus ciudades. Noticioso ya entonces de que la capital se hallaba en mal estado, apretada del hambre, navegó al Pireo y estrechó a la ciudad, obligándola a admitir la paz con las condiciones que !e prescribió. Algunos Lacedemonios dicen que Lisandro escribió a los Éforos en estos términos: “Se ha tomado Atenas”. Y que los Éforos respondieron: “Basta con haberse tomado”. Pero esta relación ha sido así compuesta por decoro, pues la verdadera resolución de los Éforos fue en esta forma: “Los magistrados de los Lacedemonios han decretado que, derribando el Pireo y el murallón y saliendo de todas las demás ciudades, conservéis vuestro territorio, y bajo las siguientes condiciones tendréis paz; acerca del número de naves haréis lo que allí se determine”. Este decreto le admitieron los Atenienses a persuasión de Terámenes, hijo de Hagnón; y aun se dice que como Cleomedes, uno de los demagogos jóvenes, le replicase por qué se atrevía a obrar y proponer lo contrario que Temístocles, entregando a los Lacedemonios unas murallas que aquel, contra la voluntad de éstos, había levantado, le respondió: “Nada de eso ¡oh joven!; yo no obro en oposición con Temístocles, pues si él, para la salud de los ciudadanos, levantó estas murallas, por la misma salud la derribamos nosotros; y si los muros hiciesen felices a las ciudades, Esparta sería la más desdichada de todas, pues no está murada”.

Lisandro, en el momento en que se hizo dueño de todas las naves, a excepción de doce, y de las murallas de los Atenienses, lo que se verificó el 16 del mes Muniquión, el mismo día en que se ganó en Salamina la batalla naval contra los bárbaros, resolvió mudar también el gobierno; y como los Atenienses lo rehusasen y llevasen a mal, envió a decir al pueblo que estaban en el descubierto de haber quebrantado los tratados, porque subsistían los muros después de pasados los días en que debieron derribarse; por tanto, que estaban en el caso de deliberar de nuevo acerca de ellos, pues que habían faltado a lo convenido. Algunos dicen que ante los aliados manifestó el dictamen de reducirlos a la esclavitud, y que Erianto de Tebas había sido de parecer de que la ciudad fuese demolida y el territorio quedase para pasto del ganado. Mas, tenida nueva junta, y cantando mientras bebían, uno de Focea, aquella entrada del coro de la Electra, de Eurípides, que empieza: Hija de Agamenón, a tu rústica choza, Electra, vengo. se conmovieron todos, y tuvieron por cosa muy dura y abominable el destruir y arrasar una ciudad tan afamada que tan ilustres hijos había producido. Lisandro, pues, condescendiendo a todo con los Atenienses, mandó traer de la ciudad muchas tañedoras de flauta, y, reuniéndolas todas en su campo, a son de flauta arrasó los muros e incendió las naves, coronando al mismo tiempo sus cabezas, y aplaudiendo con himnos los aliados, como si en aquel día empezara su libertad. En seguida, sin perder tiempo, mudó asimismo el gobierno, estableciendo treinta prefectos en la ciudad y diez en el Pireo, Puso también guarnición en la ciudadela, nombrando por gobernador a Calibio de Esparta. Sucedió con éste que, habiendo levantado la vara para herir a Autólico, el atleta, a propósito del cual escribió Jenofonte su Banquete, cogiéndole éste de las piernas le levantó en alto y derribó en tierra; de lo que no sólo no se incomodó Lisandro, sino que reprendió a Calibio, diciéndole que debía saber mandaba a hombres libres; pero con todo, los treinta tiranos quitaron de allí a poco la vida a Autólico, precisamente por hacer obsequio a Calibio.

Hechas estas cosas, se embarcó Lisandro para la Tracia, y todo lo que le había quedado de los fondos públicos, con cuantos dones y coronas había recibido, siendo muchos los que, como era natural, hacían presentes a un varón de tanto poder y dueño, en cierta manera, de la Grecia, lo remitió a Lacedemonia por medio de Gilipo, el que mandó en Sicilia. Éste, según se dice, cortando por abajo las costuras de los sacos y sacando de cada uno mucho dinero, los volvió a coser después, ignorante de que en cada uno había una factura que expresaba la cantidad. Llegado, pues, a Esparta, ocultó lo que había sustraído debajo del tejado de su casa y entregó los sacos, a los Éforos, mostrándoles los sellos; pero abiertos los sacos y contado el dinero se notó la diferencia entre la cantidad que resultaba y la de la factura; y hallándose los Éforos con este motivo en grande confusión, un esclavo de Gilipo les dijo enigmáticamente que debajo del Cerámico se recogían muchas lechuzas, pues, según parece, la marca de la moneda entre los Atenienses era, por lo común, una lechuza.

Gilipo, convencido de una maldad tan fea e ignominiosa, después de las grandes y brillantes hazañas que antes había ejecutado, voluntariamente se expatrió de Lacedemonia, y los más prudentes de los Espartanos, temiendo por esto mismo con más vehemencia el poder del dinero, pues veían los efectos que producía en ciudades tan principales, increpaban a Lisandro y hacían denuncia a los Éforos para que echaran fuera todo oro y plata, como atractivos de corrupción. Propusiéronlo los Éforos al pueblo, y Esquiráfidas, según Teopompo, o Flógidas, según Éforo, fue de dictamen de que no debía admitirse dinero ni moneda alguna de oro o plata en la ciudad, sino usarse sólo de la moneda patria. Era ésta de hierro, apagado antes en vinagre, para que no pudiera otra vez forjarse, sino que por aquella inmersión quedase dura y nada maleable, a lo que se agregaba ser más pesada y de difícil conducción, de manera que en gran número y volumen se tenía en poco valor. Y aun corre peligro que en lo antiguo en todas partes fuese lo mismo, usando unos por moneda de tarjas de hierro y otros de bronce; de donde ha quedado que a ciertas de estas tarjas, que corren en gran cantidad, se les llame óbolos, y dracma a la cantidad de seis óbolos, porque ésta era lo que abarcaba la mano. Hicieron, sin embargo, oposición a aquella propuesta los amigos de Lisandro, formando empeño de que el dinero quedase en la ciudad, y lograron se decretase que para el público se introdujese aquella moneda; pero si se hallaba que en particular la poseyese alguno, la pena fuese la de muerte, como si Licurgo temiese al dinero y no a la codicia de tenerlo; la que no tanto la corta el no poseerle los particulares como la excita el que la república lo emplee, dándole el uso, precio y estimación; no siendo posible que lo que veían apreciado en público lo despreciasen como inútil en particular, y que creyesen no servir de nada para los negocios domésticos una cosa tan estimada y apetecida en común; fuera de que con más facilidad pasan a los particulares las inclinaciones y costumbres manifestadas por los gobiernos, que no los yerros y afectos de los particulares estragan y corrompen las costumbres públicas. Porque el que las partes se estraguen juntamente con el todo cuando éste se inclina a lo peor es muy natural y consiguiente, y los yerros de los miembros hallan respecto del todo mucha defensa y auxilio en los bien morigerados. Además, aquellos, a las casas de los particulares, para que en ellas no penetrase el dinero, les pusieron por guarda el miedo y la ley; pero no conservaron los ánimos insensibles e inflexibles al atractivo del dinero, sino que antes encendieron en todos el deseo de enriquecerse como de una cosa grande y honorífica. Mas de éste y otros institutos de los Lacedemonios hemos tratado en otro escrito.

De los despojos consagró Lisandro en Delfos su retrato y el de cada uno de los capítulos de las naves, y puso de oro las estrellas de los Dioscuros, las que ya no existían antes de la batalla de Leuctras. En el tesoro de Brásidas y de los Acantios había además una galera de dos codos, hecha de oro y marfil, la que le había enviado Ciro de regalo, en parabién de la victoria. Anaxándrides de Delfos refiere que existió allí un depósito de Lisandro en dinero de un talento, cincuenta y dos minas y además once estateras, diciendo cosas que están en oposición con lo que generalmente se halla recibido por todos acerca de su pobreza. Llegando entonces el poder de Lisandro al punto a que no había llegado antes ninguno de los Griegos, parece que su arrogancia y orgullo sobrepujó todavía a su poder, porque, según escribe Duris, las ciudades de la Grecia le erigieron altares como a un Dios y le ofrecieron sacrificios. Fue asimismo el primero en cuyo honor se cantaron peanes, conservándose todavía en memoria uno que empezaba así: Io peán, de Esparta la extendida, al ínclito caudillo celebremos, que es ornamento de la excelsa Grecia. Los Samios decretaron que las fiestas llamadas entre ellos Hereas en adelante se llamasen Lisandrias. Tuvo siempre consigo a uno de los ciudadanos, llamado Quérilo, para que exornase con la poesía sus hazañas. A Antíloco, que hizo en su loor ciertos versos, le regaló un sombrero lleno de dinero; de Antímaco Colofonio y Nicerato Heracleota, que con sus poemas entablaron un combate, al que llamaron Juego Lisandrio, dio a Nicerato la corona, de lo que, sentido Antímaco, quemó su poema. Platón, que entonces era todavía joven y que tenía en mucho a Antímaco por su habilidad en la poesía, como viese que éste llevaba a mal el haber sido vencido, trató de alentarle y consolarle, diciendo que la ignorancia a quien dañaba era a los ignorantes, como la ceguera a los que no ven. Llegó a tanto, que Aristónoo el Citarista que había vencido seis veces en los Juegos Píticos, dijo a Lisandro, por adulación, que si venciese otra vez haría pregonar que pertenecía a Lisandro. Y éste replicó: “¿Como esclavo?”

Mas la ambición de Lisandro sólo era incómoda a los grandes y a sus iguales; pero el orgullo y crudeza que acompañaban a su ambición, fomentados por el tropel de aduladores, hacían que ni en el premio ni en el castigo hubiese para él regla alguna, sino que los premios de la amistad y hospitalidad eran una autoridad ilimitada y una tiranía insufrible, y para el encono sólo había un modo de satisfacerlo, o sea la muerte del que era de otro partido, pues ni huir se concedía. Así es que, más adelante, temiendo no huyesen los Milesios que servían las magistraturas, y queriendo atraer a los que se habían ocultado, juró que no los ofendería, y como con esta confianza viniesen y se presentasen, los entregó a los oligarcas para que los degollasen, no bajando su número de ochocientos entre todos. En las demás ciudades eran igualmente innumerables los muertos de los demócratas, quitándoles la vida, no sólo por causa particular que con él tuviesen, sino complaciendo y sirviendo con estos asesinatos a las enemistades y deseos de los amigos que tenía en todas partes. Por tanto, con razón fue aplaudido el lacedemonio Etéocles, que dijo que la Grecia no podría sufrir dos Lisandros, aunque esto mismo refiere Teofrasto haber dicho Arquéstrato de Alcibíades. Sin embargo, en éste lo que principalmente se llevaba mal era la falta de decoro y el lujo con un cierto engreimiento; pero en Lisandro la dureza de carácter hacía temible e insoportable su poder. Esto no obstante, los Lacedemonios de todos los demás atentados suyos se desentendieron, y sólo cuando Farnabazo, ofendido por él, les taló y asoló el campo y envió a Esparta quien le acusase, se indignaron los Éforos, quitando la vida a Tórax, uno de sus amigos y colegas, porque averiguaron que en particular poseía dinero, y enviando al mismo Lisandro la correa, con orden de que se presentase. Lo de la correa es en esta forma: cuando los Éforos mandan a alguno de comandante de la armada o de general, cortan dos trozos de madera redondos, y enteramente iguales en el diámetro y en el grueso, de manera que los cortes se correspondan perfectamente entre sí. De éstos guardan el uno, entregando el otro al nombrado, a estos trozos los llaman correas. Cuando quieren, pues, comunicar una cosa secreta e importante, forman una como tira de papel, larga y estrecha como un listón, y la acomodan al trozo o correa que guardan, sin que sobre ni falte, sino que ocupan exactamente con el papel todo el hueco; hecho esto, escriben en el papel lo que quie- ren, estando arrollado en la correa. Luego que han escrito, quitan el papel, y sin el trozo de madera lo envían al general. Recibido por éste, nada puede sacar de unas letras que no tienen unión, sino que están cada una por su parte; pero tomando su correa, extiende en ella la cortadura de papel, de modo que, formándose en orden el círculo, y correspondiendo unas letras con otras, las segundas con las primeras, se presente todo lo escrito seguido a la vista. Llámase la tira correa, igualmente que el trozo de madera, al modo que lo medido suele llevar el nombre de la medida.

Habiendo recibido Lisandro a correa en el Helesponto, entró en algún cuidado; y como la acusación que más le hacía temer fuese la de Farnabazo, procuró avistarse y tratar con él para transigir aquella diferencia. Pasando, pues, a verle, le rogó escribiese otra carta a los magistrados, en que dijese que no se hallaba ofendido ni tenía queja de Lisandro; pero no sabía que un Cretense las había con otro, según dice el proverbio; porque habiéndole prometido Farnabazo que le complacería, a su vista escribió una carta como Lisandro deseaba, pero reservadamente tenía escrita otra muy diversa, y después, al cerrarlas y sellarlas, cambió los papeles, que en nada se diferenciaban a la vista, y le entregó la que reservadamente había escrito. Llegado Lisandro a Lacedemonia, y yendo a presentarse, según costumbre, al palacio del gobierno, entregó a los Éforos la carta de Farnabazo, en la inteligencia de que en ella se hallaba desvanecido el cargo que más cuidado le daba, por cuanto tenía Farnabazo gran partido con los Lacedemonios, a causa de haber sido entre los generales del rey el que mejor se había portado en la guerra; pero cuando, habiendo leído la carta los Éforos, se la mostraron, y entendió que No solamente Ulises es doloso, aumentóse su confusión, y se retiró sin hacer nada; pero volviendo al cabo de pocos días a presentarse a los magistrados, les comunicó que tenía que pasar al templo de Anión y ofrecerle los sacrificios de que le había hecho voto antes de sus combates. Algunos son de opinión que, efectivamente, sitiando la ciudad de Afitis en la Tracia, se le había aparecido Amón, entre sueños, y que por lo mismo, levantando el sitio, había dado orden a los Afitios de que sacrificasen a Anión, como si el mismo dios se lo hubiera encargado, y que él mismo, pasando al África, había procurado aplacarle; pero los más entienden que esto del dios fue un pretexto, y que lo que hubo, en verdad, fue haber temido a los Éforos y no poder aguantar el yugo de Esparta ni sufrir el ser mandado; por lo que recurrió a este viaje y peregrinación, como caballo que desde el prado y los pastos libres vuelve luego al pesebre y a los trabajos cotidianos. La otra causa que asigna Éforo a esta peregrinación la referiremos más adelante.

Con dificultad y trabajo recabó de los Éforos que le dejasen partir, y se hizo a la vela. Los reyes, estando él ausente, reflexionaron que, mientras por medio de las cofradías dominase en las ciudades, sería el único árbitro y señor de la Grecia, por lo que pensaron en el modo de reintegrar a los demócratas en los negocios, excluyendo a sus amigos. Moviéronse, pues, alteraciones en este sentido, siendo los Atenienses los primeros que desde Fila marcharon contra los treinta tiranos y los vencieron; pero volviendo a la sazón Lisandro persuadió a los Lacedemonios que fuesen en auxilio de los oligarcas y contuviesen con el castigo a los pueblos; así determinaron salir a la guerra uno de los dos. Salió Pausanias, aparentemente, en defensa de los tiranos contra el pueblo; pero, lo primero que hicieron fue enviar a los treinta cien talentos, para la guerra, y nombrar a Lisandro por general. Viéronlo los reyes con envidia, y temiendo no fuera que de nuevo tomase Atenas. Consiguiólo en realidad, con ánimo de terminar la guerra, para que Lisandro no tuviera ocasión de hacerse de nuevo el dueño de Atenas por medio de sus amigos, con facilidad, y hecha la paz con los Atenienses, sosegó sus alteraciones y quito todo asidero a la ambición de Lisandro; pero como al cabo de poco se sublevasen otra vez los Atenienses, se culpó a Pausanias de que, quitado el freno de la oligarquía, el pueblo se había hecho atrevido e insolente, adquiriendo Lisandro opinión de hombre que no gobernaba a voluntad de otros ni por ostentación, sino derechamente, según el provecho y utilidad de Esparta lo exigía.

En el decir era resuelto y sabía dejar parados a los que le contradecían; así, a los de Argos, que disputaban sobre el amojonamiento de su territorio y parecían tener razones más justas que los Lacedemonios, enseñándoles la espada: “El que manda con ésta- les respondió- es el que alega mejor derecho sobre los mojones de su término”. En cierta ocasión, uno de Mégara le habló con mucho desenfado, y él le contestó: “¡Oh huésped! Tus palabras han menester ciudad”. Los Beocios no eran seguros en ninguno de los dos partidos, y les preguntó cómo pasaría por sus términos, si con las lanzas derechas o inclinadas. Rebeláronse los Corintios, y al acercarse a sus murallas vio que los Lacedemonios se detenían en acometer, y al mismo tiempo advirtió que una liebre pasaba el foso; díjoles, pues: “¿No os avergonzáis de temer a unos enemigos en cuyos muros, por su flojedad, hacen cama las liebres?” Murió el rey Agis, dejando a su hermano Agesilao, y a Leotíquidas, que pasaba por hijo suyo; y Lisandro, que había sido amador de Agesilao, le incitó a que se apoderara del reino, por ser Heraclida legítimo, pues de Leotíquidas había la sospecha de que era hijo de Alcibíades, con quien en secreto había tenido trato Timea, mujer de Agis, mientras aquel residió en Esparta en calidad de desterrado; y Agis, según se decía, había echado la cuenta de que no podía haber concebido de él, por lo que no hacía caso de Leotíquidas, y era público que nunca lo había reconocido. Con todo, cuando le trajeron enfermo a Herea, condescendiendo con las súplicas del mismo joven y las de sus amigos, declaró delante de muchos a Leotíquidas por su hijo; y rogando a los que se hallaban presentes que así lo manifestaran a los Lacedemonios, falleció. Depusieron, pues, éstos en favor de Leotíquidas, y además a Agesilao, varón de excelentes calidades que tenía el patrocinio de Lisandro, le perjudicaba el que Diopites, sujeto de grande opi- nión en la interpretación de oráculos, acomodaba el siguiente vaticinio a la cojera de Agesilao: Por más ¡oh Esparta! que andes orgullosa y sana de tus pies, yo te prevengo que de un reinado cojo te precavas; pues te vendrán inesperados males, y de devastadora y larga guerra serás con fuertes olas combatida. Eran muchos los que opinaban por el vaticinio y se declaraban por Leotíquidas; pero Lisandro dijo que Diopites no lo había entendido bien, pues el dios no se oponía a que un cojo mandara en Esparta, sino que manifestaba que entonces estaría cojo el reino cuando los bastardos y mal nacidos reinasen sobre los Heraclidas con la cual interpretación y su gran poder ganó la causa. y fue declarado rey Agesilao.

Inclinóle, desde luego, Lisandro a formar una expedición contra el Asia, lisonjeándole con la esperanza de acabar con los Persas y engrandecerse. Con este objeto escribió a sus amigos de Asia, proponiéndoles, que pidiesen a los Lacedemonios nombraran a Agesilao por general para la guerra contra los bárbaros. Vinieron éstos en ello, y enviaron embajadores a Lacedemonia con aquella súplica; en lo que no hizo Lisandro a Agesilao menor beneficio que en alcanzarle el reino; pero los genios ambiciosos, aunque por otra parte no son malos para el mando, por la envidia que tienen a los que compiten con ellos en gloria suelen ser de mucho estorbo para las grandes empresas, porque vienen a hacerse rivales cuando convenía que fuesen cooperadores. Agesilao, pues, llevó consigo a Lisandro entre los treinta consejeros, con ánimo de valerse principalmente de su amistad; pero sucedió que, llegados al Asia, eran muy pocos los que se dirigían a tratar con aquel, no teniéndole conocido, mientras que a Lisandro, por el anterior trato, los amigos le obsequiaban, y los sospechosos, de miedo, le buscaban también y le hacían agasajos; de manera que así como en las tragedias acontece con los actores, que el que hace el papel de un nuncio o de un esclavo es aplaudido y ensalzado, y no se hace caso, ni siquiera se presta atención, al que lleva la diadema y el cetro, del mismo modo aquí todo el obsequio y la autoridad era del consejero, no quedándole al rey más que el nombre, desnudo de todo poder. Era preciso, por tanto, hacer alguna rebaja en tan incómoda ambición, y reducir a Lisandro al segundo lugar, ya que no le fuese dado a Agesilao el desechar y apartar de sí del todo a un hombre de tanta opinión, y su bienhechor y su amigo. Así, lo primero que hizo fue no darle ocasión ninguna para intervenir en los negocios ni encargarle comisiones relativas a la milicia, y después, si observaba que Lisandro tomaba interés y formaba empeño por algunos, éstos eran los que menos alcanzaban, y cuales quiera otros salían mejor librados que ellos, debilitando así y entibiando poco a poco su poder, tanto, que el mismo Lisandro, viéndose desairado en todo, y que su mediación había venido a ser perjudicial a sus amigos, se retiró de hacer por ellos, y les rogaba que se dejasen de obsequiarle y se dirigieran al rey y a los que al presente podían hacer bien a sus protegidos. A estos ruegos, muchos se abstuvieron de importunarle en sus negocios; pero no se retiraron de obsequiarle, sino que continuaron acompañándole en los paseos y en los gimnasios; con lo que Agesilao, a causa de este honor, se mostraba más incomodado que antes, en términos que encargando a otros muchos del ejército diferentes comisiones y el gobierno de las ciudades, a Lisandro le nombró distribuidor de la carne; y luego, como para que más se corriese, decía a los Jonios: “Id ahora a mi distribuidor de carne y hacedle la corte”. Parecióle, pues, preciso a Lisandro entrar ya en explicaciones con él, y el diálogo de ambos fue muy breve y muy lacónico: “¿Te parece puesto en razón ¡oh Agesilao! Humillar a tus amigos?- Sí, si quieren hacerse mayores que yo, así como es muy justo que los que contribuyen a aumentar mi poder participen de él.Acaso en esto es más ¡oh Agesilao! lo que tú dices que lo que yo he hecho, pero te ruego, aunque no sea más que por los que de afuera nos observan, que me pongas en el ejército en aquel lugar en que creas que he de incomodarte menos y te he de ser más útil”.

Enviósele, de resultas, de embajador al Helesponto; y aunque partió indignado contra Agesilao, no por eso descuidó el cumplir con su deber. Al persa Espitridates, que estaba mal con Farnabazo, y que sobre ser varón de generosa índole tenía un ejército a sus órdenes, le persuadió a la defección y le hizo pasarse a Agesilao, el cual para nada se valió ya de él en aquella guerra; y como el tiempo se pasase en esta inacción, regresó a Esparta humillado y lleno de en- cono contra Agesilao. Estaba, por otra parte, más disgustado todavía que antes con todo aquel orden de gobierno, por lo cual, resolvió el poner por obra, sin más dilación, lo que largo tiempo antes traía en el ánimo y tenía meditado para una mudanza y un trastorno, que era en el modo siguiente: el linaje de los Heraclidas, que, unidos con los Dorios, se habían trasladado al Peloponeso, era muy ilustre y florecía sobremanera en Esparta; pero no todo él era admitido a participar de la sucesión al trono, sino solamente los de dos casas, los Euripóntidas y losAgíadas, y los demás ninguna ventaja disfrutaban por su origen en el gobierno, sino que los honores que se alcanzan por virtud eran indistintamente para todos los que los mereciesen. Lisandro, pues, que era uno de aquellos, después que por sus hazañas se elevó a una gloria ilustre y se adquirió muchos amigos y gran poder, veía con displicencia que la república le debiese susaumentos y que reinasen sobre ella otros que en nada eran mejores que él, y había pensado trasladar el mando de solas estas dos casas, dándolo en común a todos los Heraclidas y según algunos, no a éstos, sino a todos los Espartanos, para que no fuera el premio de los Heraclidas, sino de los que se asemejasen a Heracles en la virtud, que fue la que a éste le granjeó los honores divinos, con la esperanza de que, adjudicándose de este modo la corona, ningún Espartano le sería preferido en la elección.

El preparativo que excogitó al principio, y que trató de poner por obra, fue persuadir a sus conciudadanos, disponiendo al efecto un discurso trabajado con esmero por Cleón de Halicarnaso; pero, reflexionando después sobre lo extraordinario y grande de la novedad que intentaba, para la que eran necesarios superiores auxilios, usando de máquinas, como en las tragedias, impuso e introdujo vaticinios y oráculos, desconfiando del efecto de la habilidad de Cleón, si al mismo tiempo no atraía a los ciudadanos a su propósito, pasmándolos y sobrecogiendo su ánimo con la superstición y el temor de los dioses. Éforo dice que, habiendo intentado sobornar a la Pitia, y después ganar, por medio de Ferecles, a las Dodónidas, como hubiese salido mal en una y otra tentativa, partió al templo de Amón y quiso también corromper con grandes dádivas a aquellos ciudadanos, los cuales, ofendidos de ello, enviaron a Esparta algunos que le acusasen, y que, como fuese absuelto, dijeron los Africanos al tiempo de retirarse a su país: “Mejor juzgaremos nosotros ¡oh Espartanos! cuando vengáis a habitar entre nosotros en el África”; porque se suponía haber un oráculo antiguo sobre que habían de trasladar su residencia al África los Lacedemonios. Mas de todo este enredo y esta trama, que no deja de ser curiosa, ni tuvo un vulgar principio, sino que, como un teorema matemático, procedió de un punto a otro por medio de lemas difíciles y laboriosos, hasta llegar a su complemento, daremos una puntual razón, siguiendo las huellas de un historiador y filósofo.

Había en el Ponto una mozuela que decía haber sido fecundada por Apolo, lo que muchos, como es natural, se resistían a creer; otros pasaban por ello; y habiendo dado a luz un varón, fueron muchas y muy conocidas las personas que se encargaron de su crianza y educación. Púsosele por nombre Sileno, por causa particular que parece había para ello. De aquí tomó Lisandro el principio, y por sí fue preparando y agregando lo demás, ayudándole en esta farsa no pocos ni despreciables actores, los cuales trataron de hacer creíble y sin sospecha lo que se decía del origen del niño, y además divulgaron y esparcieron por Esparta que en letras misteriosas guardaban los sacerdotes ciertos oráculos muy antiguos a que les estaba vedado llegar y que no podían sin sacrilegio ser tocados si no venía al cabo de largo tiempo uno que fuera hijo de Apolo, y que, dando a los que los custodiaban señales ciertas de su nacimiento, trajera consigo las tablas en que los oráculos estaban escritos. Sobre estos preparativos debía presentarse Sileno y pedir los oráculos en calidad de hijo de Apolo, y los sacerdotes, que estaban en el misterio, examinar cada cosa y asegurarse del nacimiento; últimamente, persuadidos ya de ello, habían de mostrarlo, como a hijo de Apolo, las letras, y él, delante de muchos, había de leer otros varios vaticinios, y también aquel por el que todo se fraguaba, relativo al rey; a saber: que era mejor y mas conveniente para los Espartanos elegir sus reyes entre los hombres de probidad. Cuando ya Sileno era mocito y el enredo iba a ponerse en ejecución, se le desgració a Lisandro su farsa, por cobardía de uno de los personajes de ella, temblando y apartándose del intento en el punto mismo de haber de llevarle a cabo. Mas en vida de Lisandro nada de esto se supo a la parte de afuera, sino sólo después de su muerte.

Murió antes que Agesilao volviese del Asia, habiéndose metido en la guerra con los Beocios o habiendo metido, por mejor decir, a toda la Grecia, pues se dice de una y otra manera; y el motivo, unos se lo achacan a él mismo, otros a los Tebanos, y otros dicen haber sido común y dimanado de ambas partes. Atribúyese a los Tebanos la interrupción de los sacrificios en Áulide, y el que, sobornados Androclidas y Anfiteo con el oro del rey para suscitar a los Lacedemonios una guerra de toda al Grecia, acometieron a los de Focea y talaron sus términos. De Lisandro se dice haberse irritado contra los Tebanos porque ellos solos habían reclamado la décima de la ..guerra, cuando los demás aliados guardaban silencio, porque habían mostrado disgusto a causa de las riquezas que Lisandro había enviada a Esparta, y más principalmente por haber sido los que dieron a los Atenienses pie para libertarse de los treinta tiranos que les puso Lisandro, y cuyo poder y terror aumentaron los Lacedemonios, estableciendo que los fugitivos de Atenas podrían ser reclamados y traídos de cualquier parte y que quedarían fuera de los tratados los que se opusieran a ello. Pues contra esto dieron los Tebanos los decretos que correspondía, muy parecidos a las hazañas de Heracles y Baco: “que todas las casas y todos los pueblos de la Beocia estarían abiertos a cualquier Ateniense que en ellos buscara asilo: que el que no auxiliara a un Ateniense fugitivo a quien querían llevárselo pagara de multa un talento; y que si alguno conducía a Atenas por la Beocia armas contra los tiranos, ningún Tebano lo viera ni lo oyera”. Y no se contentaron con tomar estas disposiciones, tan propias de unos Griegos y tan llenas de humanidad, sin que correspondieran las obras a las palabras, sino que Trasibulo y los que le siguieron para tomar a Fila salieron de Tebas, proporcionándoles los Tebanos armas, dinero, el no ser descubiertos y el dar principio a su obra. Estas son las causas que inflamaron a Lisandro contra los Tebanos.

Siendo ya inaguantable en su cólera por la melancolía, exaltada por la vejez, acaloró a los Éforos, persuadiéndoles que enviaran guarnición contra ellos, y encargándose del mando, marchó con las tropas. Más adelante enviaron también a Pausanias con un ejército, y éste, rodeado el Citerón, se dirigía a invadir la Beocia pero Lisandro se le adelantó por la Fócide con la mucha gente que tenía a sus órdenes, y tomando a Orcomene, que voluntariamente se le entregó, pasó por Lebadea y la taló. Envió de allí a Pausanias una carta, previniéndole que de Platea pasase a Haliarto, pues él, al rayar el día, estaría ya sobre las murallas de los Haliartios. Esta carta vino a poder de los Tebanos por haber tropezado con unos exploradores el que la llevaba. Los Tebanos, habiendo acudido en su socorro los Atenienses, encomendaron a éstos su ciudad, y ellos, marchando al primer sueño, se anticiparon un poco a Lisandro en llegar a Haliarto, entrando alguna parte de la gente en la ciudad. Determinó aquel, por lo pronto, acampando su ejército en un collado, esperar allí a Pausanias; pero ya muy entrado el día, como no le fuese dado permanecer, tomó las armas y, exhortando a los aliados, marchó en derechura por el camino con su tropa formada hacia las murallas. De los Tebanos, los que habían quedado fuera, dejando a la ciudad a la izquierda, se dirigieron contra la retaguardia de los enemigos junto a la fuente llamada Cisusa, en la que, según la fábula, lavaron sus nodrizas a Baco recién nacido, pues su agua, brillante con un cierto color de vino, es sumamente transparente y muy dulce de beber. Nacen, no lejos de ella, estoraques de Creta, lo que los Haliartios tienen por señal de haber residido allí Radamanto, cuyo sepulcro muestran, llamándole Alea. Hállase también cerca el sepulcro de Alcmena, porque dicen que fue allí enterrada, habiendo casado con Radamanto después de la muerte de Anfitrión. Los Tebanos de la ciudad, que se hallaban formados con los Haliartios, hasta allí se habían estado quietos; pero cuando vieron que Lisandro, entre los primeros, avanzaba contra las murallas, abrieron de repente las puertas y, saliendo con ímpetu, le dieron muerte, juntamente con el agorero y con algunos pocos de los demás; porque la mayor parte huyeron precipitadamente a incorporarse con la hueste; mas como los Tebanos no se detuviesen sino que fuesen en su seguimiento, todos se entregaron a la fuga por aquellas alturas, pereciendo unos mil de ellos. Perecieron también unos trescientos Tebanos que persiguieron a los enemigos por las mayores asperezas y derrumbaderos. Estaban éstos notados de partidarios de los Lacedemonios, y para lavarse ante sus conciudadanos de esta mancha habían tenido en la persecución poca cuenta con sus personas, y esto fue lo que los condujo a su perdición.

Fue anunciada a Pausanias esta derrota cuando estaba en camino desde Platea para Tespias, y formando su tropa se dirigió a Haliarto. Acudió también Trasibulo desde Tebas con los Atenienses, y queriendo Pausanias recobrar por capitulación los muertos, llevándolo a mal los más ancianos de los Espartanos, altercaron entre sí, y yendo después en busca del rey le expusieron que Lisandro no debía ser recobrado por capitulación, sino con las armas, y que, combatiendo cuerpo a cuerpo y venciendo, así era como se le había de dar sepultura; y si fuesen vencidos, sería muy glorioso yacer allí con su general. Así le hablaron los ancianos; pero viendo Pausanias que era obra mayor sobrepujar a los Tebanos cuando acababan de triunfar, y que habiendo perecido Lisandro muy cerca de las murallas no había otro medio para rescatarle que capitular o vencer, envió un heraldo, y, hecho el tratado, retiró sus tropas. Los que traían a Lisandro, luego que estuvieron en los términos de la Beocia, le dieron tierra en el país de los Panopeos, que era amigo y aliado, donde ahora está su sepulcro, junto al camino que va a Queronea desde Delfos. Estando allí acampado el ejército, se dice que, refiriendo un Focense el combate a otro que no se halló presente, expresó haberles acometido los enemigos cuando Lisandro acababa de pasar el Hoplites, y que, como se maravillase un Espartano, amigo de Lisandro, y preguntase cuál era el que llamaba Hoplites, pues no conocía el nombre, el otro había respondido: “Allí donde los enemigos dieron muerte a los primeros de los nuestros, porque al arroyo que corre junto a la ciudad le llaman Hoplites”; lo que, oído por el Espartano, se echó a llorar, y exclamó: “¡Cuán inevitable es al hombre su hado!”; pues, según parece, se había entregado a Lisandro un oráculo que decía así: Te prevengo que evites, diligente, el resonante Hoplites y el doloso terrígena dragón que a traición hiere. Mas algunos dicen que el Hoplites no corre junto a Haliarto, sino que cerca de Coronea hay un torrente, que, incorporado con el río Filaro, pasa junto a aquella ciudad, y que éste, llamándose antes Hoplia, ahora es nombrado Isomanto. El Haliartio que dio muerte a Lisandro, llamado Neocoro, llevaba por insignia en el escudo un dragón, y a esto se infiere que aludía el oráculo. Dícese asimismo que a los Tebanos, en tiempo de la guerra del Peloponeso, les vino un oráculo de Apolo Ismenio, que, juntamente con la batalla de Delio, predecía también ésta de Haliarto, que fue treinta años después de aquella; el oráculo era éste: Del lobo con el límite ten cuenta cuando en acecho vayas; y te guarda del Orcálide, monte, que no es nunca de la astuta vulpeja abandonado. Llamó límite al lugar de Delio, por estar en el confín entre la Beocia y el Ática, y Orcálide al collado que ahora se llama Alópeco o de la Zorra, sito en el territorio de Haliarto, por la parte del Helicón.

Muerto de esta manera Lisandro, sintieron tanto, por lo pronto, los Espartanos su falta, que intentaron contra el rey causa de muerte; y como éste no se atreviese a sostenerla, huyó a Tegea, y allí vivió pobre en el bosque de Atena; por cuanto, descubierta con la muerte la pobreza de Lisandro, ésta hizo más patente su virtud; pues que entre tantos caudales, tanto poder, tanto séquito de las ciudades y tanto obsequio de los reyes, en punto a riqueza en nada adelantó su casa, según relación de Teopompo, a quien más fácilmente dará cualquiera crédito cuando alaba que no cuando vitupera, pues no es más sabroso reprender que celebrar. Éforo dice que más adelante, habiéndose promovido en Esparta cierta disputa relativa a los aliados, y siendo necesario acudir a los documentos que reservó en su poder Lisandro, pasó a su casa Agesilao, y que, habiendo encontrado el cuaderno en que estaba escrito el discurso sobre la forma de la república, y en razón de que debía hacerse común la autoridad real, sacándola de manos de los Euripóntidas y los Agíadas, y elegirse el rey entre los ciudadanos de mayor probidad, era la intención de Agesilao mostrar el discurso a los ciudadanos, y hacerles ver qué hombre era Lisandro y cuán errados habían andado acerca de él; pero que Lacrátidas, varón prudente y el primero entonces de los Éforos, se había opuesto a Agesilao, diciéndole que no convenía desenterrar a Lisandro, sino más bien enterrar con él el discurso. ¡Tanto era el arte y habilidad con que estaba dispuesto! Diéronle después de muerto diferentes honores, y a los que estaban desposados con sus hijas y se apartaron después de su fallecimiento por ver que era pobre, los castigaron con una multa, pues que le obsequiaron mientras le tuvieron por rico, y cuando vieron por su misma pobreza que había sido justo y recto le abandonaron; y es que, a lo que parece, en Esparta había establecidas penas contra los que no se casaban, contra los que se casaban tarde y contra los que se malcasaban, y en ésta incurrían, principalmente, los que buscaban más bien a los ricos que a los honrados y parientes, que es lo que hemos tenido que referir de Lisandro.